sábado, 30 de mayo de 2015

El problema final

Arthur Conan Doyle

Con extremada tristeza tomo hoy mi pluma para escribir estas últimas palabras, con las que dejaré para siempre constancia de los singulares dones que distinguían a mi amigo, el señor Sherlock Holmes. De un modo incoherente y, viéndolo ahora en profundidad, totalmente inadecuado, me propuse dar cuenta de las extrañas experiencias que tuve en su compañía: desde el primer encuentro casual que nos uniría en la época de Estudio en escarlata hasta los tiempos de su intervención en el asunto del «Tratado naval», una intervención que tuvo el incuestionable efecto de evitar un serio embrollo internacional. Tenía la intención de haberme detenido aquí y de callarme todo lo relativo a aquel suceso que dejó un vacío tal en mi vida, que un lapso de dos años no ha podido llenar. Me veo forzado, no obstante, a continuar, debido a las recientes cartas en las que el coronel Moriarty defiende la memoria de su hermano;  no me queda más remedio que exponer los hechos ante el público exactamente como ocurrieron. Sólo yo sé toda la verdad sobre el asunto y me alegra que haya llegado el momento en el que deja de ser bueno y provechoso el callarse. Por lo que sé, solamente se han dado tres informes en la prensa pública: el del Journal de Genève del 6 de mayo de 1891; el del despacho de noticias Reuter, aparecido en los periódicos ingleses del 7 de mayo, y finalmente las cartas a las que acabo de aludir. Los dos primeros eran extremadamente concisos, mientras que el último es, como en seguida pasaré a demostrar, una absoluta desnaturalización de los hechos. De mí depende que por primera vez se cuente lo que de verdad tuvo lugar entre el profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.

Debe recordarse que, tras mi matrimonio y mi posterior inicio en la práctica privada de la medicina, la relación verdaderamente íntima que había existido entre Holmes y yo quedó hasta cierto punto modificada. Seguía viniendo a verme de cuando en cuando, siempre que necesitaba que alguien le acompañara en las investigaciones; pero estas visitas se fueron haciendo cada vez más raras, hasta que en el año 1890 fueron tan escasas que sólo hubo tres casos  de los que yo pudiera guardar alguna anotación. Durante el invierno de ese año y en el inicio de la primavera de 1891 leí en los periódicos que el Gobierno francés le había contratado en relación con un asunto de suprema importancia y recibí dos pequeñas notas suyas, una fechada en Narbonne y otra en Nimes, de lo que deduje que su estancia en Francia iba a ser probablemente larga. Me sorprendió, por tanto, verle entrar en mi consultorio la noche del 24 de abril. Me chocó su aspecto, porque parecía más delgado y más pálido de lo normal en él.

—Sí, me he estado cuidando muy poco últimamente —observó en respuesta a mi mirada más que a mis palabras—. Estos últimos días han sido muy agitados. ¿Le importaría que cerrara las contraventanas?

La lámpara sobre la mesa en la que yo había estado leyendo era la única luz que había en la habitación. Holmes, caminando pegado a la pared, llegó junto a ellas y las cerró de golpe, echando después el pestillo.

—¿Tiene miedo de algo? —pregunté yo.

—Pues sí, lo tengo.

—¿De qué?

—De las pistolas de aire comprimido.

—Mi querido Holmes, ¿qué quiere decir con esto?

—Creo que me conoce lo suficiente, Watson, para saber que no soy en absoluto un hombre nerviosos. Al mismo tiempo es una estupidez más que una valentía el negarse a reconocer que uno corre peligro. ¿Podría darme una cerilla?

Sacó su pitillera como si agradeciera el efecto relajante del tabaco.

—Debo excusarme por aparecer a semejante hora —dijo—, y además tengo que pedirle que por una vez sea tan poco convencional como para permitirme que salga de su casa saltando por el muro posterior de su jardín.

—¿Pero qué significa todo esto? —pregunté.

Alargó la mano y a la luz de la lámpara vi que tenía dos nudillos quemados y que le sangraban.

—Ya ve que no se trata de una nadería —dijo sonriendo—. Por el contrario, es algo lo suficientemente importante como para que un hombre se deje en ellos sus manos. ¿Está la señora Watson en casa?

—Está de visita fuera de la ciudad.

—¡Estupendo! ¿Está usted solo, pues?

—Más o menos.

—Esto me facilita el proponerle que se venga conmigo una semana al continente.

—¿Adónde?

—¡Oh!, a cualquier lado. Me es igual.

Había algo extraño en todo esto. No era normal en Holmes tomarse unas vacaciones sin más, y había algo en la palidez y en el cansancio de su rostro que me decía que debía de estar sufriendo una fuerte tensión nerviosa. Vio la pregunta en mi mirada y, juntando las manos y apoyando los codos en las rodillas, me explicó la situación.

—Es posible que nunca haya oído hablar del profesor Moriarty —dijo.

—Nunca.

—Sí, ahí está lo maravilloso del asunto —exclamó—. La maldad de ese hombre impregna todo Londres y nadie ha oído hablar de él. Esto es lo que le coloca en la cumbre del crimen. Le digo, Watson, hablando con toda seriedad, que si pudiera derrotar a ese hombre, si pudiera librar a la sociedad de él, me parecería haber alcanzado la cima de mi carrera y podría disponerme a llevar una vida más plácida. Entre nosotros, los recientes casos en los que he prestado mis servicios a la Familia Real de Escandinavia y a la República francesa me han dejado en situación de poder llevar una vida apacible, lo que me sería muy grato, y de poder concentrarme en mis investigaciones químicas. Pero no podría descansar, Watson, no podría sentarme tranquilamente en un sillón sabiendo que un hombre como el profesor Moriarty se está paseando libremente por las calles de Londres.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—Hizo una carrera extraordinaria. Es un hombre de buena familia y recibió una esmerada educación; tiene, además, por naturaleza, unas excepcionales dotes para las matemáticas. A la edad de veintiún años escribió un tratado sobre el Teorema del Binomio, que estuvo muy en boga en Europa. Fundándose en esto, ganó una cátedra de matemáticas en una de esas pequeñas Universidades nuestras y todo parecía indicar que tenía ante sí una brillantísima carrera. Pero ese hombre tenía una tendencia hereditaria de lo más diabólico. Llevaba en la sangre un instinto criminal que, en lugar de atenuarse, se acentuó, haciéndose infinitamente más peligrosos, debido a sus extraordinarias facultades mentales. En la Universidad empezaron a correr rumores sobre él, obligándole por último a renunciar a la cátedra y volver a Londres, en donde se estableció como tutor en el Ejército. Esto es lo que sabe la gente, pero lo que voy a contarle es lo que yo he descubierto.

»Como bien sabe usted, Watson, no hay nadie en Londres que conozca tan bien como yo el mundo del crimen. Durante años no he dejado de ser consciente de que tras el malhechor existe un poder oculto, un cierto poder organizado, que actúa en la sombra sin salirse de la ley y que siempre ampara al delincuente. Una y otra vez, en los casos diferentes —casos de falsificación, robos, asesinatos—, he sentido la presencia de esta fuerza y he colegido que había actuado en muchos de esos crímenes sin descubrir, en los que no fui directamente consultado. Durante todos estos años he puesto todo mi empeño en atravesar el velo que lo envuelve, y por último, me llegó el momento, y dando con el hilo lo seguí; éste me llevó, tras un sinfín de astutas vueltas y revueltas, hasta el ex profesor Moriarty, la celebridad matemática.

»Es el Napoleón del crimen. Es la mente organizativa de la mitad de los hechos depravados de los que se tiene conocimiento y de casi todos los que pasan inadvertidos en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden. Permanece sentado, inmóvil, como una araña en el centro de su red; pero esta red tiene miles de hilos y el conoce muy bien el modo de vibrar de cada uno. Él mismo hace poco. Sólo planea. Pero sus agentes son numerosos y están espléndidamente organizados. Que hay un crimen que cometer, pongamos por caso un documento que hacer desaparecer, una casa que desvalijar, un hombre que quitar de en medio; se le hace llegar al profesor y el asunto se organiza y se lleva a cabo. Pueden coger al agente. En ese caso se encuentra el dinero necesario para su fianza o defensa. Pero nunca se coge al poder central que se sirve de él; nunca pasa más allá de la sospecha. Esta era la organización que yo había deducido, Watson, y a la que dediqué toda mi energía con el fin de sacarla a la luz y acabar con ella.

»Pero el profesor estaba rodeado de medidas de seguridad tan bien concebidas que, hiciera lo que hiciera, parecía imposible conseguir una evidencia que pudiera declararle culpable en presencia de un tribunal. Usted conoce mis facultades, mi querido Watson, y, sin embargo, al cabo de tres meses tuve que confesarme a mí mismo que por fin había dado con un antagonista que era intelectualmente igual a mí. Mi horror por sus crímenes se perdió en medio de mi admiración por su habilidad. Pero finalmente cometió un error, sólo un pequeño, un mínimo error, que era más de lo que podía permitirse, estando yo tan cerca de él. No deseché la oportunidad y, partiendo de ese punto, he tejido mi red en torno a él, teniendo ahora todo dispuesto para cerrarla. Dentro de tres días, es decir, el próximo martes, el asunto estará maduro, y el profesor, con todos los miembros principales de su banda, estará en manos de la policía. Después vendrá el mayor juicio del siglo, la aclaración de más de cuarenta misterios y la horca para todos ellos. Pero si actuamos prematuramente, ¿comprende usted?, podrían escaparse de nuestras manos incluso en el último momento.

»Ahora bien, si pudiera haber hecho esto sin el conocimiento del profesor Moriarty, todo hubiera ido bien. Pero él era demasiado astuto para eso. Siguió todos los pasos que yo di para extender mis redes en torno suyo. Una y otra vez luchó para escaparse de ellas, pero una y otra vez le gané la partida. Le diré, amigo mío, que si se escribiera un informe detallado de esta silenciosa competición, ocuparía su lugar como el trozo escrito sobre la caza y captura más brillante de la historia detectivesca. Nunca llegué tal alto, nunca un oponente me había seguido tan de cerca. Él hilaba fino, pero yo aún más. Esta mañana di el último paso y sólo necesitaba tres días para dar por concluido el asunto. Estaba sentado en mi habitación reflexionando sobre ello, cuando se abrió la puerta y vi al profesor Moriarty ante mí.

»Tengo unos nervios a toda prueba, Watson, pero tengo que confesar que tuve un sobresalto cuando vi al mismo hombre que tanto lugar había ocupado en mis pensamientos parado en el umbral de mi puerta. Su aspecto me era casi familiar. Es extremadamente delgado y alto, con la frente muy blanca y protuberante y los ojos profundamente hundidos. Va cuidadosamente afeitado, lo que resalta su palidez, dándole una apariencia casi ascética; conserva en sus rasgos algo del catedrático que fue. Tiene la espalda curvada por el mucho estudio, y lleva el rostro echado para delante, no parando éste nunca de oscilar lentamente de un lado a otro de un modo curiosamente reptilesco. Me observó con gran curiosidad desde sus fruncidos ojos.

»—Tiene usted menos desarrollo frontal del que yo hubiera esperado —dijo finalmente—. Es una costumbre muy peligrosa esa de tener el dedo en el gatillo de un arma cargada metida en el bolsillo del batín.

»El hecho es que, al entrar él en la habitación, me di cuenta al instante del gran peligro personal en que me encontraba. El único escape que él podía concebir en ese momento era el de cerrarme la boca. En un instante saqué el revólver del cajón y me lo metí en el bolsillo y en ese momento le estaba apuntado a través de la tela. Tras su observación, saqué el arma y la deposité amenazante sobre la mesa. El seguía sonriendo y pestañeando, pero había algo en su mirada que me hizo sentirme encantado de tener el arma a mano.

»—Evidentemente usted no me conoce —dijo.

»—Todo lo contrario —contesté yo—, creo que es evidente que le conozco bastante bien. Le ruego que tome asiento. Dispone de cinco minutos si tiene algo que decir.

»—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento —dijo.

»—Entonces posiblemente mi respuesta ha pasado por el suyo —contesté.

»—¿Se mantiene firme en su propósito?

»—Absolutamente.

»Se echó la mano al bolsillo y yo cogí la pistola de encima de la mesa. Pero no sacó de éste sino una agenda en la que tenía descuidadamente anotadas algunas fechas.

»—Se cruzó usted en mi camino el 4 de enero —dijo—. El 23 me molestó; a mediados de febrero volvió usted a causarme un serio trastorno; a finales de marzo obstaculizó absolutamente mis planes y ahora, cuando ya va a finalizar abril, su continua persecución me ha puesto en una situación en la que corro serio peligro de perder mi libertad. La situación se está haciendo imposible.

»—¿Qué sugiere usted? —dije.

»—Debe renunciar a lo que se propone, señor Holmes —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Realmente debe hacerlo, ¿sabe?

»—Después del lunes —dije yo.

»—¡Venga ya! —dijo—. Estoy seguro de que un hombre de su inteligencia enseguida se dará cuenta de que este asunto no tiene más que una solución. Es necesario que se aparte de mi camino. Ha hecho usted que las cosas tomaran un cariz tal que ahora sólo nos queda una salida. Ha supuesto para mí un placer el verle luchar a brazo partido en este asunto y puedo decir, sin exagerar, que me causaría una gran pena el verme forzado a tomar medidas extremas. Sonríe usted, caballero, pero le aseguro que es así.

»—El peligro forma parte de mi trabajo —observé.

»—No se trata de peligro —dijo—. Es la destrucción inevitable. Está usted obstaculizando el paso no de una sola persona, sino de toda una poderosa organización, cuyo alcance, con toda su inteligencia, sería usted incapaz de conseguir. Quítese de en medio, señor Holmes, si no quiere ser aplastado.

»—Lo siento —dije yo, levantándome—, pero el placer de la conversación me ha hecho olvidar que un asunto de importancia me está esperando en otro lugar.

»Se levantó y me miró en silencio moviendo tristemente la cabeza.

»—Bueno, bueno —dijo finalmente—. Es una pena, pero yo he hecho lo que he podido. Conozco los movimientos de su juego. No puede hacer nada antes del lunes. Ha sido un duelo entre usted y yo, señor Holmes. Usted esperaba verme sentado en el banquillo de los acusados y yo le digo que nunca me verá. Esperaba vencerme y yo le digo que nunca lo hará. Si cuenta con la suficiente inteligencia como para acarrearme la destrucción, esté seguro de que yo no me quedaré atrás.

»—Me ha hecho usted varios cumplidos, señor Moriarty —dije yo—. Déjeme devolvérselos a mi vez diciéndole que, si me asegurara lo primero, estaría encantado de aceptar, en interés público, lo segundo.

»—Puedo prometerle lo uno pero no lo otro —dijo gruñendo, y luego, volviendo hacia mí su curvada espalda, salió de la habitación, husmeándolo todo sin dejar de parpadear.

»Esta fue mi singular entrevista con el profesor Moriarty. Confieso que me dejó bastante perturbado. Su grave y precisa manera de hablar de una idea de sinceridad, que un simple fanfarrón no podría producir. Por supuesto, usted se dirá: ¿Por qué no tomar precauciones policiales contra él? La razón es que yo estoy totalmente convencido de que el golpe lo darán sus agentes. Tengo todas las pruebas de que será así.

—¿Le han atacado ya alguna vez?

—Mi querido Watson, el profesor Moriarty no es un hombre que deje crecer la hierba bajo sus pies. Salí a eso del mediodía por unos asuntos que tenía que arreglar en Oxford Street. Al pasar la esquina que va desde Bentinck Street hasta el cruce de Welbeck Street, apenas tuve tiempo de ver un furgón de dos caballos que venía zumbando hacia mí, cuando se me echó encima a la velocidad del rayo. Salté a la acera y me salvé por una fracción de segundo. El furgón giró rápidamente en Marylebone Lane y desapareció en un instante. Tras esto no volví a salirme de la acera, Watson, pero, cuando bajaba por Vere Street un ladrillo vino a caer desde el tejado de una de las casas y se hizo añicos a mis pies. Llamé a la policía e hice que examinaran el lugar. Había tejas y ladrillos acumulados en el tejado preparados para hacer una reparación y me habrían convencido de que el viento había hecho caer uno de éstos. Por supuesto yo sabía algo más, pero no tenía ninguna prueba. Tras esto tomé un coche y me fui a las habitaciones de mi hermano en Pall Mall, donde he pasado el día. Ahora he venido a verle a usted, y en el camino me atacó un matón armado de una porra. Le derribé y ahora está custodiado por la policía; pero puedo decirle con toda seguridad que nunca se establecerá conexión alguna entre el tipo contra cuyos dientes me acabo de despellejar los nudillos y el catedrático de matemáticas retirado, quien, me atrevería a decir, se encuentra a diez millas de distancia solucionando problemas en una pizarra. No sé que preguntará ahora, Watson, por qué lo primero que hice al entrar en su casa fue cerrar las contraventanas y por qué me he visto obligado a pedirle permiso para salir de su casa utilizando una salida menos llamativa que la puerta principal.

A menudo había sentido admiración por el valor de mi amigo, pero nunca más que ahora, al verle examinar la serie de incidentes cuya combinación debía de haber constituido un día de horror para él.

—¿Pasará aquí la noche? —dije.

—No, amigo mío; sería un huésped peligroso para usted. Ya he hecho mis planes y todo irá bien. Las cosas han llegado tan lejos, que pueden seguir avanzando sin mi ayuda siempre y cuando se lleve a cabo el arresto; mi presencia será, empero, necesaria a la hora de dictar sentencia. Es obvio, por tanto, que lo mejor que puedo hacer ahora es alejarme durante los pocos días que quedan, antes de que la policía esté en libertad de actuar. Sería para mí un gran placer, pues, si pudiera usted acompañarme al continente.

—Mi clientela me está dando poco trabajo estos días —dije—. Y además tengo un colega en el vecindario que me sustituiría de buen grado. Me encantaría ir.

—¿Y salir mañana por la mañana?

—Si fuera necesario.

—¡Oh, sí, es de lo más necesario! Entonces éstas son sus instrucciones y le ruego, mi querido Watson, que las cumpla al pie de la letra, porque desde este momento es usted mi pareja en una partida de dobles en la que usted y yo nos enfrentamos contra el más inteligente de los granujas y el sindicato del crimen más poderoso de Europa. Ahora escuche. Enviará usted por un recadero de confianza el equipaje que tengo intención de llevar, sin dirección, a la estación Victoria esta noche. Mañana por la mañana enviará a buscar un coche pidiéndole a la persona que vaya que no coja ni el primero ni el segundo que le salgan al encuentro. Se montará en ese simón y se dirigirá a la Lowther Arcade, en donde ésta da al Strand, dándole la dirección escrita al cochero y pidiéndole que no la tire. Tenga preparado el importe, y en el momento en que se detenga el carruaje precipítese en la Arcade y atraviésela, calculando el tiempo que va a llevarle, para estar en el otro lado a las nueve y cuarto. Encontrará una pequeña berlina esperándole pegada al bordillo y conducida por un tipo vestido con un pesado abrigo negro con el cuello ribeteado de rojo. Se subirá en ésta y llegará a la estación Victoria a tiempo de coger el Continental Express.

—¿Dónde me encontraré con usted?

—En la estación. El segundo compartimiento de primera clase empezando por la cabeza del tren está reservado para nosotros.

—¿El compartimiento es nuestro lugar de cita?

—Sí.

En vano le pedí a Holmes que se quedara a pasar la noche. Era evidente que pensaba que podría causar problemas en el techo bajo en el que se hallaba, y éste era el motivo que le obligaba a partir. Con algunas precipitadas palabras respecto a nuestros planes para el día siguiente se levantó y salió conmigo al jardín, escalando el muro que da a Mortimer Street; inmediatamente después le oí llamar a un taxi y alejarse en él.

A la mañana siguiente obedecí sus órdenes al pie de la letra. Me procuré un coche, tomando todas las precauciones para evitar que fuera uno que hubieran podido situar allí a propósito para engañarme, e inmediatamente después del desayuno me dirigí a Lowther Arcade y la atravesé a toda velocidad que me permitieron las piernas. Me esperaba una berlina con un corpulento cochero envuelto en un abrigo oscuro; éste, no bien hube yo subido, hizo sonar el látigo y al instante empezamos a traquetear hacia la estación Victoria. Al llegar allí giró el carruaje y se alejó a toda prisa sin mirarme siquiera.

Hasta aquí todo había ido admirablemente. Tenía el equipaje esperándome y no tuve dificultad en encontrar el compartimiento que Holmes me había indicado; tanto menos cuanto que era el único en todo el tren con el cartel de «Reservado». Mi única fuente de ansiedad era ahora el que Holmes no acababa de aparecer. En el reloj de la estación faltaban siete minutos para la hora de salida del tren. En vano busqué entre los grupos de viajeros y acompañantes la ágil figura de mi amigo. No había signos de su presencia. Pasé cinco minutos ayudando a un venerable sacerdote italiano, quien se empeñaba en hacerle comprender a un maletero en un inglés chapurreado que su equipaje tenía que ser registrado vía París. Luego, tras echar otro vistazo alrededor, volví a mi compartimiento, en donde encontré que el maletero, a pesar del cartel de reservado, me había puesto a mi decrépito amigo italiano como compañero de viaje. De nada me valió explicarle que su presencia era una intrusión, porque mi italiano era todavía más limitado que su inglés; con que me encogí de hombros resignadamente y seguí buscando ansiosamente con la mirada a mi amigo. Me dio un escalofrío al pensar que su ausencia podría significar que algo le había sucedido durante la noche. Ya habían cerrado las puertas y el tren empezaba a silbar cuando…

—Mi querido Watson —dijo una voz—, ni siquiera ha tenido el detalle de decirme buenos días.

Me volví asombrado. El anciano sacerdote había vuelto su cara hacia mí. En un instante se le suavizaron las arrugas, la nariz se le separó de la barbilla; el labio inferior dejó de sobresalir y la boca de temblar; los apagados ojos se le iluminaron y la encogida figura se estiró. Tras esto, todo el montaje se derrumbó y Holmes reapareció con la misma rapidez con que había desaparecido.

—¡Santo cielo! —exclamé—. ¡Qué susto me ha dado!

—Todas las precauciones siguen siendo necesarias —susurró—. Tengo razones para pensar que nos siguen de cerca. ¡Ah! ¡Mire, ahí está en persona! Moriarty.

El tren ya había empezado a moverse cuando Holmes empezó a hablar. Mirando hacia atrás vi a un hombre alto que se abría paso a empujones entre la muchedumbre, agitando la mano como si con esto indicara su deseo de que el tren se detuviera. Era demasiado tarde, sin embargo, porque íbamos ganando velocidad rápidamente y un momento después salíamos de la estación.

—Con todas las precauciones que hemos tomado, nos hemos salvado por poco —dijo Holmes riéndose. Se levantó y, quitándose la negra sotana y el sombrero que habían constituido su disfraz, los metió en una bolsa de mano.

—¿Ha leído el periódico, Watson?

—No.

—¿No ha leído nada, entonces, de lo que ha pasado en Baker Street?

—¿Baker Street?

—Prendieron fuego a nuestra casa ayer por la noche. No causó grandes daños.

—¡Santo cielo! Esto es intolerable.

—Debieron de perderme por completo la pista después de que arrestaran al matón. De no ser así, no hubieran pensado que yo había de volver a mi casa. Habían tomado la precaución de vigilarle a usted, y eso es lo que lo ha traído a Moriarty hasta la estación Victoria. ¿Cometió usted algún error al venir hacia aquí?

— Hice exactamente lo que me aconsejó.

— ¿Encontró la berlina esperándole?

— Sí, me estaba esperando.

— ¿Reconoció al cochero?

— No.

—Era mi hermano Mycroft. Es una ventaja el poder apañárselas en casos semejantes sin tener que tomar un mercenario. Pero ahora tenemos que planear lo que vamos a hacer con Moriarty.

—Puesto que esto es un expreso y los horarios del barco están en correspondencia con éste, creo que nos lo hemos quitado de encima de un modo bastante efectivo.

— Mi querido Watson, evidentemente usted no se da cuenta de lo que significan mis palabras cuando digo que se puede considerar a este hombre en el mismo plano intelectual que yo. No se imaginará usted que, si yo fuera el perseguidor, iba a dejar que me detuviera un obstáculo tan mínimo. ¿Por qué, pues, va usted a considerarlo como un hombre mediocre?

—¿Qué hará?

—Lo que yo haría.

—¿Qué haría usted, pues?

—Tomar un tren particular.

—Pero ya será tarde.

—En absoluto. El tren se para en Canterbury y siempre hay por lo menos un cuarto de hora de retraso en la salida del barco. Nos atrapará allí.

—Uno pensaría que somos nosotros los criminales. Hagamos que lo arresten al llegar nosotros.

—Eso echaría a perder el trabajo de tres meses. Cogeríamos al pez gordo, pero los pequeños saldrían disparados, escapándose de la red. El lunes los tendremos a todos. No, no podemos permitirnos un arresto ahora.

—¿Entonces, qué?

—Nos apearemos en Canterbury.

—¿Y entonces?

—Bueno, entonces tendremos que hacer el recorrido hasta Newhaven en esos trenes de vía estrecha que se paran en todas las estaciones y desde allí cruzaremos a Dieppe. Moriarty volverá a hacer lo que yo haría. Continuará hasta París, señalará nuestro equipaje y esperará dos días en el depósito. Mientras tanto, nosotros nos compraremos un par de bolsos de viaje, iremos favoreciendo con todas nuestras compras a los fabricantes de todos los países por lo que pasemos y seguiremos nuestro apacible camino hacia Suiza, vía Luxemburgo y Basilea.

Soy un viajero lo bastante experimentado para que me preocupara la pérdida de mi equipaje, pero debo confesar que me incomodaba un poco la idea de verme forzado a andarme zafando y escondiendo de un hombre cuyo negro historial estaba plagado de crímenes. Era evidente, sin embargo, que Holmes entendía la situación más claramente que yo. Así pues, nos apeamos en Canterbury sólo para descubrir que teníamos que esperar una hora para coger un tren con dirección a Newhaven.

Estaba todavía mirando con pesar hacia el furgón de equipaje que desaparecía rápidamente de mi vista con todo mi guardarropa en su interior, cuando Holmes me tiró de la manga y me señaló la vía.

—Mire, ya viene —dijo.

A lo lejos, por entre los bosques de Kentish, surgía una fina columna de humo. Un minuto después vimos un vagón con su máquina tomando a toda velocidad abierta curva de entrada en la estación. Apenas habíamos tenido tiempo de ocultarnos tras una pila de equipajes cuando éste pasó por delante con su estrepitoso traqueteo y nos lanzó una bocanada de aire caliente a la cara.

—Ahí va —dijo Holmes, mientras mirábamos cómo el tren se alejaba balanceándose al pasar por las agujas—. La inteligencia de nuestro amigo, como ve, tiene sus límites. Hubiera dado un coup—de—maître  de haber deducido y obrado en consecuencia con lo que yo hubiera deducido.

—¿Y qué es lo que hubiera hecho en el caso de que nos hubiera adelantado?

—No cabe duda de que hubiera atacado con fines asesinos. Sin embargo, es éste un juego que admite dos jugadores. Lo que nos debemos plantear ahora es si almorzamos aquí a una hora que sería la propia del desayuno o corremos el riesgo de morirnos de hambre antes de llegar a la cantina de la estación de Newhaven.

Esa noche hicimos el camino hasta Bruselas, donde pasamos dos días, llegamos el tercer día hasta Estrasburgo. En la mañana del lunes, Holmes telegrafió a la policía de Londres, y por la noche teníamos la respuesta aguardándonos en el hotel. Holmes rasgó el sobre y luego, maldiciendo, lo echó a la chimenea.

—¡Debería haberlo supuesto! —gruño—. ¡Se ha escapado!

—¡Moriarty!

—Han atrapado a todos los de su banda menos a él. Se les ha escapado de las manos. Evidentemente, al irme yo unos días fuera del país, no hubo nadie capaz de enfrentarse con él. Pero de verdad pensaba que les había dejado todo hecho. Creo que lo mejor que puede hacer es volver a Inglaterra, Watson.

—¿Por qué?

—Porque yo sería para usted una compañía peligrosa si se quedara. Este hombre se ha quedado sin ocupación; está perdido si vuelve a Londres. Si le conozco bien, creo que dedicará todas sus energías a vengarse de mí. Así lo dijo en nuestra breve entrevista y creo que lo decía en serio. De verdad, le recomiendo que vuelva junto a su clientela.

No era muy acertado darle un consejo semejante a alguien que, además de ser un veterano del Ejército, era un viejo amigo suyo. Nos sentamos en la salle-à-manger  de la estación de Estrasburgo y discutimos la cuestión durante media hora, pero esa misma noche ya habíamos reanudado viaje y nos dirigíamos hacia Ginebra
.
Estuvimos durante una encantadora semana vagabundeando por el valle del Ródano y luego, dejando éste a un lado en Leuk, nos encaminamos hacia el puerto de Gemmi, todavía cubierto de nieve y, una vez atravesado éste, hacia Meiringen, pasando por Interlaken. Fue un viaje precioso, con el delicado verde primaveral en la llanura y la virginal blancura invernal en lo alto de las montañas; pero yo me daba perfecta cuenta de que Holmes no olvidaba ni siquiera un solo instante la sombra que le perseguía. Puedo incluso decir, por su manera de escrutar con una rápida mirada las caras con que nos cruzábamos, que él parecía estar convencido de que, estuviéramos donde estuviéramos, ya fuera en los hogareños pueblecitos alpinos como en el solitario puerto de montaña, no podíamos pasear libres del peligro que nos iba siguiendo los pasos.

En una ocasión recuerdo que nos encontrábamos paseando, tras atravesar el puerto de Gemmi, a orillas del melancólico Daubensee, cuando una gran roca que se había desprendido de las crestas que se levantaban a nuestra derecha cayó, rodando estrepitosamente, al lago justo detrás de donde estábamos nosotros. En un momento Holmes se subió a la cresta y, de pie en un elevado pináculo, estiraba el cuello en todas las direcciones. De nada le sirvió a nuestro guía el asegurarle que el desprendimiento de rocas era algo bastante común en aquel lugar en primavera. No dijo nada, pero me sonrió con la cara del hombre que acaba de ver el cumplimiento de lo que estaba esperando.

Y, sin embargo, a pesar de toda esta vigilancia no se deprimió nunca. Por el contrario, no recuerdo haberle visto nunca de tan buen humor. Una y otra vez volvía al hecho de que, si pudiera estar seguro de que la sociedad estaba libre del profesor Moriarty, con sumo gusto daría por concluida su carrera.

—Creo que puedo decir sin estar muy desencaminado, Watson, que no he vivido completamente en vano —observó en una ocasión—. Si mi historial se cerrara esta noche no dejaría de ser ecuánime al examinarlo. El aire de Londres es más dulce con mi presencia. En más de mil casos nunca he utilizado mis facultades en beneficio del mal. Últimamente me está tentando el investigar los problemas que nos proporciona la Naturaleza más que aquellos más superficiales de lo que es responsable nuestro artificial estado de sociedad. Sus Memorias llegarán a su punto final, Watson, el día en el que yo corone mi carrera con la captura o extinción del criminal más peligroso y competente de Europa.

Seré breve, pero exacto, en lo poco que me queda por contar. No es un tema en el que me guste demorarme y, sin embargo, soy consciente de que es mi deber no omitir ningún detalle.
Fue el 3 de mayo cuando llegamos al pueblecito de Meringen, donde nos alojamos en la Englischer Hof, llevada entonces por el viejo Meter Steiler. Nuestro patrón era un hombre inteligente y hablaba un inglés excelente, por haber trabajado tres años como camarero en el Grosvenor Hotel  de Londres. Siguiendo su consejo, en la tarde del 4 salimos juntos con la intención de cruzar las colinas y de pasar la noche en el Hamlet de Rosenlaui. No obstante, nos dio instrucciones para que, bajo ningún concepto, pasáramos las cataratas de Reichenbach, que están a medio camino de la colina, sin dar una pequeña vuelta para verlas.
Es, de verdad, un lugar que impone terror. El torrente acrecentado por las nieves fundidas se sume en un tremendo abismo del que sube una fina lluvia que lo envuelve todo como si se tratara del humo de una casa ardiendo. El hecho por el que se precipita el propio río es una inmensa sima limitada por unas rocas negras y resbaladizas que se estrecha en un pozo de incalculable profundidad, de aspecto cremoso e hirviente, en el que se arremolina la corriente al pasar por entre sus mellados bordes. El continuo movimiento de la corriente verdosa cayendo desde lo alto y la espesa cortina de siseante agua pulverizada que no deja de subir desde el abismo, marean a un hombre con su torbellino y clamor constantes. Nos quedamos en el borde, observando el brillo del agua que se estrellaba contra las rocas muy por debajo de donde estábamos y escuchando el grito casi humano, parecido a un intenso gemido, que producía la nube de agua que subía desde el abismo.

Han abierto un camino que rodea media catarata con el fin de permitir una vista completa, pero éste acaba bruscamente y el viajero ha de volver por donde ha venido. Ya nos habíamos dado la vuelta para disponernos a regresar, cuando vimos a un muchacho suizo que venia corriendo por éste con una carta en la mano. Llevaba el membrete del hotel que acabábamos de abandonar y el patrón la enviaba a mi nombre. Decía que a los pocos minutos de salir nosotros había llegado una dama inglesa que se encontraba al borde de la muerte. Había pasado el invierno en Davos Platz  y se encontraba de viaje ahora para reunirse con unos amigos en Lucerna, cuando le había sobrevenido una súbita hemorragia. Pensaban que sólo viviría unas horas, pero supondría un gran consuelo para ella que la viera un médico inglés y, si yo fuera tan amable de volver, etc., etc. El bueno de Steiler me aseguraba en una posdata que él mismo consideraría mi asentimiento como un gran favor, ya que la dama se había negado en redondo a que la viera un médico suizo, y él se encontraba en una situación de gran responsabilidad.

No se podía ignorar tal llamada. Era imposible negarse al requerimiento de una compatriota que se encontraba al borde de la muerte en tierra extraña. Y, sin embargo, sentía escrúpulos de dejar a Holmes. Finalmente acordamos que el muchacho suizo se quedaría con él haciéndole de guía y compañero y yo volvería a Meiringen. Mi amigo dijo que se quedaría un rato en la catarata y luego iría paseando tranquilamente por las colinas hasta Rosenlaui, donde yo me reuniría con él por la noche. Al alejarme vi a Holmes apoyado en una roca con los brazos cruzados y la mirada fija en el correr tumultuoso de las aguas. Esta sería la última visión que tendría de él en este mundo.

Cuando estaba casi al pie del camino de bajada miré hacia atrás. Era imposible ver las cataratas desde allí, pero se veía el serpenteante sendero que sube por la ladera de la colina hasta ésta. Recuerdo que vi a un hombre que iba caminando a toda prisa por el sendero. Me fijé en él por la energía con que caminaba, pero desapareció de mi mente, apresurado como iba a cumplir mi encargo.

Debió de llevarme un poco más de una hora llegar a Meiringen. El viejo Steiler estaba en el porche del hotel.

—Bien —dije corriendo hacia él—, espero que no esté peor.

Hizo un gesto de sorpresa y empezó a parpadear sin saber de qué le estaba hablando, y en ese momento me dio un vuelco el corazón.

—¿No ha escrito usted esto? —dije, sacando la carta de mi bolsillo—. ¿No hay una mujer enferma en el hotel?

—Pues claro que no —exclamó—. Pero la carta lleva el membrete del hotel. ¡Ajá! Debe de haberla escrito el caballero inglés que llegó después de que ustedes se fueran. Dijo…

Pero yo no esperé a las explicaciones del patrón. Con un estremecimiento de miedo eché a correr calle abajo y me encaminé al sendero del que acaba de descender. Me había llevado una hora bajar. A pesar de todos mis esfuerzos pasaron otras dos antes de que me volviera a encontrar en la catara de Reichenbach. El bastón de paseo de Holmes seguía apoyado en la roca donde yo le había dejado. Pero no había indicios de su presencia y de nada me sirvió gritar. La única respuesta que obtuve era mi propia voz, que multiplicaba el eco de los riscos que me rodeaban.

Fue la visión del bastón de paseo lo que me dejó frío. No había ido, pues, a Rosenlaui. Se había quedado en aquel estrecho sendero de no más de tres pies de anchura con una pared que se levantaba a pico a un lado y una caída semejante por el otro, hasta que su enemigo lo había alcanzado. El joven suizo había desaparecido también. Lo más probable es que también él trabajara para Moriarty y los hubiera dejado solos. ¿Y qué había sucedido después? ¿Quién nos lo iba a decir?

Me quedé quieto un rato, intentado recobrar el dominio de mí mismo, porque estaba totalmente aturdido por el horror. Luego empecé a pensar en los propios métodos de Holmes y a ponerlos en práctica interpretando esta tragedia. Sólo que, ¡ay!, era demasiado sencillo. Durante nuestra conversación no habíamos ido hasta el final del sendero y el bastón señalada el lugar en el que nos habíamos quedado. La tierra negruzca está siempre blanda, debido a la incesante lluvia, y un pájaro hubiera dejado sus huellas en ella. Dos líneas de pisadas estaban claramente impresas a lo largo del camino y ambas seguían el camino hasta más allá de donde yo estaba. No había ninguna que volviera hacia mí. A unas yardas del final el suelo era un amasijo de barro totalmente surcado de pisadas, y las zarzas y los helechos del borde del abismo estaban todos arrancados y aplastados. Me tumbé boca abajo y ahora no podía ver sino el brillo de la humedad aquí y allí en la negras paredes y allá abajo en las profundidades del abismo el brillo de aguas tumultuosas. Grité, pero sólo me respondió el grito casi humano de la catarata.

Pero el destino había previsto que, después de todo, tuviera una última palabra de agradecimiento de mi amigo y compañero. Ya he dicho que su bastón de paseo estaba apoyado en la roca que sobresalía del sendero. Vi algo que brillaba encima de ésta y, levantando la mano, descubrí que el brillo procedía de la pitillera de plata que solía llevar consigo. Al cogerla cayó al suelo un cuadrado de papel sobre el que ésta había sido depositada. Lo desplegué y vi que consistía en tres páginas arrancadas de su libro de notas y que estaban dirigidas a mí. Como correspondían a su carácter, la dirección era tan precisa y la escritura tan firme y clara como si las hubiera escrito cómodamente sentado en su estudio.

«Mi querido Watson —decía—, le escribo estas líneas gracias a la cortesía del señor Moriarty, que me ha dejado elegir el momento para discutir por última vez cuestiones que se interponen entre nosotros. Me ha hecho un breve resumen de los métodos que ha seguido para esquivar a la policía inglesa y mantenerse al tanto de nuestros movimientos. Estos confirman la ya muy alta opinión que me había formado de sus habilidades. Estoy contento de saber que podré librar a la sociedad de los efectos de su presencia, aunque me temo que sea a un precio que supondrá un gran dolor para mis amigos y en especial, mi querido Watson, para usted. No obstante, ya le he explicado que mi carrera había llegado, en cualquier caso, a su momento crítico, y ninguna otra solución posible sería tan de mi agrado como ésta. De hecho, si puedo serle totalmente sincero, estaba casi seguro de que la carta procedente de Meiringen era una treta y permití que se fuera con la convicción de que sería algo así lo que sucedería a continuación. Dígale al inspector Patterson que los documentos que necesita para declarar culpable a la banda están en el casillero “M”, guardados en un sobre azul en el que está escrito “Moriarty”. Dispuse el reparto de mis propiedades antes de abandonar Inglaterra, cediéndole todo a mi hermano Mycroft. Salude en mi nombre a la señora Watson y créame, querido amigo, que nunca he dejado de serlo suyo sinceramente.
SHERLOCK HOLMES.»
           

Pocas palabras bastan para contar el resto. Tras el examen del lugar llevado a cabo por expertos no quedó duda de que una pelea personal entre los dos hombres determinó, como no habría podido ser de otro modo en semejante lugar y situación, en un despeñarse en el abismo abrazados el uno al otro. Todo intento de recuperación de los cuerpos era una imposibilidad, y allí, en la profundidad de aquella horrorosa caldera de aguas turbulentas, yacerán para siempre el más peligroso de los criminales y el más grande defensor de la ley de su generación. Nunca se volvió a encontrar al joven suizo y no cabe la menor duda de que era uno de los numerosos agentes que trabajaban para Moriarty. En cuanto a la banda, todavía hoy ha de estar en la memoria de la gente cómo los hechos que Holmes había ido acumulando ponían totalmente al descubierto su organización y cómo pesaba sobre ellos la mano del hombre ahora muerto. Pocos detalles relativos a éste salieron a la luz durante el proceso, y el que ahora me haya visto obligado a hacer una exposición exacta de su carrera se debe a esos imprudentes paladines que intentan limpiar su memoria, atacando a aquél a quien siempre consideraré como el mejor y el más inteligente de los hombres que yo haya conocido.

domingo, 20 de julio de 2014

La rana que quería ser una rana auténtica

Augusto Monterroso

Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

sábado, 19 de julio de 2014

Rock Springs

Richard Ford

Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.
No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan llena».
Edna y yo llevábamos juntos ocho meses, viviendo más o menos como marido y mujer, y aunque parte de ese tiempo yo estuve en paro, durante unos meses trabajé de subalterno en el canódromo y pude ayudar a pagar el alquiler y tranquilizar a Danny cuando se presentaba. Danny me tenía miedo porque Edna le había dicho que estuve en la cárcel en Florida por haber matado a un hombre. Aunque no era cierto. Una vez me metieron en chirona en Tallahassee por robar neumáticos, y otra vez me metí en una pelea de granjeros en la que un tipo perdió un ojo. Pero no fui yo quien hizo el daño, y Edna sólo pretendía hacer más graves mis culpas para que Danny no hiciese locuras y la obligase a quedarse de nuevo con los niños, porque Edna finalmente se había acostumbrado a no tenerlos, y yo ya tenía conmigo a Cheryl. No soy una persona violenta; jamás le arrancaría un ojo a nadie, ni mucho menos le mataría. Helen, mi ex esposa, estaría dispuesta a venir desde Waikiki Beach para atestiguarlo. Nunca hubo violencia entre nosotros, y soy partidario de cruzar la calle para alejarme de los líos. Pero Danny no lo sabía.
Estábamos ya a mitad de Wyoming, camino de la I-80. Nos sentíamos muy bien, pero de pronto la luz del aceite del coche que había robado empezó a parpadear, y supe que era una pésima señal.
Me hice con un buen coche, un Mercedes color arándano que encontré en el aparcamiento de un oftalmólogo, en Whitefish, Montana. Me pareció muy cómodo para un viaje tan largo, porque pensé que tendría un buen kilometraje —lo cual resultó falso— y porque nunca había tenido un buen coche —sólo viejos cacharros Chevrolet y camionetas usadas— desde que era un niño y recogía limones entre cubanos.
El coche nos levantó el ánimo aquel día. No paré de subir y bajar las ventanillas, y Edna contó chistes y nos hizo muecas. A veces era muy divertida. Se le encendían las facciones como si fuera un faro, y era entonces cuando se veía su belleza, en absoluto corriente. Todo esto me dejó como mareado. Bajé directamente hasta Bozeman, y luego crucé el parque hasta Jackson Hole. Alquilé la suite nupcial del Quality Court de Jackson, dejamos a Cheryl y a su perrito Duke durmiendo y Edna y yo nos fuimos en coche a un merendero y estuvimos bebiendo cerveza y riendo hasta después de media-noche.
Para nosotros era como comenzar de nuevo; dejar atrás los malos recuerdos y abrirnos a un nuevo horizonte. Llegué a estar tan eufórico que hice que me tatuaran en el brazo TIEMPOS GLORIOSOS, y Edna se compró un sombrero indio con plumas, y un brazalete de plata y turquesas para Cheryl, e hicimos el amor en el asiento del coche, en el aparcamiento del Quality Court, justo cuando el sol encendía el Snake River y todo parecía ser el final del arco iris.
Fue precisamente ese entusiasmo, de hecho, lo que me llevó a conservar el coche un día más en lugar de empujarlo al fondo del río y robar otro, que es lo que tendría que haber hecho, y lo que siempre hacía.
En el lugar donde el coche empezó a fallar no había ni pueblo ni casa alguna a la vista, sólo unas montañas bajas a unos setenta kilómetros —o quizá el doble— de distancia, una valla de alambre de espinos en ambas direcciones, una extensión de pradera yerma y unos cuantos halcones cazando insectos en el cielo de la tarde.
Bajé para echarle una ojeada al motor, y Edna se apeó con Cheryl y el perro para que hicieran pipí junto al coche. Miré el agua, comprobé la varilla del aceite, y todo estaba en orden.
—¿Qué significa esa luz, Earl? —preguntó Edna.
Se había acercado al coche y llevaba el sombrero puesto. Trataba de calibrar cómo estaban las cosas.
—Sería mejor que no siguiéramos con él —dije—. Al aceite le pasa algo.
Edna se volvió a mirar a Cheryl y a Duke que hacían pipí uno junto al otro sobre el asfalto, como un par de muñecos, y después miró hacia las montañas, que iban ennegreciéndose y perdiéndose a lo lejos.
—¿Qué podemos hacer? —dijo Edna.
Aún no estaba preocupada, pero quería saber mi opinión —Voy a probarlo otra vez.
—Buena idea —dijo ella, y nos montamos todos en el coche.
Cuando le di a la llave de contacto, el motor se puso en marcha en el acto, la luz roja se apagó y no se oyó ningún ruido sospechoso. Lo dejé un momento en punto muerto; luego pisé un poco el acelerador sin perder de vista el testigo del aceite. Pero no se encendió ninguna luz roja, y empecé a preguntarme si no habría soñado que la había visto, o si no habría sido el sol reflejado en los cromados de la ventanilla, o si no estaría yo asustado por algo sin saberlo.
—¿Qué le pasa, papá? —preguntó Cheryl desde el asiento trasero.
Me volví y la miré. Llevaba puesto su brazalete de turquesas y el sombrero de Edna encajado en la coronilla, y tenía sobre el regazo su perrito Heinz blanco y negro. Parecía una pequeña vaquera de película.
—Nada, cariño, ya está todo arreglado —respondí.
—Duke ha hecho pis en el mismo sitio que yo —dijo Cheryl, y se echó a reír.
—Menudo par —comentó Edna sin volverse. Edna solía tratar bien a Cheryl, pero yo sabía que ahora estaba cansada. Habíamos dormido poco y Edna se ponía irritable cuando no dormía—. Tendríamos que deshacernos de este maldito coche a la primera oportunidad.
—¿Dónde será esa primera oportunidad? —pregunté, porque Edna había estado estudiando el mapa.
—Rock Springs, Wyoming —dijo Edna con decisión—. A cincuenta kilómetros de aquí, por esta misma carretera. —Señaló hacia el frente.
Se me había metido en la cabeza la idea de llegar con aquel coche hasta Florida; lo habría considerado una gran hazaña. Pero sabía que Edna tenía razón, que no debíamos correr riesgos estúpidos. Había llegado a pensar que era mi coche, y no el del oftalmólogo, y así es como uno acaba atrapado en estas cosas.
—Entonces creo que deberíamos ir a Rock Springs y hacernos con otro coche —dije. Pretendía mostrarme animoso, como si todo nos estuviera saliendo a pedir de boca.
—Me parece una gran idea —dijo Edna y se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.
—Me parece una gran idea —repitió Cheryl—. Vayámonos de aquí ahora mismo.
Recuerdo aquel crepúsculo como el más hermoso que haya visto en toda mi vida. En el momento mismo de tocar el sol el borde del horizonte, el aire se incendió súbitamente en joyas y lentejuelas, en un estallido que jamás había visto y que jamás he vuelto a ver desde entonces. Nada como el Oeste para los crepúsculos; son superiores incluso a los de Florida, pues aunque tiene fama de ser un estado llano la mitad de las veces los árboles te impiden ver el horizonte.
—Es la hora del cóctel —dijo Edna al rato de rodar por la carretera—. Tenemos que tomar un trago festejar algo, cualquier cosa.
Se sentía mejor pensando que nos íbamos a desprender del coche. Aquel Mercedes ocultaba sin duda un fallo mecánico, y más valía abandonarlo cuanto antes.
Edna sacó una botella de whisky y unos vasos de plástico, y se puso a igualar niveles sobre la tapa de la guantera. A Edna le gustaba beber, y le gustaba beber cuando iba en coche, algo bastante corriente en Montana, donde no estaba penado por la ley, pero donde, en cambio, un cheque sin fondos bastaba para que te pasaras un año entere tras las rejas de la cárcel de Deer Lodge.
—¿Te he contado que una vez tuve un mono? —preguntó Edna mientras dejaba mi vaso sobre el salpicadero para que pudiera cogerlo cuando me apeteciera. Estaba otra vez animada. Edna era así, pasaba de la alegría a la depresión en un instante.
—Me parece que no me lo has contado —respondí—. ¿Dónde vivías entonces?
—En Missoula —dijo Edna. Puso un pie descalzo sobre el salpicadero y apoyó el vaso sobre sus pechos—. Estaba de camarera en el club de veteranos de guerra. Fue antes de conocerte. Un día llegó un tipo con un mono. Un mono araña. Y yo, bromeando, le dije: «Te lo juego a los dados.» Y el tipo propuso: «¿A una tirada?» Y yo le respondí: «Vale.» El tipo dejó el mono en la barra, cogió el cubilete, tiró y le salieron doce puntos. Luego tiré yo, y saqué tres cincos. Y me quedé mirando al tipo. No era más que alguien que iba de paso, un veterano, supongo. Vi que se le había puesto una expresión rara en la cara, aunque seguro que menos rara que la mía, pero parecía triste y sorprendido y satisfecho, todo al mismo tiempo. «Podemos tirar otra vez», le dije. «No. Nunca tiro dos veces los dados. Por nada.» Se sentó y se bebió una cerveza y estuvo hablando de esto y de aquello durante un buen rato, de la guerra nuclear y de construir una fortaleza en lo alto de las Bitterroot, dondequiera que eso esté, mientras yo miraba el mono y me preguntaba qué iba a hacer con él cuando aquel tipo se fuera. Y al fin se puso en pie y dijo: «Bueno, adiós, Chipper», porque era así como se llamaba el mono. Y se fue sin darme tiempo a decirle nada. Y el mono se quedó sentado en la barra toda la noche. No sé por qué me he acordado de esto, Earl. Qué extraño. Mis pensamientos vagan sin rumbo fijo.
—Me parece perfecto —le dije.
Tomé un sorbo de mi vaso.
—Yo nunca tendría un mono —añadí poco después—. Son unos bichos asquerosos. Pero estoy seguro de que a Cheryl le encantaría tener uno, ¿verdad que sí, bonita? —Cheryl estaba hundida en el asiento, jugando con Duke. En aquella época se pasaba el día hablando de monos—.
¿Qué diablos hiciste con ese mono? —pregunté mientras echaba una ojeada al velocímetro.
Convenía ir más despacio, porque la luz roja parpadeaba a veces. Lo único que conseguía apagarla era reducir la velocidad. Íbamos a menos de sesenta; faltaba una hora para que anocheciera, y confiaba en que Rock Springs no estuviese demasiado lejos.
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó Edna.
Me lanzó una mirada rápida y luego volvió la vista al desolado paisaje, como si el desierto le diera que pensar.
—Claro —dije.
Seguía animado. Pensé que más valía que sólo yo me preocupara por el posible fallo mecánico, y que los demás siguieran disfrutando.
—Lo tuve una semana —De pronto Edna pareció ponerse triste, como si empezara a ver cierto aspecto de la anécdota que hasta entonces se le había escapado—. Me lo llevé a casa, e iba con él de casa al bar y del bar a casa todos los días. Y no me creó ningún problema. Le puse una silla al fondo del bar para que se sentara, y a la gente le gustaba. Hacía un clic-clic muy gracioso. Le pusimos de nombre Mary, porque el encargado del bar dijo que era una hembra. Pero nunca me sentí realmente a gusto teniéndolo en casa. Hasta que un día vino un tipo que había estado en Vietnam y aún llevaba la guerrera de faena, y me dijo: «¿No sabes que un mono puede matarte? Tiene más fuerza en los dedos que tú en todo el cuerpo». Contó que hubo soldados en Vietnam que murieron a manos de los monos. Que los bichos salían a merodear en grandes grupos mientras la gente dormía, y te mataban y te tapaban con hojas. No me creí ni media palabra pero cuando llegué a casa me desnudé y me puse a mirar a Mary. Estaba en su silla, al otro extremo del cuarto, mirándome. Y me entró pánico. Y al cabo de un rato me levanté y me fui al coche, cogí un rollo de alambre de tender la ropa, volví a casa y até a Mary al tirador de la puerta después de pasarle el alambre por el collar plateado, y luego intenté conciliar el sueño otra vez. Y supongo que me dormí como un leño, aunque yo no lo recuerde, porque al despertar me encontré con que Mary había tirado la silla al suelo y se había ahorcado con el alambre de tender. Le había dejado un cabo demasiado corto.
Edna parecía muy afectada por lo que había contado, y se hundió en el asiento hasta que no pudo ver por encima del salpicadero.
—¿No te parece horrible, Earl? ¿No es horrible lo que le pasó a aquel pobre mono?
—¡Veo un pueblo! ¡Veo un pueblo! —empezó a gritar Cheryl desde el asiento trasero, y al instante Duke se puso a ladrar y todo el coche se llenó de estrépito. Y, en efecto, Cheryl acababa de ver algo que yo no había visto, y era Rock Springs, Wyoming, al fondo de una larga ladera; una diminuta joya rutilante en medio del desierto, con la I-80 en su lado norte y el vasto y negro desierto a su espalda.
—Ahí está, cariño —le dije—. Es ahí adonde vamos. Has sido la primera en verlo.
—Tenemos hambre —dijo Cheryl—. Duke quiere algo de pescado, y yo espaguetis.
Me rodeó el cuello con los brazos y me apretó contra su pecho.
—Pues eso es lo que vais a comer —dije—. Podrás tomarte lo que quieras. Y lo mismo Edna y el pequeño Duke. —Volví la mirada, sonriendo, hacia Edna, pero ella me miraba con ojos llenos de ira—. ¿Qué pasa? —pregunté.
—¿No te importa un rábano esa cosa horrible que me pasó?
Tenía los labios apretados, y sus ojos miraban con fiereza hacia Cheryl y Duke, como si se hubieran pasado toda la tarde fastidiándola.
—Claro que me importa —dije—. Pienso que fue espantoso.
No quería que Edna estuviese triste. Estábamos a punto de llegar, y muy pronto podríamos sentarnos ante una buena comida de verdad sin preocuparnos por que nadie pudiera hacernos daño.
—¿Quieres saber qué hice con el mono? —dijo Edna.
—Claro que sí —dije.
—Metí a Mary en una bolsa verde de basura, la puse en el maletero del coche, me fui hasta el vertedero y la tiré a la basura.
Me miraba con expresión sombría, como si la historia tuviera para ella un significado realmente importante; algún sentido que sólo ella podía ver y que nos convertía en estúpidos al resto de los mortales.
—Me parece horrible —dije—. Pero no veo qué otra cosa habrías podido hacer. No quisiste matarla. Si hubieses querido matarla, lo habrías hecho de otro modo. Luego tuviste que librarte del cuerpo, no te quedaba otra alternativa. Lo de tirarla puede que a alguien le parezco poco piadoso, no lo niego, pero no a mí. A veces no te queda otro remedio, y no debes preocuparte por lo que piensen los demás. —Traté de sonreírle, pero la luz roja se encendía por poco que pisara el acelerador, y traté de calibrar las posibilidades que teníamos de descender en punto muerto hasta Rock Springs antes de que el coche se nos quedara parado por completo. Miré otra vez a Edna—. ¿Qué más puedo decirte? —le dije.
—Nada —dijo ella, y volvió a mirar hacia el oscuro asfalto—. Debería haberme imaginado que pensarías de ese modo. Tienes un carácter que olvida ciertas cosas, Earl. Hace mucho que lo sé.
—Pero aquí estás —le dije—. Y no te va mal. Las cosas podrían ir mucho peor. Al menos, estamos los tres juntos.
—Las cosas siempre pueden ir mucho peor —dijo Edna—. Podrían llevarnos mañana mismo a la silla eléctrica.
—Exacto —le dije—. Y puede que a alguien, en algún lugar, le suceda eso. Pero no a ti.
—Tengo hambre —dijo Cheryl—. ¿Cuándo vamos a comer? Busquemos un motel. Ya estoy cansada. Y Duke también lo está.
El coche dejó de deslizarse cuesta abajo a cierta distancia de la ciudad; desde donde estábamos divisábamos el claro perfil de la autopista interestatal en la oscuridad, y Rock Springs iluminando el cielo mas atrás. Nos llegaba el ruido de los grandes traileres al pisar las juntas de dilatación del paso elevado, y al reducir la marcha para iniciar el ascenso hacia las montañas.
Apagué los faros.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Edna en tono irritado, dirigiéndome una mirada rencorosa.
—Es lo que trato de pensar —dije—. Sea lo que sea, no va a ser tan terrible. Tú no tendrás que hacer nada.
—Eso espero —dijo Edna, y miró hacia otro lado.
Al otro lado de la carretera y de un arroyo seco, a unos cien metros de distancia, había una especie de camping, y contigua a él una fábrica o refinería muy iluminada y en plena actividad. Había luces encendidas en muchas de las caravanas, y coches que circulaban por una carretera de acceso que terminaba cerca del paso elevado de la autopista, un kilómetro más allá. Las luces de las caravanas se me antojaron amistosas, y supe al instante lo que tenía que hacer.
—Baja —dije, abriendo mi puerta.
—¿Vamos a andar? —dijo Edna.
—Vamos a empujar el coche.
—Yo no voy a empujar nada.
Edna alzó la mano y cerró su puerta con el seguro.
—De acuerdo —dije—. Basta con que lleves el volante.
—¿Piensas empujarnos hasta Rock Springs, Earl? No parece que esté a más de cinco kilómetros.
—Yo empujaré —dijo Cheryl desde atrás.
—No, cariño. Ya empuja papá. Tú baja del coche con Duke y hazte a un lado.
Edna me miró con aire amenazador, como si hubiera pretendido pegarle. Pero cuando me bajé del coche, se deslizó hasta mi asiento, cogió el volante y se quedó mirando fija y airadamente hacia una fronda de álamos que se alzaba a escasos metros.
—Edna no sabe conducir este coche —dijo Cheryl desde la oscuridad del asiento trasero—. Se le irá a la cuneta.
—Claro qué sabe, cariño. Tan bien como yo. Y hasta mejor.
—No, no sabe —dijo Cheryl—. No sabe.
Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar.
Le dije a Edna que dejase el contacto puesto para que no se trabara la dirección, y que condujera hacia los álamos con las luces de posición encendidas, para poder ver un poco. Y cuando empecé a empujar, Edna dirigió el coche hacia los álamos, y yo seguí empujando hasta que nos adentramos en el bosquecillo unos veinte metros y los neumáticos se hundieron en la arena blanda y ya nadie podía vernos desde la carretera.
—¿Dónde estamos ahora? —dijo Edna, se atada al volante. Hablaba con voz dura y cansada, y comprendí que estaba muerta de hambre. Edna era dulce de carácter, y hube de admitir que lo que nos estaba sucediendo no era culpa suya sino mía. Pero me habría gustado que pudiera ser más optimista.
—Quédate aquí. Voy a ir hasta esas caravanas y pediré un taxi por teléfono —le dije.
—¿Un taxi? —dijo Edna, con la boca fruncida, como si fuera la primera vez en la vida que oía tal cosa.
—Habrá taxis —dije, e intenté sonreírle—. En todas partes hay taxis.
—¿Y qué piensas decirle al taxista cuando llegue? ¿Que el coche que robamos se ha averiado y necesitamos que nos lleve a algún sitio para agenciarnos otro? Será fantástico, Earl.
—Ya me encargaré yo de hablar con él —dije—. Tú escucha la radio unos diez minutos y luego vete andando hasta la carretera como si no ocurriese nada raro. A ve si Cheryl y tú lo sabéis hacer. Ella no debe saber nada de este coche.
—Como si no fuéramos ya bastante sospechosos. —Edna alzó la vista hacia mí en la cabina iluminad a del coche—. No piensas correctamente, ¿lo sabes, Earl? Cree que el mundo es estúpido y tú eres muy inteligente. Pero no es así. Me das pena. Podrías haber llegado a ser alguien, pero las cosas se te torcieron en alguna parte.
Pensé un instante en el pobre Danny. Era veterano de guerra y estaba loco como un cencerro, y me alegré de que se hubiese librado de todo aquello.
—Mete a la niña en el coche —dije, tratando de ser paciente—. Estoy tan hambriento como tú.
—Estoy cansada de todo esto —dijo Edna—. Ojalá me hubiese quedado en Montana.
—Pues vuelve a Montana mañana por la mañana —le dije—. Te compraré el billete y te acompañaré al autobús. Pero mañana, no antes.
—Sigue así, Earl.
Se hundió en el asiento, apagó las luces con un pie y conectó la radio con el otro.
Aquella comunidad de caravanas era la mayor que había visto en mi vida. Debía de hallarse vinculada de algún modo a la planta industrial que seguía iluminada más abajo, pues de cuando en cuando algún coche salía de una de las calles formadas por las caravanas, torcía en dirección a la fábrica y finalmente, muy despacio, accedía a su interior. Todo en aquella fábrica era blanco, y las caravanas —idénticas todas ellas— también eran blancas. Un zumbido grave salía de la fábrica, y al ir acercándome pensé que no me habría gustado trabajar en ella.
Me encaminé directamente a la primera caravana iluminada, y llamé a la puerta metálica. En la gravilla, al pie de los peldaños de madera, había unos cuantos juguetes desperdigados. La televisión, que instantes antes había oído en el interior, cesó de pronto. Luego una mujer dijo algo, y después se abrió la puerta.
En el umbral, ante mí, había un rostro ancho y amistoso. Me sonrió y se adelantó, como si fuera a salir, pero se detuvo en el escalón de arriba. Un niño negro asomaba tras sus piernas y me miraba con ojos entrecerrados. En la caravana flotaba como un aura de que no hubiera nadie más en su interior, un algo casi imperceptible que a lo largo de la vida yo había llegado a conocer bien.
—Siento molestar —dije—. Pero parece que esta noche tengo una racha de mala suerte. Me llamo Earl Middleton.
La mujer me miró; luego miró hacia la noche, en dirección a la autopista, como si lo que acababa de decirle fuera algo que ella pudiera ver con los ojos.
—¿Qué clase de mala suerte? —dijo, mirándome de nuevo.
—Se me ha averiado el coche en plena carretera —dije—. No puedo arreglarlo solo, y quería saber si sería tan amable de dejarme utilizar un segundo su teléfono.
La mujer me dirigió una sonrisa perspicaz.
—Ya no sabemos vivir sin coche, ¿no es eso?
—Tiene usted toda la razón —dije yo.
—Son casi como nuestro corazón —dijo ella. La cara le brillaba a la débil luz de la bombilla que había al lado de la puerta—. ¿Dónde se le ha quedado el coche?
Me volví y miré hacia la oscuridad, pero no pude ver nada: el coche estaba oculto entre los álamos.
—Por allí —dije—. Desde aquí no puede verse; está muy oscuro.
—¿Cuántos son? —dijo la mujer—. ¿Está con usted su esposa?
—Se ha quedado en el coche con la niña y el perrito —dije—. Mi hija se ha dormido. Si no, me habrían acompañado.
—No debería dejarlas solas con esta oscuridad —dijo la mujer, y frunció el ceño—. Hay mucho indeseable suelto.
—Lo mejor será que vuelva cuanto antes. —Traté de parecer sincero, pues todo lo que había dicho, salvo que Cheryl dormía y que Edna era mi esposa, era verdad. La verdad puede resultarte útil si permites que lo sea, y yo quería servirme de ella—. Le pagaré la llamada —le dije a la mujer—. Si me trae el teléfono a la puerta, puedo llamar desde aquí mismo.
La mujer volvió a mirarme como si buscara su propia verdad sobre el asunto, y luego miró otra vez hacia la noche. Parecía tener unos sesenta y tantos años, aunque no podría asegurarlo.
—¿Verdad que no va a robarme, señor Middleton? —Sonrió, como si se tratara de una broma entre nosotros.
—Esta noche no —dije, y le dediqué una sonrisa genuina—. Esta noche no estoy en ello. Quizá en otra ocasión.
—En tal caso, supongo que Terrel y yo podemos dejarle usar el teléfono aunque no esté papá en casa, ¿no crees, Terrel? Señor Middleton, le presento a mi nieto, Terrel Junior. —Puso la mano sobre la cabeza del niño y le miró—. Terrel no habla. Pero si supiese hablar le diría que puede usted usar nuestro teléfono. Es un encanto de niño.
La mujer abrió la puerta de tela metálica y me invitó a pasar.
Era una caravana grande, con una alfombra y un sofá nuevos y una sala de estar tan amplia como la de una casa común y corriente. De la cocina llegaba un aroma apetitoso y dulce; el ambiente general no era el de un acomodo temporal sino el de un hogar nuevo y confortable. Yo he vivido en caravanas, pero eran remolques de mala muerte con una sola habitación y sin retrete, y siempre me parecieron exiguos y tristes, aunque a veces he pensado que quizá era yo quien se sentía desdichado en ellas.
Había un gran televisor Sony y un montón de juguetes esparcidos por el suelo. Vi un autocar Greyhound como el que le había comprado a Cheryl. El teléfono estaba junto a un sillón nuevo de cuero, y la mujer me indicó con un gesto que me sentara para llamar, y me dio el listín de teléfonos. Terrel se puso a jugar con sus cosas y la mujer se sentó en el sofá, mirándome y sonriendo.
Había tres empresas de taxis: tres series de números con una sola cifra diferente. Marqué los números por orden y no obtuve respuesta hasta el último, que contestó con el nombre de la segunda empresa. Expliqué que estaba en la carretera, más allá del paso elevado de la interestatal, y que necesitaba antes de nada llevar a mi esposa e hija a la ciudad, y que de contratar una grúa me ocuparía más tarde. Mientras explicaba el lugar donde me encontraba, busqué el nombre de un servicio de grúa para decírselo al taxista en caso de que me lo preguntara.
Cuando colgué, la negra me miraba con los mismos ojos con que había mirado antes a la noche; una mirada que parecía exigir la verdad de lo mirado. Sin embargo, sonreía. Debía de recordarle algo que le era grato recordar.
—Tiene una casa preciosa —dije, y me eché hacia atrás en el sillón, que era tan confortable como el asiento del conductor del Mercedes y en el que no me habría importado arrellanarme un rato.
—Esta no es nuestra casa, señor Middleton —dijo la negra—. Todas estas caravanas son de la empresa. Nos las dejan gratis. Tenemos nuestra propia casa en Rockford, Illinois.
—Maravilloso —dije.
—Estar lejos de la propia casa no es nunca maravilloso, señor Middleton; aunque sólo llevamos aquí tres meses y todo será más fácil cuando Terrel Junior empiece a ir a esa escuela especial. Mire, nuestro hijo murió en la guerra, y su mujer se largó sin llevarse a Terrel Junior. Pero no se preocupe usted. El no nos entiende. Su almita no sufre. —La mujer entrelazó las manos sobre el regazo y sonrió con expresión satisfecha. Era atractiva, y llevaba un vestido floreado azul y rosa que la hacía parecer más grande de lo que en realidad era: la mujer adecuada para el sofá donde se había sentado. Era la estampa de la bondad, y me alegré de que fuera capaz de vivir con aquel nieto aquejado de alguna dolencia cerebral en un lugar donde nadie en su sano juicio soportaría vivir un solo minuto—. ¿Dónde vive usted, señor Middelton? —dijo en tono cortés, sonriendo con la misma afabilidad de siempre.
—Mi familia y yo estamos de paso —dije—. Soy oftalmólogo, y ahora volvemos a Florida, donde nací. Voy a abrir un consultorio en algún pueblo donde haga buen tiempo todo el año. Todavía no he decidido dónde.
—Florida es precioso —dijo la mujer—. Creo que a Terrel le gustaría.
—¿Me permite que le pregunte una cosa? —dije.
—Claro que sí —dijo la mujer. Terrel se había puesto a empujar su Greyhound por la pantalla del televisor, arañó el cristal e hizo unaraya que no podía dejar de verse—. Deja de hacer eso, Terrel Junior —dijo sin alterarse la mujer. Pero Terrel siguió empujando su autobús por el cristal, y ella volvió a sonreírme como si ambos entendiéramos algo triste. Pero yo sabía que Cheryl nunca estropearía un televisor. Respetaba las cosas bonitas, y me dio lástima aquella mujer que había de soportar que Terrel no supiera respetarlas—. ¿Qué quería preguntarme? —dijo la mujer.
—¿Qué es lo que hacen en esa especie de fábrica? ¿En ese sitio iluminado que hay detrás de las caravanas?
—Oro —dijo la mujer, y sonrió.
—¿Cómo dice?
—Oro —dijo la negra, sonriendo tal como venía haciendo casi todo el rato desde mi llegada—. Es una mina de oro.
—¿Quiere decir que sacan oro de ese sitio? —dije, señalando con el dedo.
—Día y noche —dijo con sonrisa satisfecha.
—¿Trabaja ahí su marido? —dije.
—Es el ensayador —dijo ella—. Controla la calidad. Trabaja tres meses al año, y el resto del tiempo lo pasamos en nuestra casa de Rockford. Hemos esperado mucho tiempo para conseguir esto. Nos alegra tener aquí a nuestro nieto, pero no puedo decir que vaya a lamentar que tenga que dejarnos. Queremos empezar una nueva vida. —Me dirigió una abierta sonrisa, y después sonrió a Terrel, que la miraba maliciosamente desde el suelo—. Ha dicho que tenía una hija —dijo la negra—. ¿Cómo se llama?
—Irma Cheryl —dije—. Como mi madre.
—Muy bonito. Y es una niña sana. Lo noto en su cara —dijo mirándome. Miró a Terrel Junior de forma compasiva.
—Puedo considerarme afortunado —le dije.
—Hasta ahora lo es. Pero los niños traen pesares del mismo modo que traen alegrías. Nosotros fuimos infelices durante mucho tiempo, antes de que mi marido consiguiera este empleo en la mina de oro. Ahora, cuando Terrel empiece a ir a esa escuela, volveremos a ser niños. —Se puso en pie—. No vaya a perder el taxi, señor Middleton —dijo dirigiéndose hacia la puerta, aunque sin forzarme a marcharme. Era demasiado cortés para hacer algo semejante—. Si nosotros no podemos ver el coche, lo más probable es que el taxista tampoco pueda verlo.
—Cierto. —Me levanté del sillón sobre el que había pasado un rato tan cómodo—. Nosotros no hemos cenado aún, y su comida me recuerda lo hambrientos que debemos de estar todos.
—En la ciudad hay buenos restaurantes, ya los encontrará —dijo la negra—. Siento que no haya conocido a mi esposo. Es un hombre maravilloso. Lo es todo para mí.
—Dígale que agradezco lo del teléfono —dije—. Me han salvado ustedes.
—No ha sido difícil —dijo la mujer—. A todos nos pusieron en la tierra para que salváramos a nuestros semejantes. No he hecho más que ayudarle a seguir hacia lo que le está esperando.
—Esperemos que algo bueno —dije, adentrándome de espaldas en la noche.
—Confío en ello, señor Middleton. Terrel y yo confiamos en ello.
Le hice adiós con la mano mientras caminaba hacia el Mercedes oculto en la tiniebla de la noche.
Cuando llegué, el taxi estaba ya esperando. Había visto sus pequeños pilotos rojos y verdes desde el otro lado del arroyo seco, y ello me hizo temer que Edna estuviera ya diciendo algo que pudiera meternos en un lío, algo acerca del coche o del lugar de donde veníamos, algo que pudiera hacer que el taxista sospechara de nosotros. Entonces pensé que nunca llegaba a planear bien las cosas. Siempre se abría un abismo entre mis planes y los hechos; yo me limitaba a reaccionar ante las cosas a medida que se iban produciendo, o a confiar en que me ahorraría los problemas. A los ojos de la ley, yo era un delincuente. Pero yo siempre había visto las cosas de otro modo: a mis ojos no era un delincuente. Ni tenía intención de serlo, lo cual era verdad. Pero tal como leí una vez en una servilleta, entre la idea y el acto hay todo un mundo. Y yo había tenido siempre dificultades con mis actos, que con frecuencia eran actos delictivos, y mis ideas, tan buenas como el oro que sacaban en aquella mina iluminada en medio de la noche.
—Estábamos esperándote, papá —dijo Cheryl cuando crucé la carretera—. El taxi ya ha llegado.
—Ya lo veo, cariño —dije, y la abracé con fuerza. El taxista, sentado al volante, fumaba con las luces interiores encendidas. Edna estaba apoyada en el maletero, entre las dos luces de posición, y llevaba puesto su sombrero—. ¿Qué le has dicho? —dije cuando estuve cerca de ella.
—Nada —dijo ella—. ¿Qué iba a decirle?
—¿Ha visto el coche?
Edna echó una ojeada en dirección a los álamos donde habíamos escondido el Mercedes. En la negrura reinante no podía verse nada, pero oí a Duke husmeando en el sotobosque; seguía alguna pista, y su pequeño collar tintineaba en la oscuridad.
—¿Adónde vamos? —dijo Edna—. Estoy tan hambrienta que podría desmayarme.
—Edna está enfadadísima —dijo Cheryl—. Hasta me ha dado un cachete.
—Todos estamos muy cansados, cariño —dije—. Así que trata de ser más amable.
—Ella no es nunca amable —dijo Cheryl.
—Corre a buscar a Duke —dije—. Y vuelve en seguida.
—Parece que las preguntas que yo hago son las menos urgentes —dijo Edna.
Le pasé el brazo por los hombros.
—Eso no es cierto.
—¿Has encontrado en las caravanas a alguien con quien te hubiese gustado quedarte? Has tardado mucho.
—¿Por qué dices eso, Edna? —dije—. Sólo pretendía hacer que todo pareciese normal; no quiero que nos metan en la cárcel.
—Que te metan, querrás decir.
Edna rió con una risita que no me gustó.
-Exacto. Para que no me metan. Soy yo el que acabaría en chirona. —Me quedé mirando hacia aquel enorme complejo de edificios blancos y luces blancas del que ascendían penachos de humo blanco hacia el despiadado cielo de Wyoming, y todo aquel montaje de edificios parecía un castillo inverosímil que emitiera un zumbido en un sueño deformado—. ¿Sabes lo que son esos edificios? —le dije a Edna, que no se había movido y que parecía no sentir el más mínimo deseo de moverse nunca más.
—No. Pero la verdad es que me da igual, porque no es un motel ni un restaurante.
—Es una mina de oro —dije, mirando hacia la mina, la cual, según sabía ahora, estaba mucho más lejos de nosotros de lo que parecía; pero la veíamos gigantesca y próxima, recortada contra el cielo helado. Pensé que, en lugar de aquellas luces y espacios sin vallar, lo lógico habría sido que hubiera un muro y guardias de seguridad. Daba la sensación de que cualquiera podía entrar y llevarse lo que le viniera en gana, del mismo modo que yo me había acercado hasta el remolque de la mujer negra y usado su teléfono. Pero se trataba, corlo es lógico, de una impresión desatinada.
Edna, en aquel momento, se echó a reír. No con la risa malévola que no me gustaba, sino con una risa en la que había algo de afectuoso, la risa abierta que celebra una broma, la risa con la que reía cuando la vi por vez primera, en el East Gate Bar de Missoula, en 1979, una risa que reíamos los dos juntos cuando Cheryl aún vivía con su madre y yo tenía un empleo fijo en el canódromo y no me dedicaba a robar coches y a pasar cheques sin fondos en las tiendas. Un tiempo mejor en todos los sentidos. Y por alguna razón me hizo reír el simple hecho de oír la risa de Edna, y reímos juntos, y nos quedamos allí en la oscuridad, detrás del taxi, riéndonos de aquella mina de oro en pleno desierto, yo con el brazo sobre sus hombros y Cheryl correteando con Duke y el taxista fumando en el taxi y nuestro Mercedes Benz robado —que tan bien nos habría venido a todos en Florida— hundido hasta los ejes en la arena, en un rincón donde ya jamás volvería a verlo.
—Siempre me he preguntado cómo sería una mina de oro —dijo Edna, aún riendo, secándose una lágrima de un ojo.
—Yo también —dije—. Siempre me picó la curiosidad.
—Menudo par de tontos estamos hechos, ¿eh, Earl? —dijo ella, incapaz de dejar de reír totalmente—. Somos tal para cual.
—Podría ser una buena señal, esa mina ¿No crees? —dije.
—¿Una buena señal? Imposible. No es nuestra. No tiene autoservicio para llevarnos lo que nos apetezca. —Seguía riendo.
—Al menos la hemos visto —dije, señalándola—. Está ahí mismo. Puede significar que estamos acercándonos. Hay gente que ni siquiera ve una en toda su vida.
—¿Y nosotros la hemos visto, Earl? Y un cuerno —dijo ella—. Y un cuerno.
Y dio media vuelta y subió al taxi.
El taxista no preguntó nada sobre el coche, ni se interesó por dónde estaba; no parecía haber notado nada extraño. Ello me hizo pensar que habíamos logrado zafarnos del Mercedes, y que no podrían relacionarnos con él hasta mucho más tarde, si es que llegaban a hacerlo. Mientras conducía, el taxista nos habló largo y tendido de Rock Springs; dijo que la mina de oro había atraído a mucha gente en los últimos seis meses, gente de todas partes, hasta de Nueva York, y que la mayoría de ella vivía en las caravanas. La marea de prosperidad, dijo, había hecho que llegaran prostitutas de Nueva York —«chicas de vida alegre», dijo—, y por las calles de la ciudad pululaban todas las noches Cadillacs con matrícula de Nueva York llenos de negros con grandes sombreros, los chulos de las chicas. Explicó que, en los últimos tiempos, todo el que subía a su taxi quería saber dónde estaban esas chicas, y que cuando recibió nuestra llamada estuvo a punto de no venir a recogernos, porque algunas de las caravanas eran burdeles que la propia mina proporcionaba a ingenieros y técnicos de ordenador a los que el trabajo había alejado de sus casas. Dijo que estaba harto de ir y venir del campamento para aquel indigno asunto. Dijo que 60 minutos hizo incluso un programa sobre Rock Springs que dio lugar a un gran escándalo en Cheyenne, pero que nada podía hacerse mientras durase el boom.
—Es el fruto de la prosperidad —dijo el taxista—. Yo prefiero ser pobre, y ser como soy me parece una suerte.
Dijo después que los precios de los moteles estaban por las nubes, pero tratándose de una familia iba a llevarnos a uno aceptable y de precio módico. Pero yo le dije que queríamos un hotel de primera en donde aceptaran anímales, y que el dinero no importaba porque habíamos tenido un día muy duro y queríamos terminarlo a lo grande. Yo sabía que la policía busca ante todo en hoteles mínimos y anónimos y que es en ellos donde acaban encontrándote. A la gente con problemas que he conocido siempre la detenían en hoteles baratos y albergues turísticos de los que nadie ha oído hablar en su vida. Nunca, en cambio, en un Holiday Inn o un TraveLodge.
Le pedí que primero nos llevara hasta el centro para que Cheryl pudiera ver la estación de ferrocarril, y mientras estábamos allí vi un Cadillac rosa con matrícula de Nueva York y antena de televisión, conducido por un negro con un gran sombrero, deslizándose despacio por una calle estrecha en la que únicamente había bares y un restaurante chino. Una imagen singular, algo absolutamente inesperado.
—Ahí tienen, el elemento criminal en estado puro —dijo el taxista con aire triste—. Siento que personas como ustedes tengan que ver algo así. Tenemos una ciudad bonita, pero hay quienes la quieren arruinar. Antes había formas de eliminar a la gentuza y a los criminales, pero esos tiempos se fueron para siempre.
—Usted lo ha dicho —dijo Edna.
—No deje que eso le deprima —dije yo—. Hay más gente como usted que como ellos. Y la habrá siempre. Usted es la mejor publicidad de esta ciudad. Sé que Cheryl lo recordará a usted y no a ese tipo, ¿verdad, Cheryl? —Pero Cheryl se había ya dormido para entonces, con Duke en los brazos.
El taxista nos llevó al Ramada Inn de la autopista interestatal, no lejos de donde habíamos tenido que abandonar el coche. Al pasar bajo la marquesina del Ramada sentí cierta punzada de pesar: me habría gustado hacerlo en un Mercedes color arándano y no en un castigado y viejo Chrysler conducido por un taxista quejumbroso. Aunque sabía que era preferible de aquel modo. Estábamos mejor sin aquel coche; es más, cualquier coche era mejor que aquel Mercedes, pues fue en él donde la suerte nos dio la espalda.
Me registré con nombre supuesto y pagué la habitación en metálico para que no me hicieran preguntas. En el recuadro donde ponía «Empresa» escribí «Oftalmólogo», y añadí «doctor» delante de mi nombre. Me gustó cómo quedaba, aunque no fuera mi nombre.
Al llegar a la habitación, que como había pedido daba a la parte de atrás del edificio, dejé a Cheryl en una de las camas y a Duke a su lado, para que durmieran juntos. Cheryl no había cenado, pero no importaba demasiado; por la mañana despertaría hambrienta, y podría comer cuanto le viniera en gana. A ningún niño le sucede nada por quedarse sin comer de cuando en cuando. Yo perdí muchas comidas en mi infancia, y no he salido tan mal parado.
—Vamos a comer pollo frito —le dije a Edna cuando salió del baño—. Los Ramada tienen un pollo frito estupendo, y he visto que aún tienen abierto el restaurante. Podemos dejar aquí a Cheryl, durmiendo tranquilamente, hasta que volvamos.
—Creo que ya no tengo apetito —dijo Edna. Estaba junto a la ventana, mirando hacia la noche. Más allá de su cuerpo alcancé a ver en el cielo un resplandor como de niebla amarillenta. Por espacio de un instante pensé que era la mina de oro que iluminaba el cielo nocturno a lo lejos, pero no era más que la autopista.
—Podemos pedir que nos lo suban —dije—. Lo que te apetezca. Hay una carta encima de la guía de teléfonos. Podrías tomar sólo una ensalada.
—Come tú —dijo ella—. Yo ya no tengo hambre. —Se sentó en la cama junto a Cheryl y Duke y les miro con dulzura y puso la mano en la mejilla de Cheryl como para comprobar si tenía fiebre—. Bonita —dijo Edna—. Todo el mundo te quiere, pequeña.
—¿Qué quieres hacer? —dije—. Yo quiero comer. A lo mejor pido que me suban algo de pollo.
—Claro, por qué no —dijo ella—. Es tu plato favorito. —Y me sonrió desde la cama.
Me senté en la otra cama y marqué el número del servicio de habitaciones. Pedí pollo, ensalada verde, patata asada y un panecillo, y una ración de tarta de manzana caliente y té con hielo. Caí en la cuenta de que no había comido en todo el día. Cuando colgué el teléfono vi que Edna estaba mirándome, no con odio o con amor, sino como si hubiera algo que no entendiera y fuera a pedirme que se lo explicara.
—¿Desde cuando es tan ameno mirarme? —dije, y le sonreí. Intentaba mostrarme amistoso. Sabía lo cansada que debía estar. Eran más de las nueve.
—Estaba pensando en lo odioso que se me hace estar en un motel sin coche propio. ¿No es gracioso? Me empecé a sentir así anoche, al pensar que el Mercedes no era mío. Creo que ese coche color púrpura me pus o los pelos de punta, Earl.
—Uno de esos coches que hay ahí fuera es tuyo —dije—. Míralos bien desde la ventana y elige.
—Ya lo sé —dijo Edna—. Pero no es lo mismo, ¿no crees? —Alargó el brazo y cogió su sombrero Bailey azul, se lo puso y se lo echó hacia atrás, a lo Dale Evans. Estaba adorable—. Antes me gustaba ir a los moteles —dijo—. Son lugares secretos, y libres. Yo nunca pagaba, claro. Pero me sentía a salvo de todo y libre de hacer lo que quisiera, porque había tomado la decisión de estar allí y pagar ese precio, y lo demás era lo bueno. Joder y todo eso, ya me entiendes.
Me dirigió una sonrisa bondadosa.
—¿Y no son así las cosas ahora?
Estaba sentado en la cama, mirándola, sin saber qué era lo que iba a contestarme.
—Yo diría que no, Earl —dijo, y se quedó mirando a través de la ventana—. Tengo treinta y dos años y voy a tener que dejar de ir a moteles. Ya no puedo seguir alimentando fantasías.
—¿No te gusta esto? —dije, y miré a mi alrededor. Me agradaban los cuadros modernos y la cómoda y el televisor de pantalla grande. Me parecía un lugar francamente bueno, teniendo en cuenta los otros donde habíamos estado.
—No, no me gusta —dijo Edna con convicción—. Pero de nada sirve que me enfade contigo por eso. La culpa no es tuya. Haces todo lo que puedes por todo el mundo. Pero en todos los viajes aprendes algo. Y yo he aprendido que tengo que dejar de ir a moteles antes de que me ocurra alguna desgracia. Lo siento.
—¿A qué te refieres? —dije, porque en realidad no sabia lo que pretendía hacer, aunque debería haberlo adivinado.
—Me parece que sacaré ese billete de que hablabas antes —dijo Edna, y se puso en pie y se quedó de cara a la ventana—. Puedo salir mañana. De todos modos, no tenemos coche.
—Vaya, estupendo —dije, sentado en la cama. Me sentía como sí acabara de sufrir una conmoción. Quería decirle algo, discutir con ella, pero no se me ocurría nada apropiado. No quería enfurecerme, pero estaba furioso.
—Tienes derecho a enfadarte conmigo, Earl —dijo ella—, pero en realidad no creo que puedas reprochármelo.
Se volvió hacia mí y se sentó en el alféizar, con las manos en las rodillas. Alguien llamó a la puerta, y yo grité que dejaran la bandeja en el suelo y me lo cargaran en la cuenta.
—Me temo que sí te lo reprocho —dije, y estaba furioso. Pensé que habría podido desaparecer en aquel campamento de caravanas y no lo había hecho; que había regresado para salvar aquel contratiempo y había tratado de tomar las riendas de la situación cuando las cosas se ponían feas para todos.
—Pues no lo hagas. Preferiría que no lo hicieras —dijo Edna, y me sonrió como si quisiera que la abrazase—. Todo el mundo tendría que poder elegir, ¿no crees, Earl? Aquí estoy, en mitad de un desierto que no conozco en absoluto con un coche robado, en una habitación de hotel bajo nombre supuesto, sin un céntimo, con una criatura que no es mía, con la policía sobre mis pasos. Y tengo la posibilidad de librarme de todo eso con sólo tomar un autobús. ¿Qué harías en mi lugar? Sé exactamente lo que harías.
—Crees que lo sabes —dije. Pero no quise empezar una discusión sobre el asunto y decirle lo que yo podía haber hecho y no había hecho. Porque no habría servido para nada. Cuando se llega al terreno de las discusiones, ha quedado ya atrás la posibilidad de lograr que alguien cambie de opinión, aunque suela pensarse que es justo lo contrario, y tal vez lo sea para cierto tipo de gente, pero nunca con la gente que yo trato.
Edna me sonrió, cruzó el cuarto y me rodeó con sus brazos sin que yo me hubiera levantado de la cama. Cheryl se dio la vuelta hacia un costado, nos miró y sonrió; luego cerró los ojos y la habitación quedó en silencio. Y yo empezaba a pensar en Rock Springs del modo en que —sabía— habría de pensar ya siempre: una ciudad envilecida, plagada de delincuencia y de prostitución y de desencantos, el lugar en donde una mujer me había dejado, y no el lugar en donde logré encarrilar mi vida de una vez por todas, el lugar en donde vi una mina de oro.
—Cómete el pollo que has pedido, Earl —dijo Edna—. Luego nos meteremos en la cama. Estoy cansada, pero quiero hacer el amor contigo. No se trata de que no te quiera, y lo sabes.
Avanzada ya la noche, mucho después de que se durmiera, me levanté y salí al aparcamiento. Podía ser una hora cualquiera, porque la luz de la autopista seguía helando el cielo bajo y el gran rótulo rojo del Ramada aún zumbaba inmóvil en la noche y no había ni la menor luminosidad en el este que indicase una posible proximidad del alba. El aparcamiento estaba atestado de coches aparcados en batería; había unos cuantos con maletas atadas a las bacas y los maleteros vencidos por el peso de las pertenencias que sus dueños llevaban consigo a algún lugar, a un hogar nuevo o a un centro de recreo en las montañas. Me había quedado largo rato tendido en la cama después de que Edna se durmiera, viendo a los Atlanta Braves en la televisión, tratando de no pensar en lo que sentiría al día siguiente cuando viese partir el autocar, en cómo me sentiría al volverme y ver allí a Cheryl y a Duke, sin nadie salvo yo para cuidar de ellos a partir de entonces; pensando en que lo primero que tendría que hacer sería conseguir un coche y cambiarle las placas de la matrícula, y luego desayunar y emprender viaje hacia Florida; y todo ello en un máximo de un par de horas, porque era obvio que el Mercedes estaría menos oculto de día que de noche, y las noticias corren a velocidad vertiginosa. Siempre, desde que la tengo conmigo, he cuidado a Cheryl personalmente. Jamás tuvo que hacerlo ninguna de mis compañeras. A la mayoría de ellas ni siquiera parecía gustarles, aunque a mí siempre me cuidaron y así yo pude cuidar de Cheryl. Y sabía que en cuanto Edna se fuera todo sería más duro. Aunque mi mayor deseo era no pensar en ello de momento, tratar de que mi mente dejara de estar en vilo a fin de hacer acopio de fuerzas para enfrentarme a lo que me esperaba. Pensé que la diferencia entre una vida con éxito y una vida fracasada, entre yo en aquel instante y los propietarios de aquellos coches perfectamente aparcados en el aparcamiento, y quizá entre yo y aquella mujer de la caravana del campamento junto a la mina de oro, estaba en el grado de aptitud para alejar de la mente cosas como éstas, para lograr que no te abrumaran, y tal vez también en el número de problemas con que tenías que enfrentarte a lo largo de tu vida. Por azar o por voluntad, ellos se habían enfrentado a un menor número de problemas, y por su propio carácter los habían olvidado antes. Y era eso lo que yo quería. Menos problemas, menos recuerdos de problemas.

Me acerqué a un coche, un Pontiac con matrícula de Ohio, uno de los que llevaban bultos y maletas atados en la baca y otra tanta carga en el maletero, a juzgar por las traseras hundidas. Miré al interior por la ventanilla de volante. Había mapas y libros de bolsillo y gafas de sol y soportes de plástico para las latas de bebida en las ventanillas. En el asiento trasero vi juguetes y cojines y un cesto con un gato que me miraba fijamente como si yo fuera la luna. Todo aquello me resultaba familiar; eran exactamente las cosas que habría habido en mi coche si hubiera tenido coche. Nada me pareció asombroso, nada difería de mi idea. Pero en aquel preciso instante me asaltó una sensación extraña y me volví y alcé los ojos hacia las ventanas de la fachada trasera del motel. Todas estaban oscuras salvo dos: la mía y otra. Y me pregunté —porque la situación se me antojó extraña— qué pensaría cualquier mortal de un hombre a quien viera en mitad de la noche mirando el interior de los coches aparcados en un Ramada Inn. ¿Pensaría que pretendía sólo aclarar un poco sus ideas? ¿Pensaría que trataba de prepararse para un día en el cual se abatiría sobre él un gran problema? ¿Pensaría que le estaba a punto de dejar su amiga? ¿Pensaría que tenía una hija? ¿Pensaría que era un hombre como cualquier otro mortal, como él mismo?