domingo, 13 de abril de 2014

Los reyes de la arena


George R.R. Martin

Simon Kress vivía solo en una gran mansión situada entre montañas áridas y rocosas a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Y así, cuando tuvo que ausentarse inesperadamente por asuntos de negocios, no dispuso de vecinos de los que pudiera aprovecharse para dejarles al cuidado de sus animalitos. El halcón no era problema. Descansaba en el campanario inutilizado y, de todas formas, solía alimentarse por sus propios medios. En cuanto al shambler, Kress se limitó a echarlo fuera de la casa y dejar que se las arreglara como pudiera. El pequeño monstruo se alimentaría de babosas, pájaros y ratas. Pero la pecera, surtida de pirañas genuinas de la Tierra, planteó una dificultad. Finalmente arrojó una pierna de carnero al inmenso tanque. Las pirañas siempre podrían devorarse unas a otras si le retenían más tiempo del que esperaba. Ya lo habían hecho otras veces. Un detalle que le divertía.

Por desgracia, le retuvieron mucho más tiempo del que esperaba. Cuando regresó al fin, todos los peces habían muerto. Igual que el halcón. El shambler había trepado al campanario y se lo había comido. Kress se enfadó

El día siguiente voló con su helicóptero hasta Asgard, un trayecto de unos doscientos kilómetros. Asgard era la ciudad más importante de Baldur y ostentaba también el puerto estelar de mayor antigüedad y extensión. A Kress le gustaba impresionar a sus amigos con animales que fueran raros, divertidos y caros. Asgard era el lugar apropiado para comprarlos.

En esta ocasión, sin embargo, tuvo escasa fortuna. Xenomascotas había cerrado sus puertas, t'Etherane trató de timarle con otro halcón y Aguas Extrañas no le ofreció nada más exótico que pirañas, tiburones luciérnagas y calamares araña. Kress ya había tenido de todo eso. Quería algo nuevo, algo que destacara.

Casi al anochecer se encontró recorriendo Rainbow Boulevard, buscando lugares que no hubiese frecuentado antes. Cerca del puerto estelar, la calle estaba llena de comercios de importadores. Los grandes bazares poseían escaparates impresionantemente largos en los que descansaban extraños y costosos artefactos sobre cojines de fieltro ante las oscuras cortinas que hacían un misterio del interior de los comercios. Entre éstos se hallaban los puestos de chatarra: lugares estrechos y desagradables que ofrecían a la vista una confusión de curiosidades inidentificables. Kress probó en ambos tipos de lugares, con idéntico descontento.

Entonces llegó a un lugar que era distinto.

Se encontraba muy cerca del puerto. Kress no había estado allí con anterioridad. El local ocupaba un pequeño edificio de un solo piso situado entre un bar de euforia y un templo-burdel de la Hermandad Femenina Secreta. En esta zona, Rainbow Boulevard parecía vulgar. El mismo comercio era anormal. Llamativo.

La vidriera estaba llena de neblina, ahora rojo pálida, ahora gris, como la niebla auténtica, ahora chispeante y dorada. La neblina formaba remolinos y resplandecía débilmente. Kress vislumbró algunos objetos en la vidriera (máquinas, obras de arte, otras cosas que no reconoció) pero no pudo mirar en detalle uno solo de ellos. La neblina fluía sensualmente, rodeaba los objetos, mostraba un trozo de uno, luego de otro, finalmente los ocultaba todos. Un hecho intrigante.

Mientras observaba, la neblina empezó a formar letras. Una palabra detrás de otra. Kress se quedó inmóvil y leyó:

«WO y SHADE. IMPORTADORES.
ARTEFACTOS. ARTE. FORMAS DE VIDA y VARIOS.»

Las letras dejaron de formarse. Kress vio que algo se movía entre la niebla. Eso le bastó. Eso, y las «FORMAS DE VIDA» del anuncio. Se echó la capa hacia atrás y entró en la tienda.
En el interior, Kress se sintió desorientado. La sala parecía inmensa, mucho mayor de lo que él habría supuesto en base a la fachada relativamente modesta. El interior estaba tenuemente iluminado y reflejaba sosiego. El techo era un paisaje estelar, rematado por nebulosas en espiral, muy oscuro y realista, muy agradable. Todos los mostradores brillaban suavemente, para exhibir mejor las mercaderías que contenían. Los espacios entre ellos se encontraban alfombrados por una niebla baja que de vez en cuando llegaba casi a las rodillas de Kress y se arremolinaba en torno a sus pies mientras avanzaba.

—¿En qué puedo servirle?

La mujer pareció surgir de la niebla. Alta, delgada y pálida, vestía un práctico traje gris y una extraña gorrita que se apoyaba bastante detrás de la cabeza.

—¿Es usted Wo o Shade? —preguntó Kress—. ¿O sólo una dependiente?

—Jala Wo, a su servicio —replicó ella—. Shade no atiende a los clientes. No tenemos dependiente.

—Su establecimiento es francamente grande —dijo Kress—. Me extraña no haber oído hablar de él antes de ahora.

—Acabamos de inaugurar este local en Baldur —dijo la mujer—. Pero disponemos de autorización de venta en otros planetas. ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Arte, quizá? Su aspecto es el de un coleccionista. Tenemos algunas excelentes tallas de cristal Nor T'alush.

—No —dijo Kress—. Ya tengo todas las tallas de cristal que deseo. Vengo a buscar un animal.

—¿Una forma de vida?

—Sí.

—¿Extraña?

—Por supuesto.

—Tenemos un imitador en existencia. Procede del Mundo de Celia. Un simio pequeño e inteligente. No sólo aprenderá a hablar, sino que imitará la voz de usted, sus inflexiones, gestos e incluso expresiones faciales.

—Encantador —dijo Kress—. Y vulgar. No me servirá de nada, Wo. Quiero algo exótico. Anormal. Y no encantador. Detesto los animales encantadores. De momento ya tengo un shambler importado de Cotho, en ningún sentido costoso. De vez en cuando lo alimento con algunos gatitos inútiles. Eso es lo que entiendo por encantador. ¿Me explico?

Wo sonrió enigmáticamente.

—¿Ha tenido alguna vez un animal que le adorara? —preguntó.

—Oh, alguna que otra vez. —Kress hizo una mueca—. Pero no me hace falta adoración, Wo. Sólo diversión.

—No me entiende —dijo Wo, todavía mostrando su extraña sonrisa—. Hablo de adorar literalmente.
—¿A qué se refiere?

—Creo que tengo lo que necesita. Sígame.

Wo le hizo pasar entre los radiantes mostradores y le condujo a lo largo de un largo pasillo cubierto de niebla bajo una falsa luz estelar. Cruzaron una pared de niebla para entrar en otra sección del local y se detuvieron frente a un gran tanque de plástico. Un acuario, pensó Kress.

Wo le hizo una seña. Kress se acercó más y vio que estaba equivocado. Se trataba de un terrario. En su interior yacía un desierto en miniatura, un cuadrado de dos metros de lado. Arena descolorida teñida de escarlata por una empañada luz roja. Rocas: basalto, cuarzo y granito. En todas las esquinas del tanque se levantaba un castillo.

Kress parpadeó, atisbó y se corrigió: en realidad sólo había tres castillos en pie. El cuarto había caído, era una ruina desmoronada. Los otros tres eran toscos, pero seguían intactos; estaban tallados en piedra y arena. Diminutas criaturas trepaban y gateaban por sus almenas y redondeados pórticos. Kress apretó su rostro contra el plástico.

—¿Insectos? —preguntó.

—No —replicó Wo—. Una forma de vida mucho más compleja. Y también más inteligente. Mucho más sagaz que su shambler, muchísimo más. Los llaman los reyes de la arena.

—Insectos —dijo Kress, y se apartó del tanque—. No me importa cuán complejos sean. —Arrugó la frente—. Y, por favor, no trate de embaucarme con esta propaganda de inteligencia. Estos seres son demasiado pequeños para tener otra cosa que no sean cerebros muy rudimentarios.

—Comparten mentes-colmena —explicó Wo—. Mentes-castillo, en este caso. Solo hay tres organismos en el tanque, en realidad. El cuarto murió. Su castillo se cayó, ya lo ve.
Kress volvió a observar el tanque.

—¿Mentes-colmena, eh? Interesante. —Arrugó la frente de nuevo—. De todas maneras, sólo es un hormiguero de tamaño anormal. Había esperado algo mejor.

—Guerrean entre ellos.

—¿Guerras? Hmmm. —Kress volvió a mirar.

—Fíjese en los colores, por favor —indicó Wo.

La mujer señaló las criaturas que bullían en torno al castillo más cercano. Una de ellas estaba rascando la pared del tanque. Kress la examinó. A sus ojos, seguía teniendo el aspecto de un insecto. Apenas tan larga como una uña, con seis patas y seis ojos diminutos dispuestos en torno a su cuerpo. Un desagradable juego de mandíbulas se abría y cerraba visiblemente, mientras dos largas y delicadas antenas trazaban figuras en el aire. Antenas, mandíbulas, ojos y patas estaban ennegrecidos, pero el color dominante era el naranja encendido de su blindaje.

—Es un insecto —repitió Kress.

—No es un insecto —insistió Wo sin alterarse—. El dermatoesqueleto acorazado muda cuando el rey de la arena aumenta de tamaño. En un tanque de este tamaño no lo hará. —Wo tomó a Kress del brazo y lo llevó hasta el siguiente castillo—. Fíjese en los colores ahora.

Así lo hizo. Eran distintos. Los reyes de la arena tenían aquí un caparazón rojo brillante. Antenas, mandíbulas, ojos y patas eran amarillos. Kress miró al otro lado del tanque. Los habitantes del tercer castillo eran blancuzcos, con bordes rojos.

—Hmmm —dijo Kress.

—Guerrean entre ellos, tal como dije —explicó Wo—. Incluso conciertan treguas y alianzas. El cuarto castillo de este tanque fue destruido como resultado de una alianza. Los negros estaban haciéndose demasiado numerosos, así que los otros unieron sus fuerzas para acabar con ellos.

Kress siguió sin estar muy convencido.

—Divertido, es indudable. Pero también los insectos luchan entre ellos.

—Los insectos no adoran.

—¿Eh?

Wo sonrió y señaló el castillo. Kress lo miró fijamente. Un rostro había sido esculpido en el muro de la torre más elevada. Lo reconoció. Era el de Jala Wo.

—¿Cómo puede ser que...?

—Proyecté un holograma de mi rostro en el tanque y lo dejé durante algunos días. El rostro de dios, ¿comprende? Yo les doy de comer, siempre estoy cerca. Los reyes de la arena poseen un rudimentario sentido psiónico. Telepatía de proximidad. Me perciben y me adoran, usan mi cara para decorar sus edificios. Fíjese, está en todos los castillos.

Así era. En el castillo, el semblante de Jala Wo estaba sereno, sosegado y era muy vívido. Kress se maravilló ante aquella muestra de destreza.

—¿Cómo lo hacen?

—Las patas delanteras se doblan como si fueran brazos. Incluso tienen una especie de dedos, tres zarcillos pequeños y flexibles. Y cooperan perfectamente, tanto en la construcción como en la batalla. Recuérdelo, todos los seres de un mismo color comparten una sola mente.

—Explíqueme más cosas —pidió Kress.

Wo sonrió.

—El vientre habita en el castillo. Vientre es el nombre que yo he elegido... Un juego de palabras, más bien. Ese ser es madre y estómago al mismo tiempo. Hembra, grande con su puño, inmóvil. En realidad, rey de la arena es un nombre algo inadecuado. Las criaturas móviles son campesinos y guerreros. El gobernante real es una reina. Pero esta analogía tampoco es correcta. Un castillo, considerado como un todo, es una sola criatura hermafrodita.

—¿Qué comen?

—Los seres móviles comen una especie de papilla, alimento previamente digerido que obtienen en el interior del castillo. Lo consiguen del vientre después que esta criatura lo haya elaborado durante varios días. Sus estómagos no soportan otra cosa. Si el vientre muere, ellos no tardan mucho en hacer lo propio. El vientre... el vientre come de todo. No le representará gasto extra alguno. Restos de comida servirán perfectamente.

—¿Alimento vivo? —preguntó Kress.

Wo hizo un gesto de indiferencia.

—Todos los vientres comen seres móviles de los otros castillos, sí.

—Estoy intrigado —admitió Kress—. Si tan sólo no fueran tan pequeños...

—Los suyos pueden ser mayores. Estos reyes de la arena son pequeños porque el tanque es pequeño. Al parecer, limitan su crecimiento para amoldarse al espacio disponible. Si los cambiara a un tanque de mayor tamaño, seguirían creciendo.

—Hmmm. Mi tanque de pirañas es dos veces mayor que este y está vacío. Podría limpiarlo, llenarlo de arena...

—Wo y Shade se encargarían de la instalación. Será un placer hacerlo.

—Por supuesto —dijo Kress—. Espero que me venderán cuatro castillos intactos.

—Naturalmente.

Empezaron a discutir el precio.


Tres días más tarde, Jala Wo se presentó en la mansión de Kress con un lote de reyes de la arena en estado de latencia y los operarios que se encargarían de la instalación. Los ayudantes de Wo eran un tipo de extranjeros con el que Kress no estaba familiarizado: bípedos regordetes de amplia cintura, cuatro brazos y ojos saltones y multifacetados. Su piel era gruesa, correosa, retorcida hasta formar cuernos, espinas y prominencias en raros lugares del cuerpo. Pero eran muy fuertes y excelentes trabajadores. Wo les dio órdenes en una lengua musical que Kress desconocía.

Acabaron el mismo día. Trasladaron el tanque de pirañas al centro de la espaciosa salita, dispusieron sofás a ambos lados para permitir una mejor visión, limpiaron el depósito y lo llenaron de arena y piedras en sus dos terceras partes. Luego instalaron un sistema especial de iluminación que daba la tenue luz roja preferida por los reyes de la arena y permitía la proyección de imágenes holográficas en el interior del tanque. En la parte superior montaron una sólida cubierta de plástico equipada con un dispositivo de alimentación.

—De esta forma —explicó Wo—, usted podrá alimentar a sus reyes de la arena sin sacar la cubierta del tanque, sin correr el riesgo que los seres móviles escapen.

La cubierta también incluía mecanismos para controlar el clima, para condensar la cantidad exacta de humedad del aire.

—El ambiente ha de ser seco, pero no demasiado —dijo Wo.

Finalmente, uno de los operarios de cuatro brazos entró al tanque y excavó profundos agujeros en las cuatro esquinas. Unos de sus compañeros le entregó los vientres aletargados, sacándolos uno por uno de sus embalajes criónicos.

No parecían gran cosa. Kress pensó que sólo podía compararlos a trozos de carne cruda moteada y medio podrida. Todos tenían una boca.

El operario los enterró, uno en cada rincón del tanque. A continuación, el equipo de instalación cerró el equipo y se despidió.

—El calor hará que los vientres se despierten —dijo Wo—. En menos de una semana los seres móviles habrán nacido y empezarán a salir a la superficie. Asegúrese de darles mucha comida. Necesitarán toda su fuerza hasta que se hallen bien establecidos. Supongo que usted tendrá los castillos erigidos en, aproximadamente, tres semanas.

—¿Y mi rostro? ¿Cuándo esculpirán mi rostro?

—Proyecte su holograma una vez que haya transcurrido un mes —le aconsejó Wo—. Y tenga paciencia. Si tiene dudas, llámenos, por favor. Wo y Shade están a su servicio.

Wo saludó con una inclinación de cabeza y se fue.

Kress volvió junto al tanque y encendió un cigarrillo de marihuana. Impaciente, tamborileó con sus dedos en el plástico y arrugó la frente.


El cuarto día Kress creyó vislumbrar movimiento bajo la arena. Sutiles agitaciones subterráneas.

El quinto día vio a su primer móvil, un blanco solitario.

El sexto día contó una docena de ellos, blancos, rojos y negros.

Los anaranjados se retrasaban. Kress introdujo una taza de restos de comida medio estropeada. Los móviles la percibieron al instante, se precipitaron hacia ella y comenzaron a arrastrar trozos hacia sus respectivas esquinas. Todos los grupos de color mostraron una elevada organización. No pelearon. Kress se desilusionó un poco, pero decidió darles tiempo.

Los anaranjados aparecieron al octavo día. Por entonces los demás reyes de la arena habían comenzado a transportar piedritas y erigir toscas fortificaciones. Siguieron sin pelear. De momento tenían la mitad del tamaño de los que había visto en Wo y Shade, pero Kress pensó que estaban creciendo con gran rapidez.

Los castillos adquirieron altura a mitad de la segunda semana. Organizados batallones de móviles tiraban de gruesos trozos de arenisca y granito hasta sus esquinas, donde otros móviles ponían la arena en su lugar ayudándose de mandíbulas y zarcillos. Kress había adquirido unos anteojos, por lo que pudo observar el trabajo de las criaturas en cualquier parte del tanque que se encontraran. Circundó una y otra vez las elevadas paredes de plástico, sin dejar de observar. Era fascinante.
Los castillos resultaban algo más simple de los que le habría gustado, pero Kress tuvo una idea. Al día siguiente introdujo obsidiana y fragmentos de vidrios de colores junto con la comida. Los materiales fueron incorporados a los muros del castillo en pocas horas.

El castillo negro fue el primero que estuvo terminado, seguido por las fortalezas blanca y roja. Los anaranjados fueron los últimos, como siempre. Kress hizo todas sus comidas en la salita, sentado en el sofá para poder observar. Esperaba que la primera guerra estallara de un momento a otro.

Fue decepcionándose. Pasaron los días, los castillos fueron aumentando en altura y tamaño y Kress raras veces abandonaba el tanque, a no ser para atender sus necesidades sanitarias y responder llamadas importantes relacionadas con su negocio. Pero los reyes de la arena no guerreaban. Estaba empezando a intranquilizarse.

Finalmente dejó de alimentarlos.

Dos días después que los restos de comida cesaron de caer desde su cielo, cuatro móviles negros rodearon a otro anaranjado y lo arrastraron hacia su vientre. Primero lo mutilaron, rompiendo sus mandíbulas, antenas y patas, y luego lo condujeron a través de la oscura puerta de su castillo en miniatura. La criatura no volvió a salir. Al cabo de una hora, más de cuarenta móviles anaranjados marcharon sobre la arena y atacaron el rincón de los negros. Fueron superados numéricamente por los negros, que se apresuraron a surgir de las profundidades. Al acabar la lucha, los atacantes habían sido masacrados. Los muertos y heridos fueron introducidos en el castillo para alimentar el vientre negro.

Kress, satisfecho, se felicitó por su ingenio.

Al día siguiente, cuando puso la comida en el tanque, estalló una batalla múltiple por la posesión del alimento. Los blancos fueron los grandes vencedores.

Después de eso, se sucedieron las batallas.


Casi un mes después del día en que Jala Wo había entregado los reyes de la arena, Kress conectó el proyector holográfico y su semblante se materializó en el tanque. La imagen fue girando, poco a poco, de modo que fuera visible por igual desde los cuatro castillos. Kress pensó que el parecido era excelente. La proyección tenía la sonrisa de picardía, amplia boca y abultados carrillos de Kress. Sus ojos azules centelleaban, su cabello cano estaba cuidadosamente arreglado, sus cejas eran finas y sofisticadas.

Los reyes de la arena emprendieron el trabajo muy pronto. Kress los alimentó en abundancia mientras su imagen fulguraba sobre las criaturas en el cielo. Las batallas cesaron de forma temporal. Toda la actividad se centró en la adoración.

El rostro de Kress apareció en los muros de los castillos.

Al principio todas las tallas le parecieron semejantes, pero conforme fue prosiguiendo el trabajo y Kress estudió las reproducciones, empezó a detectar diferencias sutiles en la técnica y en la ejecución. Los rojos eran los más creativos; usaban diminutos fragmentos de esquisto para el gris del cabello. El ídolo de los blancos le pareció joven y malévolo, en tanto que el rostro moldeado por los negros ¾aunque prácticamente idéntico, rasgo a rasgo¾ le sorprendió por la sabiduría y benevolencia que reflejaba. Los reyes de la arena anaranjados, como era su costumbre, fueron los últimos y los peores. La guerra no había ido bien para ellos y su castillo era un desastre en comparación con los demás. La imagen que tallaron fue tosca y caricaturesca y dieron la impresión que pretendían dejarla así. Cuando terminaron de elaborar la cara, Kress se enfadó bastante con ellos, pero en realidad no podía hacer nada.

En cuanto todos los reyes de la arena concluyeron sus rostros de Kress, éste desconectó el proyector y decidió que era el momento adecuado para dar una fiesta. Sus amigos iban a quedar impresionados. Incluso podría ofrecerles una batalla, pensó. Canturreando con felicidad, Kress inició la elaboración de una lista de invitados.

La fiesta constituyó un éxito tremendo.

Kress invitó a treinta personas: un puñado de buenos amigos que compartían sus diversiones, algunas antiguas amantes y una serie de rivales de negocios y sociales que no podían permitirse el lujo de las invitaciones de Kress. Sabía que algunos de ellos quedarían desconcertados, e incluso se ofenderían, al ver los reyes de la arena. Kress contaba con ello. Acostumbrada a considerar sus fiestas como un fracaso al menos que un invitado, como mínimo, se marchara de ellas más que enojado.

Un impulso le llevó a añadir el nombre de Jala Wo a la lista.

«Venga con Shade, si lo desea», añadió mientras dictaba la invitación de la vendedora.

La aceptación de Wo sólo le sorprendió un poco. «Shade, por desgracia, no podrá asistir. El no acude a actos sociales. Por lo que a mí respecta, espero con interés la oportunidad de comprobar que tal van sus reyes de la arena.»

Kress ordenó preparar una comida suntuosa. Y por fin, cuando la conversación languideció y la mayoría de los huéspedes mostraron el atontamiento de los cigarrillos de marihuana y el vino, Kress asombró a todo el mundo encargándose él mismo de recoger en una taza los restos de la comida.

—Venid, venid todos —ordenó—. Quiero presentaros a mis animalitos más recientes.

Con la taza en la mano, les condujo a la salita.

Los reyes de la arena satisficieron los deseos más caros de Kress. Los había dejado sin comer durante dos días como preparación, y las criaturas se encontraban de un talante pendenciero. Mientras los invitados rodeaban el tanque, mirando por los anteojos que Kress había ofrecido a propósito, los reyes de la arena disputaron una gloriosa batalla por la posesión del alimento. Kress contó cerca de setenta móviles muertos cuando acabó la lucha. Los rojos y blancos, que recientemente se habían aliado, se llevaron la mayor parte de la comida.

—Kress, eres repugnante —manifestó Cath m'Lane. Había vivido con Kress durante un breve período, dos años antes, hasta que su empalagoso sentimentalismo estuvo a punto de volverle loco—. Fui una tonta al volver aquí. Pensé que a lo mejor habías cambiado y deseabas disculparte. —Cath nunca le había perdonado que el shambler hubiera devorado un perrito excesivamente encantador del que ella se enorgullecía—. Jamás vuelvas a invitarme, Simon.

Cath se fue rápidamente, acompañada de su amante del momento, entre un coro de risas.

El resto de los invitados tenían infinidad de preguntas que formular.

—¿De dónde has sacado los reyes de la arena? —quisieron saber.

—De Wo y Shade, importadores —replicó, con un gesto cortés hacia Jala Wo, que había permanecido silenciosa y apartada durante la mayor parte de la tarde.

—¿Por qué decoran sus castillos con tus efigies?

—Porque soy la fuente de todas las cosas buenas. Ya deberías saberlo. —Esta réplica arrancó una serie de risitas.

—¿Pelearán de nuevo?

—Sí, claro, pero no esta noche. No os preocupéis. Habrá otras fiestas.

Jad Rakkis, xenólogo aficionado, se puso a hablar de otros insectos sociales y las batallas que disputaban.

—Estos reyes de la arena son divertidos, pero nada del otro mundo, a decir verdad. Deberías leer algo sobre las hormigas soldados terrestres, por ejemplo.

—Los reyes de la arena no son insectos —precisó Jala Wo, pero Jad estaba ensimismado y borracho y nadie prestó la más ligera atención a Wo. Kress sonrió a la mujer y se alzó de hombros.

Malada Blane sugirió que se apostara en la próxima ocasión que se reunieran para presenciar una batalla, y todo el mundo se mostró atraído por la idea. Se produjo una animada discusión sobre las reglas y las apuestas. El debate duró una hora. Finalmente, los invitados comenzaron a despedirse.

Jala Wo fue la última en marcharse.

—Bien —le dijo Kress cuando se quedaron a solas¾, parece que mis reyes de la arena son un éxito.

—Se están portando bien —dijo Wo—. Ya son más grandes que los míos.

—Sí, con la única excepción de los anaranjados.

—Lo he notado —replicó Wo—. Parecen ser menos numerosos y su castillo es muy pobre.

—Bueno, alguien debe perder. Los anaranjados fueron los últimos en aparecer y establecerse. Han sufrido las consecuencias.

—Perdone la pregunta, pero ¿alimenta lo bastante a sus reyes de la arena?

—Están a dieta de vez en cuando —contestó Kress con tono de indiferencia—. Esto los hace más feroces.

—No hay necesidad de hacerles pasar hambre —contestó gravemente Wo—. Déjelos pelear cuando quieran, por sus propios motivos. Estas criaturas son así y usted presenciará conflictos que le resultarán deliciosamente sutiles y complejos. Una guerra permanente motivada por el hambre carece de arte y es degradante.

Kress devolvió sobradamente la mirada ceñuda de Wo.

—Está usted en mi casa, Wo, y aquí soy yo el que juzga lo que es degradante. Alimenté a los reyes de la arena tal como usted me aconsejó y no pelearon entre ellos.

—Debe tener paciencia.

—No. Al fin y al cabo, soy su amo y su dios. ¿Por qué debía aguardar sus impulsos? No guerreaban lo bastante a menudo para complacerme. He corregido la situación.

—Comprendo. Discutiré el problema con Shade.

—Este problema no les incumbe, ni a usted ni a él —contestó bruscamente Kress.

—En tal caso, debo darle las buenas noches —se resignó Wo. Pero mientras se ponía el abrigo para marcharse, la mujer clavó en él una mirada final y desaprobadora—. Vigile sus rostros, Simon Kress. Vigile sus rostros.

Y se marchó.

Confundido, Kress volvió junto al tanque y contempló los castillos. Las caras de Kress seguían allí, como siempre. Sólo que... Se apresuró a coger los anteojos y examinar las tallas. Estudió las caras con detenimiento. Incluso entonces, pese a toda la claridad de la visión, resultó difícil definirse. Pero tuvo la impresión que la expresión de los rostros había cambiado ligeramente, que su sonrisa tenía un cierto retorcimiento, de manera que parecía algo maliciosa. Mas se trataba de un cambio muy sutil... si es que podía hablarse de cambio. Finalmente, Kress atribuyó el hecho a su sugestibilidad y tomó la decisión de no volver a invitar a Jala Wo a una de sus reuniones.


En los meses siguientes Kress y una docena de sus amigos favoritos se reunieron semanalmente para lo que a él le gustaba denominar sus «juegos bélicos». Pasada ya su fascinación inicial por los reyes de la arena, Kress dedicaba menos tiempo al tanque y más a sus negocios y vida social, pero todavía disfrutaba recibiendo a unos cuantos amigos para presenciar algunas batallas. Siempre mantenía a los combatientes al borde del hambre. Eso tuvo efectos graves en los reyes de la arena anaranjados, que menguaron visiblemente hasta que Kress comenzó a preguntarse si el vientre de aquellas criaturas habría muerto. Pero el resto de los reyes de la arena medraba perfectamente.

A veces, cuando no podía dormir por la noche, Kress se llevaba una botella de vino a la salita, donde el resplandor rojizo del desierto en miniatura proporcionaba la única iluminación. Bebía y observaba durante horas enteras, solo. Normalmente se producía una lucha en algún lugar del tanque; en caso contrario, Kress la iniciaba con gran facilidad dejando caer en el tanque una pequeña porción de comida.

Los compañeros de Kress empezaron a hacer apuestas en las batallas semanales, tal como Malade Blane había sugerido. Kress ganó bastante apostando por los blancos, que se habían convertido en la colonia más poderosa y numerosa del tanque y que poseían el mayor castillo. Una semana abrió un poco la tapa y dejo caer la comida cerca del castillo blanco en lugar de hacerlo en el campo central de batalla, como era lo acostumbrado. De esta manera los demás tuvieron que atacar a los blancos en su fortaleza para conseguir algo de comida. Lo intentaron. Los blancos se mostraron brillantes en su defensa. Kress ganó cien unidades estándar de Jad Rakkis.

Rakkis, de hecho, perdía grandes cantidades semanales con los reyes de la arena. Pretendía tener un vasto conocimiento de las criaturas y sus hábitos, afirmando que los había estudiado después de la primera fiesta, pero no tenía suerte cuando llegaba el momento de apostar. Kress sospechaba que las afirmaciones de Jad eran simple fanfarronería. El mismo había tratado de estudiar un poco a los reyes de la arena, en un momento de ocio y curiosidad, recurriendo a la biblioteca para averiguar de cuál mundo eran originarios sus animalitos. Pero en la biblioteca no había referencia alguna a los reyes de la arena. Kress pensó en ponerse en contacto con Wo y pedirle información al respecto, pero tenía otras preocupaciones y el asunto acabó olvidado.

Por fin, después de un mes en que sus pérdidas totalizaron más de mil unidades estándar, Rakkis se presentó a los juegos bélicos. Traía bajo el brazo una pequeña caja de plástico. Dentro de ella había un animal parecido a una araña y cubierto de finos pelos dorados.

—Una araña de la arena —anunció Rakkis—. De Cathaday. La compré esta tarde en t'Etherane, el vendedor. Suelen arrancarles las bolsas de veneno, pero la de esta araña se halla intacta. ¿Estás dispuesto a jugar, Simon? Quiero recuperar mi dinero. Apostaré mil unidades estándar. La araña contra los reyes.

Kress estudió la araña en su prisión de plástico. Sus reyes de la arena habían crecido, eran el doble de grandes que los de Wo, tal como la mujer había predicho, pero seguían siendo enanos comparados con aquel animal. La araña poseía veneno, los reyes no. Con todo, los reyes eran muchísimos. Además, las interminables batallas habían llegado a aburrirle. La novedad del combate intrigó a Kress.

—Hecho —dijo Kress— Jad, eres un imbécil. Los reyes de la arena no pararán hasta que ese animal asqueroso haya muerto.
—Tú eres el imbécil, Simon —replicó Rakkis, sonriendo a continuación—. La araña de la arena de Cathaday suele alimentarse de bichos que se ocultan en rincones y grietas y... bueno, ya lo verás. Se irá derecho a los castillos y devorará los vientres.

Kress se puso muy serio en medio de la risa general. No había contado con eso.

—Adelante —dijo con irritación, y fue a llenar su vaso.

La araña era demasiado grande para introducirla convenientemente por la cámara de alimentos. Otros dos invitados ayudaron a Rakkis a correr un poco la tapa del tanque y Malade Blane le pasó la caja. Rakkis soltó la araña, que cayó suavemente en una duna en miniatura frente al castillo rojo y permaneció confundida por un instante, moviendo la boca y retorciendo las patas de forma amenazadora.

—Venid aquí —apremió Rakkis.

Todos se congregaron en torno al tanque. Kress cogió los anteojos y miró a su través. Si iba a perder mil unidades estándar, al menos tendría una visión perfecta de la acción.
Los reyes habían visto al intruso. Cesó toda actividad en el castillo rojo. Los pequeños móviles escarlata se quedaron inmóviles, vigilantes.

La araña avanzó hacia la oscura promesa de la puerta. Por encima de la torre, el semblante de Simon Kress permaneció impasible.

Se produjo una actividad repentina. Los móviles rojos más cercanos formaron dos núcleos y se precipitaron por la arena hacia la araña. Más guerreros surgieron de las entrañas del castillo y se reunieron en una línea triple para guardar la entrada de la cámara subterránea donde moraba el vientre. Móviles rojos exploradores corrieron por las dunas para incorporarse a la lucha.

La batalla iba a empezar.

Los reyes atacantes se echaron en masa sobre la araña. Las mandíbulas se aferraron en patas y abdomen del intruso. Otros móviles corrieron hasta las doradas patas traseras de la araña, mordiéndolas y desgarrándolas. Uno de ellos encontró un ojo y tiró del órgano con sus diminutos zarcillos amarillos, hasta dejarlo colgando. Kress sonrió y señaló el lugar exacto.

Pero los móviles eran pequeños y carecían de veneno, y la araña no se detenía. Sus patas arrojaban reyes a un lado y a otro. Sus fauces rezumantes se toparon con otros rojos, a los que dejaron destrozados y rígidos. Ya había muerto una docena de móviles. La araña siguió avanzando con resolución hacia la triple línea de guardianes situada ante el castillo. Estos la rodearon y cubrieron, lanzados a una batalla desesperada. Un grupo de reyes de la arena había arrancado a mordiscos una de las patas de la araña. Los defensores saltaron desde las torres para caer sobre la masa de carne que se agitaba y retorcía.

Perdida debajo de los reyes, la araña entró tambaleándose en el oscuro agujero y desapareció.

Rakkis emitió un largo suspiro. Estaba pálido.

—Maravilloso —dijo alguien. Malada Blane soltó una risita gutural.

—Mirad —dijo Idi Noreddian, al tiempo que tiraba del brazo de Kress.

Habían estado tan concentrados en la batalla que ninguno de ellos advirtió la actividad desplegada en otras partes del tanque. Pero ahora que el castillo rojo había vuelto a la calma y la arena se hallaba vacía, a excepción de los móviles rojos muertos, observaron el detalle.

Tres ejércitos estaban formados ante el castillo rojo. Todos sus componentes permanecían inmóviles, en perfecta formación, línea tras línea de reyes de la arena anaranjados, blancos y negros... esperando a ver qué emergía de las profundidades.

Kress sonrió.

—Un cordón sanitaire —comentó—. Y por favor, Jad, echa un vistazo a los otros castillos.


Rakkis obedeció y no pudo menos que maldecir. Grupos de móviles estaban bloqueando las puertas con arena y piedras. Si la araña lograba sobrevivir a este encuentro, no encontraría fácil acceso a los otros castillos.

—Debí haber comprado cuatro arañas —dijo Rakkis—. De todas formas, he ganado. Mi araña está ahí abajo en estos momentos, comiéndose a tu maldito vientre.

Kress no contestó. Aguardó. Hubo movimientos en las sombras.

Móviles rojos empezaron a salir por la puerta repentinamente. Ocuparon sus posiciones en el castillo e iniciaron la reparación de los desperfectos causados por la araña. Los otros ejércitos se disolvieron y emprendieron el regreso a sus respectivas esquinas.

—Jad —dijo Kress—, creo que estás algo confundido respecto a quién se ha comido a quién.

La semana siguiente Rakkis trajo cuatro delgadas serpientes plateadas. Los reyes de la arena acabaron con ellas sin demasiados problemas. A continuación, Rakkis probó con un mirlo. El pájaro se comió más de treinta móviles blancos y sus sacudidas y tropezones destruyeron prácticamente el castillo de aquel color, pero en último término sus alas se fatigaron y los reyes lo atacaron en gran número en cualquier lugar donde se posaba.

Después de esta intentona hubo otra con insectos, escarabajos acorazados no muy distintos a los reyes. Pero estúpidos, muy estúpidos. Una fuerza aliada de anaranjados y negros rompió la formación de los insectos, los dividió y masacró.

Rakkis empezó a dar a Kress diversos pagarés.

Fue por entonces cuando Kress volvió a encontrarse con Cath m'Lane, una noche en que él se hallaba cenando en su restaurante favorito de Asgard. Kress se detuvo brevemente ante la mesa de la mujer y le habló de los juegos bélicos, invitándola a participar. Cath se ruborizó. Después recuperó el dominio de sí misma y se mostró glacial.

—Alguien tiene que detenerte, Simon. Supongo que tendré que ser yo —dijo.

Kress contestó con un gesto de indiferencia, disfrutó de una comida excelente y no pensó más en la amenaza de Cath.

Hasta una semana más tarde, cuando se presentó en su casa una mujer menuda y de aire resuelto que le enseñó su identificación policial.

—Hemos recibido quejas —expuso la mujer—. ¿Tiene un tanque lleno de insectos peligrosos, Kress?

—No son insectos —replicó él, furioso—. Venga, se lo demostraré.

Tras haber visto a los reyes de la arena, la mujer policía agitó su cabeza.

—Esto no es satisfactorio. Además ¿qué sabe usted de estas criaturas? ¿Sabe de dónde proceden? ¿Han sido autorizadas por el Departamento Ecológico? ¿Tiene licencia para poseerlas? Según un informe que tenemos, son carnívoras y peligrosas. También sabemos que son semiconscientes. En fin, ¿dónde consiguió estas criaturas?

—En Wo y Shade —replicó Kress.

—Jamás he oído hablar de ellos. Probablemente metieron esto de contrabando, sabiendo que nuestros ecólogos jamás darían su aprobación. No, Kress, esto no es satisfactorio. Voy a confiscar el tanque y me encargaré que lo destruyan. Y usted recibirá algunas multas.

Kress ofreció cien unidades estándar a cambio que la mujer se olvidara de él y sus reyes de la arena.

—Ahora deberé añadir intento de soborno a los cargos en su contra —fue la respuesta.

No mostró deseos de dejarse persuadir hasta que Kress elevó la oferta a dos mil unidades estándar.

—No va a ser fácil, compréndalo —dijo ella—. Hay que alterar impresos, hacer desaparecer papeles de los archivos... Y obtener una licencia falsificada de los ecólogos sería perder tiempo. Sin mencionar los problemas con la demandante. ¿Y si ella vuelve a llamar?

—Yo me encargaré de ella —dijo Kress—. Yo me encargaré de ella.


Estuvo pensando un rato. Aquella noche hizo algunas llamadas.
Primero, a t'Etherane, el vendedor de animales.

—Quiero comprar un perro —dijo—. Un cachorro.

La redondeada cara del comerciante le contempló con incredulidad.

—¿Un cachorro? Ese no es su estilo, Simon. ¿Por qué no viene a verme? Tengo mucho que ofrecerle.

—Deseo un tipo muy específico de cachorro —dijo Kress—. Apunte. Voy a describirle cómo debe ser.

Después llamó a Idi Noreddian.

—Idi, quiero que vengas aquí esta noche con tu equipo holográfico. Tengo la idea de grabar una batalla de los reyes de la arena. Un presente para uno de mis amigos.

La noche siguiente a la realización de la grabación, Kress permaneció levantado hasta muy tarde. Absorbió un controvertido nuevo drama en su sensorio, se preparó un modesto refrigerio, fumó un par de cigarrillos de marihuana y descorchó una botella de vino. Sintiéndose muy contento de sí mismo, entró en la salita con el vaso en la mano.

La luz estaba apagada. El resplandor rojizo del terrario hacía que las sombras parecieran inquietas y febriles. Kress se acercó a examinar su dominio, sintiendo curiosidad por saber cómo se las arreglarían los negros para reparar su castillo. El perrito lo había dejado en ruinas.

La restauración iba bien. Pero mientras Kress inspeccionaba el trabajo con sus anteojos, topó por casualidad con el rostro tallado en el muro del castillo de arena. La visión le sorprendió.
Se echó hacia atrás, parpadeó, tomó un saludable trago de vino y volvió a mirar.

La cara del muro seguía siendo la suya. Pero estaba equivocada, completamente retorcida. Sus mejillas estaban hinchadas como si se tratase de un cerdo. Su sonrisa era la propia de una deshonesta mirada de reojo. Su aspecto era imposiblemente malévolo.

Intranquilo, rodeó el tanque para inspeccionar los demás castillos. Las imágenes eran algo distintas, pero en último término no había grandes diferencias.

Los anaranjados no se habían detenido demasiado en detalles, pero el resultado seguía pareciendo monstruoso, grosero. Una boca brutal y unos ojos estúpidos.

Los rojos le habían dado una especie de sonrisa satánica y crispada. Las comisuras de sus labios adoptaban formas extrañas y desagradables.

Los blancos, sus favoritos, habían tallado un dios cruel e idiota.
Kress, colérico, arrojó el vino al suelo.

—Vosotros lo habéis querido —dijo entre dientes—. Ahora estaréis una semana sin comer, asquerosos... —Su voz se convirtió en un chillido—. Os arrepentiréis.

Tuvo una idea. Salió corriendo de la habitación y regresó un momento después con una antigua espada de acero en sus manos.

El arma medía un metro de largo y la punta conservaba su filo.
Kress sonrió, se subió en el sofá y abrió la tapa del tanque, lo justo para poder meter la mano, dejando al descubierto un rincón del desierto. Se inclinó y hundió la espada en el castillo blanco que estaba bajo él. La movió de un lado al otro, destrozando torres, baluartes y muros. La arena y la piedra se vinieron abajo, enterrando a los confundidos móviles. Un ligero golpe de su muñeca eliminó los rasgos de la insolente e insultante caricatura en que los reyes de la arena habían convertido su rostro. A continuación mantuvo en equilibrio la punta de la espada sobre el agujero oscuro que llevaba a la cámara del vientre. Clavó el arma con toda su fuerza, encontrando cierta resistencia. Escuchó un sonido tenue como de chapoteo. Todos los móviles se estremecieron y desplomaron. Satisfecho, sacó la espada.

Observó por un instante, preguntándose si habría matado al vientre. La punta de la espada estaba húmeda, viscosa. Pero finalmente los reyes blancos empezaron a moverse de nuevo. Débil, lentamente, pero se movían.

Iba a poner la tapa en su lugar y acercarse a otro castillo cuando sintió que algo se arrastraba por su mano.

Gritó, soltó la espada, y de un manotazo apartó de su carne al rey de la arena. La criatura cayó en la alfombra y Kress la aplastó con el tacón, machacándola mucho tiempo después de estar muerta. Había crujido al pisarla. Después de eso, sus manos temblorosas cerraron el tanque. Se apresuró a ducharse y examinarse con todo cuidado. Metió su ropa en agua hirviente.
Más tarde, tras beber varios vasos de vino, volvió a la salita. Se sentía algo avergonzado por el modo en que el rey de la arena lo había aterrorizado. Pero no estaba dispuesto a abrir el tanque de nuevo. A partir de aquel momento, la tapa permanecería cerrada de forma permanente. Y sin embargo, debía castigar a los demás.

Decidió lubricar sus procesos mentales con otro vaso de vino. Mientras lo apuraba, tuvo una inspiración. Se acercó al tanque y efectuó algunos ajustes en los controles de humedad.

Cuando se quedó dormido en el sofá, el vaso de vino todavía en la mano, los castillos de arena estaban fundiéndose bajo la lluvia.


Violentos golpes en la puerta despertaron a Kress.

Se levantó, mareado y sintiendo palpitaciones en la cabeza. Las borracheras de vino siempre eran las peores, pensó. Se aproximó dando tumbos a la entrada de la casa. Cath m'Lane se encontraba al otro lado.

—¡Monstruo! —gritó la mujer. Su rostro estaba hinchado y surcado por las lágrimas—. He llorado toda la noche, eres abominable. Pero esto se ha acabado, Simon, esto se ha acabado.

—Tranquila —dijo Kress, agarrándose la cabeza—. Tengo resaca.

Cath le maldijo, le dio un empujón y entró en la casa. El shambler apareció en un rincón para comprobar a qué se debía el ruido. La mujer lo abofeteó y penetró en la salita, con Kress siguiéndola inútilmente.

—Espera —dijo—. ¿Dónde...? No puedes... —Se detuvo, repentinamente paralizado por el terror. Cath llevaba un pesado martillo en la mano izquierda—. No.

Cath avanzó resueltamente hacia el tanque de los reyes de la arena.

—¿Te gustan mucho estos encantadores pequeños, eh, Simon? En este caso, vive con ellos.

—¡Cath! —chilló.

Asiendo el martillo con ambas manos, la mujer golpeó con todas sus fuerzas el lateral del tanque. El sonido del impacto provocó punzadas de dolor en la cabeza de Kress, que lanzó un débil gemido de desesperación. Pero el plástico resistió.

Cath golpeó de nuevo. En esta ocasión se produjo un crujido y una red de finas líneas apareció en la pared del recipiente.

Kress se lanzó hacia ella cuando levantaba el martillo para dar un tercer golpe. Ambos cayeron juntos y rodaron por el suelo. Cath perdió el martillo y trató de agarrar por el cuello a Kress, pero éste se liberó y mordió a la mujer, haciéndola sangrar. Los dos se pusieron de pie de modo vacilante, respirando con dificultad.

—Deberías verte ahora, Simon —dijo sombríamente Cath—. Con la sangre goteando de tu boca pareces uno de tus animalitos. ¿Te gusta el sabor...?

—Lárgate. —Kress vio la espada, todavía en el mismo lugar donde había caído la noche pasada, y la tomó—. Vete —repitió, agitando el arma para dar fuerza a sus palabras—. No te acerques otra vez a ese tanque.

Cath se rió de él.

—No te atreverías —le dijo.

Se inclinó sobre el martillo. Kress gritó y se abalanzó hacia ella. Antes que se diera cuenta, la hoja de acero había penetrado limpiamente en el abdomen de la mujer. Cath m'Lane le miró inquisitivamente y luego contempló la espada. Kress retrocedió.

—No pretendía... —gimoteó—. Yo sólo quería...

Cath se quedó inmóvil. Sangraba, agonizaba, pero no cayó al suelo.

—Eres un monstruo —logró decir, pese a que su boca estaba llena de sangre.

De un modo increíble, se volvió y golpeó el tanque con sus últimas fuerzas. La torturada pared se astilló y Cath m'Lane fue enterrada por una avalancha de plástico, arena y barro.

Kress emitió pequeños gritos de histeria y gateó hasta el sofá.
Los reyes de la arena estaban emergiendo de la tierra amontonada en el suelo de la salita. Se arrastraban sobre el cadáver de Cath. Algunos se aventuraron con precaución a pisar la alfombra. Otros muchos los imitaron.

Observó que se formaba una columna, un cuadrado viviente contorsionante de reyes de la arena que llevaban algo... algo viscoso y deforme, un trozo de carne cruda tan grande como la cabeza de un hombre. Empezaron a llevarse el vientre lejos del tanque. La masa de carne palpitaba.

Fue entonces cuando Kress no pudo más y se echó a correr.


En lugar de lograr hacer acopio de valor para regresar a su hogar, Kress corrió hacia su helicóptero y voló hasta la ciudad más próxima, a cincuenta kilómetros de distancia, casi enfermo de miedo. Una vez lejos y a salvo, encontró un pequeño restaurante, bebió varias tazas de café, tomó dos pastillas contra la resaca, desayunó en abundancia y, poco a poco, fue recuperando su compostura.

Había sido una mañana terrible, pero seguir recordándola no iba a resolver nada. Pidió más café y consideró su situación con frío raciocinio.

Cath m'Lane había muerto y él era el culpable. ¿Podía dar parte del hecho y argumentar que se había tratado de un accidente? Más bien no. Al fin y al cabo, él era el asesino y ya había dicho a aquella mujer policía que se iba a encargar de ella. Tendría que desembarazarse de las pruebas y confiar en que Cath no hubiera contado a nadie lo que planeaba hacer aquel día. Era poco probable que hubiera hecho tal cosa. Ella no habría recibido el regalo hasta última hora del día anterior y había dicho «he llorado toda la noche». Y estaba sola cuando se presentó. Perfecto, Kress tenía un cadáver y un helicóptero de los que disponer.

Quedaban los reyes de la arena. Podrían representar más de un problema. Sin duda ya se habrían escapado todos. El pensamiento de aquellas criaturas ocupando su casa, su cama y sus ropas, infestando su comida... le hizo sentir un hormigueo en la piel. Se estremeció y superó su repulsión. En realidad no debería ser demasiado difícil matarlas, se recordó. No debía ocuparse de todos los móviles. Simplemente los cuatro vientres, eso era todo. Podía hacerlo. Eran grandes, ya lo había visto. Los encontraría y los mataría. El era su dios. Ahora sería su destructor.


Fue de compras antes de regresar a su hogar. Adquirió un traje de plástico que lo cubriría de pies a cabeza, varias bolsas de pastillas de veneno para ratas y un atomizador de un insecticida ilegalmente potente. También compró un accesorio para remolcar vehículos.

Cuando aterrizó en su casa aquella misma tarde, inició su tarea de modo metódico. En primer lugar enganchó el helicóptero de Cath al suyo utilizando el accesorio que había comprado. Registrando el aparato de la mujer muerta tuvo su primer golpe de suerte. En el asiento delantero se hallaba la hoja de cristal con la grabación holográfica que había efectuado Idi Noreddian de la lucha de los reyes de la arena. A Kress le había preocupado este detalle.

Cuando los helicópteros estuvieron dispuestos, Kress se puso el traje de plástico y entró en la mansión para recoger el cadáver de Cath.

No lo encontró.

Husmeó con todo cuidado en la arena, que se secaba rápidamente, y no le quedó duda alguna: el cuerpo había desaparecido.

¿Acaso Cath se habría alejado de allí arrastrándose? Muy improbable, pero Kress igual investigó. Una investigación superficial de su casa no le permitió descubrir el cadáver o algún rastro de los reyes de la arena. No tenía tiempo para realizar una investigación más completa, no con el delatador helicóptero frente a la entrada. Decidió continuar las pesquisas después.

A setenta kilómetros al norte de la mansión de Kress se extendía una cadena de volcanes activos. Voló hacia allí, remolcando el helicóptero de Cath. Sobre el cono incandescente del mayor de los volcanes desconectó el accesorio de remolque y vio como el helicóptero de Cath caía verticalmente y se desvanecía en la lava.

Estaba anocheciendo cuando regresó a su casa. Esto le permitía tomarse un descanso. Rápidamente meditó si le convenía o no volar otra vez a la ciudad y pasar la noche allí. Desechó la idea. Tenía trabajo pendiente. Todavía no se hallaba a salvo.

Diseminó las pastillas venenosas alrededor de su casa. Nadie recelaría de tal acción. Siempre había tenido problemas con los animales de las rocas. Una vez terminada esta tarea, Kress preparó el atomizador de insecticida y se aventuró a entrar en la mansión.

Recorrió toda la casa, habitación por habitación, encendiendo la luz por todas partes donde pasaba hasta que se vio rodeado por un resplandor de iluminación artificial. Hizo una pausa para limpiar la salita, utilizando la pala para volver a poner en el tanque la arena y los fragmentos de plástico. Los reyes de la arena se habían escapado todos, tal como había temido. Los castillos estaban contraídos y deformados, convertidos en escoria por el bombardeo acuoso que Kress les había infringido, y lo poco que quedaba de ellos se desmoronaba al irse secando.

Kress frunció el entrecejo y siguió su inspección, con el atomizador de insecticida sujeto a su espalda.

Abajo, en la bodega, vio el cadáver de Cath m'Lane.

Estaba tendida al pie de un tramo de escaleras con las piernas torcidas, como si hubiera caído. Móviles blancos pululaban a su alrededor y, mientras Kress los contemplaba, el cuerpo se movió de un tirón en el suelo extremadamente sucio.

Kress rió y puso la iluminación al máximo. En el rincón más alejado, entre dos estantes de botellas de vino, se veía un castillo achatado, formado en parte por barro, y un oscuro agujero. Kress vislumbró un tosco rasgo de su rostro en el muro de la bodega.

El cadáver cambió de posición por segunda vez, moviéndose algunos centímetros hacia el castillo. Kress tuvo una repentina visión del vientre blanco esperando ansiosamente. El vientre podría meterse un pie de Cath en la boca, pero nada más. Demasiado absurdo. Se rió de nuevo y comenzó a bajar a la bodega, con un dedo fijo en el disparador de la manguera que serpenteaba a lo largo de su brazo derecho. Los reyes, cientos de ellos moviéndose al unísono, abandonaron el cadáver y adoptaron la formación de batalla, una muralla blanca entre Kress y el vientre de los móviles.

De repente, Kress tuvo otra inspiración. Sonrió y bajó la mano con la que pensaba disparar.

—Cath siempre fue difícil de tragar —dijo, complacido por su ingenio—. Es especial para alguien de vuestro tamaño. Bien, permitidme que os ayude. ¿Para qué están los dioses, sino?

Se retiró a la planta, regresando poco después con un hacha. Los reyes, pacientes, esperaron y observaron a Kress mientras desmenuzaba a Cath m'Lane en trozos pequeños y fácilmente digeribles.

Kress durmió aquella noche con el traje de plástico encima y el insecticida a mano, pero no tuvo problemas. Los blancos, saciados, permanecieron en la bodega y Kress no vio rastro alguno de los demás.

Por la mañana concluyó la limpieza de la salita. Cuando terminó, no quedó más traza de la pelea que el tanque destrozado.

Comió un poco y reemprendió su caza de los reyes que faltaban. A plena luz del día no tuvo dificultades. Los negros se habían establecido en su jardín rocoso y construido un castillo repleto de obsidiana y cuarzo. Los rojos estaban en el fondo de la piscina, largo tiempo en desuso, que se había ido llenando de arena con el paso de los años. Vio móviles de ambos colores recorriendo sus tierras, muchos de ellos cargados con pastillas de veneno que llevaban a sus vientres. Kress estuvo a punto de ponerse a reír. Decidió que su insecticida era innecesario. ¿Para qué arriesgarse a una pelea, si le bastaba que el veneno surtiera su efecto? Los dos vientres habrían muerto por la tarde.

Sólo quedaba encontrar a los reyes anaranjados. Kress circundó la mansión varias veces, describiendo una espiral cada vez más amplia, mas no encontró un solo vestigio de ellos. Al comenzar a sudar bajo su traje de plástico —era un día caluroso y seco—, pensó que el asunto no era tan importante. Si los anaranjados se encontraban allí, probablemente su vientre estaría comiendo las pastillas venenosas, igual que los otros.

Al volver a la casa aplastó varios reyes con cierta satisfacción. Una vez en el interior, se quitó el traje de plástico, descansó para tomar una deliciosa comida y finalmente se tranquilizó. Todo estaba bajo control. Dos de los vientres pronto habrían muerto, el tercero se hallaba bien localizado, en un lugar donde podría disponer de la criatura en cuanto ésta hubiera prestado sus servicios, y no dudaba que descubriría al cuarto. En cuanto a Cath, todo rastro de su visita había sido eliminado.

Su ensueño fue interrumpido cuando la pantalla de comunicación empezó a brillar de forma intermitente ante sus ojos. Era Jad Rakkis, que llamaba para alardear de dos gusanos caníbales que pensaba exhibir por la noche en los juegos bélicos.

Kress había olvidado la cita, pero se recuperó rápidamente.

—Oh, Jad, perdóname. Olvidé explicártelo. Estaba empezando a cansarme de todo eso y me deshice de los reyes de la arena. Esos asquerosos bichitos... Lo siento, pero no habrá fiesta esta noche.

—¿Y qué voy a hacer con mis gusanos? —Rakkis estaba indignado.

—Ponlos en una cesta de fruta y envíalos a una persona de tu estimación —dijo Kress, y cortó la comunicación.

Se apresuró a llamar a los otros. No podía arriesgarse a que le visitaran ahora, con los reyes vivos e infestando la mansión.

Mientras llamaba a Idi Noreddian, Kress se dio cuenta de un descuido fastidioso. La pantalla empezó a despejarse, indicando que alguien había respondido al otro lado. Kress cortó.

Idi llegó puntual, una hora más tarde. A la mujer le sorprendió que la fiesta hubiera sido anulada, pero se alegró mucho de poder pasar la tarde a solas con Kress. Éste la deleitó con su historia de la reacción de Cath ante la grabación holográfica que ambos habían realizado. Mientras lo explicaba, Kress se las arregló para averiguar que Cath no había mencionado la jugarreta a nadie. Satisfecho, volvió a llenar de vino los vasos. Pero sólo quedaban unas gotas en la botella.

—Tendré que ir por otra —dijo Kress—. Acompáñame a la bodega y ayúdame a elegir una buena cosecha. Siempre has tenido mejor paladar que yo.

Idi obedeció entusiasmada, pero se detuvo ante las escaleras cuando Kress abrió la puerta y le hizo un gesto para que pasara.

—¿Dónde están las luces? —preguntó ella—. Y ese olor... ¿Qué olor tan raro es éste, Simon?

Al recibir el empujón de Kress, Idi se quedó desconcertada.

Gritó al caer por las escaleras. Kress cerró la puerta y empezó a sellarla con las tablas y martillo neumático que había dejado allí para dicho fin. Cuando terminaba, oyó los gemidos de Idi.

—¡Estoy herida! —gritó Idi. Simon, ¿qué significa esto?

Prorrumpió en repentinos chillidos, que se convirtieron en alaridos poco después.

Los gritos no cesaron durante varias horas. Kress fue a su sensorio y sintonizó una atrevida comedia para borrar aquel sonido de su mente.

Cuando estuvo seguro que Idi había muerto, Kress voló con el helicóptero de su amiga hacia el norte, rumbo a los volcanes, y se deshizo del aparato. El accesorio de remolque estaba mostrando ser una excelente inversión.

Extraños ruidos, rascaduras, surgían del otro lado de la puerta de la bodega al día siguiente, cuando Kress se disponía a inspeccionar. Escuchó durante unos instantes angustiosos, preguntándose si Idi habría logrado sobrevivir. ¿Estaría ella escarbando para tratar de salir? Esto le pareció improbable. Tenía que tratarse de los reyes. A Kress no le gustaron las implicaciones del hecho. Decidió mantener la puerta cerrada, al menos durante un tiempo. Salió al exterior de la casa con una pala, dispuesto a enterrar los vientres en sus mismos castillos.

Las fortalezas estaban mucho más pobladas.

El vidrio volcánico del castillo negro lanzaba destellos y los reyes de la arena ocupaban por completo la fortaleza, reparándola y mejorándola. La torre más elevada llegaba hasta la cintura de Kress y en ella se encontraba una espantosa caricatura de su rostro. Conforme iba acercándose, los negros abandonaron su trabajo y formaron dos amenazadoras falanges. Kress miró a sus espaldas y vio a otros móviles que cerraban su retirada. Asustado, soltó la pala y echó a correr para salir de la trampa, aplastando a varios móviles con sus botas.

El castillo rojo trepaba por las paredes de la piscina. El vientre se hallaba a salvo en un hoyo, rodeado de arena, hormigón y almenas. Los rojos se arrastraban por todo el fondo de la piscina. Kress observó que estaban metiendo una rata y una lagartija enorme en el castillo. Horrorizado, se apartó del borde de la piscina y notó que algo crujía. Al bajar los ojos vio a tres móviles que trepaban por su pierna. Se los quitó de encima de un manotazo y los aplastó, pero otros se acercaron con rapidez. Eran más grandes de lo que recordaba. Algunos casi del tamaño de su pulgar.

Kress se alejó corriendo.
Cuando se puso a salvo en la casa, su corazón latía con violencia y su respiración era jadeante. Cerró la puerta en cuanto entró y se apresuró a echar la llave. Se suponía que su mansión se hallaba a prueba de plagas. Se encontraría a salvo en ella.

Una bebida fuerte calmó sus nervios. Así que el veneno no les hace nada, pensó. Debía haberlo supuesto. Jala Wo le había advertido que el vientre comía de todo. Tendría que usar el insecticida. Bebió un poco más, se puso el traje de plástico y fijó el recipiente de insecticida a su espalda. Abrió la puerta.

En el exterior, los reyes de la arena estaban aguardando.

Dos ejércitos hicieron frente a Kress, aliados contra la amenaza común. Más reyes de los que podía haberse imaginado. Los malditos vientres debían estar procreando como ratas. Los móviles se encontraban en todos lados, formaban un mar reptante.

Kress levantó la manguera y accionó el disparador. Una niebla gris cubrió la formación más próxima de los reyes. Movió la mano de un lado a otro.

Donde caía la niebla, los móviles se retorcían violentamente y morían tras repentinos espasmos. Kress sonrió. No eran rivales para él. Los roció describiendo un arco ante él y avanzó confiadamente sobre un revoltijo de cuerpos blancos y negros. Los ejércitos retrocedieron. Kress prosiguió su avance, resuelto a romper la defensa y llegar hasta los vientres.

La retirada de los reyes cesó de repente. Mil móviles se lanzaron hacia Kress.

Pero Kress ya esperaba el contraataque. Mantuvo su posición, extendiendo ante él la espada de niebla en amplios arcos. Los móviles se abalanzaban hacia Kress y morían. Algunos alcanzaron su objetivo, ya que Kress no podía rociar todos los lugares a la vez. Notó que trepaban por sus piernas, sintió las mandíbulas mordiendo inútilmente el plástico reforzado de su traje. Hizo caso omiso al ataque y continuó lanzando insecticida.

Entonces empezó a sentir débiles impactos en la cabeza y espalda.

Kress se estremeció, dio la vuelta y alzó la mirada. La parte delantera de su mansión estaba pululante de reyes de la arena. Negros y rojos, a centenares, se lanzaban contra Kress, caían sobre él como lluvia. Uno de ellos aterrizó en su máscara facial, las mandíbulas arañando sus ojos un terrible instante antes que lograra quitárselo de encima.

Kress levantó más la manguera y roció el aire y la casa hasta que todos los reyes aéreos estuvieron muertos o agonizantes. La niebla descendió sobre él y le hizo toser. Pero continuó lanzándola. No volvió a fijar su atención en el suelo hasta que toda la parte delantera de la casa estuvo limpia.

Los móviles le rodeaban, estaban encima de él. Algunos se arrastraban por su cuerpo, centenares más se apresuraban a imitarlos. La manguera dejó de funcionar. Kress escuchó un agudo siseo y la neblina letal formó una gran nube a la altura de su cuello, cubriéndole, ahogándole, haciendo que sus ojos ardieran y se empañaran. Tanteó a medias la manguera y su mano se apartó cubierta de móviles agonizantes. La manguera estaba cortada, la habían perforado a mordiscos. Kress estaba rodeado por un velo de niebla, cegado. Se tambaleó, gritó y se puso a correr hacia la casa, quitándose móviles del cuerpo al mismo tiempo.

Una vez dentro, cerró la puerta con llave y se derrumbó en la alfombra, girando de un lado al otro hasta asegurarse que había aplastado a todos los reyes. El atomizador ya estaba vacío por entonces y siseaba débilmente. Kress se quitó el traje de plástico y se duchó. El agua caliente le escaldó y su piel quedó enrojecida y dolorida, pero sirvió para que la carne dejara de hormiguear.

Se puso la ropa más gruesa que tenía, unos pantalones y una chaqueta de cuero, después de sacudir las prendas nerviosamente.

—Malditos, malditos —murmuró una y otra vez.

Tenía la garganta seca. Tras examinar el recibidor de forma concienzuda para asegurarse que estaba limpio de móviles, se sentó y tomó un trago de licor.

—Malditos —repitió.

Le temblaban las manos al servirse y vertió líquido en la alfombra.

El alcohol le apaciguó, pero no acabó con su miedo. Llenó un segundo vaso y se acercó furtivamente a la ventana. Los reyes de la arena se movían sobre la gruesa hoja de plástico. Kress se estremeció y retrocedió hasta el tablero de su videoteléfono. Tenía que pedir ayuda, pensó enloquecido. Llamaría a las autoridades, los policías vendrían con lanzallamas y...

Kress se detuvo cuando ya había comenzado a llamar y gimió. No podía llamar a la policía. Debería informarles de los blancos que tenía en la bodega y encontrarían los cadáveres. Quizá el vientre hubiera dado cuenta de Cath por entonces, pero no de Idi Noreddian. Kress ni siquiera había desmenuzado el cadáver. Además quedarían los huesos. No, a la policía sólo la llamaría como último recurso.

Se sentó ante el tablero de comunicaciones, con el semblante muy grave. El videoteléfono ocupaba toda la pared. Kress podía contactar desde aquí con cualquier persona de Baldur. Tenía dinero en abundancia y contaba con su astucia. Siempre había estado orgulloso de su astucia. Resolvería el problema de alguna forma. Pensó por un momento en llamar a Wo, pero pronto abandonó la idea. Wo sabía demasiado, haría preguntas y él no confiaba en aquella mujer. No, necesitaba de alguien que hiciera lo que él quisiera sin reparos.

Su enojo fue convirtiéndose lentamente en una sonrisa. Kress tenía contactos. Llamó a un número que no había utilizado durante largo tiempo.

El rostro de una mujer cobró forma en la pantalla: cabello canoso, expresión vacía y nariz larga y en forma de gancho. Su voz fue enérgica y eficiente.

—Simon —dijo—. ¿Cómo van los negocios?

—Perfectamente, Lissandra —contestó Kress—. Tengo un trabajo para ti.

—¿Un traslado? Mi precio ha subido desde la última vez, Simon. Han pasado diez años, después de todo.

—Serás bien pagada —dijo Kress—. Ya sabes que soy generoso. Te necesito para controlar una plaga.

Lissandra sonrió ligeramente.

—No hace falta que uses eufemismos, Simon. La llamada no está controlada.

—No, hablo en serio. Tengo un problema con ciertos insectos. Son peligrosos. Encárgate de ellos. Sin preguntas. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—Perfecto. Necesitarás... tres o cuatro ayudantes. Venid con ropa resistente al calor y lanzallamas, o láseres, algo así. Venid a mi casa, ya veréis el problema. Bichos, montones y montones de bichos. En mi jardín y en la vieja piscina encontraréis castillos. Destruidlos, matad todo lo que haya en ellos. Luego llamad a la puerta y os explicaré el resto del trabajo. ¿Puedes venir en seguida?

—Saldremos antes de una hora. —El rostro de Lissandra permaneció impasible.


Lissandra cumplió con su palabra. Se presentó en un modesto helicóptero negro acompañada de tres ayudantes. Kress les observó desde la seguridad que le proporcionaba la ventana del segundo piso. Los cuatro eran irreconocibles con sus trajes protectores. Dos de los ayudantes llevaban lanzallamas portátiles y el tercero, un cañón láser y explosivos. Lissandra iba con las manos vacías; Kress la reconoció porque daba órdenes.

El helicóptero pasó primero a baja altura, examinando la situación. Los reyes de la arena enloquecieron. Móviles escarlata y ébano corrieron por todas partes, frenéticos. Kress podía ver el castillo del jardín desde su ventajosa posición. La fortaleza tenía la altura de un hombre. Los muros estaban repletos de defensores negros y un flujo constante de móviles se adentraba en sus profundidades.

El helicóptero de Lissandra aterrizó cerca del de Kress y los ayudantes descendieron y prepararon sus armas. Tenían un aspecto inhumano, horrible.

El ejército negro formó entre los ayudantes y el castillo. Los rojos... Kress notó de repente que no veía a los rojos. Parpadeó. ¿A dónde habían ido?

Lissandra hizo varios gestos y gritó. Los dos lanzallamas fueron extendidos y abrieron fuego sobre los reyes negros. Las armas emitieron un ruido sordo y empezaron a rugir. Largas lenguas de fuego azulado y escarlata brotaron de los lanzallamas. Los móviles negros se contrajeron, consumieron y murieron. Los ayudantes desplazaron las llamas a uno y otro lado produciendo un eficiente fuego cruzado. Fueron avanzando con pasos cuidadosos.

Con el ejército negro abrasado y desintegrado, los móviles huyeron en infinidad de direcciones, unos volviendo hacia el castillo, otros lanzándose contra el enemigo. Ni uno solo alcanzó a los ayudantes que manejaban los lanzallamas. Los hombres de Lissandra demostraban ser grandes profesionales.
Fue entonces cuando uno de ellos tropezó.

O dio la impresión que tropezaba. Kress siguió mirando y vio que el suelo había cedido bajo los pies del individuo. Túneles, pensó, estremeciéndose de miedo. Túneles, pozos, trampas. El hombre del lanzallamas quedó hundido en la arena hasta la cintura y, de repente, la tierra que le rodeaba pareció hacer erupción y se encontró cubierto de reyes escarlatas. Soltó el lanzallamas y comenzó a rascarse el cuerpo. Sus chillidos fueron horribles.

El compañero del atacado vaciló. Después dio media vuelta y disparó. Una llamarada engulló al hombre y los reyes de la arena. Los gritos cesaron bruscamente. Satisfecho, el segundo ayudante se volvió hacia el castillo, dio otro paso al frente, reculó cuando su pie se hundió en la tierra y desapareció hasta el tobillo. Trató de sacarlo y retroceder, y en ese momento cedió el suelo que pisaba. Perdió el equilibrio, se tambaleó y cayó. Los móviles surgieron en masa, frenéticos, y cubrieron al individuo mientras éste se retorcía. El lanzallamas carecía de utilidad.

Kress golpeó violentamente la ventana para hacerse notar.

—¡El castillo! ¡Acabad con el castillo! —gritó.

Lissandra, que se había quedado atrás junto al helicóptero, oyó a Kress e hizo un gesto. El tercer ayudante apuntó con el láser y disparó. El rayo vibró sobre la tierra y cortó la parte alta del castillo.

El hombre bajó el cañón rápidamente, tajando los parapetos de arena y piedra. Las torres se desplomaron. La imagen de Kress se desintegró. El láser quemó el suelo del castillo y sus alrededores. La fortaleza se desmoronó. Sólo quedó un montón de arena. Pero los móviles negros continuaron moviéndose. El vientre se hallaba enterrado a gran profundidad. Los rayos no lo habían alcanzado.

Lissandra dio otra orden. El ayudante dejó el láser, preparó un explosivo y salió disparado. Saltó sobre el cuerpo humeante del primero de sus compañeros que había muerto, cayó en tierra firme dentro del jardín de Kress y lanzó la bomba. El explosivo fue a caer justo encima de las ruinas del castillo negro. El resplandor del calor blanco quemó los ojos de Kress y se produjo una enorme salpicadura de arena, rocas y móviles. El polvo oscureció todo durante un instante. Siguió la lluvia de móviles y sus restos.

Kress observó que los móviles negros yacían muertos e inmóviles.

—¡La piscina! —gritó por la ventana—. ¡Destruid el castillo de la piscina!

Lissandra le comprendió rápidamente. El suelo estaba repleto de negros inmóviles, pero los rojos retrocedían apresuradamente y se reagrupaban. El ayudante pareció dudar, hasta que se agachó y cogió otro explosivo. Avanzó un paso, pero Lissandra le llamó y el hombre corrió hacia ella.

Todo fue muy sencillo a partir de aquel momento. El ayudante subió al helicóptero y Lissandra emprendió el vuelo. Kress se precipitó hacia la ventana de otra habitación para no perderse detalle. El aparato descendió justo sobre la piscina y el ayudante lanzó sus bombas al castillo rojo desde la seguridad que le daba el vehículo. Después de la cuarta pasada, el castillo quedó irreconocible y los reyes rojos dejaron de moverse.

Lissandra fue cuidadosa. Hizo que su ayudante bombardeara ambos castillos varias veces más. A continuación, el individuo utilizó el láser para barrer metódicamente la zona de las ruinas, asegurándose así que ni un solo ser viviente pudiese permanecer intacto bajo aquellos pequeños pedazos de tierra.

Finalmente llamaron a la puerta de Kress, que sonrió maniáticamente cuando les dejó pasar.

—Delicioso —dijo—. Delicioso.

Lissandra se quitó la mascarilla.

 —Esto va a costarte caro, Simon. Dos ayudantes muertos, sin hablar del peligro que he corrido.

—Naturalmente —interrumpió Kress—. Te pagaré bien, Lissandra. Todo lo que pidas, pero en cuanto terminéis el trabajo.

—¿Qué queda por hacer?

—Tenéis que limpiar mi bodega. Hay otro castillo ahí abajo. Y tendréis que hacerlo sin explosivos. No quiero que mi casa se venga abajo.

Lissandra hizo un gesto a su ayudante.

—Ve afuera y coge el lanzallamas de Rajk. Tiene que estar intacto.

El hombre volvió armado, preparado, silencioso. Kress les condujo a la bodega.

La pesada puerta seguía cerrada con clavos, tal como Kress la había dejado. Pero sobresalía ligeramente hacia afuera, como si una enorme presión la combara. Kress se intranquilizó por ello tanto como por el silencio que reinaba. Se colocó bien alejado de la puerta mientras el ayudante de Lissandra arrancaba los clavos y tablas.

—¿Será eso seguro ahí dentro? —se encontró murmurando Kress, al tiempo que señalaba el lanzallamas—. Tampoco quiero que haya un incendio, comprendedlo.

—Tengo el láser —dijo Lissandra—. Lo usaremos para la matanza. Probablemente no nos hará falta el lanzallamas. Pero quiero disponer de esa arma por si acaso. Hay cosas peores que el fuego, Simon.

Kress asintió en silencio.

La última tabla fue arrancada de la puerta de la bodega. Todavía no se había producido sonido alguno en el interior. Lissandra dio una orden y el subordinado se echó hacia atrás para situarse detrás de la mujer y apuntar el lanzallamas al centro de la puerta. Lissandra volvió a ponerse la mascarilla, alzó el láser, avanzó y abrió la puerta.

Ni un solo movimiento. Ningún sonido. El fondo de la bodega estaba oscuro.

—¿Hay alguna luz? —preguntó Lissandra.

—El interruptor está justo al lado de la puerta —contestó Kress—. A mano derecha. Cuidado con las escaleras. Son bastantes empinadas.

Lissandra cruzó el umbral, cambió el láser a su mano izquierda, alargó la derecha y tanteó con ella en busca del interruptor. No sucedió nada.

—Lo noto —explicó Lissandra—, pero no parece que...

Un instante después empezó a gritar y cayó hacia atrás. Un enorme rey blanco se había aferrado a la muñeca de la mujer. Brotó sangre del traje en el lugar donde las mandíbulas del móvil habían mordido. La criatura era tan grande como la mano de Lissandra.
La mujer realizó un grotesco pase de baile en la habitación y empezó a golpear con su mano la pared más cercana. Una y otra vez, sin cesar, produciendo un ruido sordo, carnoso. El rey de la arena cayó por fin. Lissandra había soltado el láser cerca de la puerta de la bodega.

 —No pienso bajar ahí —anunció el ayudante con voz clara y firme.

Lissandra alzó los ojos hacia él.

—No —le dijo—. Ponte en la puerta y quémalo todo, hasta que sólo queden cenizas. ¿Comprendes?

El otro asintió.

—Mi casa —se quejó Kress. Su estómago se revolvió. El móvil blanco había sido tan grande. ¿Cuántos más había allí abajo? —. No lo hagas —ordenó—. No toques nada. He cambiado de idea.

Lissandra no le comprendió. Mostró su mano herida. Estaba cubierta de sangre y de un líquido de color verdoso oscuro.

—Tu amiguito perforó mi guante con su boca y ya has visto lo que me ha costado quitármelo de encima. No me preocupa tu casa, Simon. Sea lo que sea, eso que hay ahí abajo va a morir.

Kress apenas la escuchó. Creyó distinguir movimientos en las sombras, al otro lado de la puerta. Imaginó que un ejercito de móviles blancos iba a surgir en tropel. Soldados tan enormes como el rey que había atacado a Lissandra. Se vio levantado por un centenar de brazos diminutos y arrastrado en la oscuridad hacia el lugar donde el vientre aguardaba sin poder contener su hambre.
Kress se aterrorizó.

—No hagáis nada —dijo.

Los otros dos no le hicieron caso.

Kress saltó hacia adelante y su hombro golpeó la espalda del ayudante en el momento que éste se preparaba para disparar. El ayudante gruñó, perdió el equilibrio y se precipitó en la oscuridad. Kress escuchó como el hombre caía por las escaleras. Después hubo otros ruidos... Sonidos suaves, chapoteos, crujidos...

Kress se dio vuelta para encararse con Lissandra. Estaba empapado en un sudor frío, pero una excitación malsana se apoderó de él. Un impulso casi sexual.
Los ojos fríos y tranquilos de Lissandra le miraron desde detrás de la mascarilla.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó mientras Kress recogía el láser que ella había soltado—. ¡Simon!

—Estoy haciendo las pases —dijo Kress. Soltó una risita. Ello—s no le harán daño a dios, no. No mientras dios sea bueno y generoso. Fui cruel. Los maté de hambre. Ahora debo reparar el daño, compréndelo.

—Estás loco —protestó Lissandra.

Fueron las últimas palabras. Kress hizo un agujero en el pecho de la mujer, tan grande que habría podido pasar el brazo a través del hueco. Arrastró el cadáver por el suelo y lo arrojó por las escaleras de la bodega. Los ruidos aumentaron: ruidos cortos, raspaduras, ecos claros y confusos. Kress volvió a cerrar la puerta con clavos.

Cuando se apartó del lugar se sintió invadido por un profundo sentimiento de satisfacción que recubría su miedo como una capa de almíbar. Sospechó que tal sensación no le pertenecía.


Kress había planeado abandonar el hogar, volar hasta la ciudad y alquilar una habitación por una noche o quizá un año. En lugar de eso, empezó a beber. No estaba muy seguro del porqué. Bebió sin descanso durante varias horas y, bruscamente, vomitó toda la bebida en la alfombra de su salita. En un momento dado se durmió. Al despertar, la oscuridad era total en la casa.

Se encogió en el sofá. Escuchó ruidos. Algo se movía por las paredes. Le rodeaban. Su oído se agudizó extraordinariamente. Todo diminuto crujido era la pisada de un rey de la arena. Cerró los ojos y esperó a sentir el terrible contacto de aquellas criaturas, temeroso de moverse por si topaba con una de ellas.

Kress sollozó y luego se quedó muy silencioso.

Transcurrió el tiempo, pero no ocurrió nada.

Kress abrió los ojos de nuevo. Se estremeció. Poco a poco, las sombras empezaron a debilitarse y disolverse. La luz de la luna se filtraba por los altos ventanales. Los ojos de Kress se acostumbraron a la oscuridad.

La salita estaba vacía. No había nada, nada. Sólo sus temores de borracho.

Se animó, se levantó y encendió una luz.

Nada. La habitación estaba desierta.

Prestó atención. Nada. Ningún sonido. Nada en las paredes. Todo había sido producto de su imaginación, de su terror.

Los recuerdos de Lissandra y lo sucedido en la bodega se presentaron de forma espontánea. Vergüenza y enojo se apoderaron de él. ¿Por qué había hecho eso? Él podía haber ayudado a Lissandra a quemarlo todo, a matar el vientre. ¿Por qué...? Él sabía el motivo. El vientre era el culpable, le había metido el miedo en el cuerpo. Wo había dicho que aquella criatura era psiónica, incluso cuando era pequeña. Y ahora era tan grande, tan grande... Se había dado un festín con Cath e Idi y ya tenía otros dos cadáveres allí abajo. Seguiría creciendo. Y había aprendido a saborear el gusto de la carne humana, pensó Kress.

Empezó a temblar, pero se dominó de nuevo. El vientre no le haría daño, él era dios. Los blancos siempre habían sido sus favoritos.

Recordó que había herido al vientre blanco con la espada, antes que se presentara Cath. Aquella condenada mujer...

No podía quedarse parado. El vientre volvería a tener hambre. Y dado su tamaño, no tardaría mucho en sentirla. Su apetito sería terrible. ¿Qué haría entonces? Kress debía marcharse, ponerse a salvo en la ciudad mientras el vientre aún estaba confinado en la bodega. Allí abajo sólo había yeso y tierra y los móviles podrían excavar y abrir túneles. Cuando estuvieran libres... Kress no quiso pensar en ello.

Fue a su dormitorio y preparó el equipaje. Cogió tres maletas. Sólo necesitaba una muda de ropa, eso era todo. El resto del espacio disponible lo llenó de sus posesiones de valor; joyas, obras de arte y otras cosas cuya pérdida no podría soportar. No esperaba volver nunca a su mansión.

El shambler le siguió por las escaleras, contemplándole con sus ojos malvados y relucientes. El animal estaba demacrado. Kress comprendió que llevaba muchísimo tiempo sin alimentarlo. En general, el shambler podía cuidarse de sí mismo, pero sin duda los residuos de comida habían ido escaseando cada vez más. Cuando el animal trató de agarrarse a su pierna, Kress refunfuñó y le dio una patada. El shambler se escabulló, evidentemente dolorido y ofendido.

Sosteniendo torpemente las maletas, Kress salió de la casa y cerró la puerta.

Por un instante permaneció pegado a la mansión, sintiendo en su pecho los latidos del corazón. Tan sólo unos metros le separaban del helicóptero. Tuvo miedo de dar los pasos necesarios. La luz de la luna era brillante y el terreno que se extendía ante su casa mostraba el resultado de la carnicería. Los cuerpos de los dos ayudantes de Lissandra yacían en el lugar donde habían caído, uno retorcido y calcinado, el otro hundido bajo una masa de inertes reyes de la arena. Y los móviles, negros y rojos, lo rodeaban por todas partes. A Kress le representó un esfuerzo recordar que estaban muertos. Casi tuvo la impresión que, simplemente, estaban aguardando, tal como habían hecho tantas y tantas veces anteriormente.

Es absurdo, se dijo Kress. Más temores propios de un borracho. Había visto estallar los castillos. Los móviles estaban muertos y el vientre blanco atrapado en su bodega. Respiró profunda y deliberadamente varias veces y avanzó entre los reyes de la arena, que crujieron bajo sus botas. Los machacó en la arena de una manera salvaje. Los animales no se movieron.

Kress sonrió y atravesó lentamente el campo de batalla, escuchando los sonidos, los sonidos de la seguridad.

Crunch, crac, crunch.

Dejó las maletas en el suelo y abrió la puerta del helicóptero.

Algo surgió de entre las sombras. Una forma oscura en el asiento del helicóptero. Tan larga como el brazo de Kress. Las mandíbulas de la criatura se juntaron con un ruido suave. Los seis ojillos dispuestos en torno al cuerpo miraron a Kress.

Kress se orinó en los pantalones y retrocedió con lentitud.

Hubo más movimientos dentro del helicóptero. Kress había dejado la puerta abierta. El rey de la arena salió y se dirigió cautelosamente hacia él. Otros lo siguieron. Se habían ocultado debajo de los asientos, se habían escondido en el tapizado. Pero ahora abandonaron su escondite. Formaron un círculo cerrado en torno al helicóptero.

Kress humedeció sus labios, dio la vuelta y caminó con rapidez hacia el helicóptero de Lissandra.

Se detuvo a medio camino. También había cosas moviéndose en el interior de aquel aparato. Seres enormes, agusanados, apenas visibles a la luz de la luna.

Kress gimoteó y retrocedió hacia la casa. Cerca de la puerta, alzó los ojos.

Contó una docena de formas alargadas y blancas que se arrastraban de un lado al otro por las paredes del edificio. Cuatro de ellas estaban apiñadas en las proximidades del extremo del campanario, donde había anidado el halcón en otros tiempos. Se hallaban tallando algo. Una cara. Una cara muy familiar.

Kress soltó un chillido y se apresuró a entrar en la casa. Se dirigió al mueble bar.

Una dosis suficiente de bebida le proporcionó el fácil olvido que buscaba. Pero despertó. Pese a todo, despertó. Se encontró con que tenía un terrible dolor de cabeza. Apestaba y tenía hambre. ¡Oh, qué hambre! Jamás había estado tan hambriento.

Kress sabía que no era su estómago el que protestaba.

Un móvil blanco le observaba desde la parte superior del tocador de su dormitorio, con las antenas moviéndose débilmente.

Era tan grande como el que había descubierto en el helicóptero la noche anterior. Se esforzó por no acobardarse.

—Yo... yo te alimentaré —dijo al rey de la arena—. Yo te alimentaré.

La boca de Kress estaba terriblemente seca, tanto como si fuera papel de lija. Humedeció sus labios y huyó de la habitación.

La casa estaba llena de móviles. Kress tuvo que estar muy atento para asegurarse donde pisaba. Todas las criaturas parecían estar ocupadas en sus propias diligencias. Estaban modificando la mansión, escondiéndose o saliendo de los muros, tallando extrañas cosas. En dos ocasiones Kress vio sus rasgos contemplándole desde lugares inesperados. Los rostros estaban retorcidos, curvados, lívidos de espanto.

Salió afuera para recoger los cadáveres que habían estado pudriéndose en la arena, confiando en aplacar así el hambre del vientre blanco. Los dos cuerpos habían desaparecido. Kress recordó la facilidad de los reyes de la arena para transportar objetos que superaban con mucho su peso.

Le resultó terrible pensar que el vientre todavía tuviera apetito después de haber comido todo eso.

Al volver a entrar a la casa, una columna de móviles avanzaba por las escaleras. Todos llevaban un fragmento del shambler de Kress. La cabeza pareció mirarle de modo reprobador mientras proseguía su camino.

Kress vació los frigoríficos, los armarios, todo, amontonando todo el alimento que había en la casa en el centro de la cocina.

Un grupo de móviles blancos aguardaron hasta poder llevárselo.

Evitaron la comida congelada, dejándola en medio de un gran charco a la espera que se calentara, pero se llevaron todo lo demás.

Una vez desaparecida toda la comida, Kress sintió que las punzadas del hambre se calmaban un poco, a pesar que no había comido nada en absoluto. Pero sabía que aquel respiro duraría muy poco. El vientre no tardaría en volver a estar hambriento. Kress tenía que alimentarlo.

Tenía el remedio. Se puso ante el videoteléfono.

—Malada —empezó a decir con aire casual al responder la primera de sus amistades—. Doy una pequeña fiesta esta noche. Ya sé que te lo digo con muy poco tiempo de adelanto, pero espero que vengas. Confío en ello.

A continuación llamó a Jad Rakkis y luego a los demás. Al concluir las llamadas, cinco de ellos habían aceptado la invitación.
Kress esperaba que eso bastara.

Kress recibió a sus invitados fuera de la casa. Los móviles habían limpiado la zona con notable rapidez, y el lugar tenía casi el mismo aspecto que antes de la batalla. Acompañó a sus amigos hasta la puerta y les cedió el paso. Pero no les siguió.

Tras entrar a la mansión el cuarto de ellos, Kress logró por fin envalentonarse. Cerró la puerta a espaldas del último invitado, sin hacer caso de sus exclamaciones de asombro que pronto se convirtieron en un agudo parloteo, y corrió hacia el helicóptero del hombre que acababa de llegar. Se deslizó en el interior, puso el pulgar en la placa de encendido y soltó una maldición, el aparato estaba programado para elevarse únicamente en repuesta a la impresión digital de su propietario, cosa lógica y natural.

Rakkis fue el siguiente en llegar. Kress corrió hacia el helicóptero del recién llegado antes que aterrizara y asió a su amigo del brazo cuando se disponía a salir del aparato.

—Vuelve a meterte ahí dentro, rápido —dijo Kress al tiempo que empujaba a Rakkis—. Llévame a la ciudad. De prisa, Jad. ¡Salgamos de aquí!

Pero Rakkis se limitó a mirarle y no hizo un solo movimiento.
—Caramba, ¿qué es lo que va mal, Simon? No te comprendo. ¿Qué me dices de tu fiesta?

Y entonces ya fue demasiado tarde, porque toda la arena que les rodeaba empezó a agitarse. Ojos rojizos les miraban fijamente y las correspondientes mandíbulas se abrían y cerraban. Rakkis contuvo una exclamación y trató de volver al helicóptero, pero un par de mandíbulas se cerraron sobre sus tobillos y al instante quedó arrodillado en el suelo. La arena pareció hervir de actividad subterránea. Rakkis se revolvió y lanzó terribles alaridos mientras era desgarrado por los móviles. Kress apenas pudo soportar la escena.

Después de esto no volvió a intentar la huida. Concluida la masacre bebió todo lo que quedaba en su mueble bar y se emborrachó a más no poder. Iba a ser la última ocasión en que gozaba de tal lujo, lo sabía perfectamente. El único alcohol que había en la casa se hallaba en la bodega.

Kress ni siquiera tocó un alimento durante todo el día, pero cayó dormido con la sensación de estar harto, finalmente saciado.

Aquel hambre espantosa había sido vencida. Sus últimos pensamientos antes de ser torturado por las pesadillas estuvieron relacionados con el problema de a quién invitaría mañana.

La mañana era calurosa y seca. Kress abrió los ojos y vio que el móvil blanco volvía a estar encima del tocador. Volvió a cerrar los ojos, abrigando una esperanza para que la pesadilla se desvaneciera. No fue así. Le fue imposible recuperar el sueño y pronto se encontró contemplando a la criatura.

La miró fijamente durante cinco minutos antes que comprendiera la extrañeza de la situación: el rey de la arena no se movía. A decir verdad los móviles podían permanecer inexplicablemente inmóviles. Kress los había visto aguardar y observar en infinidad de ocasiones. Pero siempre desarrollaban algún tipo de movimiento: las mandíbulas temblaban, las patas se crispaban, las alargadas y delicadas antenas se agitaban y vibraban.

Pero el móvil de su tocador estaba completamente inmóvil.

Kress se puso de pie, conteniendo la respiración, no atreviéndose a forjar ilusiones. ¿Estaría muerto aquel rey? ¿Acaso algo lo habría matado? Cruzó la habitación.

Los ojos de la criatura eran oscuros, vidriosos. Parecía estar hinchada de alguna forma extraña, como si sus entrañas fueran blandas y se hallaran en descomposición, como si estuviera rellenas de un gas que empujara hacia fuera las escamas de su blanco caparazón.

Kress alargó una temblorosa mano y tocó al móvil.

Lo notó cálido, incluso caliente, y aumentando progresivamente la temperatura corporal. Pero el móvil no se movió.

Kress retiró la mano y, al hacerlo, una porción del blanco dermatoesqueleto se separó del rey de la arena. La carne que apareció debajo era de idéntico color, pero más blanda en apariencia, hinchada y calenturienta. Y tuvo la impresión que palpitaba.

Kress se apartó y corrió hacia la puerta.

Otros tres móviles blancos yacían en el pasillo, todos con un aspecto muy parecido al de su dormitorio.

Bajó las escaleras a la carrera, saltando sobre más reyes. Ninguno se movió. La casa estaba repleta de ellos, todos muertos, agonizantes, comatosos o algo por el estilo. Kress no se preocupó por lo que les ocurría. La cuestión era que no podían moverse.

Encontró cuatro móviles más dentro de su helicóptero. Los agarró uno a uno y los lanzó tan lejos como pudo. Malditos monstruos...

Entró en la cabina, tomó asiento en la medio devorada silla y puso el pulgar sobre la placa de puesta en marcha.

No hubo respuesta.

Kress probó una y otra vez. Nada. Un hecho increíble. Se trataba de su helicóptero. Tenía que funcionar. ¿Por qué no despegaba? No lo comprendía.

Al fin salió del aparato y lo inspeccionó, temiendo lo peor.

Encontró el fallo. Los móviles habían destrozado la unidad gravitatoria. Estaba atrapado. Seguía estando atrapado.

Kress regresó a la mansión con aire sombrío. Se dirigió a su estudio y tomó el hacha que colgaba junto al lugar donde había estado la espada que utilizara con Cath m'Lane. Inició la tarea. Los móviles no se movieron ni siquiera cuando los despedazó. Pero salpicaron todo con el primer tajo y sus cuerpos casi estallaron. El aspecto de las entrañas era espantoso: extraños órganos semiformados, una sustancia espesa, viscosa y rojiza que recordaba la sangre humana, y el líquido amarillo.

Kress destruyó veinte reyes antes de comprender la futilidad de su acción. Los móviles no eran nada en realidad. Además, había tantos... Podía dedicar todo el día y toda la noche y aún así no acabaría con todos. Tenía que bajar a la bodega y usar el hacha con el vientre.

Lleno de determinación, se encaminó hacia la puerta de la bodega. Pero se detuvo de repente.

Lo que tenía ante sus ojos había dejado de ser una puerta. Las paredes habían sido carcomidas, de modo que el hueco era el doble de grande que antes y, además, redondeado. Una concavidad, nada más que eso. No quedaba un solo vestigio indicativo que allí hubo una puerta cerrada con clavos que obstaculizara la salida de aquel abismo sombrío.

Un olor atroz, asfixiante, fétido, parecía brotar del interior.

Y las paredes estában húmedas, llenas de sangre y recubiertas de capas de hongos blancuzcos.

Y lo peor de todo, el agujero respiraba.

Kress se quedó inmóvil y percibió el cálido viento que iba inundándole conforme era exhalado. Trató de no ahogarse y huyó en cuanto la corriente de aire cambió de dirección.

De vuelta a la salita, destrozó otros tres móviles y se derrumbó. ¿Qué estaba sucediendo? Kress no lo entendía.

Fue entonces cuando recordó a la única persona que sería capaz de comprenderlo. Kress se dirigió de nuevo hacia el videoteléfono, pisó un móvil en su precipitación y suplicó fervientemente que el dispositivo funcionara todavía.

Al responder Jala Wo, Kress explicó a la mujer todo lo sucedido, sin olvidar un solo detalle.

Wo le dejó hablar sin interrumpirle, falta de otro rasgo expresivo que no fuera una ligera contracción de su demacrado y pálido rostro. Cuando Kress acabó su relato, Wo se limitó a decir:

—Debería abandonarle ahí.

Kress rompió a llorar.

—¡No puede hacer eso! ¡Ayúdeme! Le pagaré...

—Debería hacerlo —dijo Wo—. Pero no lo haré.

—Gracias, Wo. Muchas gracias...

—Tranquilo. Escúcheme. Esto es obra de usted. Si se mantiene bien a los reyes de la arena, se comportan como elegantes guerreros rituales. Usted ha transformado los suyos en otra cosa mediante el hambre y la tortura. Usted era su dios. Usted ha hecho que sean como son. Ese vientre de su bodega está enfermo, sigue padeciendo las consecuencias de la herida que usted le produjo. Es probable que esa criatura esté loca. Su conducta resulta... anormal.

»Debe abandonar su casa rápidamente. Los móviles no están muertos, Kress, sino en período de latencia. Ya le expliqué que pierden el dermatoesqueleto cuando aumentan de tamaño. De hecho, lo normal es que lo pierdan mucho antes. Jamás he oído hablar de reyes de la arena que crezcan tanto como los suyos mientras se hallan en la etapa de insecto. Esa es otra consecuencia de haber mutilado al vientre blanco, me atrevería a decir. No importa.

»Lo importante es la metamorfosis que están sufriendo sus reyes. Ha de saber que, conforme el vientre aumenta de tamaño, su inteligencia se desarrolla al unísono. Sus facultades psiónicas quedan reforzadas y su mente se vuelve más compleja, más ambiciosa. Los móviles acorazados son muy útiles mientras el vientre es pequeño y tan sólo semiconsciente, pero ahora necesita mejores servidores, organismos con mayores facultades. ¿Lo comprende? Los móviles van a dar nacimiento a una nueva casta de rey. No puedo decirle exactamente cuál será su aspecto. Todo vientre idea un tipo distinto que satisfaga sus necesidades y deseos. Pero será bípedo, con cuatro brazos y pulgares oponibles. Será capaz de construir y manejar maquinaria avanzada. Los reyes en sí, individualmente considerados, no serán conscientes. Pero el vientre será francamente consciente.

Kress se quedó con la boca abierta ante la imagen de Wo en la pantalla.
—Sus operarios —dijo con grandes esfuerzos—. Los que vinieron aquí... los que instalaron el tanque.

Wo esbozó una suave sonrisa.

—Shade.

—Shade es un rey de la arena —repitió Kress, aturdido—. Y usted me vendió un tanque de... de... infantes...

—No sea absurdo. En su primera etapa, un rey es más bien un esperma que un niño. Las batallas templan y controlan su naturaleza. Sólo uno de cada cien alcanza la segunda fase. Sólo uno de cada mil llega a la tercera y definitiva y toma la forma de Shade. Los reyes adultos no se muestran sentimentales con los pequeños vientres. Son muchos, y sus móviles, plagas. —Wo suspiró—. Y toda esta charla nos está haciendo perder el tiempo. Ese rey blanco no tardará en despertar a la plena conciencia. Ya no necesitará más de sus servicios, Kress, y además le odia y tendrá mucha hambre. La transformación resulta agotadora. El vientre debe devorar enormes cantidades de alimentos antes y después de ella. De modo que usted ha de salir de ahí. ¿Me ha comprendido?

—No puedo hacerlo —contestó Kress—. Mi helicóptero está destruido y me es imposible poner en marcha alguno de los otros. No sé cómo reprogramarlos. ¿No puede venir a buscarme?

—Sí. Shade y yo partiremos inmediatamente, pero de Asgard a su casa hay más de doscientos kilómetros y necesitamos determinado equipo para ocuparnos del rey trastornado que usted ha creado. No puede esperarnos ahí, Kress. Dispone de dos piernas. Camine. Vaya hacia el este, con la máxima exactitud y rapidez que le sea posible. Podemos encontrarle fácilmente en una búsqueda aérea y usted se hallará a salvo, lejos de los reyes. ¿Ha comprendido?

—Sí. Sí, oh, sí.

Cortó la comunicación y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Había recorrido la mitad de la distancia cuando escuchó el ruido, un sonido que, por una parte parecía un crujido y, por otra, un estallido.

Uno de los reyes de la arena se había resquebrajado. De las grietas emergieron cuatro menudas manos cubiertas de sangre rosadoamarillenta y se pusieron a apartar a un lado la piel muerta.

Kress comenzó a correr.


No había tenido en cuenta el calor.

Las montañas estaban secas y abundaban en rocas. Kress se alejó de la casa con toda la rapidez que pudo. Corrió hasta que le dolieron las costillas y su respiración se hizo jadeante. Después se limitó a caminar, para volver a correr en cuanto estuvo recuperado. Durante una hora corrió y caminó, corrió y caminó, bajo un sol fiero y ardiente. Sudó en abundancia, deseó haberse acordado de llevar un poco de agua y levantó los ojos hacia el cielo esperando distinguir a Wo y Shade.

Kress no estaba hecho para soportar aquella situación. Hacía demasiado calor, el ambiente era excesivamente seco y él no estaba en forma. Pero se esforzó en continuar, recordando el modo en que el vientre había respirado, pensando en las serpenteantes criaturas que por entonces, con toda seguridad, debían estar arrastrándose por toda su casa. Confió en que Wo y Shade supieran cómo tratarlas.

Kress tenía sus planes para Wo y Shade. Todo había sido por culpa de ellos, decidió Kress, y pagarían por ello. Lissandra estaba muerta, pero él conocía a otras personas de su misma profesión. Se vengaría. Lo prometió un centenar de veces mientras sudaba y avanzaba con dificultad hacia el este.

Esperaba que fuera el este, al menos. No tenía facilidad para orientarse y dudaba respecto a la dirección en la que habría corrido tras su pánico inicial. Pero después había hecho un esfuerzo por dirigirse hacia el este con mayor exactitud, tal como Wo había sugerido.

Después de correr durante varias horas, sin señal alguna de rescate, Kress comenzó a estar seguro que había calculado mal su dirección.

Transcurrieron varias horas más y el temor le asaltó. ¿Y si Wo y Shade no le localizaban? Moriría allí mismo. Llevaba dos días sin comer, se sentía débil y asustado, su garganta estaba reseca por la falta de agua... Era imposible proseguir. El sol estaba poniéndose y pronto se hallaría perdido en medio de la oscuridad. ¿Qué sucedía? ¿Acaso los reyes de la arena habrían devorado a Wo y Shade? El miedo le sobrecogió una vez más, llenó todo su cuerpo, agravado por la sed insoportable y un hambre atroz. Pero Kress siguió caminando. Se tambaleó al querer correr y cayó al suelo en dos ocasiones. La segunda vez se arañó la mano en una roca y brotó sangre de la herida. Kress la chupó sin dejar de andar y ni se preocupó ante la posibilidad de una infección.

El sol se hallaba sobre el horizonte, a espaldas de Kress. El ambiente se hizo un poco más fresco, cosa que Kress agradeció. Decidió caminar hasta que no hubiera luz y buscar luego un lugar para pasar la noche. Seguramente se había alejado lo suficiente de los reyes de la arena como para estar a salvo, y Wo y Shade le encontrarían a la mañana siguiente.

Al llegar a lo alto de una pendiente, distinguió frente a sus ojos el perfil de una casa.

El edificio era bastante grande, aunque no tanto como su mansión. Representaba un cobijo, la seguridad. Kress gritó y echó a correr hacia la casa. Comida y bebida, tenía que alimentarse, ya estaba saboreando la comida. Notaba las punzadas del hambre. Descendió la colina corriendo, agitando los brazos y gritando a los moradores de la vivienda. La luz era muy escasa por entonces, pero aún así logró vislumbrar seis niños que jugaban aprovechando el resplandor del crepúsculo.
—¡Eh, vosotros! —chilló—. ¡Ayudadme! ¡Ayudadme!

Los niños vinieron corriendo hacia él.

Kress se detuvo bruscamente.

—No —dijo—. ¡Oh, no! ¡No! ¡No!

Dio media vuelta, resbaló en la arena, se levantó y trató de seguir corriendo. Lo atraparon fácilmente. Eran unos seres pequeños, horribles, de ojos saltones y piel de color naranja oscuro. Kress se debatió, pero fue en vano. Aún siendo pequeñas, aquellas criaturas tenían cuatro brazos y él sólo dos.

Lo llevaron a la casa. Era una construcción deforme, de aspecto triste, formada por arena que se desmoronaba, pero la puerta de entrada era muy amplia, muy oscura, y respiraba. Un detalle terrible, pero Simon Kress no prorrumpió en gritos por eso. Gritó al ver a los otros, los niños anaranjados que salieron arrastrándose del castillo e, impasibles, le contemplaron mientras pasaba a su lado.


Todos tenían una cara idéntica a la suya.

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