viernes, 27 de junio de 2014

Maud-Evelyn

Henry James

En medio de la conversación salió a relucir el nombre de una dama, desconocida para mí, y alguien inquirió si estábamos enterados de la enigmática forma en que acababa de “forrarse”: la suerte que repentinamente había iluminado el gris atardecer de su existencia, oscura y solitaria. Inicialmente nos vimos reducidos, en nuestra ignorancia, a una cochina envidia; pero la anciana Lady Emma, que durante un rato no dijo nada y ni siquiera pareció escuchar, limitándose a dejar que nuestras cábalas, bastante lejanas de la verdad, amainaran por sí solas, emergió de su mutismo para observar que, si lo que le había sucedido a Lavinia era ciertamente prodigioso, los acontecimientos que a lo largo de muchos años precedieron al hecho en sí, y desembocaron en él, tampoco habían carecido de singulares características. Al punto nos dimos cuenta de que Lady Emma tenía una historia que contar: una historia, además, ignorada incluso por aquéllos de sus invitados que habían tenido ocasión de tratar a la modosa protagonista de la misma. Casi lo más raro —como resultó después— fue que aquella situación hubiera quedado, aparencialmente, tan al fondo en la vida de dicha protagonista. Por “después” quiero decir, sencillamente, justo antes de separarnos; pues lo que se supo, se supo enseguida, por estímulo y presión, por nuestra intrigada insistencia unánime. Lady Emma, que siempre me recordaba un antiguo y exquisito instrumento musical que hay que templar antes de tocarlo, después de algunos minutos en que hubimos de rascarle las cuerdas y ponerle la digitación convino en que, dado que ya había dicho tanto, no podía abstenerse de contarlo todo sin que su reserva fuera motivo de penoso tormento para nosotros, inflamada nuestra curiosidad. En efecto, Lady Emma conocía desde mucho tiempo atrás a Lavinia, a la cual mencionaba simplemente por su nombre de pila, y sabía que... Pero mejor será que le ceda la conducción del relato a la propia Lady Emma, recogiendo sus palabras con la máxima literalidad posible. Nos habló desde su rincón del sofá, y el parpadeo de las llamas del hogar en su rostro fue como un trasunto del vaivén de los recuerdos, los aleteos del pensamiento, en su alma.

“Entonces, ¿por qué diantres no lo has aceptado?”, pregunté. Creo que de esta guisa, cuando Lavinia tenía alrededor de veinte años —antes de que quizá algunos de ustedes hubieran nacido—, fue como empezó, para mí, el asunto. Formulé la pregunta porque sabía que Lavinia había rechazado una oportunidad, aunque no podía imaginarme el gran error que resultaría no haberla aprovechado. Me interesaba el caso porque ambos me agradaban —ustedes son la mejor prueba de que continúa gustándome la gente joven— y porque, como se habían conocido en mi casa, ello me otorgaba cierta responsabilidad sobre sus relaciones mutuas. Me parece que debo comenzar la historia desde muy atrás, diciendo que Lavinia era hija de mi más antigua institutriz, casi la única que en mi niñez tuve, por la cual yo sentía gran afecto y que abandonó el servicio de mi familia para contraer un matrimonio que —para tratarse de una simple institutriz— podríamos calificar de “ventajoso”; y, por su parte, Marmaduke (¡no se llama así en realidad!) era hijo de uno de los muchos hombres de buen gusto que, en mi juventud —de muchacha era yo guapísima, palabra que lo era—, me habían solicitado en matrimonio. Este en concreto se me declaró tras haberse quedado viudo, pero a mí, por la razón que sea, los viudos no me atraían. A pesar de ello, y aun después de haberme casado con otro hombre, me sentí unida por un agradable lazo con un muchacho del cual pude ser madrastra y a quien, acaso por vanidad, demostraba que como tal no habría sido de las peores. El hecho de que la mujer con la cual contrajo matrimonio posteriormente su padre no se mostrara demasiado cariñosa con el hijo, indujo a éste a cultivar mi amistad maternal.

Lavinia era una entre nueve hermanos, varones y hembras, ninguno de los cuales ha hecho nunca nada para ayudarla y que, en diversos países, han contribuido, creo que en la misma escala, a poblar el globo. Lavinia poseía, sorprendentemente mezcladas, dos características que casi se excluyen mutuamente: una gran timidez y, unido a ella, a modo de pequeña maldad que podía cualificar a una inofensiva criatura para un mundo de perversidades, un inesperado engreimiento respecto de ciertas cuestiones, por el cual yo la reprendía a veces, pero que, como comprobé más adelante, habría podido sazonar la chatura de su vida si no se hubiera volatilizado en el decurso de esta historia. En cualquier caso, era una de esas personas que no se sabe si habrían podido ser atractivas de haber sido felices, o si habrían podido ser felices de haber sido atractivas. Confieso que me extrañó que no hubiera aceptado a Marmaduke bendiciendo su suerte; probablemente menos porque yo pensara maravillas de él que porque ella daba demasiado por supuestas sus perspectivas. Lavinia había cometido un error, y no tardó en reconocerlo; pero recuerdo que cuando me expresó su convencimiento de que Marmaduke insistiría en su petición, consideré muy probable tal cosa, pues yo había hablado entretanto con el joven. “A Lavinia le gustas”, declaré; y, pese a todo el tiempo transcurrido, aún me parece ver su apuesto, juvenil e ingenuo semblante animado, ante aquellas palabras, casi a despecho de sí propio, por una inhabitual traza de estar meditando un poco.

No insistí demasiado, pues Marmaduke no tenía, al fin y a la postre, gran cosa que ofrecer (sin embargo, mi conciencia estuvo más tranquila, después, por no haber dicho menos): su madre le había dejado una renta de sólo trescientas cincuenta libras al año, y uno de sus tíos le había prometido algo: no me refiero a una pensión, sino a un empleo, si mi memoria no me engaña, en algún negociejo. Marmaduke me aseguró que él amaba como un hombre —¡un hombre de veintidós años!— ama sólo una vez. Lo afirmó, al menos, como un hombre lo afirma sólo una vez.

—Pues bien, en tal caso —repuse— ya sabes lo que tienes que hacer.

—¿Hablar de nuevo con ella?

—Sí..., inténtalo.

Durante unos momentos pareció intentarlo en su imaginación; después de lo cual, para no pequeña sorpresa mía, preguntó:

—¿Estaría muy fuera de lugar que fuese ella quien me hablara a mí?

Lo miré pasmada:

—¿Te refieres a que ella te persiga... y te atrape? ¡Ah, si lo que piensas hacer es huir!

—¡No huyo! —En esto se mostró categórico—. Pero cuando se ha llegado tan lejos como yo...

—...¿no puede llegarse más lejos? Tal vez —repliqué secamente—. Pero en ese caso no cabe hablar de “cariño”.

—Oh, yo amo de veras a Lavinia.

Negué con la cabeza:

—¡No, si eres tan orgulloso! —Tras lo cual me di la vuelta, aunque tan sólo para tornar a encararlo inmediatamente, pues me pareció que su extraño silencio momentáneo indicaba que el joven aceptaba mi opinión. Entonces me di cuenta de que no la había aceptado; en realidad me di cuenta de que mi opinión era fundamentalmente absurda. Él se volvió, a cuenta de esto, más expresivo que nunca hasta entonces: exhibió la más extraña, más franca y, para un joven de sus características, más triste de las sonrisas.

—No soy orgulloso. No está en mí. Esas cosas se llevan dentro, ¿sabe? Creo que no tengo ningún orgullo.

Se me ocurrió que esto último era probable, pensándolo bien; pero en aquel instante, extrañamente, no lo aprecié menos por ello, aunque lo cierto es que hablé con alguna aspereza:

—Entonces, ¿cuál es el problema?

Se paseó de un extremo a otro de la habitación, con pinta de que lo que él mismo acababa de decir lo hubiese dejado algo más tranquilo.

—Pues —contestó— que ¿qué más puede un hombre decir? —Después, cuando yo estaba a punto de comentarle que ignoraba lo que él ya habría dicho, continuó—: Le juré a Lavinia que entonces no me casaría nunca. ¿No es suficiente eso?

—¿Para que ella vaya detrás de ti?

—No, claro que no, sino para que ella se sienta segura de mí, para que sepa aguardar.

—Aguardar ¿qué?

—Pues hasta que yo regrese.

—Que regreses ¿de dónde?

—De Suiza. Ah, ¿no se lo había dicho? La semana próxima parto con mi tía y mi prima para disfrutar de un viaje por Suiza.

Llevaba él toda la razón al decir que no era orgulloso: aquélla era una consolación obviamente humilde.

Y, sin embargo, ya verán ustedes las extraordinarias consecuencias de la humilde consolación; la primera indicación de ellas la recibí, a principios de otoño, por intermedio de la pobre Lavinia. Marmaduke le había escrito, ya que continuaban siendo amigos; y así ella supo que la tía y la prima del joven habían regresado sin él. Marmaduke había prolongado su estancia en Suiza, dirigiéndose después a los lagos italianos y a Venecia; ahora se encontraba en París. La noticia me extrañó un tanto, sabiendo yo como sabía que Marmaduke siempre andaba más bien escaso de dinero y que había podido permitirse ir a Suiza sólo gracias a la generosidad de su tío.

—Entonces, ¿es que ha pescado a alguien? —inquirí, para lamentarlo inmediatamente porque, ante mis palabras, Lavinia se arreboló. Casi me pregunté si el joven habría “pescado” a alguna dama de mala reputación, aunque, en tal caso, él no se lo habría escrito a Lavinia y aquello no le habría permitido precisamente una posibilidad de incrementar sus fondos.

—Oh, Marmaduke entabla relaciones con mucha facilidad: dos minutos le bastan para hacerse amigo de cualquiera —dijo la joven—. Y sabe hacerse querer de todo el mundo.
Esto era absolutamente verdad, y yo vi lo que Lavinia veía en ello.

—¡Ah, querida —dije—, debe de tener un círculo inmenso de amistades preparado para ti!

—Bueno —repuso—, si la gente viene tras nosotros, no voy a creer que lo hará por mí. Será por él, y ello no me importa. Mi placer estará en... pero ya verá. —Ya vi.

Vi por lo menos lo que ella imaginaba ver: el salón de ellos dos lleno de mujeres vistosas y ella en actitud angelical. La joven prosiguió—: ¿Sabe lo que él me dijo por segunda vez antes de salir de viaje?

Me maravillé: Marmaduke había hablado con ella. Contesté:

—Que nunca, nunca se casaría...

—...¡con nadie sino conmigo! —completó la frase candorosamente Lavinia—.Entonces, ¿lo sabía usted?

—Lo suponía —dije, acaso sin faltar a la verdad.

—Y ¿no se lo cree?

Otra vez titubeé, y después respondí:

—Sí. —Pero todo aquello aún no me explicaba por qué Lavinia había mudado de color—: ¿Es un secreto lo de quién lo acompaña?

—Oh, no, por lo visto son muy majos. Lo que hace un momento me impresionó fue ver lo bien que lo conoce usted, el que comprendiera enseguida que era una nueva amistad lo que motiva que no haya regresado. Es su afecto a la familia Dedrick. Está viajando con ella.

De nuevo me maravillé:
—¿Quieres decir que se lo han llevado con ellos?

—Sí: lo invitaron a acompañarlos.

No, reflexioné yo, Marmaduke realmente no era orgulloso. Pero lo que dije fue:

—Y ¿quién narices son los Dedrick?

—Gente muy educada y simpática que Marmaduke conoció por casualidad el mes pasado, en Suiza. Él había salido a dar un paseo: un paseo largo por una ruta bastante absurda, según me han dicho, sin su tía ni su prima, quienes prefirieron alguna otra actividad y lo emplazaron a reunírseles a determinada hora. Se vio sorprendido por una lluvia torrencial y, cuando buscaba un lugar donde guarecerse, unas personas que pasaban montadas en un carruaje lo invitaron amablemente a subir. Se entregaron a charlar, tengo entendido, durante varias horas; así comenzó su amistad, que hasta ahora no se ha interrumpido.

Lo consideré unos instantes y pregunté:

—¿Alguna mujer?

La capacidad cogitativa de Lavinia también emprendió un tanto el vuelo:

—Creo que alrededor de cuarenta.

—¿Cuarenta mujeres?

Lavinia reaccionó rápidamente:

—Oh, no; me refería a que la señora Dedrick es una mujer de alrededor de cuarenta años.

—¿Alrededor de cuarenta años? Entonces la señorita Dedrick...

—No existe ninguna señorita Dedrick.

—¿No tienen ninguna hija?

—Si la hay, no viaja con ellos. A la señora sólo la acompaña el marido.

Reflexioné de nuevo, e inquirí:

—Y ¿qué edad tiene él?

Lavinia siguió mi ejemplo, y luego respondió:

—Alrededor de cuarenta, también.

—¿Digamos entonces que son cuarenta y dos? —Nos echamos a reír a la vez, y exclamé—: ¡Bueno, todo está aclarado! —Y así de aclarado, al menos por el momento, pareció quedar todo.

La ausencia de Marmaduke se prolongó, no obstante, y vi a Lavinia en repetidas ocasiones, y ella y yo hablamos siempre de él, si bien ello representaba una preocupación mucho mayor por los asuntos del joven de lo que yo me había considerado obligada a mostrar. Yo nunca había trabado conocimiento con el resto de la familia de su padre, y por consiguiente no había visto ni a su tía ni a su prima, conque el relato dado por aquellas parientas sobre las circunstancias de su separación de Marmaduke me llegó al fin por conducto de mi joven amiga, cuya información, a su vez —pues conocía a la familia del muchacho casi tan poco como yo—, también era de segunda mano. Al parecer, las sufridas damas estimaban que Marmaduke no se había portado con ellas como es debido, sino que las había sacrificado egoístamente en favor de unos conocidos ocasionales; reproche éste que a Lavinia la molestó profundamente, aunque me di cuenta de que ella tampoco las tenía todas consigo respecto de aquellos conocidos ocasionales. “¿Cómo habría podido él evitarlo si es tan seductor?”, preguntó Lavinia; y es que para mostrarse adecuadamente indignada en un respecto debía esforzarse por parecer encantada en el otro. Marmaduke era un muchacho “seductor”; pero no por ello dejamos de llegar a la conclusión de que sin duda los Dedrick tenían que ser unas personas muy poco normales. No pudimos apoyarnos en ninguna prueba adicional, pues Marmaduke cesó de escribir, aunque, naturalmente, esto mismo se nos antojó un síntoma. Entretanto, yo había reflexionado —siempre me ha gustado esta modalidad de estudio de la conducta humana— sobre en qué consistía ser seductor. El resumen de mis meditaciones, que la experiencia no ha hecho más que confirmar, fue que se trata de algo puramente intrínseco. Es una cualidad que no exige la obligada presencia de ninguna otra. Marmaduke no poseía ninguna otra. ¿Para qué la habría necesitado?

Por fin, pese a todo, Marmaduke regresó; pero lo que ocurrió entonces, cuando el joven vino a visitarme, fue que si bien su puntual descripción de sus deliciosos nuevos amigos avivó incluso más de lo que yo había esperado mi impresión de la variedad de la especie humana, mi curiosidad se negó a responderme cuando Marmaduke me sugirió que lo acompañara a hacerles alguna visita a su casa. Es un hecho difícil de explicar, y yo no pretendo ser capaz de hacerlo, pero ¿acaso muchas veces no sucede que opinamos favorablemente de una persona sin sentirnos inflamados por el deseo de conocer —con la excusa de un tal sentimiento— a individuos que opinan aún mejor de la misma? Extrañamente —por muy buena persona que fuese Marmaduke— no hacía muy recomendables a los Dedrick el hecho de que estuvieran locos por él. No dije esto (procuré decir poco); lo cual no impidió que Marmaduke se apresurara a proponer la alternativa de traérselos a mi casa para presentármelos.

—Y si no, ¿por qué no? —dijo riéndose. Marmaduke se reía por cualquier cosa.

—¿Que por qué no? Porque me parece que a la hora de conceder tu amistad no sueles exigirles ninguna garantía a los aspirantes. Ahora debes industriártelas tú solito.

—Oh, pero si son unas personas tan de fiar —adujocomo el Banco de Inglaterra. Respetables y bondadosas.

—Dos cualidades que mi modesto trato no contribuirá a mejorar. —Él no había llegado a decirme, y ello me sorprendió, que me parecerían unas personas “divertidas”, pero sí se había apresurado a mencionar, en cambio, que su residencia estaba en la adinerada zona de Westbourne Terrace. No tenían cuarenta años, sino cuarenta y cinco; pero el señor Dedrick se había retirado ya de su profesión, por lo visto una profesión muy corriente y moliente, después de haber obtenido en ella considerables ganancias. Eran las personas más sencillas y más corteses del mundo, y al mismo tiempo las más originales y las más inhabituales, y ningún cariño podía ser mayor, con entera franqueza, que el que le habían tomado a él. Marmaduke hablaba de ello con una conforme placidez que resultaba casi irritante. Supongo que yo lo habría despreciado si, después de los beneficios que él les había aceptado, hubiese dicho que lo aburrían; pero el hecho de que no lo aburrieran me molestó incluso más de lo que me intrigaba—. Y ¿a quién conocen?

—Únicamente a mí. En Londres hay mucha gente así.

—¿Que sólo te conoce a ti?

—No, me refiero a gente de buena posición pero que no se relaciona especialmente con nadie. En Londres hay personas infrecuentes, que son rematadamente encantadoras. No tiene usted idea. No persiguen a nadie, no ambicionan tratarse con la aristocracia. Viven su vida a su manera, siguen su propio camino independiente. En ellas uno encuentra (¿cómo suele decirse?) refinamiento, cultura, inteligencia, ¿sabe usted?, y gusto por la música, y por la pintura, y por la espiritualidad, y por una buena mesa: cosas positivas de todas las clases. Uno sólo puede toparse con ellos por casualidad; pero existen por doquier.

Asentí ante aquello: el mundo era por demás prodigioso y desde luego había que ver todo lo que se pudiera. Dentro de mi esfera, también yo encontraba bastantes maravillas.

—Pero tú —inquirí—, ¿estás tan encariñado con ellos como...?

—...¿como ellos lo están conmigo? —completó al instante, sin la menor nube en su mirar—. No me cabe duda de que con el tiempo podré contestar afirmativamente a esa pregunta.

—Entonces, ¿vas a llevar a Lavinia...?

—...¿a visitarlos? No. —Al punto me di cuenta, yo sola, palmariamente, de haber cometido un error—. ¿En calidad de qué podría llevarla allí?

Hice propósito de enmienda:

—Siempre se me olvida que no estáis prometidos.

—Vaya —dijo al cabo de un momento—, nunca me casaré con otra.

En cierta forma, me crispó los nervios oírselo repetir.

—¡Caramba, ¿en qué la beneficiará eso, si no te casas con ella?! —exclamé.

Ante esto no respondió: se limitó a darse la vuelta; tras lo cual, cuando volvió a encararme, su semblante estaba arrebolado.

—Lavinia habría debido aceptarme aquel día —dijo en tono serio no menos que amable; además me atalayó como si deseara decir más.


Recuerdo que dicha amabilidad me desesperó; alguna muestra de resentimiento habría sido una promesa de que el caso tenía aún solución. Pero de momento abandoné el dichoso caso, sin dejarlo decir más, y, volviendo a lo de los Dedrick, le pregunté cómo diablos pasaban entonces el tiempo, si no trabajaban en nada ni frecuentaban la sociedad. Por un instante mi pregunta semejó desconcertarlo, pero no tardó en orientarse; lo cual, de paso, según advertí, le infundió un color más saludable que nuestras alusiones a Lavinia.

—Oh, viven consagrados a Maud-Evelyn —fue su respuesta.

—Y ¿quién es Maud-Evelyn?

—Su hija, naturalmente.

—¿Su hija? —Yo había supuesto que no tenían hijos.

Marmaduke explicó el hecho en parte:

—Por desgracia se quedaron sin ella.

—¿Se quedaron sin ella? —La explicación no resultaba demasiado clara.

De nuevo vaciló:

—Quiero decir que la mayoría de las personas lo llamaría así. Ellos, en cambio, opinan de otro modo.

Especulé:

—¿Quieres decir que las demás personas la habrían expulsado de sus pensamientos?

—Sí, es posible. Pero los Dedrick no son capaces de olvidarla.

Me pregunté qué habría hecho Maud-Evelyn; ¿algo realmente criminal? Sin embargo, no era de mi incumbencia, así que me limité a decir:

—¿Siguen en contacto con ella?

—Huy, continuamente.

—Entonces, ¿por qué ella no vive con ellos?

Marmaduke meditó, y repuso:

—Sí vive con ellos. En la actualidad.

—¿“En la actualidad”? ¿Desde cuándo?

—Desde el año pasado.

—Entonces, ¿por qué has dicho que se quedaron sin ella?

—Ah —dijo, con una sonrisa triste—, porque yo diría que es así. En todo caso —ahondó—, yo no he podido verla.
Mi sorpresa iba en aumento:

—¿Es que la guardan oculta?

Meditó de nuevo, y respondió:

—No, por cierto. Como ya he dicho, ellos viven consagrados a ella.

—Pero no desean que tú hagas lo mismo, ¿es eso?

Ante esto, por primera vez me miró, a mi entender, con una expresión de extrañeza:

—¿Cómo podría yo hacerlo? —Me lo planteó como si, de una u otra manera, por su parte estuviese mal no hacerlo; pero yo intenté, empleándome a fondo, zanjar la cuestión:

—No puedes hacerlo, es cierto. ¿Por qué diantres deberías hacerlo? Tú tienes que consagrarte a mi muchacha. Conságrate a Lavinia.

Desgraciadamente, yo había incurrido en el riesgo de fastidiarlo de nuevo con aquella idea, y, aunque en ese preciso momento no la rechazó, atribuí a la misma el que no volviera a presentarse por mi casa durante varias semanas. En este transcurso vi a “mi muchacha“, como la había denominado yo, si bien ambas evitamos muy cuidadosamente hablar de Marmaduke. Eso precisamente fue lo que me hizo creer que la joven estaba llena con su recuerdo. Y esto último fue lo que me decidió, una y otra vez, a no rectificarle su error en lo atinente a la falta de descendencia de los Dedrick. Pero, a despecho de todos mis silenciamientos, el que Lavinia nombrara al joven fue sólo cuestión de tiempo, pues al cabo de un mes me dijo que Marmaduke había estado dos veces en casa de su madre —mi ex institutriz— y que ella lo había visto en ambas ocasiones.

—¿Y bien?

—Es muy feliz —dijo Lavinia.

—Y ¿sigue apegado a...?

—Tan apegado como hasta ahora, sí, a esa familia. Él no me dijo eso, pero yo pude inferirlo.
También yo pude inferirlo, y asimismo inferir las inferencias de ella.

—Entonces, ¿qué te dijo? —ahondé.

—Nada... aunque creo que hay algo que desearía decirme. Sólo que no es lo que usted cree —agregó.

Al calor de esto me pregunté si se trataría de lo que él me había revelado en nuestra más reciente conversación.

—En tal caso, ¿qué lo retrae? —pregunté.

—¿De decírmelo? No lo sé.


En la entonación de estas palabras mi oído detectó la primera nota de una tan profunda resignación y una tan extraña aceptación que me dieron, a la postre, aún más motivo de sorpresa que todo lo demás.

—Si no puede decírtelo, ¿a qué va a tu casa?

Casi sonrió:

—Creo que ya lo sabré.

La miré; recuerdo que le di un beso.

—Eres admirable —comenté—; pero no está bien por su parte.

—¡Oh —replicó—, él tan sólo desea ser considerado!

—¿Con ellos? Entonces debería dejar tranquilos a los demás. Pero lo que yo digo que no está bien por su parte es que únicamente se limite a ser tan “considerado”.

—¿Con los Dedrick? —Reflexionó como si la cuestión pudiera ser juzgada desde diversos ángulos—. ¿No es posible que él esté ayudándolos, que esté haciéndoles alguna clase de bien?

La idea no me convenció.

—¿Qué bien puede hacer Marmaduke? He de pedirte algo importante —seguí — por si acaso te propone ir a conocer a los Dedrick. ¿Me prometes que no accederás?

Se limitó a parecer desconcertada y perpleja:

—¿A hacerme amiga de ellos?

—A visitarlos, a aproximárteles... en toda tu vida.

De nuevo quedó pensativa:

—¿Quiere decir que usted se niega a conocerlos?

—Desde luego.

—Entonces creo que no me gustará la idea de ir.

—Huy, pero eso no es una promesa. —Le insistí—: Quiero que me des tu palabra.

Dudó un poco:

—Pero ¿por qué?

—Para que, al menos, Marmaduke no pueda utilizarte para sus manejos —dije con firmeza. Mi firmeza la dominó, aunque percibí que, en realidad, ella habría querido prestarse a cualquier posible manejo.

—Le doy a usted mi palabra, pero sólo porque sé que se trata de algo que él nunca me propondrá.

Yo opinaba de muy distinto modo, a fuer de persuadida de que la intención de hacerle la propuesta de marras era lo que a Lavinia la había hecho sentirse segura de que Marmaduke intentaba decirle algo; pero en nuestra siguiente entrevista la oí hablar de otro asunto, el cual, según me percaté nada más verla, parecía haberla excitado extraordinariamente.

—¿Sabía usted lo de la hija y no me lo contó? Marmaduke estuvo ayer en casa —explicó al advertir mi mirada de extrañeza ante su deslavazado chorro de palabras — y ahora ya conozco lo que quería decirme. Por fin lo ha soltado.

No cesé de mirarla pasmada:

—¿Qué es lo que ha soltado?

—Lo ha soltado todo. —Pareció sorprendida por mi semblante—: ¿No le habló a usted de Maud-Evelyn?

Yo recordaba la cuestión perfectamente, pero seguía sin estar cierta de comprender a Lavinia:

—Me habló de que los Dedrick tenían una hija, pero tan sólo me dijo que había algo especial en relación con ella. ¿De qué se trata?

La joven repitió mis palabras:

—¿Que de qué se “trata”? ¿En qué mundo vive usted? De que está muerta, sencillamente.

—¿Muerta? —Me quedé de una pieza, como es lógico—. ¿Cuándo murió?

—Caramba, hace muchos años... quince, creo. Cuando era una niña. ¿No lo comprendió usted?

—¿Cómo habría podido comprenderlo... si Marmaduke me dijo que ella vivía “con” ellos y que ellos vivían consagrados a ella?

—Bueno —aclaró mi joven amiga—, lo que quiso decir es que están consagrados a su recuerdo. Ella vive con ellos, en el sentido de que ellos no piensan en otra cosa.

En esta rectificación hallé motivo de pasmo, pero asimismo, inicialmente, motivo de alivio. Al mismo tiempo originaba, mirándolo bien, un nuevo misterio.

—Si no piensan en otra cosa —dije—, ¿cómo pueden pensar tanto en Marmaduke?

La objeción la impresionó, aunque ya por entonces experimenté la vaga sensación de que Lavinia estaba, por así decirlo, bastante de parte de Marmaduke, o, por lo menos —casi contra su propia voluntad—, en sintonía con los Dedrick. Pero su respuesta fue rauda:

—Caramba, tienen un buen motivo: el de poder hablar con él sobre su hija.

—Comprendo —dije, lo cual no era completamente cierto—. Pero ¿cuál es el interés que tiene él en...?

—...¿en mezclarse en esa historia? —De nuevo, Lavinia resolvió la dificultad—:¡Pues que era una muchacha tan interesante! Al parecer era muy seductora.

Sin duda me quedé totalmente boquiabierta:

—¡Pero si no era más que una niña con delantalito!

—No crea, ya no llevaba delantalito; había cumplido, creo, los catorce años. ¡O incluso los dieciséis! Lo que es seguro es que su belleza era radiante.

—Eso es lo que se dice de todas. En cualquier caso, ¿qué importancia tiene ello para él, si nunca la vio?

Meditó unos instantes, pero esta vez no ofreció aclaración.

—¡Vaya, tendrá usted que preguntárselo a él!

Decidí que lo haría en cuanto pudiera; pero mientras tanto tenía aún ante mí otros contrasentidos.

—¿No estaría bien —sugerí— que a la vez le preguntara qué quiere decir con eso del “contacto” en que siguen los Dedrick con su hija?

Oh, aquello era sencillo:

—Lo obtienen a través de “médiums”, ¿sabe?, con golpes en una mesa y todo eso. Empezaron hace uno o dos años.

—¡Los muy chalados! —exclamé ante esto, según recuerdo, de manera asaz intolerante—. Y ¿quieren arrastrarlo a él a...?

—No, por cierto; no lo desean, y Marmaduke no tiene nada que ver en ello.

—Entonces, ¿por qué diablos va a verlos?

Lavinia apartó el semblante; de nuevo pareció azorada. Por último espetó:

—Haga que él le enseñe la fotografía de la muchacha.

Pero aquello no me iluminó.

—¿Lo chifla esa fotografía? —dije.

Una vez más, Lavinia se ruborizó intensamente:

—¡Bueno, es la de una joven beldad!

—¿A la cual él va mostrando por ahí?

Vaciló:

—Creo que únicamente me la ha enseñado a mí.

—¡Ah, a la última persona en el mundo a quien habría debido enseñársela! —me permití observar.

—¿Por qué, si yo también me siento impresionada?

En Lavinia había algo que comenzaba a no alcanzárseme, y debí de mirarla con gran fijeza.

—¡Es un gran detalle por tu parte sentirte impresionada!

—No quiero decir únicamente ante la belleza del rostro —completó—; quiero decir ante todo el asunto: con la actitud de los padres, con su fidelidad, extraordinaria hasta el punto de, como dice Marmaduke, haber convertido el recuerdo de su hija en una verdadera religión. Esto, sobre todo, es lo que él había estado queriendo explicarme.

Ahora fui yo quien apartó el semblante, y ella no tardó en irse; pero antes de que nos separásemos no pude evitar un comentario mordaz diciéndole que nunca había supuesto que Marmaduke fuera esa clase de asno.

Si yo fuera la persona cínica que probablemente se figuran ustedes, no me abstendría de declarar que para mí el principal interés del resto del asunto residió en establecer la clase de asno que había supuesto que era Marmaduke. Pero temo, pensándolo bien, que mi narración termine siendo principalmente un retrato de mi propia insensatez. Yo nunca habría llegado al pleno conocimiento de toda la historia si no hubiera acabado por aceptarla, y nunca la habría aceptado si toda la historia no hubiese estado, a mi modo de ver, extrañamente libre de lo grotesco. Debo agregar sin tardanza, empero, que lo grotesco, y aun algo peor, fue lo que al principio me pareció que cabalmente la impregnaba. Después de aquella conversación con Lavinia me apresté a enviar recado a nuestro amigo de que viniera a visitarme; y entonces me tomé la libertad de interrogarlo sin ambages acerca de todo lo que Lavinia había estado contándome. Especialmente, había un extremo que yo deseaba que me fuera aclarado y que me parecía mucho más prioritario que de qué color era el cabello de Maud-Evelyn o cuál era la longitud exacta de su delantal; me refiero, obviamente, a la buena fe de mi joven amigo. ¿Era un perfecto imbécil o sencillamente un redomado cazador de herencias? De momento mi elección parecía restringida a esta disyuntiva.

Después de que él me hubo dicho: “Será tan ridículo como usted quiera, pero el caso es que los Dedrick me han adoptado”, le pregunté abiertamente, en el acto, apelando a la simple decencia, qué era lo que él, para que su autoestima quedara intacta, podía darles a semejantes benefactores a cambio de semejante generosidad. Me considero obligada a decir que aunque, de entrada, yo estaba deseosísima de vituperarlo, su placidez me resultó amansadora. Su alegato fue que el beneficio que él representaba para sus amigos era algo que sólo a éstos concernía valorar. Ni por un momento pretendió ser más importante que lo que lo hacía la fantasía de sus amigos. Él jamás había hecho nada deliberado para ocasionar que los Dedrick lo apreciaran tantísimo: tamaño vínculo era exclusivamente fruto de la espontaneidad de aquella pareja, de su insistencia, de su excentricidad, sin duda, e incluso, si yo quería, de su chaladura. ¿No bastaba que él estuviera dispuesto a asegurar, mirándome a los ojos, que sentía un afecto “real y verdadero” hacia ellos y que no lo hastiaban ni pizca? Yo evidentemente tenía —¿no me daba cuenta?— una imagen ideal de él que él no estaba en condiciones, si le permitía decírmelo, de encarnar. Fue él mismo quien lo expresó así, y ello me hizo concebir el dictamen de que había algo irresistible en el refinamiento de su descaro.


—Nunca voy a casa de la señora Jex —me dijo (la señora Jex era la médium favorita de los Dedrick)—; ella me parece fea, vulgar y pesada, y detesto ese lado del asunto. Además —agregó, con palabras que yo recordaría posteriormente— no lo necesito: yo puedo pasarme estupendamente sin ello. Pero mis amigos —insistió—,aunque no sean de una tipología que usted se haya encontrado a menudo, no son feos, no son pesados, no son en modo alguno un “mal trago”. Son, antes bien, a su manera poco convencional, una bonísima compañía. Su trato es una fuente inagotable de interés. Son deliciosamente insólitos y rebuscados y corteses: son como personajes de una historia antigua o un tiempo antiguo. En todo caso, nuestras relaciones sólo nos importan a nosotros (a ellos y a mí) y le ruego que me crea cuando le digo que me habría negado a hablar del asunto con cualquier otra persona que no hubiese sido usted.

Recuerdo haberle dicho, tres meses después: “No me has contado nunca lo que realmente necesitan de ti los Dedrick”; pero temo que fue una modalidad de reproche que se me ocurrió precisamente porque yo ya había empezado a adivinar. Lo cierto es que a esas alturas yo ya había tenido grandes atisbos, lo mismo que la pobre Lavinia —de hecho, los suyos, entonces y después, estaban bastante mejor informados—, y ella y yo los habíamos compartido, conque lo que pudiera emerger no iba a cogerme totalmente de sorpresa. Fueron los añadidos de Lavinia lo que convirtió mis intuiciones en un cuadro completo. El retrato de la niña muerta había evocado algo atractivo, aunque una no hubiese habitado tanto en el mundo sin oír infinidad de historias de niñas muertas; y llegó un momento en que me pareció haber estado personalmente con Marmaduke en todas y cada una de las habitaciones convertidas por los Dedrick —con ayuda no sólo de las pequeñas y amadas reliquias, sino también de los más tiernos recuerdos reales o imaginados, evocaciones ingeniosas y sentidas, frutos inexpugnables de un dolor meditabundo y una pasión inextinguible— en un templo de pesar y de adoración. Saltaba a la vista que la niña, indiscutiblemente hermosa, había sido querida apasionadamente, y, al carecer las vidas de ellos —supongo que por mero azar originariamente— de otros elementos, tales como nuevos placeres o nuevas penas, que sí abundan en las vidas de la mayoría de la gente, su sentimiento se había hecho omnímodo, transformándose en una especie de inofensiva locura. Era una idea fija que no les dejaba espacio para ninguna otra. El mundo, en términos generales, no da oportunidad para semejante ritual, pero el mundo había pasado por alto de manera persistente a aquella tímida pareja hogareña, que era sensible a las ilusiones y cuya sinceridad y fidelidad, lo mismo que su mansedumbre y sus rarezas, eran de un anticuado estilo inflexible. No me gustaría dar la impresión de que aquellos centros de interés, o mi curiosidad por sus tejemanejes, monopolizaban mi tiempo; pues yo tenía muchos compromisos que satisfacer y muchas complicaciones que solventar, un centenar de cuidados y mucho más hondas preocupaciones. Mi joven amiga, por su parte, también tenía otras relaciones y contingencias... y asimismo otras dificultades, la pobre; así es que había períodos de tiempo durante los cuales yo no veía a Marmaduke ni oía hablar de los Dedrick. Una vez, una sola vez, en el extranjero, en una estación de ferrocarril de Alemania, me encontré a Marmaduke acompañando a los Dedrick. Eran éstos unos británicos de cierta edad, incoloros, corrientes, de la especie que cabe reconocer por la librea de sus lacayos o por el rotulado de sus equipajes, y el verlos justificó ante mi conciencia el haber rehuido, desde los inicios, la peliaguda posibilidad de conversar con ellos. Marmaduke me vio inmediatamente y se acercó a mí. Era inequívoca su vívida lozanía. Había engordado —o casi, aunque no de manera antiestética— y habría podido pasar perfectamente por el guapo y feliz hijo rubicundo de unos padres acomodados que no querían perderlo de vista y en opinión de los cuales era un modelo de respeto y solicitud. Los Dedrick lo observaron con plácidos y placidos ojos cuando se reunió conmigo, pero sin llamar la atención sobre sí mismos y haciendo natural que él no dijera nada sobre ellos. Tuvo fascinación, lo confieso, la manera como logró mostrarse espontáneo y cordial para conmigo, no menos que correcto, sin dejar de cobrar conciencia de la coyuntura. La coyuntura de la cual cobró conciencia era que había nuevas cosas suyas que a esas alturas yo ya sabía... al igual que, mientras permanecíamos allí charlando y sondeábamos bienhumoradamente nuestros respectivos semblantes —pues yo, considerando haberlo asimilado todo por fin, no sentía sino una módica curiosidad —, de repente cobré conciencia de que él escudriñaba mi nivel de información.

Cuando el joven se despidió de mí y volvió junto a los padres acomodados, hube de admitir que, por muy acomodados que fueran, no me parecía que hubiese salido malcriado. Ello era increíble habida cuenta de las circunstancias, pero el caso es que se había vuelto más adulto. Después de haberme subido a mi tren, que no era el mismo que el de ellos, recordé con algún arrepentimiento ciertas palabras que, un par de años antes, yo le había espetado a la pobre Lavinia. Aludiendo a nuestro recurrente tema con motivo de algún nuevo descubrimiento que ahora no viene al caso, ella me había dicho:

—Los sentimientos de él hacia Maud-Evelyn, ¿sabe usted?, son ahora los mismos que los de los padres de la niña.

—¡Qué bonito, pero lo malo —había replicado yoes que a él lo pagan por ello!

—¿Lo pagan? —había inquirido Lavinia, muy pálida.

—Enriqueciéndolo con todos los lujos y comodidades —le expliqué— que le reporta el vivir con ellos. Prácticamente, la existencia de Marmaduke se limita a disfrutar de eso.

Ahora me di cuenta de lo equivocada que yo había estado. A Marmaduke lo enriquecían, pero de un modo distinto, y, realmente, la demostración estaba en su proceder durante nuestro breve encuentro en la sala de espera de la estación. A partir de entonces, rastreé el asunto paso por paso.

Por ejemplo, pude ver a Lavinia, en su lamentable traje de luto, inmediatamente después de la muerte de su madre. Este triste acontecimiento había ido precedido de prolongadas ansiedades, y Lavinia se había marchitado notablemente, comenzando a parecer envejecida. Pero Marmaduke, en aquellos momentos de aflicción, había acudido a visitarla, conque, al punto, Lavinia vino a verme.

—¿Sabe usted lo que él cree ahora? —me dijo nada más entrar—. Cree que la conoció.

—¿Que conoció a la niña? —Recibí esto como si casi me lo hubiera esperado.

—Ahora habla de ella como si no se tratara de una niña. —Mi visitante me dedicó la más extraña de las sonrisas impostadas—. Parece ser que no era tan pequeña... parece ser que credo.

La miré fijamente.

—¿Dices que “parece ser”? —inquirí—. ¿Cómo es posible? ¡Sus padres han de saberlo! Los hechos, hechos son.

—Ya —dijo Lavinia—, pero ellos semejan verlos desde otro punto de vista.

Marmaduke me habló largamente, y todo el rato acerca de ella. Me contó cosas.

—¿Qué clase de cosas? Supongo que no te hablaría de paparruchas de “contactos”... de que la había visto u oído.

—Oh no, no ha llegado a ese extremo; eso se lo deja a los viejos, quienes, creo, continúan con sus médiums, con sus sesiones y sus trances y encuentran en todo ello consuelo y entretenimiento, que a él no lo molesta, porque lo considera inofensivo. Me refiero a anécdotas, recuerdos suyos propios. Me refiero a cosas que ella le dijo y cosas que hicieron juntos, lugares que visitaron. Su mente está llena de ellas.

Le di vueltas a aquello:

—¿Crees que estará loco de atar?

Con comprensiva paciencia, Lavinia hizo un ademán negativo:

—¡Oh, no: todo ello es demasiado hermoso!

—Entonces, ¿vas a aceptar tú también la disparatada teoría de...?

—Es una teoría —atajó—, pero no forzosamente es disparatada. Cualquier teoría tiene que presuponer algo —continuó juiciosamente— y, en todo caso, depende de sobre qué sea la teoría. Es maravilloso ver cómo funciona ésta.

—¡Siempre es maravilloso ver cómo va creciendo una leyenda! —exclamé riéndome—. Una rara oportunidad ésta de encontrarse una en plena formación. Los Dedrick y Marmaduke están elaborándola juntos de buena fe. ¿Acaso no es esto lo que en definitiva quieres decir?

Su ajado rostro se alegró patentemente, y dijo:

—Sí: ya veo que lo comprende usted; lo ha expresado mejor que yo. Es el efecto gradual de rumiar el pasado: de este modo, el pasado crece y crece. Ellos van fabricándolo. Se convencen uno a otro (los padres) de tantas cosas, que al final acaban por convencerlo también a él. Una especie de contagio.

—Eres tú quien lo expresa bien —repuse—. Es la cosa más extraña que he oído jamás, pero es, a su modo, una realidad. Sólo que no debemos hablarles de esto a otras personas.
Rápidamente convino con aquella precaución:

—No: a nadie. Él no lo hace. Sólo se me confía a mí.

—¡Confiriéndote de ese modo —observé sarcástica— un inapreciable privilegio!

Permaneció en silencio unos instantes, apartando de mí la mirada.

—Vaya —dijo finalmente—, Marmaduke ha cumplido su promesa.

—¿Te refieres a la de no casarse? ¿Estás segurísima? ¿No lo habrá hecho quizá con...? —Pero por respeto me abstuve de completar la osadía de mi broma.

Al siguiente instante me percaté de que no habría sido necesario:

—Marmaduke estaba enamorado de ella —espetó Lavinia.

Esta vez estallé en una carcajada que, si bien había sido provocada, incluso a mis propios oídos sonó descortés casi hasta el extremo de la grosería.

—¿Literalmente te ha dicho eso él mismo? —pregunté.

Me replicó con bastante convicción:

—No creo que él lo sepa. Se limita a dejarse llevar.

—¿A dejarse llevar por la chifladura de los viejos?

Una vez más, mi compañera titubeó; pero sabía qué pensar:

—Bueno, independientemente de cómo lo denominemos, a mí me parece hermosísimo. No es frecuente, tal como va el mundo, que persona alguna (no digamos ya dos o tres) conserve tan bellos sentimientos hacia los muertos. Es un engaño, qué duda cabe, pero viene de algo que... vaya —titubeó de nuevo—, resulta agradable cuando se oye hablar de ello. Los Dedrick han hecho crecer a su hija para imaginar que la tuvieron más tiempo consigo; y la han hecho vivir una serie de experiencias para pensar que disfrutó más largamente de la vida. Le han inventado toda una existencia, y Marmaduke se ha convertido en parte de dicha existencia.

Había una cosa, por encima de todas, que ellos deseaban que su hija tuviera. —El rostro de mi joven amiga, mientras analizaba el misterio, se volvió cada vez más ardoroso al compás de su discurso. Con cierto matiz de sobrecogimiento se me pasó por la cabeza que la actitud de los Dedrick era contagiosa—. ¡Y la ha tenido! —afirmó Lavinia.

Me dejó francamente pasmada, mas si pese a ello pude mostrarme absolutamente serena sin caer en lo ridículo, de veras fue, más que nada, para incitarla a completar el informe.


—¿Ha tenido la dicha de conocer a Marmaduke? —pregunté—. Muy bien, de acuerdo, ya que ella no está aquí para contradecirnos. ¡Pero lo que no acabo de concebir es que él se haya conformado con tan poco! —Fácilmente cabe imaginar hasta qué punto, por el momento, no lograba yo concebirlo. Fue la última vez que mi impaciencia me pudo, pero, eso sí, recuerdo que estallé diciendo—: ¡Un hombre que habría podido tenerte a ti!

Por un instante temí haberla alterado; en su rostro me pareció ver el temblor de un sollozo. Pero la pobre Lavinia estuvo magnífica:

—No se trata de que él habría podido tenerme “a mí”: eso no es nada; fue, a lo sumo, que yo habría podido tenerlo a él. Y bueno, ¿no es eso lo que ha ocurrido?

Marmaduke es mío por el hecho de que ninguna otra mujer lo tiene. He perdido el pasado, pero ¿no se da usted cuenta de que no me fallará el futuro? Estoy más segura que nunca de que no se casará.

—Claro que no. ¡Cómo iba a enemistarse con esas personas!

Durante un instante, Lavinia no dijo nada; después se limitó a exclamar:

—¡Bien, por el motivo que sea!

Ahora, no obstante, yo había hecho asomar en sus ojos un par de lágrimas silenciosas, conque decidí dar por finalizada la penosa escena abandonando el asunto de aquella morbosa farsa.

Pude abandonarlo, pero en realidad no pude olvidarme de él... ni, en el fondo, sin duda, lo deseaba, pues tener en la vida propia, año tras año, una cuestión particular, o dos, sobre las cuales no quepa decidirse cómoda y tajantemente, es lo que nos permite no caer en la apatía. Había habido poca necesidad de que yo recomendara reserva a Lavinia: obedeció, por lo que hace a guardar impenetrable secretismo excepto conmigo, a un instinto, un interés propio. Por consiguiente, nosotras nunca “expusimos”, como se dice ahora, al pobre Marmaduke: éramos bastante cuidadosas, por no hablar de que, además, ella estaba demasiado orgullosa; y, en cuanto a él mismo, jamás escogió, patentemente, en todo Londres, otras personas a las cuales confiarse cuando lo necesitaba. Nunca nos llegó ningún eco público del extraño papel que él se dedicaba a representar; y apenas si puedo expresar cómo tal hecho, por sí solo, gradualmente me permitió formarme una idea de lo intenso del hechizo bajo el cual se hallaba Marmaduke. De tarde en tarde me lo encontraba “en sociedad”: normalmente en alguna cena. Había crecido como una persona con una posición y todo un historial. En él, sonrosado y maduro, y también gordo, ya inequívocamente gordo, había algo de la blandura —una blandura no ingenua— del joven heredero de un importante negocio. Si los Dedrick hubiesen sido banqueros, Marmaduke habría podido constituir el futuro de la casa. Sin embargo, hubo un largo período durante el cual, a pesar de hallarnos todos en Londres casi permanentemente, el joven no fue mencionado en mis conversaciones con Lavinia.

Las dos teníamos conciencia de ello; pero lo mismo ella que yo comprendíamos que a fin de cuentas hay cosas que no es dable comentar, y, de todas maneras, aquella reticencia no tenía nada que ver con que ella viera o no a nuestro amigo. Yo estaba segura, por lo demás, de que sí lo veía. Pero hubo ocasiones memorables que acertaron a ocurrirme a mí personalmente. Una de ellas tuvo lugar una tarde dominical en que hacía un tiempo tan endemoniadamente lluvioso que, dando yo por sentado que no habría de tener visitante alguno, me instalé junto al fuego con un libro —una novela de gran éxito en mis tiempos— dispuesta a terminarlo sin interrupciones. Súbitamente, en medio de mi abstracción, oí un firme toc-toc-toc; ante lo cual recuerdo que emití un gruñido de inhospitalidad. Pero mi visitante era Marmaduke, y Marmaduke resultó ser —y de una manera, pese a todo lo acontecido hasta este punto, aún menos esperada— todavía más absorbente que la novela. Me parece que fue puro azar que se mostrara tan cautivador; por el grosor de un cabello no se limitó a un aburrido convencionalismo. No había venido a confesar nada: sólo había venido a charlar intrascendentemente, para mostrar una vez más que podíamos seguir siendo buenos amigos sin necesidad de que él hablara de su vida privada. Pero había que tener en cuenta las condiciones circundantes: el insinuante fuego del hogar, los objetos de la habitación que le recordaban días pretéritos, y quizá también la cubierta de mi libro mirándolo desde el lugar en que yo lo había depositado y dándole la oportunidad de pensar que podía sustituir y superar a Wilkie Collins. En todo caso, existía una promesa de intimidades en el ambiente, de oportunidad, para él, en la tempestad que se estrellaba contra las ventanas. Estaríamos solos, cómodos y seguros.

Estas impresiones le obraron un influjo tanto más intenso cuanto que lo que hubieron de remover, después lo vi, no fue en modo alguno el deseo de causar un efecto, sino simplemente un estado de exultación que exigía desahogarse. Había llegado a ser abrumador para él. Su pasado, acumulándose año tras año, se había vuelto demasiado emocionante. Pero, así y todo, Marmaduke estuvo desmedidamente increíble. No recuerdo qué pormenor de nuestra cháchara preliminar lo motivó, mas se explayó, al calor de una u otra observación, como no se había explayado jamás:

—¡Cuando un hombre ha tenido durante unos meses lo que yo he tenido, ah! —Por lo visto, la moraleja era que nada, en cuestiones de experiencia humana relacionada con lo exquisito, podía ya importar especialmente. Advirtió, no obstante, que, al pronto, yo no conseguía hacer casar aquella reflexión con ningún asunto concreto, así es que continuó, con la más franca de las sonrisas—: Parece usted tan desconcertada como si sospechase que aludo a alguna de esas cosas de las que habitualmente no se habla; pero le aseguro que no me refiero a nada más inconfesable que a los meses de nuestro venturoso compromiso matrimonial, que vino a ser frustrado por la muerte.

—¿Vuestro venturoso compromiso matrimonial? —No pude evitar el incrédulo tono en que le repliqué; pero la manera como lo acogió fue algo cuya influencia siento todavía hoy. Fue sólo una mirada, pero puso fin a mi tono para siempre. Hizo que, por mi parte, un instante después, yo desviara la mirada hacia el fuego —una mirada intensa— e incluso que me arrebolara un poco. En aquel momento estudié mi dilema e hice mi elección; de modo que cuando nos miramos a la cara otra vez, yo me sentía bastante más tolerante—: ¿Continúas todavía pensando —le dije, siguiéndole la corriente— en lo mucho que ella hizo por ti?

No bien hube dicho estas palabras comprobé que desde aquel momento inauguraban el buen camino. Al punto, todo fue diferente. La principal interrogante sería si yo era capaz de seguirlo sin dudar. Recuerdo que tan sólo unos minutos después, sin ir más lejos, tal interrogante se me planteó con gran vividez. Su contestación había sido abundante e imperturbable: había incluido algunas alusiones a la manera como la muerte hace resaltar las más insulsas cosas que la hayan precedido; ante lo cual me sentí de pronto tan inquieta como si él me diera miedo. Me levanté para llamar a un criado a fin de ordenarle que se ocupara de preparar el té; Marmaduke continuó hablando... hablando de Maud-Evelyn, de lo que para él había representado la muchacha; y cuando acudió el sirviente, nerviosamente prolongué adrede la orden. Esto me permitía ganar tiempo, y fui capaz de dar instrucciones al sirviente sin pensar realmente en lo que le decía; en lo que realmente pensaba era en la posibilidad de dar media vuelta con unas pocas palabras francas. La tentación era fuerte: las mismas impresiones que habían obrado su influjo sobre mi visitante, también lo obraron, de un modo asaz distinto, durante esos uno o dos momentos, sobre mí. ¿Debía, cogiéndolo por sorpresa, espetarle directamente?:

“Vamos, aclárame esto de una vez por todas: ¿eres el más desvergonzado y vil de los cazafortunas, o sólo es que, de una manera más inocente y acaso más agradable, se te ha reblandecido el cerebro?” Pero se me escapó la oportunidad... lo cual, a decir verdad, no hube de lamentar posteriormente. Salió el criado y de nuevo encaré a mi interlocutor, quien retomó la conversación. Lo miré a los ojos otra vez, y se repitió la influencia de los mismos. Si le había ocurrido algo a su cerebro, su consecuencia debía de ser el magnetismo que hay en la mirada del loco. Ahora bien, Marmaduke fue el más cordial y el más amable de los locos. Para cuando volvió el sirviente con el té, yo ya estaba preparada; estaba preparada para todo. Con eso de “todo” me refiero a cualquier cosa que sobreviniera en mi inmediato trato aceptador del caso. El caso era realmente singular. Como todo lo demás, recuerdo el escenario: el ruido del viento y de la lluvia; la vista de la plazoleta desolada, deslucida, desierta, y de la luz de la tempestad primaveral; la manera como, sin que nada nos interrumpiese, tomamos el té junto al fuego de la chimenea. De esta guisa, él me notó receptiva y yo me sentí capaz de parecer simplemente atenta y bondadosa cuando me dijo, por ejemplo:

—Los Dedrick, sepa usted, de veras, aquel primer día (el día en que me recogieron en el desfiladero del Splügen), reconocieron en mí al hombre ideal.

—¿Al hombre ideal?

—Para ser su yerno. Querían que su hija —completó— hubiera tenido, entiéndame, todo.

—Pues bien, como ya lo ha tenido —procuré parecer entusiasta—, ¿no está arreglado el problema?

—Oh, está arreglado ahora —respondió—, ahora que lo tenemos todo. Mire, no habrían podido quererme tanto —él deseaba que yo lo comprendiera— si no hubieran visto en mí al hombre ideal.

—Comprendo, es muy natural.

—Pues bien —dijo Marmaduke—, esto excluyó la posibilidad de cualquier otro.

—¡Oh, con otro, el asunto no habría dado tan buen resultado!

Pero la espléndida satisfacción que sentía Marmaduke lo hizo inaccesible a mi ironía.

—Verá usted —siguió—, los pobres ancianos no podían hacer mucho (y ahora pueden hacer todavía menos) con el futuro; de modo que tenían que hacer lo que pudieran con el pasado.

—Y al parecer —asentí— han hecho muchísimo con él.

—Lo han hecho todo, sencillamente. Todo —repitió. Luego se le ocurrió una idea, aunque nada insistente o importuno; lo adiviné por la expresión de su rostro —. Si viniera usted a Westbourne Terrace...

—¡Oh, no hablemos de ello! —atajé—. Ahora no sería correcto ir allí. Habría debido hacerlo, si acaso, hace diez años.

Pero se refería, siempre de buen talante, a algo más que eso:

—Comprendo. Pero en la casa hay ahora muchas más cosas que entonces.

—Es lógico. La gente adquiere cosas nuevas. ¡Aun así...! —En lo más hondo, lo que yo hacía no era sino reprimir mi curiosidad.

Marmaduke no me apremió, pero quiso informarme:

—Hay nuestras habitaciones, toda la serie de nuestras estancias; y no creo que usted haya visto nunca nada más encantador, pues el buen gusto de ella era extraordinario. Creo que yo también tengo algo que ver en eso. —Luego, percatándose de que, una vez más, yo estaba un poco desorientada, aclaró—: Estoy significándole los aposentos preparados para nuestro matrimonio. —Estaba “significando” cual príncipe de la Corona—. Estaban amueblados, hasta el último detalle; no había que poner allí nada más. Y están como estaban: no se ha movido ni un mueble, no se ha alterado ningún detalle, nadie más que nosotros entra allí. Se conserva todo con mucho primor. Todos nuestros regalos están allí; me habría gustado que los viera usted.

Era ya un tormento; me percaté de haber cometido un error. Pero salí airosa:

—¡Oh, no habría soportado el espectáculo!

—No tiene nada de triste —dijo con una sonrisa—; es demasiado encantador como para resultar triste. Es alegre. ¡Y los objetos...! —Semejó, en el apasionamiento de su plática, tenerlos delante de sí.

—¿Tan bellísimos son?

—Huy, escogidos con una paciencia que los hace casi inapreciables. Es realmente un museo. No había nada que los Dedrick considerasen excesivamente bueno para su hija.

Me había perdido el museo, pero reflexioné que no podía contener ningún objeto tan raro como mi visitante.

—Hay que reconocer que sí los has ayudado, después de todo; has podido hacerlo.

Convino con gran ilusión:

—¡He podido hacerlo, gracias a Dios, he podido hacerlo! Lo intuí desde el primer momento y eso es lo que he hecho. —Luego, como si hubiese una relación directa, añadió—: Todos los objetos míos están allí.

Cavilé un momento.

—¿Tus regalos?

—Los que le hice a ella. A ella le gustaban todos, y recuerdo sus comentarios acerca de cada uno. Aunque esté mal que sea yo quien lo diga —completó—, ninguno de los demás puede compararse con los míos. Los miro todos los días, y puedo asegurarle que no me siento nada avergonzado. —A todas luces, en suma, él había sido espléndido, y prosiguió hablando de ello sin parar. En verdad se ensoberbeció como nunca.

Por lo que hace a épocas e intervalos, únicamente recuerdo que si esta visita de Marmaduke tuvo lugar a principios de primavera, fue durante un día de finales de otoño —pero probablemente de otoño de otro año posterior, un día caracterizado por una luz solar calinosa y soñolienta y por las hojas pardas y amarillas en los árboles— cuando, mientras atravesaba yo los Jardines de Kensington, me encontré, en uno de los senderos más a trasmano, con una pareja que ocupaba un par de sillas bajo un árbol y que al verme se levantó inmediatamente. Yo tardé más en reconocerlos, tal vez debido al riguroso luto que llevaba Marmaduke. En mi deseo de no traslucir mi engorro por habérmelos topado, así como de mitigar la turbación que mi aparición hubiese podido causarles, los intimé a volver a sentarse y les solicité, ya que había desocupada una tercera silla, permiso para compartir unos momentos su descanso. De esta guisa sucedió que, al cabo de un instante, Lavinia y yo estábamos sentadas en tanto que nuestro amigo, que había consultado su reloj, permanecía en pie ante nosotras sobre las hojas caídas y observaba que, lamentándolo mucho, se veía obligado a dejarnos. Lavinia no dijo nada, pero yo expresé un educado pesar; yo no estaba, sin embargo, según me pareció, en condiciones de hablar, sin incurrir en despiste o malinterpretación, como si hubiera interrumpido un tierno coloquio o separado a una pareja de enamorados. Pero sí que estaba en condiciones de mirar a Marmaduke de arriba a abajo, con aire de sorpresa ante su riguroso luto. Para dejarnos no daba otro pretexto que el de que era tarde y debía regresar a casa. “A casa”, en boca suya, no tenía más que un significado: yo lo sabía instalado en Westbourne Terrace.

—Espero que no habrás sufrido —dije— la pérdida de alguien a quien yo conozca.

Marmaduke miró a su acompañante, y su acompañante miró a Marmaduke.

—Ha perdido a su esposa —me hizo saber Lavinia.

Oh, esta vez, me temo, me invadió un pequeño acceso de crueldad; pero fue hacia él hacia quien lo dirigí:
—¿A tu esposa? ¡No sabía que estabas casado!

—Bueno —respondió Marmaduke, decididamente alegre vestido con su traje negro, sus guantes negros, su sombrero negro—, cuanto más vivimos en el pasado, más descubrimos en él. Eso es un hecho absolutamente cierto. Comprendería usted cuán cierto es si su vida hubiera tomado un giro semejante.

—Yo vivo en el pasado —terció amablemente Lavinia como para ayudarnos a los dos.

—¡Confío, querida —repliqué—, en que no habrás hecho unos descubrimientos igual de extraordinarios! —Parecía absurdo andarse con chiquitas.

—¡Ojalá que ninguno de sus descubrimientos sea tan aciago como el mío! — Marmaduke no hablaba con entonación dramática, sino que tuvo el buen gusto de expresarse con sencillez—. Tan apasionadamente han querido esto para ella —continuó diciéndome, con un efecto anonadante—, que finalmente hemos visto lo que nos correspondía hacer... Me refiero a lo que ha dicho Lavinia. —No vaciló más allá de tres segundos; lo espetó orgullosamente—: Maud-Evelyn ha tenido toda su felicidad de joven.

Lo miré pasmada, pero Lavinia estuvo, a su propia manera, no menos deslumbrante:

—El matrimonio se consumó —me explicó, tranquila, estupendamente.

Pues bien, me resolví a no quedarme atrás.

—De modo que luego quedaste viudo —dije con toda seriedad—, y es la razón de que lleves luto.

—Sí, y lo llevaré siempre.

—Pero ¿no es empezar un poco tarde a llevarlo?

Mi pregunta fue estúpida, me di cuenta de ello enseguida; pero no importaba: él estuvo a la altura requerida.

—Oh, he tenido que esperar, ¿sabe?, a que me lo permitieran los demás hechos de mi matrimonio. —Y de nuevo consultó su reloj—. Discúlpeme; debo marcharme. Adiós. Adiós. —Nos estrechó la mano a las dos y se alejó. En tanto que, sentadas, veíamos cómo se alejaba me sentí impresionada por la propiedad con que encarnaba su personaje. Lo cierto es que en ese preciso instante me pareció que ambas estábamos de acuerdo con esta idea, aunque no dije nada hasta que él se perdió de vista. Luego, movidas por el mismo impulso, nos volvimos la una hacia la otra.

—¡Yo tenía entendido que no iba a casarse nunca! —exclamé para mi amiga.

Su tierno rostro consumido me miró gravemente; dijo:

—Y no lo hará. Nunca. Será todavía más fiel.

—¿Fiel? ¿A quién?

—A Maud-Evelyn, desde luego. —Yo no dije nada: me limité a reprimir una exclamación; pero extendí una mano y le cogí una de las suyas, y permanecimos en silencio unos instantes—. Sé que todo ello no es más que una idea —volvió a hablar finalmente—, pero a mí me parece una idea preciosa. —Luego añadió de modo resignado e inolvidable—: Y ahora son ellos quienes pueden morir.

—¿Te refieres al señor y la señora Dedrick? —Presté toda mi atención—. ¿Es que están enfermos?

—No exactamente, aunque, al parecer, la anciana está muy débil y cada vez más quebradiza... no tanto, creo, por achaque alguno cuanto porque le parece que ya ha realizado la tarea de su existencia y ahora, como dice Marmaduke, considera que su vida ha cesado de tener sentido. ¡Además, figúrese, con todo su apego a su hija, sus motivos para anhelar morirse! Y Marmaduke piensa que si ella fallece, el señor Dedrick la seguirá pronto. Más o menos un “Juntos para siempre los dos”.

—¿Le hace compañía en su descenso para yacer junto a ella al pie de la colina?

—Sí, tras haber dejado resueltas todas las cosas.

Les di vueltas a tales cosas mientras nos íbamos y a la manera como las habían resuelto en pro de la plenitud de Maud-Evelyn y la holgada prosperidad de Marmaduke; y recuerdo que antes de que nos separáramos aquella tarde —habíamos tomado un carruaje en Bayswater Road y Lavinia había venido conmigo— le dije:

—Entonces, cuando ellos mueran, Marmaduke quedará en libertad, ¿no es así?

Lavinia pareció no entender apenas:

—¿En libertad?

—Para hacer lo que él quiera.

Se extrañó:

—Marmaduke está haciendo ahora lo que él quiere.

—Pues, en tal caso, para hacer lo que tú quieres.

—¡Huy, ya ve usted que lo que yo quiero...!

¡Ah, le cerré la boca!

—¡Lo que quieres es colaborar en unas horribles mentiras: sí, ya lo veo!

A su debido tiempo, así y todo, sí ocurrió lo que Lavinia me había aseverado: en el curso del año siguiente tuve noticia del fallecimiento de la señora Dedrick, y unos meses más tarde, sin que en el intervalo me hubiera visto yo con Marmaduke, absolutamente dedicado a su desolado protector, supe que también éste último, afligidamente, había seguido su suerte. Yo estaba fuera de Inglaterra entonces: tuvimos que llevar una vida más económica y alquilamos nuestra querida mansión; de modo que pasé tres inviernos sucesivos en Italia y dediqué los periodos intermedios, en nuestro país, a visitar sobre todo a parientes, que no conocían a estos amigos míos. Por supuesto, Lavinia me escribía; me escribió, entre otras cosas, que Marmaduke estaba enfermo y que ya no parecía el mismo desde la pérdida de su “familia”, y ello pese a que, en su testamento, los Dedrick, como también me lo había participado ella en su momento, se lo habían dejado “virtualmente todo”. Yo sabía, antes de regresar para ya quedarme, que ahora ella lo veía a menudo y se ocupaba de cuidarlo en muchos aspectos, habida cuenta de que semejaba agotado física y espiritualmente. No bien nos vimos, la pregunté por él; ante lo cual me dijo:

—Está consumiéndose paulatinamente. —Y, advirtiendo mi sorpresa, explicó—: Se ha desgastado por la pasión con que ha realizado la tarea de su existencia.

—¿Quieres decir que considera que su vida ha cesado de tener sentido, igual que él mismo dijo de la señora Dedrick? —pregunté con amarga sorna.

Ante esto se dio la vuelta:

—Usted nunca ha comprendido.

Yo sí había llegado a comprender, en mi opinión; y acabaría sintiéndome por entero cierta de ello tras ir a visitarlo posteriormente. Pero por ahora, en este reencuentro con Lavinia, me contenté con informarla de que lo visitaría a la mayor brevedad; lo cual fue precisamente lo que la hizo desvelar el clímax, a mi entender, de esta narración.

—Ahora, Marmaduke, ¿sabe usted? —me advirtió Lavinia, tornando a encararme—, no se halla en Westbourne Terrace. Ha alquilado una casita por Kensington.

—Entonces, ¿no ha conservado los objetos?

—Lo ha conservado todo. —En todavía mayor grado me miró como si yo nunca hubiera comprendido.

—¿Quieres decir que los ha trasladado de residencia?

Lavinia se mostró paciente conmigo.

—No ha trasladado nada —dijo—. Todo sigue donde y como estaba, conservado primorosamente.

Me extrañé:

—Pero, si él no vive allí...

—Sí que lo hace.

—Entonces, ¿cómo es que está en Kensington?

Vaciló, pero fue capaz de matizar con aún mayor soltura que antaño:

—Está en Kensington... sin vivir allí.

—¿Quieres decir que en la otra casa...?

—Sí, ahí es donde pasa la mayor parte del tiempo. Va todos los días, pasa allá horas enteras. Conserva la casa para esto.

—Comprendo: continúa siendo el museo.

—¡Continúa siendo el templo! —replicó Lavinia, con extraordinaria seriedad.

—En tal caso, ¿por qué se ha mudado?


—Porque, mire usted, en Kensington... —titubeó otra vez—...sí soy capaz de visitarlo. Y él me necesita —dijo con admirable llaneza.

Lentamente lo asimilé.

—Aun después de la muerte de los padres, ¿tú no has ido nunca a Westbourne Terrace?

—Nunca.

—¿De modo que no has visto nada? ¿Nada que fuese de Maud-Evelyn?

—Nada.

Yo la entendía, vaya que sí; pero no he de negar que me noté decepcionada: había esperado un relato de las maravillas que encerraba la casa y en el acto me hice cargo de que no sería correcto que yo diera un paso que Lavinia no había querido dar. Cuando, poco tiempo después, los vi juntos en Kensington Square —había ciertas horas del día que Lavinia pasaba regularmente con él—, observé que todo lo relacionado con él era distinto, llamativo y generoso. Los dos resultaban, en su insólita unión postrimera —si unión podía denominarse—, muy sencillos y muy conmovedores; pero él estaba visiblemente acabado: llevaba la muerte inscrita en la mirada. Ella lo atendía cual hermana de la caridad... o cual hermana de él mismo, cuando menos. Ahora no estaba robusto y sonrosado, ni parecía tener bajo control su propia atención, e, íntima y fantasiosamente, me pregunté por dónde divagaría ésta y en qué se recrearía. Pero el pobre Marmaduke fue un caballero hasta el final: no olvidó su rectitud ni en la hora de la agonía. Murió hace doce días; se dio lectura a su testamento; y durante la semana pasada vi a Lavinia, quien me informó de las disposiciones del mismo. Le había legado todo cuanto él mismo heredara. Sin embargo, ella me habló de un modo que me hizo preguntar, sorprendida:

—Pero ¿no has estado aún en la casa?

—Todavía no. Sólo he visto a los procuradores, los cuales me han dicho que no habrá ninguna complicación.

En su entonación había algo que me hizo seguir preguntando:

—¿Es que no sientes ninguna curiosidad por ver lo que hay allí?

Me dirigió una mirada acongojada —casi suplicante— que yo comprendí; e inmediatamente dijo:

—¿Irá usted conmigo?

—Algún día, con mucho gusto... pero no la primera vez. La primera visita tienes que hacerla sola. Lo que encontrarás allí —completé (pues había advertido su semblante)—, ahora no debes considerarlo como las reliquias de ella...

—...¿Sino como las reliquias de él?

—Habida cuenta de la relación íntima de Marmaduke con ellas, ¿acaso su muerte no te las ha convertido en eso?

Se le iluminó el rostro; me di cuenta de que me agradecía haberle formulado esa concepción.

—Comprendo —murmuró—, comprendo. Son las reliquias de él. Iré.

Lavinia fue a la casa de Westbourne Terrace y hace tres días vino a verme. Son realmente maravillas, al parecer, tesoros extraordinarios, y no falta ni uno. La semana próxima iré con ella; podré verlos por fin. ¿Cómo dices? ¿Que a ti tengo que contártelo todo sobre ellos? Cómo no, mi querido amigo.

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