viernes, 11 de abril de 2014

La némesis de fuego


Algernon Blackwood


I
Por algún motivo que jamás conseguí averiguar, John Silence siempre hacía lo posible por conservar el compartimento para él solo; y mientras el tren realizaba un recorrido de unas dos horas seguidas antes de la primera parada, había un amplio margen de tiempo para exponer los preliminares del caso. Me había telefoneado esa misma mañana, e incluso a través de las incontables millas de cable telefónico, había notado en su voz la excitación de una incalculable aventura.

—Como si fuera una visita ordinaria al campo, —comentó, en
respuesta a una pregunta mía—; y no olvides traer tu arma.

—Con cartuchos vacíos, supongo ¿No? —pues conocía sus rígidos principios con respecto a tomar una vida, y suponía que las armas eran meramente para algún obvio propósito de aparentar seguridad.

Entonces, me agradeció que viniera, mencionó el tren, colgó el receptor, y me dejó, vibrando con excitación anticipada, para hacer el equipaje. Pues el honor de acompañar al Dr. John Silence en uno de sus grandes casos era lo que muchos habrían considerado un raro honor... y muy arriesgado. Ciertamente la aventura prometía toda clase de posibilidades, y de ese modo llegué a Waterloo con los sentimientos de un hombre que está a punto de embarcarse en alguna arriesgada y peculiar misión, en la cual los peligros que esperaba sortear no serían los peligros ordinarios de la vida, sino otros, de un caracter secreto muy difíciles de nombrar y aún más difíciles de abordar.

—Manor House es un nombre que suena muy bien, —me contó
mientras nos sentamos, con los pies en alto y listos para charlar—, pero creo que es poco más que una casa de campo un poco crecida en la desolada tierra más allá de D....., y su propietario, el Coronel Wragge, un soldado retirado aficionado a los libros, vive allí prácticamente solo, tengo entendido, con su hermana mayor inválida. De modo que no cuentes con una visita emocionante, a menos que el caso resulte tener algo de interés.

—¿De qué trata el asunto?

Como única respuesta, me acercó una carta con el sello de "Privado." Estaba fechada hace una semana, y firmada como "Sinceramente suyo, Horace Wragge."

—Ya ves, oyó hablar de mí al Capitán Anderson, —explicó el doctor con modestia, a pesar de que su fama era conocida en el mundo entero—; seguro que recuerdas aquel caso de obsesión por la India...

Leí la carta. El por qué había sido sellada como privada era algo que resultaba difícil entender. Era muy concisa, directa y al grano. Hacía referencia al Capitán Anderson como modo de presentación, y entonces indicaba con bastante sencillez que el autor de la nota necesitaba un tipo peculiar de ayuda y solicitaba una entrevista personal... una entrevista matinal, ya que le era imposible estar ausente de la casa por la noche. La misiva era orgullosa hasta el punto de la brusquedad, y sería difícil explicar cómo me sugirió la impresión de un hombre fuerte, sobrecogido y perplejo. Quizás la parquedad de palabras, y el aura de misterio en todo el asunto, tuvieron algo que ver con ello; y la referencia al caso Anderson, cuyo horror aún permanecía fresco en mi memoria, posiblemente despertó el sentimiento de algo bastante ominoso y alarmante. Pero, fuera cual fuera la causa, no había duda de que una impresión de serio peligro se dejaba notar en aquel papel blanco con aquellas pocas líneas de firme escritura, y el espíritu de una profunda inquietud se leía entre líneas, alcanzando la mente sin ninguna forma visible de expresión.

—¿Y qué ocurrió al verle...? —Pregunté, devolviéndole la carta
mientras el tren traqueteaba ruidosamente al alcanzar el cruce de Clapham.

—No le he visto, —fue su respuesta—. La mente del hombre estaba cargada hasta los topes cuando escribió esto; llena de vívidas imágenes mentales. Notarás la ausencia de descripciones. Pues bien, la psicometría podría ser de aplicación en este caso, y esta hoja de papel que tocó con su mano, es suficiente como para transmitir a otra mente... una mente sensible y compasiva... claras imágenes mentales del asunto a tratar. Creo tener una somera idea general de su problema.

—Entonces ¿Puede que haya emoción, después de todo?

John Silence aguardó un momento antes de contestar.

—Hay algo muy serio en este asunto,—dijo al fín, gravemente—. Alguien... posiblemente no se trate de él mismo,... ha estado jugando con tipo muy peligroso de pólvora. De modo que... sí, tal como dices, puede que haya emoción.

—¿Y mis deberes? —Pregunté, con mi interés creciendo por momentos—. Recuerda que soy tu 'ayudante.'

—Compórtate como un inteligente secretario confidencial. Obsérvalo todo, sin que parezca que lo haces. No digas nada... nada que signifique algo interesante. Estate presente en todas las entrevistas. Es posible que te necesite, ya que si mis impresiones son correctas, esto es...

Se interrumpió de repente.

—Pero aún no te voy a comentar mis impresiones, —continuó tras meditar un instante—. Tan sólo observa y escucha, según avance el caso. Fórmate tus propias impresiones y cultiva tus intuiciones. Desde luego, venimos como visitantes ordinarios, —añadió, con un guiño de un instante en su ojo—; de ahí las armas.

Aunque me desilusionó no escuchar más, reconocí la sabiduría de sus palabras y admití la poca validez que tendrían mis impresiones una vez que hubiera escuchado la poderosa sugestión de las suyas. De igual modo, reflexioné que aquella intuición, unida al sentido del humor, resultaban de mayor utilidad al hombre que el hecho de doblar la mera cantidad de masa cerebral.

Aún así, tras haber apartado la carta, volvió a ofrecérmela, diciéndome que la pusiera contra mi frente por unos instantes y entonces le describiera cualquier imagen que me viniera a la mente de un modo espontáneo.

—No busques nada deliberadamente. Tan sólo imagínate que ves el interior de tus párpados, y espera a que aparezcan imágenes proyectadas en esa oscura pantalla.

Seguí sus instrucciones, dejando, en la medida de lo posible, mi
mente en blanco. Pero no obtuve visión alguna. No ví nada excepto los puntos de luz que cruzan de un lado a otro como en los cambios de un caleidoscopio sobre la negrura. Una momentánea y curiosa sensación de calor, vino y se fue.
—¿Qué has... visto? —Me preguntó por fín.
—Nada, —Me obligué a admitir, decepcionado—; nada excepto los habituales destellos de luz que uno ve siempre. Solo que, quizás, eran más vívidos de lo usual.

No dijo nada a modo de réplica o comentario.

—Y se agrupaban aquí y allá, —continué, con dolorido candor, pues había esperado ver las imágenes de las que él había hablado—, se agrupaban en globos y bolas redondas de fuego, y las líneas que destelleaban parecían en ocasiones, como triángulos y cruces... casi como figuras geométricas. Nada más.
Abrí los ojos de nuevo, y le devolví la carta.

—Sentí calor en la cabeza, —dije, sintiéndome un poco incómodo por no decir nada que pareciera interesarle. Pero la mirada de sus ojos atrajo al momento mi atención.

—Esa sensación de calor es importante, —dijo significativamente.

—Era ciertamente real, y bastante incómoda, —repliqué, esperando que me informara y explicara—. Había una distintiva sensación de calor... calor interno en algún sitio... de algún modo opresivo.

—Eso es interesante, —remarcó, volviendo a guardar la carta en su bolsillo, y acomodándose en una esquina con periódicos y libros. No se dignó a decir más, y yo sabía que era inútil intentar hacerle hablar. Siguiendo su ejemplo, me acomodé de igual guisa en mi esquina con las revistas. Pero cuando cerré los ojos de nuevo, esperando notar las luces centelleantes y la sensación de calor, no encontré nada, excepto la usual fantasmagoría de los eventos del día... rostros, escenas, recuerdos,... y como es lógico, me quedé dormido y entonces sí que no ví nada de ninguna clase.

Cuando descendimos del tren, tras un trayecto de seis horas, salimos a una pequeña estación que se alzaba, sin árboles en un mundo de heno y arena; las tardías sombras de octubre proyectaban ya, su velo de sombras sobre el paisaje, y el sol casi se había ocultado de la vista, tras las peladas colinas. En un alto carro, con un caballo veloz, comenzamos nuestro trayecto por las ondulantes extensiones de una tierra abierta y severa; el aire puro golpeó nuestras mejillas y los aromas del pino y las hierbas silvestres se apreciaban con fuerza a nuestro alrededor. Contra el horizonte, se percibían débilmente unas montañas enormes, y el cochero señaló a un banco de distantes sombras a nuestra izquierda, explicándonos que el mar estaba allí. Ocasionales granjas de piedra, medio ocultas de la carretera tras frondosos árboles, y grandes graneros negros que parecían moverse a nuestro paso, eran los únicos signos humanos o civilizados que vimos, hasta que al final de unas cinco millas, las luces de la mansión centellearon ante nosotros, y nos sumergimos en un denso bosque de pinos que ocultaron por completo a Manor House hasta el mismo instante de llegar a ella.

El Coronel Wragge en persona salió a recibirnos al vestíbulo. Era el típico oficial de la armada que ha vivido el servicio, el servicio auténtico, y se ha encontrado a sí mismo en el proceso. Era alto y bien formado, ancho de hombros, pero serio como un sabueso, con ojos graves, casi severos, y un encanecido mostacho. Juzgué que tendría unos sesenta años, pero sus movimientos mostraban una reserva de energía y agilidad que contradecían esa edad. El rostro estaba lleno de carácter y resolución, el rostro de un hombre del cual depender, y sus directos ojos grises, según me pareció, mostraban un velo de perpleja ansiedad que no parecía intentar disimular.

La entera apariencia de aquel hombre, al momento revistió la aventura de gravedad e importancia. Un asunto que produjera a
semejante hombre, un motivo serio de alarma, sentí que debía de ser algo real y genuino.

Su modo de hablar, sus maneras, mientras nos daba la bienvenida, eran, como en su carta, sencillas y sinceras. Poseía una naturaleza tan directa como una bala. Y así, mostró claramente su sorpresa al ver que el Dr. Silence no hubiera venido solo.

—Mi secretario confidencial, el señor Hubbard, —dijo el doctor, presentándome, y la fulminante mirada y el poderoso apretón de manos que recibí entonces, estaban bien calculados, recuerdo haber pensado, para dar la impresión de que no era un hombre con quien se pudiera jugar, y por tanto, su perplejidad debía provenir de una causa muy real y tangible. Y además, resultaba bastante obvio que sentía alivio al vernos. Su bienvenida era inequívocamente genuina.

Nos condujo hasta una sala, que era a la vez biblioteca y salón de fumar, y que se abría a un extremo del largo vestíbulo de ventanas bajas. Manor House daba la impresión de ser una casa de campo arreglada y ennoblecida, sólida, antigua, confortable, y sin ningún tipo de pretensiones. Y eso era todo. Sólo el calor del lugar me pareció chocante y antinatural. Aquella sala, con el fuego ardiendo en la chimenea me pareció incómodamente cálida tras el largo paseo por el aire de la noche; aunque me pareció que en el vestíbulo mismo, y en toda la atmósfera de la casa, se respiraba un calor que difícilmente podía pertenecer a la bien cortada leña, o a las tuberías de aire y agua caliente. No era como el calor de un invernadero; era un calor opresivo que, de algún modo, parecía introducirse en la cabeza y en la mente. Produjo en mí, una curiosa sensación de incomodidad, que me hizo pensar en la sensación de calor que había emanado de la carta en el tren.

Le oí darle las gracias al Dr. Silence por haber venido; no hubo preámbulos, y el intercambio de cortesías fue algo de lo más conciso. Evidentemente, allí había un hombre que, al igual que mi compañero, amaba la acción más que la conversación. Sus maneras eran enérgicas y directas.

Le ví como en un destello: atónito, preocupado, arrastrado hasta un estado de alarma por algo que era incapaz de comprender; forzado a tratar con cosas que hubiera preferido ignorar, y haciéndolas frente con su seriedad perruna, e intentando no asumir que se sentía secretamente avergonzado por su incompetencia.

—Lo cierto es que no puedo ofrecerles demasiadas distracciones, aparte de mi propia compañía, y el extraño asunto que ha tenido lugar aquí, y que aún ocurre, —dijo, con una ligera inclinación de cabeza hacia mí, como modo de incluirme en su confidencia.

—Creo, Coronel Wragge, —replicó John Silence con decisión—, que ninguno encontraremos tiempo para aburrirnos. Supongo que tendremos las manos bien ocupadas.

Ambos hombres se miraron el uno al otro por espacio de unos segundos, y hubo una cierta cualidad indefinida en su silencio que, por vez primera me hizo concebir en mi mente una rápida pregunta; y me cuestioné un poco mi imprudencia al participar, sin haberlo reflexionado, en un gran caso de este incalculable doctor. Pero ninguna respuesta parecía valer, y rendirse era, desde luego, inconcebible. Las puertas se habían cerrado detrás mio, y el espíritu de la aventura asediaba ya mi mente con su avanzadilla de un millar de miedos y esperanzas.

Explicándonos que podía esperar hasta después de la cena para discutir asuntos más serios, y sin hacer referencia alguna a su hermana, nos guió escaleras arriba y nos mostró personalmente nuestras habitaciones; y justo cuando estaba terminando de vestirme, alguien llamó a mi puerta, y el Dr. Silence entró.

Siempre había sido lo que podría definirse como un hombre serio, de modo que hasta en ocasiones cómicas, uno podía sentir que él no perdía nunca de vista la profunda gravedad de la vida, pero mientras cruzaba la sala hacia mí, capté la expresión de su rostro y comprendí de repente que se hallaba en su estado más grave y severo. Parecía casi preocupado. Dejé de pelearme con mi negra corbata de pajarita y le miré.

—Esto es serio, —dijo, hablando en voz baja—, más aún de lo que había imaginado. El control del Coronel Wragge sobre sus pensamientos confirma lo intuido en mi psicometría de la carta. He venido a avisarte de que te mantengas a mano y alerta... en general.

—¿Una Casa Encantada? —Pregunté, consciente de un distintivo escalofrío en mi espalda.

Pero él sonrió gravemente ante la pregunta.

—Más probablemente una Casa con una Forma de Vida Encantada, — respondió; y a sus ojos asomó una mirada que únicamente le había visto, cuando un alma humana se hallaba contra las cuerdas y él realizaba un prodigioso esfuerzo por rescatarla.

Estaba profundamente turbado.

—¿El Coronel Wragge... o su hermana? —Pregunté apresuradamente, pues el gong de la cena acababa de sonar.

—Ninguno de los dos, exactamente, —dijo desde la puerta—. Es algo mucho más antiguo, algo muy, muy remoto, de hecho. Esta cosa tiene que ver con las Edades, —a menos que me equivoque por completo—, las Edades sobre las que las nieblas del recuerdo permanencen inmóviles desde hace mucho tiempo...

Se acercó con presteza con un dedo sobre los labios, dedicándome una mirada particularmente inquisitiva.

—¿Has percibido ya algo... raro, aquí? —preguntó con un susurro—. Algo que, por ejemplo, no seas capaz de definir. Cuéntame, Hubbard, quiero conocer todas tus impresiones. Pueden ayudarme mucho.

Negué con la cabeza, evitando su mirada, pues había algo en sus ojos que me asustaba un poco. Pero puso tanto empeño que forcé a mi mente para que buscara.

—Nada aún, —repliqué sinceramente, deseando haber tenido alguna emoción real que confesar—; nada excepto el extraño calor del lugar.

Dió un pequeño salto en mi dirección.

—¡De nuevo el calor! ¡Eso es! —exclamó, como si le alegrara mi confirmación—. ¿Y cómo lo describirías? —preguntó rápidamente con una mano en el pomo de la puerta.

—No parece ser un calor físico ordinario, —le dije, rebuscando en mis pensamientos por un adjetivo.

—Es más que un calor mental, —me interrumpió—, una llama de pensamientos y deseos, una especie de febril calidez del espíritu. ¿Es algo así?

Admití que había descrito con exactitud mis sensaciones.

—¡Bien! —dijo mientras abría la puerta, y con un gesto indescriptible que combinaba un aviso para permanecer alerta con un signo de aprobación por mi correcta intuición, se fue.
Me apresuré a seguirle, y los encontré a los dos esperándome junto al fuego.

—Deseaba prevenirles, —decía nuestro anfitrión cuando llegué—, de que mi hermana, a quien conocerán en la cena, no está al tanto del verdadero objeto de su visita. Su idea es que estamos interesados en la misma rama de estudios... el folklore... y que los estudios de ustedes les han llevado a consultarme sobre un particular. Como saben, acudirá a cenar en su silla de ruedas. Para ella, será un gran placer conocerles. Recibimos muy pocos visitantes.

De modo que al entrar en el comedor, estábamos preparados para hallar allí a Miss Wragge, ya colocada en su sitio, sentada en una especie de silla de ruedas. Era una ancianita vivaracha y encantadora, de expresión sonriente y ojos brillantes, que charló durante toda la cena con inagotable espontaneidad. Poseía ese tipo de rostro, fresco y delineado,  que algunas personas conservan toda su vida, desde la cuna hasta la tumba; sus suaves mofletes eran blancos y rosados, y su cabello, aún oscuro, estaba dividido en dos brillantes mitades, a cada lado de una bien formada linea central. Llevaba gafas con montura de oro, y lucía al cuello un gran collar de jaspe verde que le daba un toque distinguido.

Su hermano y el Dr. Silence hablaron poco, de modo que la mayor parte de la conversación recayó en nosotros dos, y ella me narró una gran parte de la historia de aquel viejo caserón, la mayoría de la cual, mucho me temo que escuché sólo a medias.

—Y cuando Cromwell estuvo aquí, —se explayaba ella—, ocupó exactamente la misma habitación, escaleras arriba, que solía usar yo. Pero mi hermano piensa que es más seguro para mí, dormir en la planta baja, por si hubiera un incendio.

Aquella frase ha permanecido en mi memoria tan sólo debido al
modo tan repentino en que su hermano la interrumpió y al instante cambió el tema de conversación. La temporal referencia al fuego parecía haberle incomodado, y a partir de entonces, fue él quien condujo la charla.

Resultaba difícil creer que aquella vivaz y animada vieja dama, que se sentaba a mi lado y parecía tomar tanto interés en los asuntos de la vida, estuviera prácticamente privada, por lo que pudimos comprender, del uso de sus extremidades inferiores, y que su entera existencia durante largos años, hubiera transcurrido entre el sofá, el lecho, y la silla de ruedas sobre la que charlaba con tanta naturalidad ante la mesa de la cena. No hizo referencia alguna a su minusvalía hasta que llegaron los postres, y entonces, haciendo sonar una campanilla, nos anunció que se disponía a dejarnos solos, "como el tiempo, sobre pies silenciosos," y entonces el mayordomo condujo su silla fuera de la estancia y la llevó a sus estancias en el otro extremo de la casa.

Y el resto no tardamos en abandonar también la estancia, pues Dr. Silence y yo mismo, estábamos bastante ansiosos por averiguar la naturaleza de nuestra misión, tal como nuestro anfitrión se disponía a denominarla. Nos guió por un largo pasillo hasta una habitación situada en el extremo de la casa, una habitación provista de puertas y ventanas dobles, según ví, robustamente construidas. Los libros cubrían las paredes a ambos lados, y un gran escritorio junto a la ventana se hallaba plagado de volúmenes, algunos abiertos, algunos cerrados, algunos mostrando tiras de papel colocadas entre sus hojas, y todos ellos mezclados en una catarata general de papeles y hojas sueltas.

—Mi Estudio y Cuarto de Trabajo, —explicó el Coronel Wragge, con un delicioso toque de orgullo inocente, como si fuera un estudiante aplicado. Acercó unos butacones para nosotros, cerca del fuego—. Aquí, —añadió significativamente—, estaremos a salvo de interrupciones y podremos hablar tranquilos.

Durante la cena, las maneras del doctor habían sido del todo naturales y espontáneas, aunque me resultaba imposible, conociéndole como le conocía, no darme cuenta de que estaba subconscientemente muy alerta y recibiendo ya, merced a la ultrasensible naturaleza de su mente, las más variadas y vívidas impresiones; y en este momento hubo algo en la gravedad de su rostro, así como en el tono significativo de las palabras del Coronel Wragge, y algo, también, en el hecho de que los tres nos hubiéramos recluído en su cámara privada, a punto de escuchar cosas probablemente extrañas, y ciertamente misteriosas... algo en todo aquello, tocó agudamente mi imaginación y tensó mis nervios. Tomando asiento en la butaca indicada por mi anfitrión, encendí mi cigarro y esperé a que se abriera el ataque, plenamente consciente de que ya estábamos demasiado inmersos en la aventura como para echarnos atrás, y
preguntándome con cierta ansiedad hacia donde nos llevaría ésta.

Es difícil decir qué esperaba exactamente. Nada demasiado definido, supongo. Solo que el repentino cambio resultaba dramático. Hacía tan sólo unas pocas horas que la prosaica atmósfera de Piccadilly me rodeaba, y ahora me hallaba sentado en una cámara secreta de esta antigua y apartada mansión, esperando para escuchar una serie de hechos que posiblemente me provocarían un terror genuino. Pensé en el paisaje exterior, con sus escarpadas montañas, y las oscuras copas de los pinos susurrando ante el viento de la noche; recordé las singulares palabras de mi compañero, arriba, en mi alcoba, antes de la cena; y entonces me giré y noté con cuidado la severa contención del Coronel mientras nos miraba y encendía su gran cigarro negro antes de comenzar a hablar.

¡El umbral de una aventura!, reflexioné mientras aguardaba a las primeras palabras; dicho umbral es siempre el momento más emocionante... hasta que llega el climax.

Pero el Coronel Wragge dudó... mentalmente... largo tiempo, antes de comenzar. Habló parcamente sobre nuestro viaje, el tiempo, la región, y otros tópicos comparativamente triviales, mientras rebuscaba en su mente alguna presentación apropiada para el asunto que ya estaba en la mente de todos nosotros. El hecho es que encontró que resultaba una materia difícil de abordar, y fue el Dr. Silence quien finalmente le mostró el camino.

—El Sr. Hubbard tomará unas cuantas notas cuando esté usted listo... espero que no le incomode, —sugirió—; De ese modo no tendré que dividir mi atención.

—Faltaría más,—dijo Wragge girándose para alcanzar alguna de las hojas sueltas del escritorio, y lanzándome una mirada. Creo que aún dudaba un poco—. El... hecho es, —dijo en tono de disculpa—, me preguntaba si sería necesario preocuparles tan pronto. La luz del día podría ser más adecuada para escuchar lo que tengo que contarles. Quiero decir, que quizás su sueño no se vería alterado...

—Aprecio su delicadeza, —respondió John Silence con su gentil sonrisa, tomando las riendas desde aquel momento—, pero ¡la verdad! ambos estamos inmunizados ante esas cosas. No hay nada, creo yo, que pueda evitar que durmamos, excepto... un aviso de incendio, o alguna otra catástrofe física de esa índole.

El Coronel Wragge levantó la mirada y le observó fijamente. Estoy seguro de que aquella referencia a un incendio había sido hecha con un propósito. Y ciertamente tuvo el efecto deseado de extirpar de nuestro anfitrión los últimos restos de duda.

—Perdónenme, —dijo—. Por supuesto, nada sé de sus métodos en esta clase de asuntos... así que, quizás, ¿Preferirían que comenzara de una vez y les diera una idea de la situación? —El Dr. Silence manifestó su acuerdo.

—Así podré ir tomando las precauciones adecuadas, —añadió
tranquilamente.

El soldado le miró unos instantes, como si se le escapara el significado de esas palabras; pero no hizo ningún comentario y al momento se dispuso a abordar un asunto sobre el cual, evidentemente, habló con timidez y desgana.

—Todo esto se aparta tanto de lo habitual, —comenzó, expulsando nubes de humo de su cigarro, entre las palabras—, y hay tan poco que contar que posea una evidencia real, que es casi imposible hacerles una narración coherente del asunto. Es únicamente el efecto acumulativo de ciertos hechos lo que resulta tan... tan inquietante. —Eligió las palabras con cuidado, como determinado a no apartarse ni un cabello de la verdad.

—Llegué a este lugar hace veinte años, al fallecer mi hermano mayor, —continuó—, pero por entonces no podía permitirme vivir aquí. Mi hermana, a quien conocieron en la cena, cuidó de la casa para él, hasta el final, y durante todos estos años, mientras yo estaba de servicio, ella ha estado guardando el lugar... pues nunca llegamos a encontrar un comprador satisfactorio... y no estábamos dispuestos a que la casa se convirtiera en una ruina. Yo mismo, tomé posesión de la casa, hace tan sólo un año.

—Mi hermano, —continuó tras una marcada pausa—, pasó también la mayor parte de su tiempo fuera. Era un viajero infatigable, y llenó la casa con objetos comprados por todo el mundo.

La lavandería... una pequeña edificación aislada más allá de las
estancias de los criados... la convirtió en un pequeño museo. Las cosas y curiosidades de las que yo me he ido deshaciendo... allí coleccionan polvo, y a menudo se rompen... pero la lavandería la verán mañana.

El Coronel Wragge hablaba con tal deliberación y con tantas pausas que aquel comienzo le llevó bastante rato. Pero al llegar a aquel punto se detuvo del todo. Evidentemente, había algo que deseaba decirnos, y que le costaba un esfuerzo considerable. Por fín, miró tímidamente al rostro de mi compañero.

—¿Puedo preguntarle... es decir, si no le resulta extraño, —dijo, y una suerte de temblor se percibió en su voz y en sus maneras—, si ha notado alguna cosa del todo inusual... algo raro, desde que llegó a la casa?

El Dr. Silence respondió sin dudar un momento.

—Así es, —dijo—. Hay una curiosa sensación de calor en este lugar.

—¡Ah! —exclamó el otro, con un ligero sobresalto—. Lo ha notado. Este calor inconmensurable...

—Pero su causa, me atrevería a aventurar, no está en la misma casa... sino fuera de ella, —añadió el doctor, ante mi asombro.

El Coronel Wragge se levantó de su sillón y se giró para alcanzar un mapa que colgaba en el muro.

Me dió la impresión de que el movimiento había sido realizado con el deliberado propósito de ocultarnos su rostro.

—Creo que su diagnóstico es asombrosamente acertado, —dijo tras un momento, girándose de nuevo con el mapa en las manos—. Aunque, desde luego, no tengo ni idea de cómo ha podido suponer...

John Silence se encogió de hombros expresivamente.

—Es meramente una impresión,—dijo. —Si le presta atención a las impresiones, y no permite que se confundan con deducciones del intelecto, a menudo las encontrará sorprendentemente, increíblemente acertadas.

El Coronel Wragge regresó a su asiento e hizo descansar el mapa sobre sus rodillas. Su rostro estaba pensativo mientras retomó de nuevo, bruscamente, su relato.

—Al hacerme cargo de la posesión, —dijo, mirando alternativamente nuestros rostros—, me topé con un amasijo de relatos del tipo más extraordinario e imposible que hubiera escuchado jamás... historias que al principio abordé con asombrada indiferencia, pero que más tarde me ví obligado a considerar seriamente, aunque sólo fuera por conservar a los criados. Dichas historias, tratan, creo yo, sobre el hecho de la muerte de mi hermano... y, de algún modo, aún pienso así.

Se inclinó hacia delante y alcanzó el mapa al Dr. Silence.

—Es un antiguo plano de la región, —explicó—, pero lo bastante detallado para nuestro propósito, y me gustaría que tomara nota de la posición de las plantaciones marcadas en él, especialmente las cercanas a la casa. Esta de aquí, —señaló un punto con su dedo—, se llama Plantación de los Doce Acres. Fue justo aquí, en el lado más cercano a la casa, donde mi hermano y el capataz hallaron la muerte.

Hablaba como un hombre forzado a reconocer hechos que deploraba, y que habría preferido dejar sin tocar... cosas que, personalmente, hubiera preferido considerar como ridículas, si tal cosa le fuera posible. Aquello hizo que sus palabras adquirieran un matiz particularmente dignificado e impresionante, y escuché con una creciente inquietud, con el fin de ayudar al doctor cuando, más tarde, me lo pidiera. Me parecía ser el espectador de algún drama de misterio, en el que en cualquier momento podía ser llamado a participar.

—Fue hace veinte años, —continuó el Coronel—, y se habló mucho sobre ello en aquellos tiempos, desafortunadamente; es bastante posible que hayan oído hablar del asunto. Stride, el capataz, era un hombre apasionado y de temperamento fuerte, aunque lamento decir que mi hermano también lo era, y las riñas entre ellos parecían ser frecuentes.

—No recuerdo el asunto, —dijo el doctor—. ¿Puedo preguntarle la causa de la muerte? —Algo en su voz me hizo aguzar el oído para la réplica.

—Se dice que el capataz falleció de asfixia. Y en la investigación posterior, los doctores determinaron que ambos hombres habían muerto al mismo tiempo.

—¿Y su hermano? —preguntó John Silence, notando la omisión, y escuchando atentamente.

—Igualmente misterioso, —dijo nuestro anfitrión, hablando en voz baja con esfuerzo—. Pero hay un detalle inquietante que creo que debería mencionar. Pues aquellos que vieron su rostro... yo, la verdad, no lo ví... y aunque Stride llevaba un arma, sus recámaras estaban sin vaciar... — balbuceó y dudó, confundido. Una vez más, de entre sus palabras, parecía emerger cierta sensación de terror. Se detuvo.

—Si, —dijo mi jefe, como buen oyente compasivo.

—El rostro de mi hermano, según dicen, parecía haber sido carbonizado. Como marcado por algo que quemaba... que ardía. Era, según me contaron, bastante espantoso. Los cuerpos fueron hallados yaciendo uno al lado del otro, con el rostro boca abajo, ambos en dirección contraria al bosque, como si ambos hubieran estado corriendo, y a no más de una docena de yardas del comienzo del bosque.

El Dr. Silence no hizo comentario alguno. Parecía estudiar el mapa atentamente.

—Yo no ví su rostro, —repitió el otro; sus maneras, de algún modo, expresaban la sensación de pavor que procuraba esconder en su voz—, pero desafortunadamente, mi hermana sí lo hizo, y creo que su actual estado es debido enteramente al shock que aquello produjo sobre sus nervios. Nunca se refiere a ello, naturalmente, y me inclino a pensar que ese recuerdo se ha desvanecido piadosamente de su memoria. Pero en su momento, habló de aquello como de un rostro abrasado por las llamas... carbonizado.

John Silence levantó la vista del mapa, pero con el aire de uno que desea escuchar, no hablar, de manera que el Coronel Wragge continuó su narración. Continuaba en el sillón, con sus anchos hombros ocultando la mayor parte de la tapicería.

—Todas se centran en esa plantación en particular, me refiero a las historias. Es algo fácil de esperar, ya que la gente de aquí es tan supersticiosa como los campesinos irlandeses, y aunque realicé una o dos pruebas con ellos delante, para detener esos estúpidos rumores, no tuvieron efecto, y escucho nuevas versiones todas las semanas. Ya podrá imaginarse los pocos resultados que obtuve, cuando le diga que todos los empleados acabaron por marcharse. No los criados de la casa, pero sí los jornaleros que trabajaban en el exterior. Los capataces dimitieron uno tras otro, y ninguno de ellos me dió, para ello, una razón que yo pudiera aceptar; los forestales se negaban a entrar en el bosque, al igual que los ganaderos. Se decía en toda la región, que la Plantación de los Doce Acres era un lugar a evitar, de día o de noche.

—Llegó un punto, —continuó el Coronel, ahora más lanzado— en elque sentí la necesidad de investigar por mi cuenta. No podía acabar con aquello, ignorándolo; de modo que en primer lugar, recopilé y analicé las historias. En cuanto al Bosque de los Doce Acres, que podrá ver en el mapa, llega hasta bastante cerca de la casa. Su límite inferior, si mira el mapa lo verá, toca casi el extremo de la valla negra, tal como le mostraré mañana, y su denso conjunto de pinos forma una adecuada protección para la casa contra el viento del este que sopla desde el mar. Y en los antiguos días, antes de que mi hermano interfiriera en ello y lo echara a perder, era uno de los mejores paisajes de toda la región.

—¿Y de qué forma, si puedo preguntarlo, tuvo lugar esa interferencia? —preguntó el Dr. Silence.

—En detalle, no sabría decirle, pues no lo sé... excepto que tengo entendido que era el motivo de sus frecuentes diferencias con el capataz; pero durante los dos últimos años de su vida, cuando dejó de viajar y se estableció aquí, adquirió un especial interés por ese bosque, y por alguna inexcrutable razón, comenzó a construir un muro bajo de piedra a su alrededor. El muro nunca fue terminado, pero mañana podrá ver sus ruinas a plena luz del día.

—¿Y el resultado de sus investigaciones... es decir, esas historias? — interrumpió el doctor, ansioso de que se ciñera a la narración.

—Si, ahora llegaré a eso, —dijo lentamente—, pero primero el bosque, pues este bosque del que tanto farfullan, no tiene, en realidad, absolutamente nada de particular. Es especialmente denso y frondoso, y se eleva hasta una zona más despejada en el centro, una especie de montículo en el que hay un círculo de grandes tocones... antiguas piedras druídicas, tengo entendido. En otro lugar hay un pequeño estanque. No hay nada distintivo en ello que le pueda mencionar... es un bosque de pinos de lo más común, un bosque de pinos de lo más ordinario... solo que los árboles tienen unos troncos un poco enrredados, al menos algunos de ellos, y es muy denso. Nada más.

—¿Y en cuanto a las historias? Bien, ninguna de ellas tiene que ver con mi pobre hermano, ni con el capataz, como a lo mejor se esperaban; y son todas de lo más raro... cosas raras, ya le digo, que la gente inventa o se imagina. Nunca entenderé cómo esas ideas pudieron llegar a entrar en la cabeza de la gente.

Se detuvo un instante para volver a encender su cigarro.

—No hay ningún sendero regular que lo atraviese, —continuó, expulsando el humo con fuerza—, pero los campos que lo rodean se usan contínuamente, y uno de los jardineros cuya cabaña cae por allí, declaró haber visto a menudo, luces que se movían en la noche, y formas luminosas, como globos de fuego sobre las copas de los árboles, balanceándose y flotando, y emitiendo un siseo suave... la mayoría de ellos dicen eso, de hecho... y otro hombre vió formas que parecían moverse dentro y fuera de los árboles, cosas que no eran ni hombres ni animales, débilmente luminosas. Nadie ha llegado a ver formas humanas... siempre cosas extrañas, difusas, que no pueden describir apropiadamente. En ocasiones, el bosque entero se ilumina, y hay un tipo... aún está por aquí, y podrán verle... que dijo haber tenido una extraña experiencia... algo sobre que vió grandes estrellas en el suelo, alrededor del límite del bosque a intervalos regulares....

—¿Qué tipo de estrellas? —interrumpió vivamente John Silence, de un modo repentino que me sobresaltó.

—Oh, no sabría decirle; estrellas ordinarias, creo que dijo, solo que muy grandes, y aparentemente centelleaban, como si el suelo estuviera iluminado. Estaba demasiado aterrado como para acercarse y examinarlo, y no volvió a verlo desde entonces.

Hizo una pausa y atizó el fuego, arrancando un agradable centelleo... agradable por su destello de luz, no ya por su calor. Aún persistía en la estancia aquella extraña sensación de calor, que resultaba opresivo, y bastante alejado de lo confortable.

—Desde luego, —continuó, acomodándose de nuevo en el sillón—, todo esto es algo bastante común... todo eso de ver luces y figuras en la noche. La mayoría de esta gente, bebe, y la imaginación y el terror pueden hacerles contar cualquier cosa. Pero algunos han visto cosas a plena luz del día. Uno de los leñadores, un hombre sobrio y respetable, se dirigía a casa para el almuerzo, y jura que durante todo el trayecto por los bosques, fue seguido por algo que nunca se dejó ver, pero que se movía de un árbol a otro, manteniéndose siempre fuera de la vista, aunque lo bastante sólido como para hacer que las ramas se agitaran y que las hierbas del suelo crujieran. Y emitía un sonido, según declaró, pero realmente —...el orador se detuvo, y soltó una risa queda...— es demasiado absurdo....

—¡Por favor! —insistió el doctor—; siempre son esos pequeños detalles los que me dan las mejores pistas.

—...sonaba como si crepitara, según dijo, como una hoguera. Esas fueron sus palabras exactas: como el crepitar de una hoguera, —finalizó el soldado, volviendo a repetir su risa queda.

—Muy interesante, —observó gravemente el Dr. Silence—. Por favor, no omita nada.

—Sí, —continuó—, y fue poco después cuando comenzaron los fuegos... los fuegos en el bosque. Comenzaron misteriosamente, ardiendoen las zonas de hierba blanca que cubre la mayor parte de las áreas abiertas de la plantación. En realidad, nadie vió cómo comenzaban, pero muchos, yo entre ellos, hemos visto cómo ardían. Siempre son fuegos pequeños, y de forma circular; a cualquiera le parecería una hoguera de picnic. Mi capataz tiene una docena de explicaciones, desde rescoldos que vuelan desde las chimeneas, hasta el sol, enfocándose a través de una gota de rocío, pero ninguna de ellas, debo admitirlo, me convence lo más mínimo. Son de lo más singular, creo yo, de lo más singular, esos fuegos misteriosos, y me alegra decir que sólo se presentan a intervalos de tiempo bastante porlongados, y que nunca parecen prender del todo.

Pero el capataz tiene también otras historias raras que contar, y sobre cosas que se pueden verificar. Me contó que ninguna forma de vida, ni siquiera salvaje, entraba en la plantación; más aún, que no existía en ella, vida alguna. Ni siquiera pájaros anidando en los árboles, o volando entre sus sombras. Puso innumerables trampas, pero nunca llegó a cazar ni siquiera un conejo o una ardilla. Los animales evitan esa zona, y más de una vez ha encontrado criaturas muertas en los Límites del bosque, sinque mostraran signo alguno de qué les había  matado.

Y más aún, me contó un extraordinario relato acerca de haber cazado a una suerte de criatura invisible en el campo, un día que salió con su escopeta. El perro, de repente, señaló algo en el campo, a sus pies, y entonces le dió caza, aullando como enloquecido. Persiguió a su presa imaginaria hasta los límites del bosque, y entonces lo siguió... una cosa que o había hecho nunca.

En el instante en que cruzó el límite... estaba muy oscuro, pese a ser a plena luz del día... comenzó a luchar del modo más frenético y aterrador. Según me comentó, estuvo a punto de intervenir. Y al fín, cuando el perro regresó, moviendo el rabo y cojeando, encontró algo parecido a pelo blanco, colgando de sus mandíbulas, y vino a mostrármelo. Le cuento estos detalles porque....

—Son muy importantes, créame, —le detuvo el doctor—. ¿Y aún lo tiene, el pelo aquel? —preguntó.

—Desapareció de la manera más extraña, —explicó el Coronel—. Tenía un aspecto muy curioso, como el asbesto, y lo mandé analizar por el Químico local. Pero, o bien el hombre aquel no fue capaz de determinar su origen, o simplemente no le gustó el aspecto que tenía por la razón que fuera, pues me lo devolvió y me dijo que no era ni animal, ni vegetal, ni mineral, al menos por lo que había podido determinar, y que no deseaba tener nada que ver con aquello. Lo envolví en papel de estraza, pero una semana después, al abrir el paquete... ¡había desaparecido! Oh, las historias son sencillamente interminables. Podría contarles cientos del mismo tipo.

—¿Y qué hay de sus experiencias personales, Coronel Wragge? — preguntó gravemente John Silence, intentando mostrar en sus maneras el mayor interés y empatía posibles.

El soldado sufrió un casi imperceptible sobresalto. Parecía evidentemente incómodo.

—Nada, creo yo, —dijo lentamente—, nada... eerh... me gustaría dejarlo para más tarde. Es decir, nada que merezca la pena contar, al menos... por ahora.

Su boca se cerró con un chasquido. El Dr. Silence, tras esperar un poco para ver si añadía algo, no pareció presionarle en ese punto.

—Bien, —continuó, y aunque podía haber hablado con franqueza, pareció no atreverse—, este tipo de cosas ha continuado ocurriendo desde entonces, a intervalos. Por supuesto que, los rumores de este tipo se propagan como un reguero de pólvora, y la gente comenzó a cruzar la región para venir a ver el bosque, y hacerse ellos mismos una idea general. Los restos de trampas y avisos únicamente aumentaron su insistencia; y... a ver qué les parece esto, —se mofó—, ¡Cierta Sociedad Investigadora local llegó al extremo de escribir para solicitar permiso para que uno de sus miembros pasara una noche en el bosque! Petulantes estúpidos que no escribieron para marcharse; vinieron y se llevaron pedazos de corteza de los árboles, y se los entregaron a los clarividentes, que a su vez inventaron otra sarta de historias. Sencillamente, parecía no haber fín a todo aquello.

—De lo más incómodo e irritante, ya lo creo, —interpuso el doctor.

—Entonces, de repente, el fenómeno cesó tan misteriosamente como había comenzado, y el interés decayó. Los relatos se olvidaron. La gente encontró interés en alguna otra cosa. Todo aquello parecía haberse terminado. Fue a finales de julio. Puedo decírselo con exactitud porque he llevado un diario de más o menos todo lo que ha ocurrido.

—¡Ah!

—Pero ahora, bastante recientemente, en las últimas tres semanas, todo ha vuelto a comenzar de nuevo con un... con una especie de ataque furioso, por decirlo así. Realmente se ha vuelto muy preocupante. Podrán imaginarse a qué me refiero, y el estado general del asunto, cuando les diga que la posibilidad de abandonar este lugar se me ha pasado por la cabeza.

—¿Incendiarios? —sugirió el Dr. Silence entre dientes, pero no tan bajo como para que el Coronel Wragge no le oyera.

—¡Por Júpiter, señor, me ha quitado usted las palabras de la boca! —exclamó aturdido el hombre, mirando de mí al doctor y del doctor a mí, y haciendo sonar las monedas de su bolsillo, como si de ese modo fuera a encontrar alguna explicación para los poderes divinos de mi amigo.

—Es sólo que lo estaba usted pensando muy intensamente, —dijo el doctor tranquilamente—, y sus pensamientos formaron una imagen en mi mente antes de que los exteriorizara. No es más que una mera lectura del pensamiento muy elemental.

Ví que su intención no era dejar perplejo al buen hombre, sino únicamente impresionarle con sus poderes para asegurarse su posterior obediencia.

—¡Buen Dios! No tenía ni idea.... —No terminó la frase y regresó de nuevo, abruptamente, a su narración.

—Aunque yo, concretamente, no ví nada, eso debo admitirlo, los relatos de los numerosos testigos presenciales hablan de algo parecido a líneas de luz, como delgados haces de fuego, moviéndose por el bosque, y en ocasiones chisporroteando, tal como haría una llama,.... en dirección a esta casa. Allí, —explicó con una voz firme que me sobresaltó, señalando en el mapa con un grueso dedo—, donde el límite occidental de la plantación se acerca al extremo inferior de la valla a espaldas de la casa... donde se une con esas zonas oscuras, que son los arbustos de laurel que inundan la zona trasera... allí es donde se vieron las luces. Se desplazaron desde el bosque hasta los arbustos, e incluso llegaron a alcanzar la misma casa. Como cohetes silenciosos, los describió un hombre, rápidos como un relámpago e increiblemente brillantes.

—¿Y esa evidencia de la que hablaba?

—En realidad llegaron hasta los lados de la casa. Dejaron una marca carbonizada sobre los muros... los muros de la casa de la lavandería, en el otro extremo. Mañana podrá verlos. —Señaló al mapa para indicar el lugar, y luego se enderezó y miró en torno a la sala, como si hubiera dicho algo que nadie pudiera creer, y esperara una contradicción.

—Carbonizada... igual que las caras, —murmuró el doctor, mirándome significativamente.

—Si... carbonizada, —repitió el Coronel, siendo incapaz de terminar la frase debido a su emoción.

Hubo un silencio prolongado en la sala, durante el cual escuché el borboteo del aceite en la lámpara, el chasquido de los carbones ardiendo y el sonido de la pesada respiración de nuestro anfitrión. En mi espina dorsal se arrastraban las más incómodas sensaciones, y me pregunté si le molestaría a mi compañero en caso de que durmiera en el sofá de su propia alcoba. Eran las ocho de noche, según observé en el reloj de la mesa. Habíamos cruzado la línea divisoria, y nos adentrábamos a buen ritmo en la aventura. El combate entre mi interés y mi miedo se agudizó. Pero, aunque hubiera sido posible echarse atrás, creo que aquel día habría ganado el interés.

—Tengo enemigos, claro está, —escuché que la ruda voz del Coronel rompía aquella pausa, —y he despedido a cierto número de empleados...

—No se trata de eso, —añadió brevemente John Silence.

—¿Cree usted que no? En cierto modo me alegro, y aún así... ese tipo de cosas, uno puede afrontarlas y tratar con ellas.....

Dejó sin acabar la frase, y miró al suelo con una expresión de firme severidad que delató un momentáneo arranque de carácter. Aquel hombre tan luchador aborrecía y detestaba, el hecho de pensar en un enemigo que no pudiera ver, y que le acechara. En aquel instante, se movió y fue a sentarse en la silla que había entre nosotros. Se le escapó algo parecido a un suspiro. El Dr. Silence no dijo nada.

—A mi hermana, claro está, la mantengo ignorante de todo este
asunto, en la medida de lo posible, —dijo abstraidamente, como si hablara consigo mismo—. Pero aunque se enterara, no tardaría en encontrarle alguna explicación racional. Ojalá pudiera yo también encontrar alguna. Estoy seguro de que existe.

Se produjo entonces un intervalo en la conversación que resultó de lo más significativo. No pareció una auténtica pausa, ni el silencio pareció auténtico silencio, pues ambos hombres continuaban pensando con tal fuerza y rapidez que uno casi imaginaba sus pensamientos formando palabras en el aire de la habitación. Era algo más que una pequeña ilusión formada por la extraña emoción de todo cuanto había oído, pero lo que estimulaba mis nervios más que cualquier otra cosa, era el hecho evidente de que el doctor estaba, claramente, sobre la pista de un descubrimiento. Creo que en su mente, en aquel momento, había ya resuelto la naturaleza de este enigmático problema psíquico. Su rostro era como una máscara, y empleaba la más absoluta economía de palabras y gestos. Todas sus energías se dirigían hacia su interior, y mediante aquellos inexcrutables métodos y procesos, que dominaba merced a sus estudios y su infinita paciencia, estuve seguro de que ya se hallaba en lid contra las fuerzas que se ocultaban en aquel singular fenómeno, trazando sus profundos planes para arrastrarlas hacia la luz, y entonces enfrentarse a ellas.

El Coronel Wragge, mientras tanto, se hallaba más y más intranquilo. De vez en cuando, se giraba hacia mi compañero, como si estuviera a punto de hablar, pero siempre cambiaba de opinión en el último momento. En una ocasión, se levantó y abrió la puerta de repente, aparentemente para comprobar que no hubiera nadie escuchando por la cerradura, pues desapareció un momento en el espacio entre ambas puertas, y entonces le escuché abrir la exterior. Permaneció allí durante algunos segundos y profirió un sonido, como si olfateara el aire a semejanza de un perro. Entonces, cerró cuidadosamente ambas puertas y regresó ante la chimena. Una extraña excitación parecía invadirle. Evidentemente, estaba intentando hacerse a la idea de decir algo que no le resultaba fácil de contar. Y John Silence, tal como yo había juzgado, esperaba pacientemente a que pudiera elegir el modo y el momento adecuado para comunicárnoslo. Al fín, se volvió a nosotros, enderezando sus grandes hombros, y perceptiblemente incómodo.

El Dr. Silence le miró con empatía.

—Sus propias experiencias me serán de la mayor ayuda, —observó tranquilamente.

—El hecho es, —dijo el Coronel, hablando muy bajo—, que durante la pasada semana ha habido brotes de fuego en esta misma casa. Tres brotes separados... y todos ellos... en la alcoba de mi hermana.

—Si, —dijo el doctor, como si eso fuera exactamente lo que había esperado escuchar.

—Completamente inexplicables... todos ellos, —añadió el otro, y entonces se sentó. Comencé a comprender en parte el motivo de su excitación. Se estaba dando cuenta, al fín, de que la explicación "natural" que había urdido, se estaba volviendo imposible de mantener, y eso le molestaba. Le enfurecía.

—Afortunadamente, —continuó—, en todos los casos, ella estaba fuera, y no se enteró. Pero he dispuesto que ahora duerma en una alcoba de la planta baja.

—Una sabia precaución, —dijo sencillamente el doctor. Hizo una o dos preguntas. Los fuegos habían comenzado en las cortinas... en una ocasión en las de la ventana, y en otra, en las de la cama. La tercera vez, el humo había sido descubierto por la doncella, que venía a hacer la habitación, y se encontró con que las ropas de Miss Wragge que colgaban de las perchas, estaban prendiendo. El doctor escuchaba atentamente, pero no hacía comentario alguno.

—¿Y puede ahora decirme, —dijo al fín—, qué es lo que siente usted sobre todo esto?... ¿Cual es su impresión general?

—Me siento un poco estúpido al decirlo, —replicó el soldado, tras un momento de duda—, pero tengo exactamente la misma sensación que tenía cuando estaba en el servicio activo, durante mis Campañas en la India: igual que si la casa y todo lo que contiene, estuviera en estado de sitio; como si algún enemigo oculto estuviera acampado a nuestro alrededor... emboscado en  algún lado. —Emitió una suave risa nerviosa—.Como si la próxima señal de humo fuera a precipitar el pánico absoluto... un pánico aterrador.

Me llegó la imagen de la noche ensombreciendo la casa, y de los enrredados pinos que había descrito, rodeándola, y ocultando a algún poderoso enemigo; y, observando la resuelta cara y figura del viejo soldado, forzado al fín a confesar, comprendí algo de lo que había pasado por su mente, antes de solicitar la ayuda de John Silence.

—Y mañana, a menos que me equivoque, es luna llena, —dijo de repente el doctor, vigilando el rostro del otro para observar el efecto de sus aparentemente descuidadas palabras.

El Coronel Wragge sufrió un sobresalto incontrolable, y su rostro, por vez primera, mostró un inequívoco pavor.

—¿Qué significa....? —comenzó, con un labio tembloroso.

—Sólo que estoy comenzando a ver la luz en este asunto extraordinario, —continuó el otro con calma—, y, si mi teoría es correcta, cada mes, cuando la luna está en su plenitud, debería incrementarse la actividad del fenómeno.

—No veo la conexión, —respondió el Coronel Wragge de un modo casi salvaje—, pero me atrevería a decir que en mi diario podrá comprobarlo. —Mostró la más atónita expresión que jamás he visto en una cara honesta, pero descartó esta corroboración adicional de una explicación que le dejaba perplejo.

—Debo confesar, —repitió—, que no veo la conexión.

—¿Y por qué debería de hacerlo? —dijo el doctor, con su primera risa de aquella noche. Se levantó y volvió a colgar el mapa en el muro—. Pero yo sí... porque estas cosas son mi especialidad... y permítame añadir que ya antes me he enfrentado a problemas que no son naturales, y que carecen de explicación natural. Es meramente una cuestión de lo que uno sabe... o está dispuesto a admitir.

El Coronel Wragge le miró con un nuevo y curioso respeto en su rostro. Pero sus sentimientos se habían relajado. Más aún, la risa del doctor y su cambio de actitud habían resultado un alivio para todos, rompiendo el hechizo de grave suspense que nos había envuelto. Todos nosotros nos levantamos, estiramos nuestras extremidades y paseamos un poco por la sala.

—Celebro mucho, Dr. Silence, si me permite decirlo, que esté usted aquí,—dijo sencillamente—, de hecho, lo celebro muchísimo. Y ahora, me temo que les he mantenido en vela hasta muy tarde, —me miró también a mí—, pues deben de estar fatigados, y deseosos de acostarse. Ya les he contado todo cuanto había que contar, —añadió—, y mañana deberán encontrarse con total libertad para tomar los pasos que estimen necesarios.

El final fue abrupto, aunque natural, pues nada quedaba ya por decir, y ninguno de aquellos dos hombres era de los que hablan por hablar.

Al salir al frío y oscuro vestíbulo, encendió nuestros candiles y nos condujo escaleras arriba. La casa descansaba en silencio, y todos dormían. Nos desplazamos con suavidad. Por las ventanas de las escaleras pudimos ver la luz de la luna, descendiendo sobre la llanura, y resaltando sus profundas sombras. Los cercanos pinos eran visibles en la distancia, un muro de negrura impenetrable.

Nuestro anfitrión accedió un instante a nuestras habitaciones, para comprobar que no nos faltara nada. Señaló una fuerte soga que se hallaba bajo la ventana, sujeta al muro por medio de una argolla de hierro. Evidentemente, había sido instalada recientemente.

—No creo que vayamos a necesitarla, —dijo el Dr. Silence con una sonrisa.

—Confío en que no. —contestó gravemente nuestro anfitrión—Duermo muy cerca de ustedes, en esta misma planta, —susurró,
señalando hacia su puerta—, y si ustedes... necesitaran cualquier cosa durante la noche, ya saben dónde encontrarme.

Nos deseó un sueño reposado y desapareció por el pasillo hacia su alcoba, apagando, al entrar en ella, el candil con su enorme y musculosa mano.

John Silence me detuvo un momento antes de que me fuera.

—¿Ya sabes lo que es? —pregunté, con una emoción que se imponía a mi cansancio.

—Si, —me dijo—. Estoy casi seguro. ¿Y tú?

—Ni la más mínima idea.

Pareció decepcionado, ¡Pero ni la mitad de lo que yo lo estaba!
—Egipto, —susurró—¡Egipto!


II
No ocurrió nada que me molestara aquella noche... es decir, nada excepto una pesadilla en la cual el Coronel Wragge me daba caza entre delgadas llamaradas, y su hermana siempre evitaba que me escapara levantándose de repente de su silla... muerta. El profundo lamento de los perros me despertó una vez; debía ser justo antes del alba, pues ví la forma de la ventana recortándose contra la luz del cielo; creo que, también, hubo un destello de luz, un resplandor, mientras me daba la vuelta en el lecho. Y hacía mucho calor para ser octubre, un calor opresivo.

No fue hasta después de las once, que nuestro anfitrión sugirió salir con las armas, en lo que, según nos pareció, no era sino una excusa para su verdadero propósito. Personalmente, me alegré de salir al aire puro, pues la atmósfera de la casa estaba cargada de presentimientos. La sensación de un desastre inminente pendía sobre todos nosotros. El miedo inundaba los pasillos, y acechaba en las esquinas de todas las habitaciones. Era una casa encantada, pero encantada de verdad; no por la débil sombra de los muertos, sino por una definitiva aunque incalculable influencia que se hallaba activamente viva, y que era peligrosa. Al menor aroma de humo, la casa entera se sobresaltaba. Un olor a quemado, estaba seguro de ello, paralizaría a todos sus habitantes. Pues los criados, aunque adecuadamente ignorantes merced a las órdenes no dictadas de su amo, mostraban también el temor común; y la incómoda incertidumbre, unida a esta especie de calculado e implacable espíritu de malignidad, provocaba una especie de sentimiento de fatalidad que imperaba no sólo en los muros, sino también en las mentes de la gente que vivía en su interior.

Tan sólo la brillante y agradable visión de la anciana Miss Wragge, mientras era transportada por la casa en su silenciosa silla, asintiendo y charlando con todo el que se encontraba, evitó que cayéramos enteramente en la depresión que gobernaba a la mayoría. La visión de aquella mujercita era como un rayo de luz solar a través de las profundidades de algún viejo bosque enfermo, y justo cuando salíamos la ví, mientras su sirviente la transportaba hacia el sol del patio trasero, y capté su saludable sonrisa mientras ella giraba la cabeza y nos deseaba un buen deporte.

La mañana era de las mejores de octubre. Los rayos del sol incidían sobre la hierba y las hojas, volviéndolas de un color rojo dorado. Los primeros mensajeros del frío que había de venir, se hallaban ya en el aire, un adelanto del invierno que se avecinaba. Y las amplias moreras que crecían por todas partes contra el cielo, como un mar purpúreo interrumpido por el gris ocasional de algunas rocas, se agitaban ante el fresco y perfumado viento del oeste. Y el puro sabor del mar se extendía
por doquier, como el aroma principal, nacido quizás en los remolinos que gritaban y giraban en círculos en el aire.

Pero nuestro anfitrión no mostró interés alguno en aquella resplandeciente belleza, y no tenía en mente el mostrarnos los paisajes de sus tierras. Su mente estaba centrada en otra cosa, y por tanto, también la nuestra.

—Estas colinas llenas de moreras se extienden durante varias horas de paseo,—dijo, haciendo un ademán con la mano—; y por allí, a unas cuatro millas, —señalando en otra dirección—, está la bahía de S....., un entrante del mar, grande y pantanoso, y poblado por miríadas de aves marinas. En el otro lado de la casa están las plantaciones y los bosques de pinos. Pensé que podríamos llevar algunos perros e ir primero al Bosque de los Doce Acres, del cual les hablé la pasada noche. Está bastante cerca.

Encontramos a los perros en el establo, y yo recordé el profundo lamento de aquella noche, cuando un excelente mastín y dos gran Daneses saltaron para darnos la bienvenida. Singulares compañeros para las armas, pensé para mí, mientras caminábamos por los campos y las enormes criaturas saltaban y corrían a nuestro lado, olfateando el suelo.

La conversación fue escasa. El grave rostro de John Silence no animaba a hablar. Esgrimía una expresión que yo conocía muy bien... aquella mirada de grave aislamiento, que significaba que todo su ser estaba profundamente concentrado y preocupado. Asustado, nunca había llegado a verle, pero a menudo mostraba ansiedad... y en esos momentos no podía evitar observarle... y, ahora, estaba ansioso.

—A la vuelta podrán ver la casita de la lavandería, —observó brevemente el Coronel Wragge, pues también él, parecía tener poco que decir—. A esa hora, llamaremos menos la atención.

Ni siquiera la chispeante belleza de la mañana pareció ser capaz de desvanecer los sentimientos de incómoda amenaza que acechaban en el fondo de nuestra mente, mientras avanzábamos.

Tras unos pocos minutos, un cúmulo de pinos ocultó la casa de nuestra vista, y nos encontramos en las inmediaciones de una plantación de coníferas densamente poblada. El Coronel Wragge se detuvo bruscamente, y, extrayendo un mapa de su bolsillo, explicó una vez más, muy resumidamente su posición con respecto a la casa. Nos mostró cómo se extendía hasta casi los muros de la casa de la lavandería... auqnue por el momento estaba fuera de nuestra vista... y señaló a las ventanas de la alcoba de su hermana, donde habían tenido lugar los brotes de fuego. La habitación, ahora vacía, miraba directamente al bosque. Entonces, mirando a su alrededor con nerviosismo, y tras llamar a los perros, propuso que entráramos en la plantación y realizáramos los exámenes que creyéramos convenientes. A los perros, añadió, quizá podría persuadírseles para que nos acompañaran durante un trecho del camino... y los señaló, reunidos a sus pies... pero no estaba muy seguro de ello.
—Mucho me temo que ni los gritos ni el látigo podría hacer que fueran más lejos, —dijo—. Lo sé por experiencia.

—Si no tiene objeción, —replicó el Dr. Silence con decisión, y hablando casi por primera vez—, realizaremos a solas nuestro examen... El Sr. Hubbard y yo. Sería mejor así.

Su tono era absolutamente definitivo, y el Coronel accedió tan educadamente que incluso una persona menos intuitiva que yo, se habría percatado de que estaba genuinamente aliviado.

—Indudablemente, tendrán sus buenas razones, —dijo.

—Únicamente que deseo obtener mis impresiones sin alteración alguna. Esta delicada pista sobre la que estoy trabajando puede ser borrada muy fácilmente por los pensamientos de otra mente con ideas fuertemente preconcebidas.

—Perfectamente. Comprendo, —prosiguió el soldado, aunque con una expresión de contención que contradecía claramente sus palabras—. Entonces esperaré aquí con los perros; y le echaremos un vistazo a la lavandería en el camino de vuelta.

Me giré una vez para mirar, detrás mío, mientras rodeábamos el bajomuro de piedra construido por el anterior propietario, y ví su erguida y soldadesca figura, bañada en un campo de luz solar, observándonos con una mirada curiosamente intensa. Había algo que me parecía incongruente, casi patético, en los esfuerzos de aquel hombre para encontrar todo tipo de explicaciones al misterioso asunto, y al mismo tiempo, tener en cuenta e investigar todas las posibilidades. Me saludó con la cabeza e hizo un gesto de despedida con la mano. Aquella imagen suya, de pie, ante la luz del sol con sus grandes perros, observándonos fijamente, permanece aún hoy, en mi memoria.

El Dr. Silence guió nuestros pasos por entre los enrredados troncos,plantados muy cerca unos de otros siguiendo un diseño,  y yo le seguí pegado a sus talones. En el instante que nos perdimos de vista, se giró y apoyó su escopeta contra las raíces de un gran árbol, y yo hice lo mismo.

—Difícilmente vamos a necesitar estas aborrecibles armas de asesino, —observó con una fugaz sonrisa.

—¿Entonces, estás seguro de tu pista? —Pregunté al momento,
ardiendo de curiosidad, aunque temiendo traicionarme y que me considerara un estorbo. Sus propios métodos eran absolutamente sencillos y nada teatrales.

—Estoy seguro de mi pista, —respondió gravemente—. Y creo que hemos venido justo a tiempo. Lo sabrás en su momento. En cuanto a ahora mismo...conténtate con seguirme y observar. Y piensa; piensa intensamente. El soporte de tu mente me ayudará.

Su voz tenía esa tranquila autoridad que es capaz de hacer que los hombres se enfrenten a la muerte con una especie de felicidad y orgullo. En aquel instante, le habría seguido a cualquier parte. Al mismo tiempo, sus palabras transmitían una sensación de seria amenaza. Capté la presencia de su confianza; pero también, en aquella plena luz del día, sentí la alarma que dejaba traslucir.

—¿Aún sigues sin tener impresiones fuertes? —preguntó—. ¿No ha ocurrido nada por la noche, por ejemplo? ¿Ningún sueño vívido?

Me miró fijamente esperando mi respuesta; yo estaba alerta.

—Dormí casi sin interrupciones. Estaba tremendamente cansado, ya lo sabes, y, excepto por el opresivo calor....

—¡Bien! Aún notas el calor, entonces, —hablo para sí mismo, en lugar de esperando una respuesta—. ¿Y el resplandor? —añadió—, ese resplandor de un cielo despejado... ese destello... ¿Lo notaste?

Respondí sinceramente que pensaba haber visto un destello durante un instante de vigilia, y entonces atrajo mi atención sobre ciertos hechos, antes de que nos pusiéramos en marcha.

—Ya recuerdas la sensación de calor cuando te llevaste la carta a la frente en el tren; el calor general que reinaba en la casa la pasada tarde, y, como acabas de mencionar, por la noche. También has oído las historias del Coronel sobre las apariciones de fuego en este bosque y en la casa misma, y el modo en que su hermano y el capataz encontraron la muerte hace veinte años.

Asentí, preguntándome qué diablos significaría todo aquello.

—¿Y no obtienes ninguna pista de todos esos hechos? —preguntó ligeramente sorprendido.

Escudriñé por cada esquina de mi mente e imaginación, buscando algún indicio sobre a qué se refería, pero me obligué a admitir ante él, que aún no entendía nada.

—No te preocupes, ya lo harás. Y ahora, —añadió—, daremos un paseo por el bosque, a ver qué encontramos.

Sus palabras me explicaban algo de su método. Debíamos mantener la mente alerta e informarnos el uno al otro de la más mínima impresión que cruzara por la galería de imágenes del pensamiento. Entonces, mientras comenzábamos a caminar, se volvió hacia mí con un último aviso.

—Y, para tu seguridad, —dijo gravemente—, imagínate ahora... y mientras dure el asunto, imagínate siempre, hasta que dejemos este lugar... imagina con todas tus fuerzas, que estás rodeado por una concha que te proteje. Obsérvate a tí mismo en el interior de un envoltorio protector, y constrúyelo con la más intensa imaginación que puedas evocar. Invierte en ello toda la fuerza de tu pensamiento y voluntad. Cree, nítidamente, durante toda esta aventura, que semejante concha, construida por tus pensamientos, voluntad e imaginación, te envuelve completamente, y que nada puede atravesarla para atacar.

Hablaba con dramática convicción, mirándome con dureza, como para reforzar su significado, y entonces se movió hacia delante y comenzó a avanzar por la ruda y espesa hierba en dirección al bosque. Y mientras tanto, conocedor de la eficacia de sus remedios, procuré adoptarlos, empleando lo mejor de mis habilidades. Al momento, los árboles se cerraron sobre nosotros como la noche. Sus ramas se encontraban unas con otras en un contínuo revoltijo, sus troncos se juntaban más y más, la vegetación del suelo se espesaba y multiplicaba.

Nuestras manos, nuestros pantalones, comenzaron a sufrir rasguños, y nuestros ojos se cubrieron de un fino polvo que hacía más difícil escrutar el colgante, complejo entramado de ramas y enrredaderas. La áspera hierba blanca que arañaba nuestros zapatos como si fuera cuerda, crecía aquí y allá, en retales. Coronaba algunos pequeños montículos y rocas, que se alzaban como si fueran cabezas humanas, fantásticamente vestidas, y cubiertas, hasta llegar al suelo, con crestas de cabello muerto. Procuramos saltarlas o rodearlas. Era difícil abrirse camino, y me dí cuenta de que sería imposible de cruzar por la noche. Saltábamos, cuando era posible, de roca en roca, y parecía como si estuviéramos saltando sobre las cabezas en algún campo de batalla, y que aquella hierba muerta, blanca, ocultaba ojos que se giraban para vernos pasar.

Aquí y allá, el sol brillaba con vívidos puntos de luz blanca, iluminando la vista, sólo para resaltar, en contraste, la oscuridad de los alrededores. Y en dos ocasiones pasamos por dos lugares en los que la hierba había ardido, dejando unas marcas oscuras y circulares y un anillo de cenizas. El Dr. Silence las señaló, pero sin hacer comentario alguno y sin detenerse, y al verlas se despertó en mí una singular conciencia de la amenaza que esperaba, fuera de nuestra vista, pero no muy lejos, en esta aventura.

Era un trabajo agotador, y muy pesado. Nos mantuvimos juntos. El calor, además, era extraordinario. Aunque no parecía el calor del cuerpo debido a un violento ejercicio, sino más bien un calor interno de la mente que tendía brillantes manos de fuego sobre el corazón y producía en el cerebro una especie de fuerte llamarada. Cuando mi compañero se percataba de haber avanzado demasiado, esperaba a que le alcanzara. El lugar había permanecido evidentemente sin tocar por la mano de ningún hombre, guardián, forestal o deportista, durante muchos años; y mis pensamientos, mientras avanzábamos dolorosamente, no eran muy diferentes al estado del bosque mismo... oscuros, confusos, llenos de embrujada maravilla y de la sombra del miedo.

A estas alturas, toda señal de campo abierto ante nosotros se había ocultado. Ni un sólo rayo de sol penetraba en la espesura. Parecía que estuviéramos en el corazón de algún bosque primigenio. Entonces, de repente, los arbustos, raíces y la enmarañada hierba se terminaron; los árboles se despejaron; y el suelo comenzó a inclinarse hacia arriba, hacia un gran montículo central. Habíamos llegado al centro de la plantación, y ante nosotros se alzaban las rotas piedras Druídicas que nuestro anfitrión había mencionado. Ascendimos con facilidad la pequeña colina, entre los troncos dispersos, y, descansado sobre uno de aquellos tocones envueltos en hiedra, miramos a nuestro alrededor a un espacio relativamente abierto, tan extenso, seguramente, como una pequeña plaza de Londres.

Pensando en las ceremonias y sacrificios que habría presenciado aquel rudo círculo de monolitos prehistóricos, miré el rostro de mi compañero con una pregunta no pronunciada. Pero leyó mis pensamientos y meneó la cabeza.

—Nuestro misterio no tiene nada que ver con estos símbolos de muerte, —dijo—, sino con algo quizás incluso más antiguo, y de otra tierra, además.

—¿Egipto? —Dije entre dientes, desesperadamente intrigado, pero recordando sus palabras a la puerta de mi alcoba.

Asintió. Mentalmente aún no me acababa de orientar, pero él parecía intensamente preocupado y no era momento para hacerle preguntas; así que mientras sus palabras circulaban por mi mente ininteligiblemente, miré a la escena que se alzaba ante mí, contento por la oportunidad de recobrar el aliento y algo de compostura. Pero casi no tuve tiempo de notar las enrredadas y contorsionadas formas de muchos de los pinos que estaban cerca nuestro, cuando el Dr. Silence se inclinó y me tocó en el hombro. Señaló hacia abajo de la cuesta.

Y la mirada que ví en sus ojos agitó cada uno de los nervios de mi cuerpo. Una delgada, casi imperceptible columna de humo azul se elevaba entre los árboles a unas veinte yardas del comienzo del montículo. Pareció ascender más y más, y desapareció de la vista entre las enmarañadas ramas de arriba. Era escasamente más espeso que el humo de una pequeña rama ardiendo.

—¡Protégete! Imagina con fuerza tu caparazón protector, —susurró el doctor con dureza—, y sígueme de cerca.

Se levantó al instante y se movió rápidamente, cuesta abajo, en
dirección al humo, y yo le seguí, temiendo quedarme solo. Escuché el suave crujir de nuestros pasos sobre las caídas agujas de los pinos. Por encima de su hombro, observé la delgada espiral azul, sin apartar ni un sola vez mis ojos de ella. No sabría describir la peculiar sensación de vago horror que me inspiró la visión de aquella forma de humo que delineaba su camino hacia arriba, por entre los oscuros árboles. Y la sensación de calor creciente mientras nos aproximábamos era extraordinaria. Era como caminar hacia un brillante aunque invisible fuego.

Al acercarnos más, su paso se fue haciendo más lento. Entonces se detuvo y señaló, y pude ver un pequeño círculo de hierba quemada en el suelo. Las raíces estaba ennegrecidas y humeaban, y desde el centro se alzaba aquella línea de humo claramente marcado, puro, azul. Entonces noté un movimiento en la atmósfera de nuestro entorno, como si el aire caliente se estuviera elevando y el aire fresco pugnara por ocupar su lugar: un pequeño foco de viento en aquella desolación. Por encima nuestro, las copas se agitaron y temblaron, justo en el lugar donde el humo desaparecía. Por otra parte, ni un solo árbol susurró, ni se escuchó sonido alguno. El bosque estaba silencioso como una tumba. Se me ocurrió la espantosa idea de que el curso de la naturaleza estaba a punto de cambiar si previo aviso, o que ya había cambiado un poco, que el cielo se derrumbaría, o que la superficie de la tierra se hundiría hacia dentro, como una burbuja estallada. Algo había, ciertamente, que alcanzaba la ciudadela de mi razón, causando temblores en su trono.

John Silence avanzó de nuevo. No podía ver su rostro, pero su actitud era claramente de resolución, de músculos y mente listos para una acción vigorosa. Estábamos a unos diez pies del círculo ennegrecido, cuando el humo, de repente, dejó de elevarse y desapareció. El rastro de la columna desapareció en el aire sobre nosotros, y al mismo instante me pareció que la sensación de calor se alejaba de mi rostro, y la sensación de movimiento del viento se esfumó. El tranquilo espíritu del frío octubre volvió a tomar el mando.

Codo con codo, avanzamos y examinamos el lugar. La hierba estaba humeando, y el suelo aún caliente. El círculo de tierra quemada tenía de un pie a pie y medio de diámetro. Parecía igual que una ordinaria hoguera de picnic. Me incliné cautelosamente hacia abajo, con el fín de mirar, pero al segundo pegué un respingo con un involuntario grito de alarma, pues, mientras el doctor pateaba las cenizas para prevenir que prendieran, el sonido de un siseo se alzó de aquel lugar, como si hubiera golpeado a una criatura viva. Aquel siseo fue vagamente audible en el aire. Se movió más allá de nosotros, en dirección a la frondosa porción de bosque a un lado de nuestro campo, y en un segundo, el Dr. Silence se había apartado del fuego y comenzado la persecución. Y entonces comenzó la más
extraordinaria caza de la invisibilidad que pudiera haber imaginado.

Iba aún más rápido que al principio, y, desde luego, era perfectamente obvio que seguía a algo. A juzgar por la posición de su cabeza, mantenía los ojos fijos a un cierto nivel... justo por encima de la altura de un hombre... y como consecuencia de ello, tropezó un par de veces debido a la rudeza del suelo. El sonido siseante se detuvo. No se escuchaba sonido alguno de ninguna clase, y qué era lo que veía para seguirle, es algo que no llego a comprender. Sólo sé que dejé a un lado lo mortal de aquella amenaza, y con una punzante curiosidad por ver lo que
había que ver, le seguí tan rápido como pude, e incluso entonces tuve dificultades para mantener su ritmo.

Y, mientras avanzábamos, todas aquellas historias que nos había contado el Coronel bullían en mi cerebro, produciendo una curiosa sensación de risa asustada que se mantenía sujeta, únicamente por la visión de aquella grave y veloz figura que había ante mí. Pues John Silence en plena acción, me inspiraba una especie de adoración. Parecía tan diminuto entre aquellos gigantescos árboles enrredados,... mientras que yo sabía que su propósito y sus conocimientos eran tan grandes, que incluso corriendo de aquella manera resultaba dignificado. El estar jugando a aquel peculiar y exagerado juego, junto con el hecho de que éramos dos hombres bailando sobre el filo de una posible tragedia, y la mezcla de las dos emociones en mi mente era algo a la vez grotesco y aterrador.

Nunca se dió la vuelta, durante aquella enloquecida cacería, sino que avanzó a toda velocidad, mientras yo resollaba tras de él, como si fuera una figura de una absurda pesadilla. Y, mientras corría, se me ocurrió que él había estado al tanto, en todo momento, a su tranquila manera interna, de muchas cosas que había preferido ocultar para analizarlas en secreto; había estado observando, esperando, planeando, desde el momento en
que entramos en las sombras del bosque. Mediante algún concentrado proceso interno de su mente, dinámico, si no del todo mágico, había estado en contacto directo con la fuente de toda aquella aventura, con la misma esencia del verdadero misterio. Y ahora, las fuerzas se movían hacia el climax. Algo estaba a punto de suceder, algo importante, algo posiblemente amenazador. Cada nervio, cada sentido, cada gesto significativo de la figura que había ante mí, proclamaba aquel hecho con tanta seguridad como los cielos, el viento y el aspecto de la tierra le comunica a las aves el momento de migrar, o avisa a los animales de que el peligro acecha, y deben partir.

Al poco rato, alcanzamos la base del montículo y penetramos en la enmarañada vegetación que había entre nosotros y la luz del campo abierto. Allí, las dificultades de desplazarse velozmente se incrementaron un ciento por ciento. Había raíces que sortear, ramas bajas con las que agacharse, e incontables troncos caídos que bloqueaban el paso, haciéndolo imposible. Aunque el Dr. Silence no pareció detenerse o dudar. Continuó, corriendo, saltando, esquivando, arrastrándose, pero siempre en la misma dirección, siguiendo una pista clara. En dos ocasiones, tropecé y caí, y en ambos casos, al levantarme de nuevo, le ví delante mío, forzando la marcha, como un perro tras su presa. Y en ocasiones, como un sabueso, se detuvo y apuntó la cabeza... de un modo humano, psíquico,... y cada vez que señalaba con la cabeza a un punto, se escuchaba aquel vago siseo en el aire, sobre nosotros. El instinto de un rastreador infalible le poseía, y no cometía errores.

Al fin, abruptamente, conseguí alcanzarle, y comprobé que habíamos llegado a la orilla del estanque que el Coronel Wragge había mencionado en su resumen de la pasada noche. Era largo y estrecho, cubierto de agua marrón oscura, sobre la que los árboles se reflejaban débilmente. Ni una sola onda cruzaba su superficie.

—¡Observa! —me avisó mientras me acercaba a él—. Está a punto de cruzar. Se dispone a traicionarse a sí mismo. El agua es su enemigo natural, y veremos su dirección.

Y, mientras así hablaba, una delgada línea, como el rastro de una araña de agua, cruzó rápidamente por la brillante superficie; en el aire, justo encima, se alzaba una especia de haz espectral; e inmediatamente me percaté de un olor a quemado.
El Dr. Silence se volvió y me echó una mirada que me hizo pensar en un rayo. Comencé a temblar.

—¡Rápido! —gritó excitado—, ¡al sendero, de nuevo! Debemos rodearle. ¡Se dirige hacia la casa!

La alarma en su voz me aterrorizó bastante. Sin un sólo paso en falso, rodeé la frondosa orilla y me precipité de nuevos, tras sus pasos, en el enmarañado mar de raíces y troncos de árbol. Ahora nos hallábamos en medio de la zona densamente arbolada que rodeaba el límite exterior de la plantación, y el campo abierto estaba cerca; aunque la zona estaba tan a oscuras que no fue hasta un rato después que los primeros rayos de sol se hicieron visibles. El doctor, ahora, corría en zig-zag. Estaba siguiendo a algo que avanzaba a una velocidad bastante increible, aunque había empezado, me pareció, a moverse más lentamente que antes.

—¡Rápido! —gritó—. ¡En la luz le perderemos!

Por mi parte, aún no veía nada, no oía nada, ni captaba sugerencia de pista alguna; pero aquel hombre, guiado por algún método interior de adivinación que parecía infalible, no daba vueltas erróneas, aunque cómo se libró de estrellarse de cabeza contra los árboles, es un misterio que aún no he coseguido desentrañar. Y entonces, con un súbito resplandor, nos encontramos en el límite del bosque que conducía a campo abierto, con la brillante luz del sol en nuestros ojos.

—¡Demasiado tarde! —Le oí gritar, con una nota de angustia en su voz—. Ha salido... y, por Dios, ¡Se dirige hacia la casa!

Ví al Coronel, que continuaba en el campo con sus perros allí donde le habíamos dejado. Estaba medio sentado, observando el bosque, cuando nos oyó gritar, y se levantó como accionado por un resorte. John Silence pasó como una centella, diciéndole que nos siguiera.

—Perderemos la pista en la luz, —le escuché gritar mientras corría—. ¡Pero rápido! ¡Aún podemos llegar allí a tiempo!

Aquella salvaje carrera a campo abierto, con los perros siguiéndonos los talones, trotando y saltando, y el anciano Coronel a nuestro lado, corriendo como hubiera hecho por su vida,... ¿Los olvidaré alguna vez? Aunque sólo tenía vagas ideas del significado de todo aquello, puse lo mejor de mí en aquella carrera, y, siendo el más joven de los tres, alcancé la casa el primero, con cierta facilidad. Me detuve, resollando, y me giré para esperar a los demás. Pero, mientras me giraba, algo que se movía a poca distancia atrajo mi atención, y en aquel instante, juro que experimenté el más singular y sobrecogedor shock de sorpresa y terror que he conocido jamás, o que pueda concebir como posible.

Pues la puerta principal estaba abierta, y siendo tan estrecho el lateral de la casa, pude ver a través del vestíbulo, el comedor y más allá, hasta la parte trasera, y allí ví nada menos que a la figura de Miss Wragge... corriendo. Incluso a aquella distancia, estaba claro que me había visto, y se dirigía rápido hacia mí, corriendo con el paso frenético de una mujer poseída por el terror. Había recuperado el uso de sus piernas.

Su rostro estaba pálido y gris, como el de una muerta, pero su expresión general era de alborozo, pues su boca sonreía, y sus ojos, siempre resplandecientes, brillaban con la luz de una alegría salvaje que se parecía al júbilo de un niño, aunque resultaba singularmente inquietante. Y en aquel mismo segundo, mientras pasaba a mi lado para lanzarse en brazos de su hermano, olí de un modo inconfundible, un olor a quemado, y hasta el día de hoy, el aroma del humo y el fuego son capaces de llegar a ponerme enfermo, por el recuerdo de lo que viví.

Tras ella, además, venía su aterrorizada asistente, más madura que ella misma, y capaz de hablar... cosa que la anciana dama no parecía capaz de hacer... pero con un rostro bastante aterrorizado.

—Estábamos al sol, junto a los arbustos, —... balbuceó y gritó ante las distraidas preguntas del Coronel Wragge—,... Yo guiaba su silla, como siempre, cuando ella tembló y saltó... no lo sé exactamente... estaba demasiado asustada para ver... ¡Oh, Dios mío! saltó limpiamente de la silla... ¡y corrió! Sentimos una ráfaga de aire caliente desde el bosque, y ella ocultó su rostro y saltó. No emitió sonido alguno... no gritó, ni hizo ningún sonido. Tan sólo corrió.

Pero aquel horror de pesadilla, alcanzó su punto álgido unos pocos minutos después, mientras aún me encontraba ante el vestíbulo, temporalmente privado del habla e incapaz de moverme; pues mientras el doctor, el Coronel y la asistente se hallaban a mitad de camino de la escalinata, ayudando a la débil mujercita a llegar a la intimidad de su alcoba, todos ellos formado un confuso grupo de oscuras figuras, sonó una voz a mi lado, y me volví para ver al mayordomo, con el rostro sofocado, y los ojos saliéndole de las órbitas.

—¡La lavandería está en llamas! —gritó—; ¡Han alcanzado el edificio de la lavandería!

Recuerdo aquella curiosa expresión "han alcanzado," y deseé reir, pero encontré que mi rostro estaba rígido e inflexible.

—El diablo nos ronda otra vez, ¡Que Dios nos ayude! —gritó, corriendo en círculos a mi alrededor y con la voz sofocada por el terror.

Y entonces, el grupo de las escaleras, se dispersó, como por el sonido de un disparo, y el Coronel y el Dr. Silence bajaron los escalones de tres en tres, dejando a la afligida Miss Wragge al cuidado de su única asistente.

Corrimos por el patio frontal, y en un momento estábamos dando la vuelta a la esquina de la casa, con el Coronel guiando el paso, Silence y yo pegados a sus talones, y el sobrecogido mayordomo bufando a cierta distancia, más atrás, mezclando cada vez más sus referencias a Dios y al diablo; y en el momento en que pasamos los establos y quedó ante nuestra vista el edificio de la lavandería, vimos un espantoso volumen de humo que salía por las ventanas, y a las asustadas criadas corriendo de acá para allá, gritando mientras corrían.

La llegada de su amo restauró el orden al instante, y aquel soldado retirado, quizás un pobre pensador, pero un hombre de acción bastante eficaz, se hizo cargo del asunto desde el principio. Lanzó órdenes como una catapultas, y, casi antes de que pudiera darme cuenta, estaban llevando cubos de agua y se había formado una fila de hombres y mujeres entre el edificio y la fuente del establo.

—Adentro, —escuché gritar a John Silence, y el Coronel le siguió a través de la puerta, mientras que yo me apresuraba a salir detrás de ellos, justo a tiempo de oírle añadir—, el humo es lo peor de todo. Creo que ni siquiera hay un verdadero fuego.

Y, ciertamente, no había fuego. El interior estaba lleno de humo, pero pronto se aclaró y no se llegó a usar un solo cubo contra el suelo o los muros. La atmósfera era sofocante, el calor terrorífico.

—Hay bastante poco que pueda arder aquí; es todo piedra, — exclamó el Coronel, tosiendo. Pero el doctor estaba señalando el recubrimiento de madera del gran caldero en el que se sumergía la ropa para lavar, y vimos que estaba requemado y humeante. Y cuando echamos sobre aquello, medio cubo de agua, borboteó y siseó, lanzando bocanadas de vapor. Acabaron por dispersarse, junto con el resto del humo, por la puerta y las ventanas abiertas, nos quedamos allí, los tres, sobre el suelo de ladrillo, mirando hacia aquel punto y preguntándonos, cada uno a su manera, cómo era posible, en nombre de las leyes naturales, que aquel lugar hubiera llegado a arder o a emitir humo. Todos estábamos en silencio... yo mismo, por mi incapacidad y aturdimiento, el Coronel mostrando una de esas expresiones que lo dicen todo, sin necesidad de hablar, y John Silence enfrascado mentalmente en esta última manifestación de aquel profundo problema, que requería su concentración más que cualquier palabra.

Realmente no había nada que decir. Los hechos eran indiscutibles.

El Coronel Wragge fue el primero en hablar.

—Mi hermana, —dijo brevemente, y se movió. Ya en el patio, le escuché mandar a los criados que regresaran a sus quehaceres, con una voz excelentemente eficiente, reprendiendo a alguno que otro por haber encendido un fuego tan grande y haber permitido que el lugar se recalentara, y sin prestar atención a la temblorosa réplica de que no se había encendido fuego alguno en varios días. Luego despachó a un mensajero a caballo para buscar al doctor local.

Entonces, el Dr. Silence se volvió y me miró. El absoluto control que poseía, no sólo sobre su expresión externa de emociones o gestos, cambio de color, brillo de ojos, y todas esas cosas, sino, tal y como yo bien sabía, sobre el mismísimo nacimiento de su corazón, y esa máscara inexpresiva que era capaz de asumir a voluntad, hacían extremadamente difícil conocer, en un momento dado, que en su consciencia interior, se hallaba trabajando. Pero ahora, al volverse y mirarme, no mostró aquella expresión de esfinge, sino más bien el resplandeciente rostro triunfante de un hombre que ha resuelto un complicado y peñigroso problema, y encuentra el camino libre hacia la victoria.

—¿Qué piensas ahora? —preguntó tranquilamente, como si fuera el asunto más sencillo del mundo, y la ignorancia fuera imposible.

Tan sólo podía mirarle estúpidamente, y permanecer en silencio. Miró hacia abajo, a las chamuscadas marcas junto al caldero, y trazó una figura en el aire con su dedo. Pero me hallaba demasiado excitado, o demasiado mortificado, o incluso demasiado atónito, quizás, como para ver qué era lo que había delineado, o qué intentaba sugerir. Tan sólo podía continuar mirándole, sacudiendo mi perpleja cabeza.

—Un elemental del fuego, —gritó—, un elemental del fuego del tipo más poderoso y maligno...

—¿Un qué? —tronó la voz del Coronel Wragge a nuestro lado, tras haber regresado de repente.

—Es un elemental del fuego,— repitió el Dr. Silence con más calma, pero con una nota de triunfo en su voz que no era capaz de ocultar, —y un elemental del fuego muy encolerizado.

Al fín, comenzó a hacerse la luz en mi mente. Pero el Coronel... que nunca antes había oído aquel término, y que estaba a un paso de sentirse considerablemente abrumado, como hombre sencillo que era, ante todo aquel misterio con el que no sabía enfrentarse... el Coronel permaneció allí, con la mirada más atónita que hubiera visto jamás en un semblante humano, y continuó rumiando, refunfuñando y observando.

—¿Y por qué, —comenzó, con un salvaje deseo de encontrar algo visible con lo que pudiera combatir— por qué, por todos los infiernos....? —y entonces se detuvo, mientras John Silence se le acercaba y tomaba su brazo.

—Eso es, mi apreciado Coronel Wragge,—dijo amablemente, —ha dado usted con el "quid" de la cuestión. Ha preguntado 'Por qué.' Y ese es, precisamente, nuestro problema.— Mantuvo firmemente la mirada del soldado. —Y eso, además, creo yo, es algo que pronto sabremos. Venga, discutamos un plan de acción... puede que en esa habitación suya con dobles puertas.

La palabra "acción" le calmó un poco, y nos condujo, sin más dilación, de regreso a la casa, y por el largo pasillo de piedra, hasta la sala donde habíamos oído sus relatos la noche de nuestra llegada. Comprendí, por la mirada del doctor, que mi presencia no haría que la entrevista fuera más fácil para nuestro anfitrión, y subí las escaleras hacia mi alcoba... temblando.

Pero en la soledad de mi cuarto, los vívidos recuerdos de la última hora revivieron tan implacablemente que comencé a sentir que nunca en mi vida llegaría a olvidar la siniestra imagen de Miss Wragge corriendo... aquel macabro climax humano tras todo aquel misterio inhumano del bosque... y no me desagradó cuando un criado tocó a mi puerta y dijo que el Coronel Wragge estaría complacido si me unía a ellos en la pequeña sala de fumar.

—Creí que sería mejor que estuviera usted presente, —fue todo cuanto dijo el Coronel Wragge cuando entré en la sala.

Me senté en una silla de espaldas a la ventana. Faltaba aún una hora para el almuerzo, aunque me imaginé que las usuales divisiones del día difícilmente podían estar en nuestra mente en quel momento. La atmósfera de la habitación era, lo que yo llamaría eléctrica. El Coronel estaba ciertamente excitado; permanecía de espaldas al fuego, manoseando un cigarro negro sin encender, con el rostro tenso, y todo su ser obviamente preparado para la acción. Él odiaba este misterio. Era venenoso para su naturaleza, y ansiaba hacer frente a algo, cara a cara... algo con lo que pudiera combatir. El Dr. Silence, según noté a instante, estaba sentado ante al mapa de la región, que se hallaba extendido sobre una mesa. Supe por su expresión, el estado en que se hallaba su mente. Tenía ya, la clave del sunto, lo supe al momento, y se hallaba trabajando ante una gran presión. Reconoció mi presencia levantando la mirada, y el destello de sus ojos, que contrastaba con su quietud y compostura, me dijo mucho.

—Estaba a punto de exponer brevemente a nuestro anfitrión lo que considero la clave de todo este asunto —dijo sin levantar la mirada—, cuando me sugirió que debías de unirte a nosotros, para poder trabajar todos juntos.

Y, mientras me acomodaba en el asiento, me sorprendí a mí mismo preguntándome qué clase de cualidad habría en la calmada voz de aquel hombre tan inexpresivo, que le hacía parecer tan llena de poder, tan cargada con la extraña, viril personalidad de su autor, y que parecía inspirarnos su propia confianza, como mediante un proceso de radiación.

—El Sr. Hubbard —continuó gravemente, volviéndose al soldado—, sabe algo acerca de mis métodos, y en más de una... er... situación interesante, ha probado ser de gran ayuda. Lo que ahora necesitamos... —y entonces se levantó bruscamente y ocupó su lugar junto al Coronel, mirándole fijamente— son hombres con autocontrol, que estén seguros de sí mismos, cuyas mentes, en el momento crítico, emitan fuerzas positivas, en lugar de las inciertas e imprevisibles debidas a sentimientos
negativos... debidas, por ejemplo, al miedo.

Miró de uno a otro. El Coronel Wragge apartó un poco, uno de sus pies, y se encogió de hombros; y yo me sentí culpable, pero no dije nada, consciente de que mi reserva latente de coraje estaba siendo deliberadamente atacada de frente. Me manejaba con la precisión de un reloj.

—De modo que, en el asunto que se acerca, —continuó nuestro líder— cada uno de nostros contribuirá con su parte de poder, para asegurar el éxito del plan.

—No me asusta nada a lo que pueda ver, —dijo con empaque el Coronel.

—Estoy preparado, —me escuché decir a mí mismo, como de un modo automático—, para cualquier cosa, —y luego añadí, sintiendo que la declaración era bastante insuficiente— y para todo.

El Dr. Silence dejó el mapa y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación, con ambas manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de caza. Una tremenda vitalidad emanaba de él. Yo no era capaz de apartar los ojos de aquella pequeña figura que se movía; pequeña, si,... y aún así, más parecía un gigante, planeando la destrucción de los mundos. Y su actitud era gentil, como siempre, casi susurrante, y sus palabras brotaban con calma, sin énfasis o emoción alguna. La mayoría de lo que dijo, iba dirigido, aunque no demasiado obviamente, al Coronel.

—La violencia de este ataque repentino, —dijo suavemente, paseando de un lado a otro de la librería, hasta el final de la sala—, es debida, desde luego, en parte al hecho de que esta noche la luna está en su plenitud... —aquí me miró por un momento— y en parte al hecho de que todos nosotros nos hallamos concentrado en el asunto de un modo tan deliberado. Nuestras suposiciones, nuestra investigación, han manifestado una inusual actividad. Me refiero a la fuerza inteligente que está detrás de estas manifestaciones, se ha dado cuenta de que alguien está intentando destruirlo. Y ahora está a la defensiva: más aún, "Eso" es agresivo.

—Pero 'Eso'... ¿Qué es 'Eso'? —comenzó el soldado, resoplando— ¿Qué, en nombre de todo lo horrible, es un elemental del fuego?

—No puedo darle en este momento, —replicó el Dr. Silence, volviéndose a él, pero sin mostrar incomodo por la interrupción— una lección de la naturaleza e historia de la magia; lo que sí puedo contarle, es que un Elemental es la fuerza activa que existe en los elementos,... ya sean tierra, aire, agua, o fuego,... es impersonal en su naturaleza esencial, pero puede ser enfocado, personificado, dotado de alma, por así decirlo, por aquellos que saben cómo hacerlo... por magos, si lo desea... para ciertos propósitos particulares, casi del mismo modo en que el vapor y la electricidad pueden ser dominados por el práctico hombre de nuestro siglo.

Por sí solas, estas ciegas energías elementales pueden conseguir
bastante poco, pero gobernadas y dirigidas por una voluntad entrenada o por un poderoso manipulador pueden desarrolar potentes actividades para el bien o el mal. Son las bases de toda la magia, y ellos mismos son el motivo de que una magia sea 'negra' o 'blanca'; pueden ser los  vehículos de maldiciones o de bendiciones, pues una maldición no es nada más que el pensamiento perpetuo de una voluntad violenta. Y en semejantes casos... casos como este... la consciente voluntad de la mente que está utilizando al elemental, permanece siempre detrás del fenómeno...

—Cree usted que mi hermano... —interrumpió el Coronel, algo molesto.

—No tiene nada en absoluto que ver con ello... directamente. El
Elemental del Fuego que ha estado aquí, atormentándole a usted y a su gente, fue enviado con una misión mucho tiempo antes de vivir usted, o su familia, o sus antepasados, o incluso antes de que esta nación... a menos que esté muy equivocado... hubiera llegado a existir. Pasaremos a eso más tarde; tras el experimento que propongo realizar, podremos ser más positivos. Por el momento, tan sólo puedo decir que aquello con lo que nos enfrentamos ahora, no sólo es el mero fenómeno de un Fuego Agresor, sino también con la vengativa y encolerizada inteligencia que lo dirige por detrás del escenario... vengativa y encolerizada, —...repitió las palabras.

—Eso explica... —comenzó el Coronel Wragge, buscando furiosamente unas palabras que no era capaz de encontrar lo bastante rápidamente.

—Mucho, —dijo John Silence, con un gesto apaciguador.

Se detuvo un momento en medio de su paseo, y un profundo silencio se abatió sobre la pequeña habitación. A través de las ventanas, la luz del sol parecía ser menos brillante, la larga línea de oscuras montañas parecían menos amistosas, haciéndome pensar en una vasta ola que ascendía hasta el cielo, y que se hallaba a punto de romper y envolvernos. Algo formidable se había arrastrado hasta el mundo que nos rodeaba. Pues, indudablemente, había un pensamiento inquietante, que producía tanto maravilla como terror, en la imagen que conjuraban sus palabras: la concepción de una voluntad humana alzando su mano inmortal, implacable y destructiva, y traspasando las edades, para atacar a los vivos y afligir al inocente.

—Pero ¿Cual es su objeto? —estalló el soldado, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¿Porqué viene de esa plantación? ¿Y porqué habría de atacarnos a nosotros, o a quien fuera?

Las preguntas fluían de él como de un torrente.

—Todo a su debido tiempo, —contestó el doctor tranquilamente, tras dejar que se explayara durante algunos minutos—. Pero primero debo descubrir positivamente, qué, o quién, dirige a este Elemental del Fuego en particular. Y, para hacer tal cosa, primero deberemos —...hablaba con lenta deliberación—... intentar capturarle... confinarle en un medio visible... limitar su esfera a una forma concreta.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó el soldado, soltando las palabras con genuina sorpresa.

—Pues sí, —continuó el otro con calma—; pues tras hacer tal cosa, creo que debemos poder liberarle del cometido que lo ata, devolverle a su condición normal de fuego latente, y también... —bajó la voz perceptiblemente— ...también descubrir el rostro y la forma del Ser que le da sustancia.

—¡El hombre tras el arma! —gritó el Coronel, comenzando a comprender algo, e inclinándose hacia delante, para no perderse una sola sílaba.

—Quiero decir que, en última instancia, antes de que regrese al estado de fuego potencial, probablemente asumirá el rostro y la figura de su Director, del hombre de saberes mágicos que originalmente le ató con sus encantamientos y le obligó a afrontar una misión que dura ya siglos.

El soldado se sentó y suspiró abiertamente, soltando el aire con fuerza; pero fue una voz muy débil la que formuló la siguiente pregunta.

—¿Y cómo propone usted hacerle visible? ¿Cómo podremos capturarle y confinarle? ¿A qué se refiere, Dr. John Silence?

—Revistiéndole con los materiales de una forma. Mediante un sencillo proceso de materialización. Una vez limitado por las dimensiones, se volverá lento, pesado, visible. Entonces podremos disiparlo. El fuego invisible, ya lo ha visto, es peligroso e impredecible; atrapado en una forma, quizás podamos combatirlo. Debemos doblegarlo... hasta su muerte.

—¿Y cual es ese material? —preguntamos al unísono, aunque yo empezaba a suponerlo.

—No es agradable, pero sí efectivo, —fue la calmada respuesta—; las exhalaciones de sangre fresca, recién vertida.

—¡No será sangre humana! —gritó el Coronel Wragge, levantándose de su silla con una voz como una explosión. Creí que los ojos se le salían de las órbitas.

El rostro del Dr. Silence se relajó a su pesar, y su pequeña risa espontánea produjo un bienvenido, aunque momentáneo alivio.
—Los días de los sacrificios humanos, (eso espero), ya no volverán, —explicó—. La sangre animal servirá a nuestro propósito, y podemos realizar el experimento del modo menos desagradable posible. Lo único es que la sangre debe haber sido derramada recientemente y ser fuerte, con las emanaciones vitales que atraen a esta clase peculiar de criatura elemental. Quizás... quizás si algún cerdo de la granja estuviera listo para el mercado... —se giró para ocultar una sonrisa; pero el fugaz toque de la comedia no encontró eco en la mente de nuestro anfitrión, que no era capaz de comprender cómo podía cambiarse rápidamente de una emoción a otra. Evidentemente estaba debatiendo muchas cosas, laboriosamente, en su honesto cerebro. Pero, al final, la gravedad y la actitud científicamente desinteresada del doctor, cuya influencia sobre él eran aún bastante grandes, ganaron la partida, y acabó por mostrarse más calmado, y comentó brevemente, que creía que ese asunto podría arreglarse.

—Hay otros métodos, y menos desagradables, —continuó explicando el Dr. Silence—, pero todos requieren tiempo y preparación, y las cosas han ido ya demasiado lejos, en mi opinión, como para admitir demoras. Y el proceso no tiene por qué causarle incomodo: nos sentaremos alrededor del cuenco y aguardaremos resultados. Nada más. Las emanaciones de la sangre... las cuales, tal como dice Levi, son la primera encarnación del fluído universal... forman los materiales con los cuales, las criaturas de vida descarnada, los espíritus si así lo prefiere, pueden usar sobre sí mismos para adoptar una apariencia temporal. El proceso es muy antiguo, y supone los fundamentos de todo sacrificio de sangre. Era conocido por los sacerdotes de Baal, y es conocido por los modernos bailarines del éxtasis, que se realizan cortes para producir que los fantasmas bailen con ellos. Y aún el clarividente menos dotado podrá decirle que las formas que se ven en la vecindad de los mataderos, o cercanos a antiguos campos de batalla, son... bueno, sencillamente están más allá de toda descripción. No quiero decir con esto, —añadió, notando la incómoda intranquilidad de su anfitrión—, que algo en nuestro experimento en la lavandería tenga por qué resultar aterrador al
aparecer, pues este caso parece comparativamente sencillo, y tan sólo es el vengativo carácter de la inteligencia que dirige a este Elemental del Fuego lo que causa ansiedad y provoca riesgos personales.

—Es curioso, —dijo el Coronel, con un súbito arranque de palabras, soltando un largo suspiro, como si hablara de cosas que le desagradaban en grado sumo—, pues durante mis años entre las Tribus de las Montañas, al Norte de la India, me encontré... me topé, personalmente... con restos de sacrificios de sangre a ciertas deidades, que habían sido detenidos abruptamente, y toda clase de desastres habían tenido lugar hasta que se habían reanudado. Fuegos inexplicables en las chozas, (e incluso en las ropas) de los nativos... y... y admito que he leído, en el curso de mis estudios, —...hizo un gesto hacia sus libros y hacia la atestada mesa—,... acerca de cómo los Yezidis de Siria evocaban fantasmas, cortando sus cuerposs con cuchillos durante sus remolineantes danzas... enormes globos de fuego que adoptaban monstruosas y terribles formas... y recuerdo un informe en alguna parte, además, acerca de cómo las difusas formas y pálidos semblantes de los espectros, que se le aparecieron al Emperador Juliano, dijeron ser los verdaderos Inmortales, y le dijeron que reanudara los sacrificios de sangre 'pues dichos actos, desde el establecimiento del Cristianismo, habían ido menguando'...y que estos eran, en realidad, los fantasmas evocados por los ritos de sangre.

Tanto el Dr. Silence como yo mismo, escuchamos asombrados, pues aquella súbita oratoria era del todo inesperada, y denotaba mucho más conocimiento del que ninguno de los dos habríamos sospechado en el viejo soldado.

—Entonces, quizás también haya leído, —dijo el doctor—cómo las Deidades Cósmicas de las razas salvajes, elementales en su naturaleza, se han mantenido vivas durante muchas eras por medio de estos ritos de sangre...

—No, —respondió—; eso es nuevo para mí.

—En cualquier caso, —añadió el Dr. Silence—, celebro que esté algo familiarizado con el asunto, pues podrá aportar más empatía, e incluso más ayuda, a nuestro experimento. Ya que, desde luego, en este caso, sólo necesitamos la sangre para tentar a la criatura para salga de su escondrijo y hacerle adoptar una forma...

—Creo que entiendo a qué se refiere. Y sólo había dudado, ahora mismo, —continuó, con sus palabras saliendo más lentamente, como si sintiera que ya había dicho demasiado—, porque deseaba estar completamente seguro de que no era mera curiosidad, sino la auténtica necesidad la que nos llevaba a este horrible experimento.

—Son su seguridad, su mansión, y su hermana, las que están en
juego, —contestó el doctor—. Una vez que lo haya visto, espero descubrir de qué época viene este Elemental, y cual es su verdadero propósito.

El Coronel Wragge manifestó su aprobación arqueando una ceja.

—Y la luna nos ayudará, —dijo el otro—, pues se encontrará en su plenitud a primeras horas de la madrugada, y esta clase de ser elemental siempre es más activo en los periodos de plenilunio. De modo que, ya lo ve, la pista nos la dió su diario.

Y así fue acordado, finalmente. El Coronel Wragge nos proveería de los materiales para el experimento, y nos encontraríamos a medianoche. Cómo podría él encontrarse a esas horas... pero eso era asunto suyo. Lo único que sabía era que ambos sabíamos que mantendría su palabra, y el hecho de que un cerdo muriera a medianoche, o de madrugada, era, después de todo, algo que afectaba sólo al sueño y el confort personal de su ejecutor.

—Esta noche, entonces, en la lavandería, —dijo finalemente el Dr. Silence, para zanjar la cuestión—; nosotros tres solos... y a medianoche, cuando la mansión duerma y estemos libres de cualquier interrupción.

Intercambió significativas miradas con nuestro anfitrión, quien, en aquel momento, había sido llamado por un criado, que le había comunicado que el doctor de la familia había llegado, y que estaba dispuesto a verle en los aposentos de su hermana.

John Silence desapareció durante el resto de la tarde. Yo tenía mis sospechas de que había realizado una visita en secreto a la plantación, y también al edificio de la lavandería; pero, de cualquier modo, no le ví en ningún momento, y mantuvo esa información estrictamente para sí. Se estaba preparando para la noche, eso estaba claro, pero la naturaleza de sus preparativos sólo podía suponerla. Hubo movimiento en su alcoba, según escuché, y un olor parecido al incienso alrededor de la puerta, y
sabiendo como sabía, que mantenía algunos ritos como vehículos para sus energías, mis suposiciones, probablemente, no andaban muy lejos de la realidad.

También el Coronel Wragge permaneció ausente la mayor parte de la tarde, y, profundamente afligido, difícilmente abandonaba el lecho de su hermana, pero en respuesta a mi pregunta, cuando nos encontramos por un momento a la hora del té, me contó de ella que, aunque en ocasiones intentaba hablar, sus palabras eran incoherentes e histéricas, y que aún era incapaz de explicar la naturaleza de lo que había visto. El médico, según me dijo, temía que hubiera recuperado el uso de sus miembros, sólo para apartar esa información de su memoria, y quizás, incluso de su mente.

—Entonces la recuperación de sus piernas, confío en que pueda ser permanente, de todos modos, —aventuré, encontrando difícil saber cómo podía darle ánimos. Y me respondió con una curiosa risa queda—, Oh si; en cuanto a eso, no creo que haya ninguna duda.

Y fue debido a una mera casualidad, que escuché un fragmento de conversación... involuntariamente, desde luego... y que arrojó un poco de luz sobre el estado en el que se hallaba la anciana dama. Pues, mientras salía de mi habitación, ocurrió que el Coronel Wragge y su médico bajaban juntos las escaleras, y sus palabras flotaron hasta mis oídos antes de que pudiera darme a conocer con una tosecilla.

—Entonces debe usted hallar la manera, —decía el doctor con decisión—; pues no puedo más que insistir vehementemente en este punto... y a toda costa, debe ser mantenida en reposo. Esos intentos suyos por salir, deben ser prevenidos... si fuera necesario, por la fuerza. Ese deseo suyo de visitar un bosque o cualquier otra cosa sobre la que habla, es algo, desde luego, de naturaleza histérica. Por el momento, no se lo debe permitir.
—Y no será permitido, —escuché que contestaba el soldado, mientras llegaban al vestíbulo.

—Algo ha impresionado su mente por algún motivo... —continuó el médico, como un medio evidente de intentar explicar aquella situación, y entonces la distancia hizo imposible que pudiera escuchar más.

Durante la cena, el Dr. Silence tampoco compareció, con la excusa pública de un dolor de cabeza, y aunque se envió comida a su alcoba, me inclino a creer que ni la tocó, sino que pasó todo el rato meditando. Nos retiramos temprano, esperando que el servicio hiciera lo mismo, y debo confesar que a las diez de la noche, tras dedicar a mi anfitrión un provisional "buenas noches", y acceder a mi alcoba para intentar prepararme mentalmente lo mejor que pudiera, me percaté, de un modo poco agradable, de que era una misión de lo más singular y formidable, aquel encuentro a medianoche en el edificio de la lavandería, y que había momentos en todas las aventuras de la vida, en las que un hombre sabio, o uno que conociera sus propias limitaciones, debía sólo a su dignidad el hecho de no escabullirse discretamente. Y, si no hubiera sido por el carácter de nuestro líder, yo, probablemente, me habría imaginado la mejor excusa que hubiera podido, y me habría quedado allí, durmiendo tranquilo, y esperando escuchar a la mañana siguiente, un relato de lo que había sucedido. Pero con un hombre como John Silence, semejante lapsus estaba fuera de toda discusión, y me senté ante mi chimenea, contando los minutos y haciendo todo lo que se ocurría para fortalecer mi resolución y endurecer mi voluntad hasta un punto en el que pudiera estar razonablemente seguro de que mi autocontrol podría soportar los ataques de los hombres, demonios, o elementales.


III
Cuarto de hora antes de la medianoche, envuelto en un pesado abrigo, y con pies sigilosos, me deslicé cautelosamente de mi cuarto y crucé el pasillo hasta las escaleras. Me detuve un momento, para escuchar, ante la puerta del doctor. Todo estaba en silencio; la casa estaba sumida en la oscuridad; no se veía luz alguna por debajo de las puertas; tan solo, al final del corredor, desde la dirección de la habitación de la enferma, llegaban débiles sonidos de risas y palabras incoherentes, que no eran precisamente el tipo de cosas que le ayudan a uno a reforzar la mente, sino a reprimir un escalofrío, de modo que me apresuré a alcanzar el vestíbulo y a cruzar la puerta principal, y sumergirme en la noche.

El aire era frío y limpio, perfumado con los aromas de la noche, y exquisitamente fresco; el millón entero de candiles que iluminaban el cielo, se hallaban encendidos, y una suave brisa se alzaba y decaía con lejanos suspiros sobre las copas de los pinos. Mi sangre se agitó por un momento, ante la majestuosidad de la noche, pues las espléndidas estrellas me daban coraje; pero al instante siguiente, mientras giraba la esquina de la casa, desplazándome con sigilo por el suelo de grava, mi espíritu se hundió de nuevo, ominosamente. Pues, en lo alto, sobre las siniestras hojas de la Plantación de los Doce Acres, ví el amarillento y agujereado disco de la media luna, alzándose en el este, mirando hacia abajo, como si una vasta Entidad viniera para observar el desarrollo de los acontecimientos. Vista a través de los distorsionadores vapores de la atmósfera de la tierra, su rostro parecía misteriosamente extraño, y su habitual expresión de benigno abandono parecía haber cambiado. Continué mi camino a la sombra del muro, intentando mirar al suelo.

El edificio de la lavandería, como ya he descrito, se alzaba junto a las otras dependencias, rodeado por arbustos de laurel, y el huerto estaba tan cercano a uno de sus lados, que los fuertes olores del abono y las verduras que crecían resultaban algo agobiantes. Las sombras de la plantación embrujada, ampliamente aumentadas por la emergente luna, llegaban hasta los mismos muros y cubrían las losas de pizarra del tejado con un manto oscuro. En aquel momento, mis sentidos se hallaban tan intensamente alerta, que creo que podría llenar un capítulo entero con los interminables pequeños detalles de las impresiones que recibía... sombras, olores, formas, sonidos... en el espacio de unos pocos segundos me encontré esperando ante la cerrada puerta de madera.

Entonces me percaté de que alguien se movía hacia mí a la luz de la luna, y la figura de John Silence, sin abrigo ni sombrero, vino a unírseme con rapidez y en total silencio. Sus ojos, según vi al instante, brillaban increiblemente, y la resplandeciente palidez de su rostro se hallaba tan marcada que difícilmente podía distiguir cuándo pasaba de estar bajo la luz de la luna hasta sumergirse en las sombras.

Se acercó sin decir palabra, haciéndome señas para que le siguiera, y entonces abrió la puerta, y entró.

El viciado aire del lugar, llegó hasta nosotros como desde una cripta subterránea; y el suelo de ladrillo y los muros encalados, manchados de humo, reflejaron el frío sobre nuestras caras. Directamente en frente nuestro, se abría la negra garganta de la amplia chimenea abierta, con las cenizas de la leña, aún apiladas y dispersas por la tierra, y a cada lado de las columnas ascendentes de la chimenea, se hallaban los profundos receptáculos que contenían los dos calderos gemelos para hervir la ropa. Sobre las tapas de dichos calderos había dos pequeñas lámparas de aceite, que emitían, en forma de sombras rojas, toda la luz que había, e inmediatamente en frente de la chimenea había una pequeña mesa circular con tres sillas a su alrededor. Por encima, las estrechas ventanas, en lo alto de los muros, dejaban ver un vago conglomerado de leña partida, medio envuelta en las sombras, y luego venía la oscura bóveda del tejado. Insana y deprimente, pues ante la luz roja, ciertamente lo era, me recordó a alguna clase de convento abandonado, desprovisto de pila o púlpito, severo y desagradable, y no pude sino extrañarme por el contraste entre los usos normales a los que estaba destinado, y el extraño y medieval propósito que nos había llevado esta noche bajo su tejado.

Posiblemente, debió recorrerme un involuntario escalofrío, pues mi compañero se giró con una mirada de confianza para darme ánimos, y estaba tan completamente seguro de sí mismo que yo, al momento, me beneficié de su abundancia, y sentí que comenzaba a recuperar el coraje. Pues mirar sus ojos en presencia del peligro, era como encontrar una especie de faro mental, que me guiaba y protegía a lo largo del estrecho filo de la alarma.

—Estoy bastante listo, —susurré, girándome para escuchar cualquier pisada que se aproximara a nosotros. Asintió, manteniendo aún sus ojos en los míos. Nuestros susurros sonaban huecos mientras arrancaban ecos en la bóveda.

—Celebro que estés aquí, —me dijo—. No muchos habrían tenido el valor necesario. Mantén controlados tus pensamientos, e imagina que la concha protectora te rodea... que rodea todo tu ser interior.

—Estoy bien, —repetí, maldiciendo el castañeteo de mis dientes.

Asió mi mano y la estrechó, y el contacto pareció transmitirme algo de su suprema confianza. Los ojos y las manos de un hombre fuerte, pueden tocar el alma. Creo que intuía mis pensamientos, pues una fugaz sonrisa pareció asomar a las comisuras de su boca.

—Ya te sentirás más cómodo, —dijo en un tono bajo—, cuando se complete la cadena. Por supuesto, podemos contar con el Coronel. Recuerda, aunque, —añadió en modo de aviso—, quizás puede que sea controlado... poseído... cuando Eso llegue, pues no sabrá cómo resistirlo. ¡Y explicar estos asuntos a un hombre así...! —Se encogió de hombros expresivamente—. Pero tan sólo será algo temporal, y yo me encargaré de que nada le haga daño.

Miró en torno suyo, con aprobación, a los arreglos que se habían dispuesto.

—La luz roja, —dijo, indicando las lámparas veladas—, posee el menor índice de vibración. Las materializaciones suelen disiparse ante una luz fuerte... no se forman, o se mantienen juntas... en rápidas vibraciones.

Yo no estaba seguro de aprobar del todo aquella débil luz, pues
incluso en la completa oscuridad existe algo protector... el conocimiento de que, posiblemente, uno no puede ser visto... y eso se acaba al existir una luz tenue, pero recuerdo haberme obligado a mí mismo a mantener alerta mis pensamientos, y evitar darles expresión.

Hubo pasos en el exterior, y la figura del Coronel Wragge apareció en el umbral de la puerta. Aunque al entrar en la estancia, hizo un ruido considerable, ya que sus movimientos se hallaban entorpecidos por la carga que portaba, y vimos un gran cuenco amarillento colgado de su cuerpo, a un brazo de distancia, tapado con una tela blanca. Su rostro, según noté, estaba rígidamente inexpresivo. También él era dueño de sí mismo. Y, mientras pienso en aquel viejo soldado moviéndose a través de aquella larga serie de acontecimientos alarmantes, observando y listo para el ataque, desprovisto del necesario conocimiento, pero sin desfallecer, e incluso impresionado por el terrible shock del terror de su hermana, pero mostrando aún ese digno semblante que algunos mantienen aún en la víspera de la derrota, comprendo a qué se refería el Dr. Silence cuando le describió como un hombre "con el que se podía contar."

Creo que no había nada, aparte de la rigidez de sus severos rasgos, y cierto tono grisáceo en su piel, que traicionara el torbellino de las emociones que indudablemente bullían en su interior; y la calidad de aquellos dos hombres, cada uno a su manera, me agradaron tanto que, en el momento en que la puerta estuvo cerrada y hubimos intercambiado silenciosos saludos, salió a relucir todo el coraje latente que aún poseía en mi interior, y me sentí más seguro de mí mismo que en toda mi vida.

El Coronel Wragge situó cuidadosamente el cuenco en el centro de la mesa.

—Medianoche, —dijo quedamente, observando su reloj, y los tres avanzamos hacia nuestras sillas. Allí, en medio de aquel frío y silencioso lugar, nos sentamos, con el vil cuenco ante nosotros, y un delgado, casi imperceptible hilillo de vapor, alzándose al aire a través de la tapa de tela blanca, y desapareciendo hacia arriba en el momento en que pasaba más allá de la zona de luz roja y entraba en las profundas sombras que proyectaba el muro de la chimenea.

El doctor había indicado nuestros asientos respectivos, y me encontré sentado de espaldas a la puerta, y en frente del negro hogar de la chimenea. El Coronel estaba a mi izquierda, y el Dr. Silence a mi derecha, ambos con el rostro medio vuelto hacia mi, y el resto de la cara envuelta en sombras. De modo que dividimos la pequeña mesa en tres secciones, y reclinándonos en nuestras sillas, esperamos en silencio a cualquier acontecimiento.

Durante casi una hora, creo que no hubo ni el más mínimo sonido entre aquellas cuatro paredes, o bajo la plementería de aquel techo abovedado. Nuestro calzado no golpeteaba el áspero suelo, y nuestra respiracIón fue reducida hasta casi suprimirse; incluso el roce de nuestras ropas, cuando nos movíamos de cuando en cuando, resultaba inaudible. El silencio nos envolvía por completo... el silencio de la noche, de
escuchar atentamente, el silencio de una embrujada espectación. Incluso el gorgoteo de las lámparas era demasiado suave como para ser escuchado, y si la luz misma, tuviera un sonido, no creo que hubiéramos notado el plateado resplandor de la luz de la luna, mientras penetraba por las estrechas ventanas altas, y mostraba sobre el suelo las delicadas trazas de sus pálidas pisadas.

El Coronel Wragge y el doctor, e incluso yo mismo, permanecíamos así sentados, como figuras de piedra, sin hablar ni gesticular. Mis ojos se paseaban en un incesante viaje desde el cuenco a sus caras, y de sus caras al cuenco. Podrían haber sido máscaras, de todos modos, por las pocas señales de vida que mostraban; y la luz que humeba del horrible contenido bajo la tela blanca, hacía ya tiempo que había dejado de ser visible.

En aquel momento, mientras la luna se elevaba, el viento se alzó con ella. Suspiraba sobre el tejado, como la más ligera de las brisas; se deslizaba suavemente en torno a los muros; hizo que el suelo de ladrillo bajo nuestros pies, pareciera hielo. Y entonces vi mentalmente el páramo desolado que fluía como un mar alrededor de la vieja casa, las solitarias montañas desprovistas de árboles, los cercanos arbustos, sombríos y misteriosos en la noche. Y también, en particular, vi la plantación, e imaginé que escuchaba los siniestros susurros que debían de estar sonando en las copas de los árboles mientras la brisa pasaba a través de las enredadas ramas. A nuestro lado, en las profundidades de la sala, los rayos de luna se cruzaban entre sí, formando un creciente entramado. Fue después de una hora de extenuante atención, —y me atrevería a juzgar que sería la una de la madrugada—, cuando los perros del establo comenzaron a aullar por primera vez, y vi que John Silence se movía de repente en su silla, y adoptaba una actitud de atención. Todas las fuerzas de mi Ser saltaron al instante en aguda vigilancia. El Coronel Wragge también se movió, aunque lentamente, y sin levantar los ojos de la mesa que tenía delante.
El doctor extendió el brazo, y retiró la tela blanca que tapaba el
cuenco.

Puede que fuera mi imaginación la que me persuadió de que el
resplandor rojo de las lámparas crecía débilmente y el aire sobre la mesa se hacía más denso. Había estado esperando algo durante tanto tiempo, que el movimiento de mis compañeros, y el retirar de la tela, bien pudieron causar la ilusión momentánea de que algo había cruzado en el aire ante mi rostro, tocando la piel de mis mejillas con un sedoso roce. Pero lo que ciertamente no fue una ilusión, fue que el Coronel miró hacia arriba en aquel mismo instante, y luego observó por encima del hombro, como si sus ojos siguieran los movimientos de algo que se movía de aquí para allá por toda la habitación, y entonces abotonó su gabán, ajustándoselo y sus ojos reflejaron, primero mi propia cara, y luego la del doctor. Y no fue ninguna ilusión, el hecho de que su cara pareciera, de algún modo, haberse oscurecido, como si hubiera sido velada por una sombra oscura. Vi que sus labios se tensaban, y su expresión se
endurecía, se tornaba más grave, y entonces, como un destello, se me ocurrió que, sin duda, aquel hombre no nos había contado sino una pequeña parte de las experiencias que había tenido en esa casa, y que había mucho más de lo que había sido capaz de revelar. De eso estaba seguro. El modo en que se giraba y miraba en torno suyo, denotaban una familiaridad con más cosas de las que nos había descrito. No era una mera señal de fuego, lo que él buscaba; era la visión de algo vivo, inteligente, algo capaz de evadirse a su escrutinio; era una persona. Era la búsqueda del Ser ancestral lo que parecía obsesionarle. Y el modo en que el Dr. Silence respondió a su mirada... aunque sólo fue un brillo de la más sutil simpatía... confirmó mi impresión.

—Ahora, debemos estar listos, —le escuché decir con un susurro, y comprendí que sus palabras eran intencionadas, que eran un aviso, y me abracé mentalmente a toda mi fuerza interior.

De modo que, entre que el Coronel Wragge se giraba para mirar a su alrededor, y que el doctor había confirmado mi impresión de que al fín estaban empezando a ocurrir cosas, tomé conciencia, del modo más singular, de que en aquel lugar había alguien, aparte de nosotros tres. Aquella nueva presencia había comenzado a manifestarse al alzarse el viento. El aullido de los perros, también parecía haberlo señalado. No sabría decir cómo es posible que uno se dé cuenta de que, súbitamente, un lugar vacío se ha vuelto... no vacío..., cuando la nueva presencia no es algo que pueda ser percibida por los sentidos; pues este reconocimiento de lo "invisible," así como el cambio del equilibrio de las fuerzas personales en un grupo humano, son algo indefinible, y más allá de toda prueba. Y aún así, es algo indudable. Y supe con absoluta certeza, que en un momento dado, la atmósfera contenida entre esas cuatro paredes se había cargado con la presencia de otros seres vivientes, además de nosotros. Y, al reflexionar, estoy convencido de que mis dos compañeros también lo sabían.

—Observen la luz, —dijo el doctor entre dientes, y entonces supe también que no había sido una ilusión de mi mente lo que había hecho que el aire pareciera más oscuro, y el modo en que se giró para observar el rostro de nuestro anfitrión envió una corriente de eléctrico asombro y escalofriante expectación a cada nervio de mi cuerpo. Aunque no fue terror lo que experimenté, sino más bien una especie de mareo mental, y una sensación como de estar suspendido a alguna remota y terrible altitud, en la que algunas cosas podrían ocurrir, y de hecho, estaban a punto de ocurrir, y que nunca antes se habían manifestado en presencia del hombre. El horror podía haber sido un ingrediente más, pero no era un horror dominante, y en ningún sentido un horror fantasmal.

Pensamientos extraños comenzaron a later en mi mente, como golpes de pequeños martillos, suaves pero persistentes, buscando ser admitidos; su imparable marea, comenzó a barrer los extremos más lejanos de mi mente, y la impronta de extrañas sensaciones comenzó a aparecer en las fronteras más remotas de mi consciencia. Fui consciente de pensamientos, y de las fantasías de pensamientos, que nunca anteshabía sabido  que existían. Aparecieron porciones de mi ser que nunca antes se habían mostrado, y cosas ancestrales e inexplicables emergieron a la superficie, indicándome que las siguiera. Me sentí como si estuviera a punto de volar, en algún inmenso escenario, en un espacio exterior, hasta el momento desconocido, incluso en los sueños. Y fue tan singular el resultado que produjo en mí, que me alegré extrañamente de anclar mi mente, así como mis ojos, sobre la dominante personalidad del doctor, que estaba a mi lado, pues allí, me dí cuenta, podría siempre apelar a las fuerzas de la cordura y la seguridad.

Con un vigoroso esfuerzo de voluntad, regresé a la escena que tenía lugar ante mí, e intenté enfocar mi atención, con severos pensamientos, sobre la mesa, y sobre las silenciosas figuras que se sentaban a su alrededor. Y entonces vi que se habían producido algunos cambios en el lugar en el que estábamos sentados.

Noté que las zonas del suelo que estaban iluminadas por la luz de la luna, se habían vuelto curiosamente oscuras; los rostros de mis compañeros no eran ya, tan visibles como antes; y la frente y las mejillas del Coronel Wragge brillaban por el sudor. Más tarde, me dí cuenta de que había tenido lugar un extraordinario cambio en la temperatura de la atmósfera. El creciente calor tenía un efecto dañino, no solo sobre el Coronel Wragge, sino también sobre todos nosotros. Era opresivo y antinatural. Tragamos saliva, tanto en sentido figurado, como en realidad.

—Usted es el primero en sentirlo, —dijo el Dr. Silence en voz baja, mirando al Coronel—. Tiene, por supuesto, una conexión más íntima....

El Coronel estaba temblando, y parecía estar en un considerable
aprieto. Las rodillas le temblaban, hasta el punto que la agitación de sus pies se hizo audible. Inclinó la cabeza para señalar que había escuchado al doctor, pero no le contestó. Creo que, incluso entonces, intentaba continuar siéndonos de utilidad. Supe al instante contra qué estaba luchando. Tal como me había avisado el Dr. Silence, estaba a punto de ser poseído, y se resistía salvajemente, aunque de un modo inútil.

Pero, mientras tanto, una curiosa y remolineante sensación de exaltación comenzó a embriagarme. El creciente calor me parecía delicioso, me transmitía la sensación de una intensa actividad, de pensamientos que cruzaban por la mente a toda velocidad, de vívidas imágenes en el cerebro, de fieros deseos y brillantes energías que vivían en todas las partes del cuerpo. No fuí consciente de ningún incomodo psíquico, como el que sentía el Coronel, sino sólo de una vaga sensación de que el calor, súbitamente podría hacerse mucho más intenso... y que yo podría ser consumido... de que tanto mi personalidad como mi cuerpo, podían ser reducidos hasta una llama de puro espíritu. Comencé a sentir la vida a una velocidad demasiado intensa. Era como si me aguardaran un millar de éxtasis...

—¡Atento! —susurró a mi oído la voz de John Silence, y levanté la vista sobresaltado, para ver que el Coronel se había levantado de su silla.

También el doctor se levantó. Seguí su ejemplo, y por vez primera pude ver el interior del cuenco. Para mi asombro y horror, ví que elcontenido estaba revuelto. La sangre estaba  turbia por el movimiento.

El resto del experimento lo presenciamos de pie. Vino, además, de un modo curiosamente repentino. De cualquier modo, dejé de soñar despierto.

Jamás olvidaré la figura del Coronel Wragge, de pie ante mí, tieso e inmóvil, plantado sobre sus pies, mirando a su alrededor, atónito más allá de toda creencia, aunque lleno de una ira combativa. Limitado por los muros blancos, el resplandor rojo de las lámparas sobre sus brillantes mejillas, con sus ojos brillando en contraste a la mortal palidez de su piel, respirando ruidosamente y realizando convulsivos esfuerzos de cuerpo y de manos por mantenerse bajo control, con todo su ser absorbido por una lucha salvaje, aunque con nada que fuera visible... permaneció allí, inamovible contra la adversidad. Y aquel extraño contraste de su piel empalidecida y el rostro encendido, que yo nunca jamás había visto, y que confío en no volver a ver.

Pero lo que ha dejado una mayor impresión en mi memoria fue la negrura que entonces comenzó a arrastrarse por su cara, ocultando los rasgos, enterrando su perfil humano, y ocultándolo pulgada a pulgada de nuestra vista. Aquella fue la primera evidencia de que el proceso de materialización estaba en marcha. Su semblante desapareció. Me desplacé de un lado a otro para continuar manteniéndole ante mi vista, y fue entonces cuando comprendí que, hablando con propiedad, la oscuridad no estaba sobre el semblante del Coronel Wragge, sino que algo se había insertado entre él y yo, cubriendo así su rostro con el efecto de un oscuro velo. Algo que aparentemente se elevababa del suelo estaba pasando en el aire, lentamente, sobre la mesa y el cuenco. Y más aún, en el cuenco parecía haber bastante menos sangre que antes.

Y junto a este cambio en el aire frente a nosotros, se produjo, al mismo tiempo otro cambio, o eso creí percibir, en el rostro del soldado. Una mitad estaba girada hacia las lámparas de luz roja, mientras que la otra captaba la pálida iluminación de la luz de la luna que descendía desde las altas ventanas, de modo que era difícil estimar dicho cambio con certeza o detalle. Pero eso me pareció, mientras que los rasgos... ojos, nariz, boca... continuaban siendo los mismos, la vida que les daba forma había sufrido algún tipo de profunda transformación. La estampa de un nuevo poder se había deslizado en el rostro, dejando allí sus trazas... una expresión oscura, y de algún modo inexplicable, terrible.

Entonces, de repente, abrió la boca y habló, y el sonido de aquella voz cambiada, profunda y aún así musical, me dejó frío y consiguió que mi corazón latiera con incómoda rapidez. La Entidad, como la habíamos llamado antes, ya poseía el control de su mente, y usaba su boca.

—Veo ante mi rostro la oscuridad, una oscuridad como la de Egipto, —dijeron los tonos de aquella voz desconocida que parecía medio suya, medio de otra persona—. Y desde esta oscuridad, ya vienen,... ya vienen.

Sufrí un desagradable escalofrío. El doctor se giró para mirarme por un instante, y entonces retomó su atención sobre la figura de nuestro anfitrión, y comprendí de una manera intuitiva que estaba allí para observar al más extraño locutor que se hubiera visto jamás... para observarlo y, si fuera necesario, para protegerlo.

—Está siendo controlado... poseído, —me susurró a través de las sombras. Su rostro mostraba una expresión de maravilla, mitad de triunfo, mitad de admiración.

Incluso mientras el Coronel Wragge hablaba, me pareció que aquella oscuridad visible comenzaba a incrementarse, emanando densamente desde el suelo del hogar, alzándose en sábanas y velos, nublando nuestros ojos y caras. Se alzaba desde abajo... una espantosa negrura que parecía beber de todas las radiaciones de luz del edificio, sin dejar nada en su lugar, excepto el espectro de un resplandor. Entonces, desde aquel emergente mar de sombras, apareció una luz pálida y espectral que se extendió gradualmente a nuestro alrededor, y en el corazón de dicha luz, ví fluctuar las formas del fuego. Y no eran, aquellas, formas humanas, ni de nada que pudiera reconocer como algo que viviera en nuestro mundo, sino lineas delimitadoras de fuego que trazaban globos, triángulos, cruces, y cuerpos luminosos de varias figuras geométricas. Aumentaban su brillo, se apagaban, y luego volvían a brillar de nuevo con un efecto casi de latido. Se movían rápidamente por el aire, de un lado a otro, subiendo y bajando, y en particular, cerca del Coronel, posándose a menudo en su cabeza y hombros, e incluso parecían posarse sobre él, como gigantescos insectos llameantes. Venían acompañados, además, por un débil sonido siseante... el mismo sonido que habíamos escuchado aquella tarde en la plantación.

—Los Elementales del Fuego que preceden a su Amo, —dijo el doctor en voz baja—. Estate preparado. —Y mientras aquella extraña imagen de las formas de fuego destelleaban y se apagaban alternativamente, y el siseo arrancaba débiles ecos sobre nuestras cabezas, escuchamos la terrible voz sonando a intervalos desde los labios del afligido soldado. Era una voz de poder, espléndida de alguna manera que no puedo describir, y con un cierto sentido de majestuosidad en sus cadencias, y, mientras lo escuchaba con mi corazón latiendo apresuradamente, llegué a pensar que era algo así como la ancestral voz del mismísimo Tiempo, que traía ecos de los inmensos corredores de piedra, desde las profundidades de vastos templos, desde el mismísimo corazón de las tumbas de montaña.

—He visto a mi divino Padre, Osiris, —tronó la enorme voz—. He cruzado por la negrura de la noche. He ardido en toda la tierra, ¡Y soy uno con las Deidades de las Estrellas!

Algo grandioso se reflejó en el rostro del soldado. Miraba fijamente ante él, aunque allí no había nada.

—Observa, —susurró el Dr. Silence a mi oido, y su susurro pareció venir desde muy lejos. De nuevo, la boca se abrió y la imponente voz volvió a romper el silencio.

—Thoth, —bramó—, ha desatado los vendajes de Set que amordazaban mi boca. He tomado mi lugar, entre los grandes vientos del Cielo.

Escuché el suave viento de la noche, con su aterradora voz de Eras Antiguas, suspirando alrededor de los muros y sobre el tejado.

—¡Escucha! —dijo el doctor a mi lado, y la voz atronadora continuaba...

—Me he ocultado en vosotras, Oh estrellas que nunca menguáis. ¡Recuerdo mi nombre... en... la... Casa... del... Fuego!

La voz cesó y el sonido se extinguió. Algo en el rostro y figura del Coronel Wragge se relajó, o eso creí. La terrible mirada se esfumó de su cara. La Entidad que le poseía se había ido.

—El Gran Ritual, —dijo a mi lado el Dr. Silence, en voz muy baja—, el Libro de los Muertos. Ahora está abandonándole. Pronto, la sangre formará un cuerpo.

El Coronel Wragge, que había permanecido completamente inmóvil todo aquel tiempo, tuvo un repentino espasmo, de modo que pensé que se iba a derrumbar,... y, excepto por el rápido soporte del brazo del doctor, probablemente habría caído, pues daba la sensación de que estuviera empezando a sufrir un colapso.

—Estoy ebrio con el vino de Osiris, —gritó,... y en esta ocasión
pareció escucharse también su propia voz—... pero Horus, El que Vigila Eternamente, sigue mi camino... para... mi seguridad. —La voz titubeó y se detuvo, esfumándose en una especie de grito desmayado.

—Ahora, observa atentamente, —dijo el Dr. Silence, hablando suavemente—, ¡Pues tras el grito vendrá el Fuego! —Comencé a temblar involuntariamente; acababa de producirse, sin previo aviso, un espantoso cambio en el aire; mis piernas parecieron, ante mi peso, tan débiles como el papel, y hube de sujetarme, apoyándome sobre la mesa. El Coronel Wragge, por lo que ví, se inclinaba también hacia delante, con una especie de arqueo. Las formas de fuego se habían desvanecido por completo, pero su rostro estaba iluminado por las lámparas rojas y por la pálida y brillante luz de la luna, que parecía envolverle como una niebla.
Ambos observábamos el cuenco, ahora casi vacío; el Coronel se inclinaba tanto que temí que en cualquier instante perdiera el equilibrio y se desplomara sobre el cuenco de la mesa; y la sombra, que hasta el momento había estado en proceso de formación, al fín comenzó a asumir rasgos materiales en el aire, ante nosotros. Entonces, John Silence se desplazó velozmente hacia delante. Se situó entre nosotros y la sombra. Erguido, formidable, amo absoluto de la situación, le ví permanecer allí, con su rostro calmado y casi sonriente, y con fuego en sus ojos. Su influencia protectora era asombrosa e incalculable. Incluso la espantosa sensación de amenaza que sentí al ver a la criatura cobrando vida y substancia ante nosotros, se redujo de algún modo, de modo que fui capaz de mantener los ojos clavados en el aire que había sobre el cuenco sin demasiado terror.

Pero mientras tomaba forma, alzándose de la nada, y haciéndose más definido y delimitado por momentos, un periodo de absoluto e increible silencio se abatió sobre aquel lugar y todo lo que contenía. El susurro de las Eras pasadas, como el tranquilo centro en el corazón de un ciclón errante, descendió en la noche, y en aquel susurro, y en las emanaciones de la humeante sangre, apareció la forma del antiguo ser que había encomendado su misión al Elemental del Fuego. Crecía, se oscurecía y se solidificaba ante nuestros ojos. Parecía estar de pie sobre el suelo que había bajo la mesa, de modo que su parte inferior permaneció invisible, aunque veía su forma delineada sobre el aire, como si se fuera revelando lentamente, al levantar una cortina. Aparentemente, no parecía estar sujeto a las proporciones normales, sino que parecía crecer desde todas partes del espacio, voluminoso, aunque rápidamente condensado, pues ví sus colosales hombros, el cuello, la porción inferior de sus oscuras mandíbulas, la terrible boca, y luego los dientes y los labios... y, mientras el velo parecía alzarse sobre la tremenda cara... ví la nariz y los pómulos. En un momento, habría podido mirar directamente a sus ojos...

Pero lo que el Dr. Silence hizo en aquel momento fue tan inesperado, y me tomó tanto por sorpresa, que nunca he llegado a explicarme su naturaleza, y él nunca ha llegado a explicármelo con detalle. Emitió un extraño sonido, que denotaba una especie de orden... y, al hacerlo, caminó hacia delante y se interpuso entre mi y aquel rostro. La figura, que ya casi estaba completa, quedó, de este modo, oculta a mi visión... y según he pensado siempre, quedó oculta a propósito.

—¡El fuego! —gritó el doctor—. ¡El fuego! ¡Cuidado!

Hubo un súbito rugir de fuego desde la boca del cuenco, y por el espacio de un solo segundo, todo brilló, como a plena luz del día. Un cegador destello cruzó mi cara, y por un instante, hubo tal calor, que pareció que iban a consumirse mi piel, mi carne y hasta mis huesos. Entonces escuché pasos, y oí cómo el Coronel Wragge emitía un enorme grito, más salvaje que cualquier grito humano que haya escuchado jamás. El calor succionó todo el aire de mis pulmones en un instante, y la llamarada de luz, al desvanecerse, abandonó a mi vista ante la creciente y nueva oscuridad.

Cuando recuperé el uso de mis sentidos, un momento después, ví que el Coronel Wragge con un rostro mortecino y con su palidez extrañamente manchada, se había acercado a mí. El Dr. Silence permanecía a su lado, con una expresión de triunfo y éxito en sus ojos. Al minuto siguiente, el soldado intentó asirme con su mano. Entonces se quedó lacio, trastabilló, e, incapaz de sujetarse, cayó al suelo de ladrillo con gran estrépito.

Tras desaparecer la pantalla de fuego, un viento barrió con furia el interior del edificio, como si fuera capaz de levantar el mismísimo tejado, pero se esfumó tan súbitamente como había venido. Y en la intensa calma que siguió a ello, vi que la forma se había desvanecido, y que el doctor se inclinaba sobre el Coronel Wragge, que estaba en el suelo, intentando incorporarse y sentarse.

—Luz, —dijo con calma—, más luz. Que se esfumen las sombras.

El Coronel Wragge se sentó mientras el resplandor de las lámparas descubiertas caía sobre su rostro. Estaba gris y macilento, aún acalorado, y había algo en sus ojos y en las comisuras de su boca que parecía sugerir que hubiera envejecido años en aquel breve lapso de tiempo. Y al mismo tiempo, la expresión de esfuerzo y ansiedad le habían abandonado. Parecía mostrar alivio.

—¡Se ha ido! —dijo, mirando al doctor de manera aturdida, e intentando ponerse en pie—. ¡Gracias a Dios! Al fín se ha ido. —Miró en torno suyo, por toda la lavandería, como para hacerse una idea de dónde estaba—. ¿Me controló... tomó posesión de mi? ¿Dije algún sinsentido? —preguntó atropelladamente—. Tras la llegada del calor, no recuerdo nada...

—Se sentirá usted mismo en unos pocos minutos, —dijo el doctor. Para mi infinito horror, ví que estaba ocultando disimuladamente unas oscuras quemaduras en su cara—. Nuestro experimento ha sido un éxito y... —me indicó con una mirada que ocultara el cuenco, permaneciendo entre mí y nuestro anfitrión, mientras yo me apresuraba a esconderlo bajo el caldero más cercano—. ...y ninguno de nosotros ha sufrido daño alguno— finalizó.

—¿Y los fuegos? —preguntó, aún aturdido—, ¿Ya no habrá más fuegos?

—Se han disipado... en parte, al menos, —replicó el Dr. Silence con cautela.

—Y el hombre tras el arma, —continuó, dándose cuenta a medias, creo yo, de lo que estaba diciendo—; ¿Ha descubierto quién era?

—Se materializó una forma, —dijo el doctor brevemente—. Ahora sé a ciencia cierta cual era la inteligencia que lo dirigía.

El Coronel Wragge se apoyó en el suelo y se puso de pie. Las palabras aún no parecían tener para él, un significado claro. Pero sus recuerdos regresaban gradualmente, y estaba intentando juntar las piezas en un todo coherente. Tuvo un ligero escalofrío, pues el lugar se había quedado helado de repente. El aire estaba de nuevo vacío, si vida.

—Ahora mismo se sentirá bien, de nuevo,—dijo el Dr. Silence, con el tono de voz del que afirma algo rotundamente, y sin cuestionarlo.

—Gracias... a ambos, si. —Aspiró profundamente, sacudió la cara e incluso intentó sonreir. Me hizo pensar en un hombre que viene del campo de batalla con las llagas de la contienda aún abiertas, pero ignorante de sus heridas. Entonces se giró gravemente hacia el doctor con una pregunta en sus ojos. Sus recuerdos habían regresado, y ya era él mismo, otra vez.

—Precisamente lo que esperaba, —dijo el doctor tranquilamente—; un Elemental de Fuego al que se le encomendó una misión en la época de Tebas, varios siglos antes de Jesucristo, y esta noche, por primera vez en todos estos miles de años, ha sido liberado del hechizo que originalmente lo ató.

Le miramos con asombro, y el Coronel Wragge abrió los labios para emitir unas palabras que se negaron a tomar forma.

—Y, si cavamos, —continuó significativamente, señalando al suelo, allí donde la negrura había comenzado a ascender—, encontraremos una conexión subterránea... un túnel, seguramente... que conduce al Bosque de los Doce Acres. Fue realizado por... su predecesor.

—¡Un túnel hecho por mi hermano! —musitó el soldado—. Pero entonces mi hermana lo sabría... ella vivía aquí con él—... Se detuvo de repente.

John Silence inclinó lentamente la cabeza.

—Eso creo yo, —dijo tranquilamente—. Su hermano, sin duda,
estuvo tan atormentado como lo ha estado usted, —continuó tras una pausa en la que el Coronel Wragge pareció profundamente preocupado por ciertos pensamientos—, e intentó hallar la paz, enterrándolo en el bosque, y rodeando luego dicho bosque por un gran círculo mágico, con los encantamientos de las antiguas formulas. De modo que las estrellas que vió brillar aquel hombre...

—¿Pero enterrar el qué? —preguntó debilmente el soldado, caminando hacia atrás, para hallar soporte en el muro.

El Dr. Silence nos miró intensamente por un momento, antes de
contestar. Creo que sopesaba en su mente cuanto debía contarnos ahora, y cuánto, al terminar del todo la investigación.
—La momia, —dijo suavemente, tras unos instantes—; la momia que su hermano arrebató del que había sido su lugar de reposo durante siglos, y que se trajo a casa... aquí.

El Coronel Wragge se dejó caer en una silla, escuchando sin aliento cada palabra. Se hallaba demasiado aturdido para hablar.

—La momia de alguna persona importante... un sacerdote, probablemente... protegido del expolio y otras molestias por la magia ceremonial del tiempo. Pues sabían cómo ligar a la momia, cómo atar junto a ella, en la tumba, a una fuerza elemental que actuaría, incluso después de muchas eras, sobre cualquiera que osara molestarla. En este caso, se trataba de un Elemental del Fuego. —El Dr. Silence cruzó la sala y fue apagando las lámparas una a una. No tenía nada más que decir por el momento. Siguiendo su ejemplo, acerqué la mesa al muro y le arrimé las sillas, y nuestro anfitrión, aún atónito y silencioso, le obedeció mecánicamenteme y se movió hacia la puerta. Nos deshicimos de todo rastro del experimento, llevando de vuelta a la casa, para lavarlo, el cuenco vacío.

El aire era frío y fragante, mientras caminábamos hacia la casa, las estrellas comenzaban a ocultarse y una fresca brisa mañanera soplaba desde el este, allá donde el cielo comenzaba a iluminarse por el nuevo día. Eran más de las cinco.

Sigilosamente, entramos al vestíbulo principal y cerramos la puerta, y mientras subíamos las escaleras hacia nuestras habitaciones, el Coronel, mirándonos sobre su candil mientras nos deseaba buenas noches, susurró que, si estábamos dispuestos, podríamos empezar a cavar aquel mismo día.

Entonces, le ví dirigirse hacia la alcoba de su hermana, y desaparecer en la oscuridad.


IV
Pero ni siquiera las misteriosas referencias a la momia, o la perspectiva de una revelación al cavar, fueron capaces de mitigar la reacción que siguió a la intensa emoción de las últimas doce horas, y dormí el sueño de los muertos, sin sueños, ni nada que me molestara. Un toque en mi hombro me despertó, y ví que el Dr. Silence estaba junto a mi cama, vestido para salir.

—Ven, —me dijo—, es la hora del te. Has dormido casi una docena de horas.

Salté de la cama y me apresuré a asearme rápidamente, mientras mi compañero se sentaba y hablaba. Parecía fresco y descansado, y sus maneras eran incluso más tranquilas de lo habitual.

—El Coronel Wragge nos ha provisto de picos y palas. Vamos a salir a desenterrar esa momia al momento,—dijo—; y no hay razón por la que no podamos irnos en el tren de mañana por la mañana.

—Estoy listo para irme esta noche, si tu lo estás, —dije honestamente.

Pero el Dr. Silence sacudió la cabeza.

—Debo ver cómo acaba ésto,—dijo gravemente, y en un tono que me hizo pensar que quizás, aún preveía algunas cosas serias. Continuó hablando mientras me vestía.

—Este caso es bastante tipico en todas las historias de maldiciones de momias, y ninguna de ellas son como para tomarlas a broma, — explicó—, pues las momias de gente importante... reyes, sacerdotes, magos... eran enterradas con unas ceremonias profundamente significativas, y eran protegidas muy eficazmente, como ya has visto, contra el saqueo, y especialmente contra la destrucción.

—La creencia general, —continuó, anticipándose a mi pregunta, — mantenía, desde luego, que la perpetuidad de la momia garantizaba la de su Ka,... el espíritu de su propietario,... pero no es improbable que el embalsamamiento mágico fuera también usado para retardar la reecarnación; y la preservación del cuerpo prevenía el regreso del espíritu al yugo y la disciplina de la vida en la tierra; y, en cualquier caso, sabían cómo atar poderosas fuerzas guardianas para auyentar a los intrusos. Y cualquiera que se atreviera a quitar la momia, o especialmente a quitar sus vendajes... bien, —añadió intencionadamente—, ya lo has visto... y ya lo verás.

Capté su rostro en el espejo, mientras me peleaba con mi corbata de lazo. Estaba profundamente serio. No había ninguna duda sobre que sabía perfectamente de lo que estaba hablando, y creía en ello, además.

—El hermano viajero que la trajo aquí, debió de quedar maldito él también, —continuó—, pues intentó zafarse del hechizo enterrándola en el bosque, haciendo un círculo mágico para tenerla a raya. En parte, es algo del genuino ceremonial que él, seguramente conocía, pues las estrellas que vió el hombre aquel, eran, por supuesto, los restos de los aún llameantes pentagramas que trazó a intervalos en el círculo. Solo que no sabía lo bastante, o posiblemente ignoraba que el guardián de la momia fuera una fuerza del fuego. El fuego no puede ser retenido por el fuego, aunque, como ya has visto, puede ser llamado por él.

—Entonces... ¿Aquella espantosa figura de la lavandería? —Pregunté, excitado al encontrarle tan comunicativo.

—Indudablemente, el auténtico Ka de la momia, que opera siempre junto a su agente, el elemental, posiblemente desde hace miles de años.

—¿Y Miss Wragge....? —Aventuré una vez más.

—Ah, Miss Wragge, —repitió con mayor gravedad—, Miss Wragge...

Unos golpecitos en la puerta dieron paso a un criado, que nos informó de que el té estaba listo, y el Coronel le había enviado para preguntar si pensábamos bajar. La cuestión había quedado interrumpida. El Dr. Silence se movió hacia la puerta y me hizo señas para que le siguiera. Pero algo en sus maneras me dijo que, en cualquier caso, no habría conseguido ninguna respuesta concreta a mi última pregunta.

—Y el lugar donde cavaremos, —le pregunté, incapaz de reprimir mi curiosidad—, ¿Lo encontrarás mediante algún proceso de adivinación, o....?

Se detuvo en la puerta y miró atrás, hacia mí, y después se fue, dejando que terminara de vestirme.

Estaba oscureciendo cuando nosotros tres, en silencio, nos dirigimos a la Plantación de los Doce Acres; el cielo estaba nublado y un negro viento soplaba desde el este. Una espesa neblina rodeaba la vieja casa y el aire parecía lleno de suspiros. Encontramos dispuestas las herramientas al borde del bosque, y tras echarnos, cada uno, una de ellas al hombro, seguimos al momento a nuestro lider por entre los árboles. Continuó en línea recta durante unas veinte yardas y entonces se detuvo. A sus pies, yacía el círculo ennegrcido de uno de los lugares en los que había ardido aquella extraña llama. Resultaba apenas discernible contra la blanca hierba que le rodeaba.

—Hay tres de estas, —dijo—, y todas están alineadas unas con otras. Cualquiera de ellas indica el túnel que conecta la lavandería... el antiguo Museo... con la cámara en la que la momia está enterrada ahora.

Al momento, raspó la hierba quemada y comenzó a cavar; todos lo hicimos. Mientras yo empleaba el pico, los demás cavaban vigorosamente. Nadie hablaba. El Coronel Wragge era el que trabajaba con más ahinco. El terreno era ligero y arenoso, y no hallamos más impedimentos que unas pocas raices de forma ofídea y ocasionales piedras planas. El pico dio buena cuenta de ellas. Y mientras tanto, la oscuridad se extendía a nuestro alrededor y el mordiente viento se colaba, rugiente, por las copas de los árboles.

Entonces, de un modo repentino, sin un solo grito, el Coronel Wragge desapareció hasta el cuello.

—¡El túnel! —gritó el doctor, ayundado a izarle de nuevo, ruborizado, sin aliento, y cubierto de arena y sudor—. Ahora, permítanme guiar el camino.

Y se deslizó al agujero con agilidad felina, de modo que un momento después escuchamos su voz, que llegaba hasta nosotros amortiguada por la arena y la distancia.

—Hubbard, ahora bajas tú, y luego el Coronel Wragge... si así lo desea —escuchamos.

—Le seguiré, desde luego, —dijo este último, mirándome mientras me deslizaba hacia abajo.

El agujero era ahora más grande, y me arrastré a cuatro patas hasta un canal no mucho más grande que una chimenea grande, y me encontré en una absoluta oscuridad. Un minuto más tarde, el sonido de una pesada caída, seguido por una catarata de arena suelta, anunciaron la llegada del Coronel.

—Agarra mis talones, —dijo el Dr. Silence—, y que el Coronel Wragge se arrime a los tuyos.

De aquella forma tan lenta y laboriosa, nos abrimos camino por un túnel que había sido rudamente excavado en aquel terreno arenoso, y que se mantenía, apuntalado por postes y pilares de madera. Me pareció que, en cualquier momento, podíamos quedar enterrados vivos. No podíamos ver ni a una pulgada por delante de nuestros ojos, sino que habíamos de avanzar tanteando los pilares y los muros. Respirar se hacía difícil, y el Coronel, junto a mí, se movía muy despacio, pues la forzada postura de nuestros cuerpos resultaba sumamente incómoda.

Llevábamos unos diez minutos desplazándonos de aquella guisa, y habíamos avanzado como mucho unas diez yardas, cuando perdí el contacto con los tobillos del doctor.

—¡Ah! —Escuché su voz, que descendía sobre mí desde alguna parte. Estaba de pie, en un espacio abierto, y al instante siguiente me hallaba a su lado. El Coronel Wragge llegó poco después, y también él se puso en pie. Entonces el Dr. Silence abrió los quinqués y escuchamos el raspar de sus cerillas.

E incluso antes de que hubiera luz, una indefinida sensación de pavor descendió sobre todos nosotros. En aquel agujero en la arena, a unos tres pasos bajo el suelo, nos hallábamos codo con codo, sucios y harapientos, repentinamente sobrecogidos por una irrefrenable aprensión hacia algo ancestral, formidable, incalculablemente asombroso, que tocaba nuestras mentes con un sentido de lo sublime y lo terrible, antes incluso de que pudiéramos vislumbrar una sola pulgada ante nuestras caras. No sé cómo expresar con palabras aquella emoción tan singular que nos atrapó en la absoluta oscuridad, sin tocar, aparentemente, a ninguno de nuestros sentidos, aunque con la seguridad de que ante nosotros, en la negrura de aquella noche subterránea yacía algo muy poderoso, investido del poder de largas eras remotas.

Sentí que el Coronel Wragge se apretujaba a mi lado, y comprendí aquel acto, dándole la bienvenida. Ningún contacto humano, al menos para mi, había sido nunca tan elocuente.

Entonces la cerilla chasqueó, un millar de sombras huyeron con alas negras, y vi a John Silence iluminando con el quinqué, y su rostro grotescamente iluminado por la temblorosa luz. Había temido aquella luz, aunque cuando llegó, no había, aparentemente, nada que justificara las profundas sensaciones de amenaza que la habían precedido. Nos hallábamos en una pequeña cámara abovedada bajo la arena, con los lados y el techo, cubiertos por vigas de madera, y cuyo suelo se hallaba groseramente cavado sobre la misma tierra. Medía algo más de seis pies de alto, de modo que podíamos permanecer cómodamente erguidos, y unos diez pies de largo por ocho de ancho. A un lado, sobre los pilares de madera, vi que habían sido trazados un jegloríficos egipcios, como quemando su superficie.

El Dr. Silence encendió tres candiles y ofreció uno a cada uno de nosotros. Situó un cuarto en la arena, contra la pared de su derecha, y otro más para marcar la entrada al túnel. Permanecimos allí, mirando a nuestro alrededor, conteniendo la respiración de un modo instintivo.

—¡Por Dios, está vacío! —exclamó el Coronel Wragge. Su voz
temblaba por la emoción. Y entonces, mientras sus ojos se posaban sobre el suelo, añadió—, ¡Y pisadas... miren... pisadas en la arena!

El Dr. Silence no dijo nada. Se agachó, y comenzó a buscar por toda la cámara, y mientras se movía, mis ojos seguían su tensa figura y notaban las extrañas y distorsionadas sombras que proyectaba sobre las paredes y el techo. Aquí y allá, pequeñas cantidades de arena suelta descendían por los lados. La atmósfera, fuertemente cargada por débiles, aunque especiados olores, se hallaba en absoluto silencio, y las llamas de los quinqués podrían haber estado pintadas en el aire, por el poco movimiento que parecían mostrar.

Y, mientras observaba, me fue casi necesario persuadrime a mi mismo por la fuerza de que tan sólo me hallaba de pie con dificultad en un pequeño agujero en la arena, de un moderno jardín al sur de Inglaterra, pues me parecía estar, como en una visión, ante la entrada de algún templo lejano, excavado en la roca, y alejado de la corriente temporal. La ilusión era poderosa, y persistía. Columnas de granito, que se alzaban hasta el cielo, apiladas entre sí a mi alrededor, majestuosamente enhiestas, y un tejado como el mismo cielo, descansando sobre una línea de colosales figuras que se movían en sombría procesión en unos espacios extraordinarios e interminables. Aquella enorme y espléndida fantasía, nacida no sé por qué motivo, me poseyó tan nítidamente que tuve que obligarme a concentrar mi atención sobre la pequeña figura agachada del doctor, mientras tanteaba las paredes, con el fín de centrar mi imaginación en la escena que tenía ante mí.

Pese al limitado espacio, la búsqueda fue larga y laboriosa, pero al fín sus pisadas, en lugar de sonar apagadas por la arena, comenzaron a sonar de un modo muy distinto, un eco retumbante que delataba un lugar en el que el suelo estaba hueco. Volvió a agacharse para examinar más de cerca aquel lugar.

Se hallaba exactamente en el centro de la pequeña cámara cuando esto ocurrió, y al momento comenzó a retirar la arena con su pie. En menos de un minuto, se hizo visible una superficie suave... la superficie de una cubierta de madera. Lo siguiente que ví fue que la había levantado, y que estaba mirando hacia abajo. Al intante, un fuerte olor a nitrato y betún, mezclado con el extraño perfume de aromas picantes y desconocidos, se elevó de aquel espacio descubierto y llenó la cripta, agarrándose a nuestras gargantas, y haciendo que nuestros ojos brillaran y se humedecieran.

—¡La momia! —susurró el Dr. Silence, mirándonos a la cara, e
iluminado por su quinqué; y mientras decía esa palabras, sentí que el soldado se apretaba contra mí, y escuché su respiración en mi oído.

—¡La momia! —repitió entre dientes, y nos apretujamos para mirar.

Es difícil decir exactamente porqué aquella visión me produjo tan prodigiosa emoción de asombro y veneración, pues nunca he sentido nada por las momias, he quitado los vendajes de un buen número de ellas, e incluso he experimentado mágicamente con no pocas. Pero hubo algo al ver a aquella figura gris e inmóvil, yaciendo en su moderna caja de plomo y madera, en medio de aquella arenosa tumba, cubierta por los vendajes de los siglos y ungida por las perfumadas líneas que los sacerdotes de Egipto habían trazado, mientras recitaban sus poderosos hechizos, hace miles de años... algo hubo, ante la visión de aquello, que yacía allí, y al respirar su atmósfera bañada de especias, que se mantenía aún en la oscuridad de su exilio en esta remota tierra, algo que perforaba la misma esencia de mi ser y tocaba aquella raíz de pavor que duerme en el interior de cada hombre, cercana al brotar de lágrimas y a la pasión de la verdadera adoración.

Recuerdo haberme vuelto rápidamente hacia el Coronel, por lo que fue capaz de ver mi emoción, aunque no llegó a comprender su causa, se giró y agarró a John Silence por el brazo, y entonces comenzó a temblar al ver que, también él, había bajado la cabeza y ocultaba su rostro entre las manos.

Una especie de remolineante tormenta cayó sobre mi, elevándose desde las desconocidas profundidades de mi memoria, y en la blancura de una visión, escuché los arcáicos cantos mágicos del Libro de los Muertos, y vi pasar a los Dioses en severa procesión, las poderosas e inmemoriales. Entidades que únicamente eran los atributos personificados de los verdaderos Dioses, el Dios con el Ojo de Fuego, el Dios con el Rostro de Humo. Vi de nuevo a Anubis, la deidad con cabeza de perro, y el hijo de Horus, eterno vigilante de las edades del tiempo, mientras ungían a Osiris, la primera momia del mundo, con las especiadas y místicas bandas, y paladeé una vez más algo del éxtasis de las almas juzgadas, mientras se embarcaban en la dorada nave de Ra, y comenzaban su viaje para descansar en los campos de los bendecidos. Y entonces, mientras el Dr. Silence, con infinita reverencia, se agachaba y tocaba el inmóvil rostro, que tan amenazador parecía mirar con sus ojos pintados, llegó de nuevo hasta nuestro olfato, una oleada tras otra de aquel perfume de miles de años, y el tiempo se plegó hacia atrás, como una especie de cortina, mostrándome la embrujada visión del más maravilloso sueño del mundo entero.
Un suave siseo se hizo audible en el aire, y el doctor retrocedió rápidamente. Aquello pareció acercarse a nuestros rostros, y entonces deambuló por las paredes y el techo.

—El últimos de Los del Fuego... esperando aún a cumplir del todo su misión, —musitó; pero yo escuché, tanto sus palabras como el siseo, como cosas muy lejanas, pues aún me hallaba inmerso en el viaje del alma a través de las Siete Salas de la Muerte, escuchando los ecos del más grande ritual que el hombre haya conocido jamás. Los platos de loza cubiertos de jegloríficos aún estaban ante la momia, y rodeandola, cuidadosamente dispuestos en los puntos cardinales, se alzaban las cuatro jarras con las cabezas del halcón, el chacal, el cinocéfalo y el hombre, las jarras en las que se introducía el cabello, las uñas, el corazón, y otras porciones especiales del cuerpo. Incluso los amuletos, el espejo, las estatuas de lapislázuli del Ka, y la lámparas de siete fuegos estaban allí. Tan sólo faltaba el escarabajo sagrado.

—No sólo ha sido arrancada de su ancestral lugar de reposo, —
escuché decir al Dr. Silence con una voz solemne mientras miraba fijamente al Coronel Wragge—, sino que ha sido parcialmente desnudada... —señaló a los vendajes del pecho—y... le han despojado del escarabajo de su garganta.

El siseo, que sonaba como la deflagración de una llama invisible, había cesado; sólo lo escuchábamos de vez en cuando mientras se desplazaba de un lado a otro por el túnel; nos miramos la cara, unos a otros, sin hablar.

En aquel instante, el Coronel Wragge realizó un gran esfuerzo para tranquilizarse. Escuché el sonido de su garganta, antes de que sus palabras se hicieran audibles.

—Mi hermana —dijo en voz muy baja. Y entonces le siguió una larga pausa, rota al fín por John Silence.

—Debe ser devuelto —dijo significativamente.

—No sé nada de eso, —dijo el soldado, forzándose a decir unas palabras que odiaba pronunciar. —Absolutamente nada.

—Debe ser devuelto, —repitió el otro—, si es que aún no es demasiado tarde. Pues me temo que... temo que...

El Coronel Wragge realizó un movimiento de asentimiento con la cabeza.

—Será devuelto, —dijo.

El lugar estaba silencioso como una tumba.

No sé qué es lo que fue lo que nos hizo girarnos a los tres con un repentino sobresalto, pues, al menos, no me llegó ningún sonido audible.

El doctor estaba a punto de volver a tapar la momia, cuando de repente se puso erguido, como si hubiera recibido un disparo.
—Algo viene, —dijo el Coronel Wragge entre dientes, y los ojos del doctor, que apuntaban hacia la pequeña apertura del túnel, me mostraron la dirección correcta.

Un lejano ruido deslizante se hizo claramente audible, viniendo de algún punto a la mitad de túnel en el que tan laboriosamente habíamos penetrado.

—Es la arena, que cae —dije, aunque sabía que era una estupidez.

—No.—dijo tranquilamente el Coronel, con una voz estrangulada, como por un collar de hierro, —Esto ya lo he oído antes. Es alguien vivo... y se acerca.

Echó un vistazo a su alrededor con una mirada de resolución que casi hizo que su rostro brillara de nobleza. El horror de su corazón era insoportable, y aún así se preparaba para cualquier cosa que pudiera aparecer.

—No hay otro modo de salir de aquí —dijo John Silence.

Apoyó la tapa de madera en el suelo y esperó. Supe, por la expresión de máscara de su rostro, la palidez, y la severidad de sus ojos, que anticipaba la naturaleza de lo que iba a venir, algo muy terrible... y muy impresionante.

El Coronel y yo, nos situamos a cada lado de la entrada. Yo sujetaba aún mi quinqué, y me daba pavor el modo en que se agitaba, derramando parte de su aceite sobre mí; pero el soldado había colocado el suyo en la arena, junto a sus pies.

En mi mente, bulleron pensamientos sobre ser enterrados vivos, o ser atrapados como ratas en una trampa, o ser sorprendidos y llevados a morir por alguna fuerza invisible e implacable contra la que no podíamos luchar. Entonces pensé en el fuego... en la asfixia por el humo... en ser asados vivos. Mi rostro comenzó a bañarse de sudor.

—¡Atentos! —Resonó en la cripta la voz del Dr. Silence.

Durante cinco minutos, que parecieron cincuenta, permanecimos expectantes, mirando de nuestros rostros a la momia, y de la momia al agujero, y en todo ese tiempo, el sonido deslizante, suave y sigiloso, se fue acercando gradualmente. La tensión, por fín, estaba muy cerca de traspasar ese punto, en el que al fín, la causa del miedo se hace visible. Estuvo oculta por un momento, justo antes de llegar al suelo de la cámara. Un puñado de arena, sacudido por la cercana vibración, cayó hasta el suelo; Nunca en mi vida he visto caer nada con tan laboriosa lentitud. Al segundo siguiente, emitiendo un gemido de curiosas cualidades, se hizo visible.

Y era algo, con diferencia, mucho más inquietantemente horrible que cualquier cosa que hubiera podido anticipar. Pues para la visión de algún monstruo egipcio, algún Dios de las tumbas, o incluso algún demonio del fuego, creo que casi estaba medio preparado; pero cuando, en lugar de eso, vi la blanca cabellera de Miss Wragge asomando por aquella apertura redonda en la arena, seguida por su cuerpo, que se arrastraba a cuatro patas, y con sus ojos brillando y reflejando el resplandor amarillo de los quinqués, mi primer instinto fue darme la vuelta y echar a correr como un animal frenético, buscando una vía de escape.

Pero el Dr. Silence, que no parecía demasiado sorprendido, agarró mi brazo y me enderezó, y ambos vimos cómo el Coronel se ponía de rodillas, para estar así al mismo nivel que su hermana. Durante más de un minuto entero, como si estuvieran esculpidas en piedra, los dos rostros se miraron en silencio: el de ella, debido a todas las terribles emociones que mostraba, más parecía una gárgola que algo humano; y el de él, pálido y mortecino, con una expresión que iba más allá de la perplejidad o la alarma. Ella miraba hacia arriba; él miraba hacia abajo. Era una imagen de pesadilla, y el quinqué, colocado en la arena junto al agujero, arrojaba sobre ella un resplandor fantasmal.

Entonces John Silence se adelantó y habló con una voz muy baja, aunque perfectamente calmada y natural.

—Me alegra que haya venido, —dijo—. Usted es la persona cuya presencia es más necesaria en este momento. Y espero que aún esté a tiempo de apaciguar la ira de El Fuego, de devolver la paz a su hogar, y, —añadió aún más bajo, de modo nadie excepto yo pudo oirlo— de salvarse a sí misma.

Y mientras su hermano trastabilleaba hacia atrás, volcando un quinqué sobre la arena con el movimiento, la anciana dama se arrastró un poco más hacia el interior de la cámara abovedada, y lentamente se puso de pie. Ante la visión de la figura de la momia, yo estaba del todo preparado para verla gritar y desfallecer, pero al contrario, ante mi absoluto asombro, se limitó a arquear la cabeza y a ponerse de rodillas. Entonces, tras una pausa de más de un minuto, levantó sus ojos al techo y sus labios comenzaron a musitar, como si rezara. Mientras tanto, su mano derecha, que había estado agarrada por un tiempo a su garganta, se extendió de repente, y a la vista de todos nosotros, abrió la mano, con la palma hacia arriba, sobre la gris y ancestral figura que yacía bajo ella. Y sobre ella, contemplamos el brillo del jaspe verde del escarabajo robado.

Su hermano, apoyándose pesadamente sobre la pared más cercana, emitió un sonido que tenía algo de grito, y algo de exclamación, pero John Silence, que estaba directemente en frente suya, se limitó a fijar sus ojos en los de ella y señalar hacia abajo, al rostro que parecía mirarles.

—Devuélvalo, —dijo severamente—, a donde pertenece.

Miss Wragge se hallaba arrodillada a los pies de la momia cuando todo ocurrió. Los tres hombres teníamos la mirada fija en lo sucedió a continuación. Tan sólo aquellos lectores que, por alguna remota casualidad, puedan haber presenciado un desenterramiento de momias, recién extraidas de sus tumbas sobre la arena, mientras el corazón del sol de Egipto calienta sus ancestrales cuerpos hasta una apariencia de vida, sólo ellos pueden formarse algún concepto del definitivo horror que experimentamos cuando la silenciosa figura que había ante nosotros, se movió en su tumba de plomo y arena. Lentamente, ante nuestros ojos, se agitó, y, con un débil roce de sus inmemoriales vendajes, se incorporó, y, a través de sus ojos ciegos y vendados, miró, ante la luz amarilla de los quinqués, a la mujer que lo había profanado.

Intenté moverme... su hermano intentó moverse... pero la arena parecía sujetar nuestros pies. Intenté gritar... su hermano intentó gritar... pero la arena pareció llenar nuestros pulmones y nuestra garganta. Tan sólo podíamos mirar... y aún así, la arena parecía alzarse, como una tormenta del desierto, empañando nuestra visión...

Y cuando por fín conseguí abrir de nuevo los ojos, la momia yacia de nuevo apoyada sobre su espalda, inmóvil, con el pintado rostro mirando hacia el techo; y la anciana dama estaba tendida en el suelo, yaciendo con el semblante de la muerte, con la cabeza y los brazos arqueados sobre su cuerpo.

Y sobre los vendajes de la garganta vi de nuevo la luz de jaspe verde del escarabajo sagrado, brillando como un ojo vivo.

El Coronel Wragge y el doctor se recuperaron mucho antes que yo, y me encontré a mi mismo ayudándoles con torpeza y no demasiada eficacia, a levantar el frágil cuerpo de la anciana dama, mientras John Silence, con gran cuidado, volvía a tapar la tumba y esparcía arena con el pie, mientras miraba en varias direcciones.

Escuché su voz como en un sueño; pero el viaje de vuelta por aquel angosto túnel, cargados con una mujer muerta, cegados por la arena, sofocados por el calor, no fue de ningún modo un sueño. Nos llevó más de media hora alcanzar el exterior. E incluso entonces, hubiemos de esperar un tiempo considerable hasta que apareció Dr. Silence. Entonces, la transportamos sin cubrir hasta la casa, y allí a su propia habitación.

—La momia ya no causará más problemas, —escuché cómo le decía el Dr. Silence a nuestro anfitrión, más tarde, aquella tarde, mientras nos preparábamos para dirigirnos hacia el tren de la noche—, eso suponiendo, —añadió significativamente—que usted y los suyos, no le causen molestias.

Fue también, como envueltos en un sueño, que abandonamos aquel lugar.


—Tu no viste el rostro de ella, ya lo sé —me dijo mientras arrojábamos nuestras maletas en el compartimento vacío. Y cuando sacudí la cabeza, bastante incapaz de explicar el instinto que me había empujado a no mirar, se volvió hacia mí, con el rostro pálido y genuinamente triste—. Quemado y chamuscado —susurró.

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