miércoles, 25 de junio de 2014

La liga de los pelirrojos

Sir Arthur Conan Doyle

Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.

—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente.

—Temí que estuviera usted ocupado.

—Lo estoy, y mucho.

—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.

—Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.

El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa.

—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.

—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí.

—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.

—Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda.

—Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curio­sas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos pequeños e incluso con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido sólo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto.

El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto.

Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco gris-amarillento con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de ter­ciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.

Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas.

—Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más —dijo.

El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clava­dos en mi compañero.

—¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? —preguntó—. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan cierto como el Evangelio que empecé siendo carpintero de barcos.

—Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más.

—Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?

—No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.

—¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?

—¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?

—Bien. ¿Y lo de China?

—El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca derecha sólo se ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.

El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.

—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.
—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?

—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor.

Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:

«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.—Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas de la Liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street.»

—¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber leído dos veces el extravagante anuncio.

Holmes se rio por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba de buen humor.

—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenoslo todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.

—Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente dos meses.

—Muy bien. Vamos, señor Wilson.

—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson secándose la frente—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener dos empleados, pero ahora sólo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga, mientras aprende el oficio.

—¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock Holmes.

—Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta dificil calcular su edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?

—Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante o su anuncio.

—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Jamás he visto a nadie tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando instantáneas cuando debería estar cultivando la mente, y luego zambulléndose en el sótano como un conejo en su madriguera para revelar las fotos. Ese es su principal defecto; pero en conjunto es un buen trabajador. Y no tiene vicios.

—Todavía sigue con usted, supongo.

—Sí, señor. Él y una chica de catorce años, que cocina un poco y se encarga de la limpieza. Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy viudo y no tengo más familia. Los tres llevamos una vida muy tranquila, sí señor, y nos dábamos por satisfechos con tener un techo bajo el que cobijarnos y pagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos sacó de nuestras casillas. Hace justo ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina con este mismo periódico en la mano diciendo:

»—¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo!

»—¿Y eso por qué? ——pregunté yo.

»—Mire —dijo—: hay otra plaza vacante en la Liga de los Pelirrojos. Eso significa una pequeña fortuna para el que pueda conseguirla, y tengo entendido que hay más plazas vacantes que personas para ocuparlas, de manera que los albaceas andan como locos sin saber qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiara de color, este puestecillo me vendría a la medida.

»—Pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá usted, señor Spaulding, yo soy un hombre muy casero y como mi negocio viene a mí, en lugar de tener que ir yo a él, muchas veces pasan semanas sin que ponga los pies más allá del felpudo de la puerta. Por eso no estoy muy enterado de lo que ocurre por ahí fuera y siempre me agrada recibir noticias.

»—¿Es que nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos? —preguntó Spaulding, abriendo mucho los ojos.

»—Nunca.

»—¡Caramba, me sorprende mucho, ya que usted podría optar perfectamente a una de las plazas!

»—¿Y qué sacaría con ello?

»—Bueno, nada más que un par de cientos al año, pero el trabajo es mínimo y apenas interfiere con las demás ocupaciones que uno tenga.

»Como podrá imaginar, aquello me hizo estirar las orejas, pues el negocio no marchaba demasiado bien en los últimos años, y doscientas libras de más me habrían venido muy bien.

»—Cuénteme todo lo que sepa —le dije.

»——Bueno ——dijo, enseñándome el anuncio——, como puede ver, existe una vacante en la Liga y aquí está la dirección en la que deben presentarse los aspirantes. Por lo que yo sé, la Liga fue fundada por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, un tipo bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por todos los pelirrojos, de manera que cuando murió se supo que había dejado toda su enorme fortuna en manos de unos albaceas, con instrucciones de que invirtieran los intereses en proporcionar empleos cómodos a personas con dicho color de pelo. Según he oído, la paga es espléndida y apenas hay que hacer nada.

»——Pero tiene que haber millones de pelirrojos que soliciten un puesto de esos ——dije yo.

»——Menos de los que usted cree ——respondió——. Verá, la oferta está limitada a los londinenses mayores de edad. Este americano procedía de Londres, de donde salió siendo joven, y quiso hacer algo por su vieja ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si uno tiene el pelo rojo claro o rojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojo intenso y brillante como el fuego. Pero si usted se presentara, señor Wilson, le aceptarían de inmediato. Aunque quizá no valga la pena que se tome esa molestia sólo por unos pocos cientos de libras.

»Ahora bien, es un hecho, como pueden ver por sí mismos, que mi cabello es de un tono rojo muy intenso, de ma­nera que me pareció que, por mucha competencia que hubiera, yo tenía tantas posibilidades como el que más. Vincent Spaulding parecía estar tan informado del asunto que pensé que podría serme útil, de modo que le dije que echara el cierre por lo que quedaba de jornada y me acompañara. Se alegró mucho de poder hacer fiesta, así que cerramos el negocio y partimos hacia la dirección que indicaba el anuncio.

»No creo que vuelva a ver en mi vida un espectáculo semejante, señor Holmes. Del norte, del sur, del este y del oeste, todos los hombres cuyo cabello presentara alguna tonalidad rojiza se habían plantado en la City en respuesta al anuncio. Fleet Street se encontraba abarrotada de pelirrojos, y Pope’s Court parecía el carro de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que hubiera en el país tantos pelirrojos como los que habían acudido atraídos por aquel solo anuncio. Los había de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, de perro setter, rojo hígado, rojo arcilla… pero, como había dicho Spaulding, no había muchos que presentaran la auténtica tonalidad rojo-fuego. Cuando vi que eran tantos, me desanimé y estuve a punto de echarme atrás; pero Spaulding no lo consintió. No me explico cómo se las arregló, pero a base de empujar, tirar y embestir, consiguió hacerme atravesar la multitud y llegar hasta la escalera que llevaba a la oficina. En la escalera había una doble hilera de personas: unas que subían esperanzadas y otras que bajaban rechazadas; pero también allí nos abrimos paso como pudimos y pronto nos encontramos en la oficina.

—Una experiencia de lo más divertida —comentó Holmes, mientras su cliente hacía una pausa y se refrescaba la memoria con una buena dosis de rapé—. Le ruego que continúe con la interesantísima exposición.

—En la oficina no había nada más que un par de sillas de madera y una mesita, detrás de la cual se sentaba un hombre menudo, con una cabellera aún más roja que la mía. Cambiaba un par de palabras con cada candidato que se presentaba y luego siempre les encontraba algún defecto que los descalificaba. Por lo visto, conseguir la plaza no era tan sencillo como parecía. Sin embargo, cuando nos llegó el turno, el hombrecillo se mostró más inclinado por mí que por ningún otro, y cerró la puerta en cuanto entramos, para poder hablar con nosotros en privado.

»—Éste es el señor Jabez Wilson —dijo mi empleado—, y aspira a ocupar la plaza vacante en la Liga.

»—Y parece admirablemente dotado para ello —respondió el otro—. Cumple todos los requisitos. No recuerdo haber visto nada tan perfecto.

»Retrocedió un paso, torció la cabeza hacia un lado y me miró el pelo hasta hacerme ruborizar. De pronto, se abalanzó hacia mí, me estrechó la mano y me felicitó calurosamente por mi éxito.

»—Sería una injusticia dudar de usted —dijo—, pero estoy seguro de que me perdonará usted por tomar una precaución obvia —y diciendo esto, me agarró del pelo con las dos manos y tiró hasta hacerme chillar de dolor—. Veo lágrimas en sus ojos —dijo al soltarme—, lo cual indica que todo está como es debido. Tenemos que ser muy cuidadosos, porque ya nos han engañado dos veces con pelucas y una con tinte. Podría contarle historias sobre tintes para zapatos que le harían sentirse asqueado de la condición humana —se acercó a la ventana y gritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones, que la plaza estaba cubierta. Desde abajo nos llegó un gemido de desilusión, y la multitud se desbandó en distintas direcciones hasta que no quedó una cabeza pelirroja a la vista, exceptuando la mía y la del gerente.

»—Me llamo Duncan Ross —dijo éste—, y soy uno de los pensionistas del fondo legado por nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?

»Le respondí que no. Al instante se le demudó el rostro.

»—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto es muy grave, de verdad. Lamento oírle decir eso. El legado, naturalmente, tiene como objetivo la propagación y expansión de los pelirrojos, y no sólo su mantenimiento. Es un terrible inconveniente que sea usted soltero.

»Al oír aquello, puse una cara muy larga, señor Holmes, pensando que después de todo no iba a conseguir la plaza; pero después de pensárselo unos minutos, el gerente dijo que no importaba.

»—De tratarse de otro —dijo—, la objeción habría podido ser fatal, pero creo que debemos ser un poco flexibles a favor de un hombre con un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?

»—Bueno, hay un pequeño problema, ya que tengo un negocio propio —dije.

»—¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wilson! —dijo Vincent Spaulding—. Yo puedo ocuparme de ello por usted.

»—¿Cuál sería el horario? —pregunté.

»—De diez a dos.

»Ahora bien, el negocio del prestamista se hace principalmente por las noches, señor Holmes, sobre todo las noches del jueves y el viernes, justo antes del día de paga; de manera que me vendría muy bien ganar algún dinerillo por las mañanas. Además, me constaba que mi empleado era un buen hombre y que se encargaría de lo que pudiera presentarse.

»—Me viene muy bien —dije—. ¿Y la paga?

»—Cuatro libras a la semana.

»—¿Y el trabajo?

»—Es puramente nominal.

»—¿Qué entiende usted por puramente nominal?

»—Bueno, tiene usted que estar en la oficina, o al menos en el edificio, todo el tiempo. Si se ausenta, pierde para siempre el puesto. El testamento es muy claro en este aspecto. Si se ausenta de la oficina durante esas horas, falta usted al compromiso.

»—No son más que cuatro horas al día, y no pienso ausentarme —dije.

»—No se acepta ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—. Ni enfermedad, ni negocios, ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí o pierde el empleo.

»—¿Y el trabajo?

»—Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante tiene el primer volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel secante; nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar mañana?

»—Desde luego.

»—Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle una vez más por el importante puesto que ha tenido la suerte de conseguir.

»Se despidió de mí con una reverencia y yo me volví a casa con mi empleado, sin apenas saber qué decir ni qué hacer, tan satisfecho me sentía de mi buena suerte.

»Me pasé todo el día pensando en el asunto y por la noche volvía a sentirme deprimido, pues había logrado convencerme de que todo aquello tenía que ser una gigantesca estafa o un fraude, aunque no podía imaginar qué se proponían con ello. Parecía absolutamente increíble que alguien dejara un testamento semejante, y que se pagara semejante suma por hacer algo tan sencillo como copiar la Enciclopedia Británi­ca. Vincent Spaulding hizo todo lo que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya había decidido desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que valla la pena probar, así que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y siete pliegos de papel, y me encaminé a Pope’s Court.

»Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de boca. Encontré la mesa ya preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver si me presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo que empezara por la letra A y me dejó solo; pero se dejaba caer de vez en cuando para comprobar que todo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes, me felicitó por lo mucho que había escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí.

»Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el sábado se presentó el gerente y me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió a la semana siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada mañana y, con el tiempo, dejó de presentarse. Aun así, como es natural, yo no me atrevía a ausentarme de la habitación ni un instante, pues no estaba seguro de cuándo podría aparecer, y el empleo era tan bueno y me venía tan bien que no quería arriesgarme a perderlo.

»De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las cuales escribí sobre Abades, Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y esperaba llegar muy pronto a la B si me aplicaba. Tuve que gastar algo en papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se acabó.

—¿Que se acabó?

—Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí al trabajo a las diez en punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una pequeña cartulina clavada en la madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.

Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. En ella estaba escrito lo siguiente:

«HA QUEDADO DISUELTA LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.
9 de octubre de 1890»

Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y la cara afligida que había detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tan completamente las demás consideraciones que ambos nos echamos a reír a carcajadas.

—No sé qué les hace tanta gracia —exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de su llameante cabello—. Si lo mejor que saben hacer es reírse de mí, más vale que recurra a otros.

—No, no —exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la silla de la que casi se había levantado—. Le aseguro que no dejaría escapar su caso por nada del mundo. Resulta reconfortantemente insólito. Pero, si me perdona que se lo diga, el asunto presenta algunos aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted después de encontrar esta tarjeta en la puerta?

—Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces entré en las oficinas de al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada del asunto. Por último, me dirigí al administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si sabía qué había pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me respondió que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Me dijo que era la primera vez que oía ese nombre.

»—Bueno —dije yo—, me refiero al caballero del número 4.

»—Cómo, ¿el pelirrojo?

»—Sí.

»—¡Oh! —dijo—. Se llama William Morris. Es abogado y estaba utilizando el local como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas oficinas. Se marchó ayer.

»—¿Dónde puedo encontrarlo?

»—Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí, eso es, King Edward Street, número 17, cerca de San Pablo. »Salí disparado, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales y que allí nadie había oído hablar del señor William Morris ni del señor Duncan Ross.

—¿Y qué hizo entonces? —preguntó Holmes.

—Volví a mi casa en Saxe-Coburg Square y pedí consejo a mi empleado. Pero no pudo darme ninguna solución, aparte de decirme que, si esperaba, acabaría por recibir noticias por carta. Pero aquello no me bastaba, señor Holmes. No estaba dispuesto a perder un puesto tan bueno sin luchar, y como había oído que usted tenía la amabilidad de aconsejar a la pobre gente necesitada, me vine directamente a verle.

—E hizo usted muy bien —dijo Holmes—. Su caso es de lo más notable y me encantará echarle un vistazo. Por lo que me ha contado, me parece muy posible que estén en juego cosas más graves que lo que parece a simple vista.

—¡Ya lo creo que son graves! —dijo el señor Jabez Wilson—. ¡Como que me he quedado sin cuatro libras a la semana!

—Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no veo que tenga motivos para quejarse de esta extraordinaria Liga. Por el contrario, tal como yo lo veo, ha salido usted ganando unas treinta libras, y eso sin mencionar los detallados conocimientos que ha adquirido sobre todos los temas que empiezan por la letra A. Usted no ha perdido nada.

—No, señor. Pero quiero averiguar algo sobre ellos, saber quiénes son y qué se proponían al hacerme esta jugarreta… si es que se trata de una jugarreta. La broma les ha salido bastante cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.

—Procuraremos poner en claro esos puntos para usted. Pero antes, una o dos preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien le hizo fijarse en el anuncio… ¿cuánto tiempo llevaba con usted?

—Entonces llevaba como un mes más o menos.

—¿Cómo llegó hasta usted?

—En respuesta a un anuncio.

—¿Fue el único aspirante?

—No, recibí una docena.

—¿Y por qué lo eligió a él?

—Porque parecía listo y se ofrecía barato.

—A mitad de salario, ¿no es así?

—Eso es.

—¿Cómo es este Vincent Spaulding?

—Bajo, corpulento, de movimientos rápidos, barbilampiño, aunque no tendrá menos de treinta años. Tiene una mancha blanca de ácido en la frente.

Holmes se incorporó en su asiento muy excitado.

—Me lo había figurado —dijo—. ¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas perforadas, como para llevar pendientes?

—Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una gitana cuando era muchacho.

—¡Hum! —exclamó Holmes, sumiéndose en profundas reflexiones—. ¿Sigue aún con usted?

—¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle.

—¿Y el negocio ha estado bien atendido durante su ausencia?

—No tengo ninguna queja, señor. Nunca hay mucho tra­bajo por las mañanas.

—Con eso bastará, señor Wilson. Tendré el gusto de darle una opinión sobre el asunto dentro de uno o dos días. Hoy es sábado; espero que para el lunes hayamos llegado a una conclusión.

—Bien, Watson —dijo Holmes en cuanto nuestro visitante se hubo marchado—. ¿Qué saca usted de todo esto?

—No saco nada —respondí con franqueza—. Es un asunto de lo más misterioso.

—Como regla general —dijo Holmes—, cuanto más extravagante es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Son los delitos corrientes, sin ningún rasgo notable, los que resultan verdaderamente desconcertantes, del mismo modo que un rostro vulgar resulta más difícil de identificar. Tengo que ponerme inmediatamente en acción.

—¿Y qué va usted a hacer? —pregunté.

—Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que le ruego que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.

Se acurrucó en su sillón con sus flacas rodillas alzadas hasta la nariz de halcón, y allí se quedó, con los ojos cerrados y la pipa de arcilla negra sobresaliendo como el pico de algún pájaro raro. Yo había llegado ya a la conclusión de que se había quedado dormido, y de hecho yo mismo empezaba a dar cabezadas, cuando de pronto saltó de su asiento con el gesto de quien acaba de tomar una resolución, y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea.

—Esta noche toca Sarasate en el St. James Hall —comentó—. ¿Qué le parece, Watson? ¿Podrán sus pacientes prescindir de usted durante unas pocas horas?

—No tengo nada que hacer hoy. Mi trabajo nunca es muy absorbente.

—Entonces, póngase el sombrero y venga. Antes tengo que pasar por la City, y podemos comer algo por el camino. He visto que hay en el programa mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana o la francesa. Es introspectiva y yo quiero reflexionar. ¡En marcha!

Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, y una corta caminata nos llevó a Saxe-Coburg Square, escenario de la singular historia que habíamos escuchado por la mañana. Era una placita insignificante, pobre pero de aspecto digno, con cuatro hileras de desvencijadas casas de ladrillo, de dos pisos, rodeando un jardincito vallado, donde un montón de hierbas sin cuidar y unas pocas matas de laurel ajado mantenían una dura lucha contra la atmósfera hostil y cargada de humo. En la esquina de una casa, tres bolas doradas y un rótulo marrón con las palabras «JABEZ WILSON» en letras de oro anunciaban el local donde nuestro pelirrojo cliente tenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo ante la casa, con la cabeza ladeada, y la examinó atentamente, con los ojos brillándole bajo los párpados fruncidos. A continuación, caminó despacio calle arriba y calle abajo, sin dejar de examinar las casas. Por último, regresó frente a la tienda del prestamista y, después de dar dos o tres fuertes golpes en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió al instante un joven con cara de listo y bien afeitado, que le invitó a entrar.

—Gracias —dijo Holmes—. Sólo quería preguntar por dónde se va desde aquí al Strand.

—La tercera a la derecha y la cuarta a la izquierda —respondió sin vacilar el empleado, cerrando a continuación la puerta.

—Un tipo listo —comentó Holmes mientras nos alejábamos—. En mi opinión, es el cuarto hombre más inteligente de Londres; y en cuanto a audacia, creo que podría aspirar al tercer puesto. Ya he tenido noticias suyas anteriormente.

——s evidente ——dije yo— que el empleado del señor Wilson desempeña un importante papel en este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le ha preguntado el camino sólo para poder echarle un vistazo.

—No a él.

—Entonces, ¿a qué?

—A las rodilleras de sus pantalones.

—¿Y qué es lo que vio?

—Lo que esperaba ver.

—¿Para qué golpeó el pavimento?

—Mi querido doctor, lo que hay que hacer ahora es observar, no hablar. Somos espías en territorio enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las calles que hay detrás.

La calle en la que nos metimos al dar la vuelta a la esquina de la recóndita Saxe-Coburg Square presentaba con ésta tanto contraste como el derecho de un cuadro con el revés. Se trataba de una de las principales arterias por donde discurre el tráfico de la City hacia el norte y hacia el oeste. La calzada estaba bloqueada por el inmenso río de tráfico comercial que fluía en ambas direcciones, y las aceras no daban abasto al presuroso enjambre de peatones. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes y oficinas lujosas, nadie habría pensado que su parte trasera estuviera pegada a la de la solitaria y descolorida plaza que acabábamos de abandonar.

—Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la hilera de edificios—. Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis aficiones es conocer Londres al detalle. Aquí está Mortimer’s, la tienda de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal de Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y las cocheras McFarlane. Con esto llegamos a la siguiente manzana. Y ahora, doctor, nuestro trabajo está hecho y ya es hora de que tengamos algo de diversión. Un bocadillo, una taza de café y derechos a la tierra del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no hay clientes pelirrojos que nos fastidien con sus rompecabezas.

Mi amigo era un entusiasta de la música, no sólo un intérprete muy dotado, sino también un compositor de méritos fuera de lo común. Se pasó toda la velada sentado en su butaca, sumido en la más absoluta felicidad, marcando suavemente el ritmo de la música con sus largos y afilados dedos, con una sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y soñadores que se parecían muy poco a los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable, Holmes el astuto e infalible azote de criminales. La curiosa dualidad de la naturaleza de su carácter se manifestaba alternativamente, y muchas veces he pensado que su exagerada exactitud y su gran astucia representaban una reacción contra el humor poético y contemplativo que de vez en cuando predominaba en él. Estas oscilaciones de su carácter lo llevaban de la languidez extrema a la energía devoradora y, como yo bien sabía, jamás se mostraba tan formidable como después de pasar días enteros repantigado en su sillón, sumido en sus improvisaciones y en sus libros antiguos. Entonces le venía de golpe el instinto cazador, y sus brillantes dotes de razonador se elevaban hasta el nivel de la intuición, hasta que aquellos que no estaban familiarizados con sus métodos se le quedaban mirando asombrados, como se mira a un hombre que posee un conocimiento superior al de los demás mortales. Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del St. James Hall, sentí que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto cazar.

—Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor —dijo en cuanto salimos.

—Sí, ya va siendo hora.

—Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas. Este asunto de Coburg Square es grave.

—¿Por qué es grave?

—Se está preparando un delito importante. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho de que hoy sea sábado complica las cosas. Necesitaré su ayuda esta noche.

—¿A qué hora?

—A las diez estará bien.

—Estaré en Baker Street a las diez.

—Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que haya algo de peligro, así que haga el favor de echarse al bolsillo su revólver del ejército.

Se despidió con un gesto de la mano, dio media vuelta y en un instante desapareció entre la multitud.

No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino, y sin embargo, siempre que trataba con Sherlock Holmes me sentía como agobiado por mi propia estupidez. En este caso había oído lo mismo que él, había visto lo mismo que él, y sin embargo, a juzgar por sus palabras, era evidente que él veía con claridad no sólo lo que había sucedido, sino incluso lo que iba a suceder, mientras que para mí todo el asunto seguía igual de confuso y grotesco. Mientras me dirigía a mi casa en Kensington estuve pensando en todo ello, desde la extraordinaria historia del pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la visita a Saxe-Coburg Square y las ominosas palabras con que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué era aquella expedición nocturna, y por qué tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir y qué íbamos a hacer? Holmes había dado a entender que aquel imberbe empleado del prestamista era un tipo de cuidado, un hombre empeñado en un juego importante. Traté de descifrar el embrollo, pero acabé por darme por vencido, y decidí dejar de pensar en ello hasta que la noche aportase alguna explicación.

A las nueve y cuarto salí de casa, atravesé el parque y recorrí Oxford Street hasta llegar a Baker Street. Había dos coches aguardando en la puerta, y al entrar en el vestíbulo oí voces arriba. Al penetrar en la habitación encontré a Holmes en animada conversación con dos hombres, a uno de los cuales identifiqué como Peter Jones, agente de policía; el otro era un hombre larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy lustroso y una levita abrumadoramente respetable.

—¡Ajá! Nuestro equipo está completo —dijo Holmes, abotonándose su chaquetón marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza—. Watson, creo que ya conoce al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que nos acompañará en nuestra aventura nocturna.

—Como ve, doctor, otra vez vamos de caza por parejas —dijo Jones con su retintín habitual——. Aquí nuestro amigo es único organizando cacerías. Sólo necesita un perro viejo que le ayude a correr la pieza.

—Espero que al final no resulte que hemos cazado fantasmas —comentó el señor Merryweather en tono sombrío.

—Puede usted depositar una considerable confianza en el señor Holmes, caballero —dijo el policía con aire petulante—. Tiene sus métodos particulares, que son, si me permite decirlo, un poco demasiado teóricos y fantasiosos, pero tiene madera de detective. No exagero al decir que en una o dos ocasiones, como en aquel caso del crimen de los Sholto y el tesoro de Agra, ha llegado a acercarse más a la verdad que el cuerpo de policía.

—Bien, si usted lo dice, señor Jones, por mí de acuerdo —dijo el desconocido con deferencia—. Aun así, confieso que echo de menos mi partida de cartas. Es la primera noche de sábado en veintisiete años que no juego mi partida.

—Creo que pronto comprobará —dijo Sherlock Holmes— que esta noche se juega usted mucho más de lo que se ha jugado en su vida, y que la partida será mucho más apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta es de unas treinta mil libras; y para usted, Jones, el hombre al que tanto desea echar el guante.

—John Clay, asesino, ladrón, estafador y falsificador. Es un hombre joven, señor Merryweather, pero se encuentra ya en la cumbre de su profesión, y tengo más ganas de ponerle las esposas a él que a ningún otro criminal de Londres. Un individuo notable, este joven John Clay. Es nieto de un duque de sangre real, y ha estudiado en Eton y en Oxford. Su cerebro es tan ágil como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a cada paso, nunca sabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana puede reventar una casa en Escocia, y a la siguiente puede estar recaudando fondos para construir un orfanato en Cornualles. Llevo años siguiéndole la pista y jamás he logrado ponerle los ojos encima.

—Espero tener el placer de presentárselo esta noche. Yo también he tenido un par de pequeños roces con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que se encuentra en la cumbre de su profesión. No obstante, son ya más de las diez, y va siendo hora de que nos pongamos en marcha. Si cogen ustedes el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.

Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el largo trayecto, y permaneció arrellanado, tarareando las melodías que había escuchado por la tarde. Avanzamos traqueteando a través de un interminable laberinto de calles iluminadas por farolas de gas, hasta que salimos a Farringdon Street.

—Ya nos vamos acercando —comentó mi amigo—. Este Merryweather es director de banco, y el asunto le interesa de manera personal. Y me pareció conveniente que también nos acompañase Jones. No es mal tipo, aunque profesionalmente sea un completo imbécil. Pero posee una virtud positiva: es valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando.

Nos encontrábamos en la misma calle concurrida en la que habíamos estado por la mañana. Despedimos a nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasadizo y penetramos por una puerta lateral que Merryweather nos abrió. Recorrimos un pequeño pasillo que terminaba en una puerta de hierro muy pesada. También ésta se abrió, dejándonos pasar a una escalera de piedra que terminaba en otra puerta formidable. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna y luego nos siguió por un oscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos, tras abrir una tercera puerta, a una enorme bóveda o sótano, en el que se amontonaban por todas partes grandes cajas y cajones.

—No es usted muy vulnerable por arriba —comentó Holmes, levantando la linterna y mirando a su alrededor.

—Ni por abajo —respondió el señor Merryweather, golpeando con su bastón las losas que pavimentaban el suelo—. Pero… ¡válgame Dios! ¡Esto suena a hueco! ——exclamó, alzando sorprendido la mirada.

—Debo rogarle que no haga tanto ruido —dijo Holmes con tono severo—. Acaba de poner en peligro el éxito de nuestra expedición. ¿Puedo pedirle que tenga la bondad de sentarse en uno de esos cajones y no interferir?

El solemne señor Merryweather se instaló sobre un cajón, con cara de sentirse muy ofendido, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, con ayuda de la linterna y de una lupa, empezaba a examinar atentamente las rendijas que había entre las losas. A los pocos segundos se dio por satisfecho, se puso de nuevo en pie y se guardó la lupa en el bolsillo.

—Disponemos por lo menos de una hora —dijo—, porque no pueden hacer nada hasta que el bueno del prestamista se haya ido a la cama. Entonces no perderán ni un minuto, pues cuanto antes hagan su trabajo, más tiempo tendrán para escapar. Como sin duda habrá adivinado, doctor, nos encontramos en el sótano de la sucursal en la City de uno de los principales bancos de Londres. El señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección y le explicará qué razones existen para que los delincuentes más atrevidos de Londres se interesen tanto en su sótano estos días.

—Es nuestro oro francés —susurró el director—. Ya hemos tenido varios avisos de que pueden intentar robarlo.

—¿Su oro francés?

—Sí. Hace unos meses creímos conveniente reforzar nuestras reservas y, por este motivo, solicitamos al Banco de Francia un préstamo de treinta mil napoleones de oro. Se ha filtrado la noticia de que no hemos tenido tiempo de desembalar el dinero y que éste se encuentra aún en nuestro sótano. El cajón sobre el que estoy sentado contiene dos mil napoleones empaquetados en hojas de plomo. En estos momentos, nuestras reservas de oro son mucho mayores que lo que se suele guardar en una sola sucursal, y los directores se sienten intranquilos al respecto.

—Y no les falta razón para ello —comentó Holmes—. Y ahora, es el momento de poner en orden nuestros planes. Calculo que el movimiento empezará dentro de una hora. Mientras tanto, señor Merryweather, conviene que tapemos la luz de esa linterna.

—¿Y quedarnos a oscuras?

—Me temo que sí. Traía en el bolsillo una baraja y había pensado que, puesto que somos cuatro, podría usted jugar su partidita después de todo. Pero, por lo que he visto, los preparativos del enemigo están tan avanzados que no podemos arriesgarnos a tener una luz encendida. Antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es muy osada y, aunque los cojamos por sorpresa, podrían hacernos daño si no andamos con cuidado. Yo me pondré detrás de este cajón, y ustedes escóndanse detrás de aquéllos. Cuando yo los ilumine con la linterna, rodéenlos inmediatamente. Y si disparan, Watson, no tenga reparos en tumbarlos a tiros.

Coloqué el revólver, amartillado, encima de la caja de madera detrás de la que me había agazapado. Holmes corrió la pantalla de la linterna sorda y nos dejó en la más negra oscuridad, la oscuridad más absoluta que yo jamás había experimentado. Sólo el olor del metal caliente nos recordaba que la luz seguía ahí, preparada para brillar en el instante preciso. Para mí, que tenía los nervios de punta a causa de la expecta­ción, había algo de deprimente y ominoso en aquellas súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo de la bóveda.

—Sólo tienen una vía de retirada —susurró Holmes—, que consiste en volver a la casa y salir a Saxe-Coburg Square. Espero que habrá hecho lo que le pedí, Jones.

—Tengo un inspector y dos agentes esperando delante de la puerta.

—Entonces, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora, a callar y esperar.

¡Qué larga me pareció la espera! Comparando notas más tarde, resultó que sólo había durado una hora y cuarto, pero a mí me parecía que ya tenía que haber transcurrido casi toda la noche y que por encima de nosotros debía estar amaneciendo ya. Tenía los miembros doloridos y agarrotados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el límite máximo de tensión, y mi oído se había vuelto tan agudo que no sólo podía oír la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía el tono grave y pesado de las inspiraciones del corpulento Jones, de las notas suspirantes del director de banco. Desde mi posición podía mirar por encima del cajón el piso de la bóveda. De pronto, mis ojos captaron un destello de luz.

Al principio no fue más que una chispita brillando sobre el pavimento de piedra. Luego se fue alargando hasta convertirse en una línea amarilla; y entonces, sin previo aviso ni sonido, pareció abrirse una grieta y apareció una mano, una mano blanca, casi de mujer, que tanteó a su alrededor en el centro de la pequeña zona de luz. Durante un minuto, o quizá más, la mano de dedos inquietos siguió sobresaliendo del suelo. Luego se retiró tan de golpe como había aparecido, y todo volvió a oscuras, excepto por el débil resplandor que indicaba una rendija entre las piedras.

Sin embargo, la desaparición fue momentánea. Con un fuerte chasquido, una de las grandes losas blancas giró sobre uno de sus lados y dejó un hueco cuadrado del que salía proyectada la luz de una linterna. Por la abertura asomó un rostro juvenil y atractivo, que miró atentamente a su alrededor y luego, con una mano a cada lado del hueco, se fue izando, primero hasta los hombros y luego hasta la cintura, hasta apoyar una rodilla en el borde. Un instante después estaba de pie junto al agujero, ayudando a subir a un compañero, pequeño y ágil como él, con cara pálida y una mata de pelo de color rojo intenso.

—No hay moros en la costa —susurró—. ¿Tienes el formón y los sacos? ¡Rayos y truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen sólo a mí!

Sherlock Holmes había saltado sobre el intruso, agarrándolo por el cuello de la chaqueta. El otro se zambulló de cabeza en el agujero y pude oír el sonido de la tela rasgada al agarrarlo Jones por los faldones. Brilló a la luz el cañón de un revólver, pero el látigo de Holmes se abatió sobre la muñeca del hombre, y el revólver rebotó con ruido metálico sobre el suelo de piedra.

—Es inútil, John Clay —dijo Holmes suavemente—. No tiene usted ninguna posibilidad.

—Ya veo —respondió el otro con absoluta sangre fría—. Confío en que mi colega esté a salvo, aunque veo que se han quedado ustedes con los faldones de su chaqueta.

—Hay tres hombres esperándolo en la puerta —dijo Holmes.

—¡Ah, vaya! Parece que no se le escapa ningún detalle. Tengo que felicitarle.

—Y yo a usted —respondió Holmes—. Esa idea de los pelirrojos ha sido de lo más original y astuta.

—Pronto volverá usted a ver a su amigo —dijo Jones—. Es más rápido que yo saltando por agujeros. Extienda las manos para que le ponga las esposas.

—Le ruego que no me toque con sus sucias manos —dijo el prisionero mientras las esposas se cerraban en torno a sus muñecas—. Quizá ignore usted que por mis venas corre sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga la bondad de decir siempre «señor» y «por favor».

—Perfectamente —dijo Jones, mirándolo fijamente y con una risita contenida—. ¿Tendría el señor la bondad de subir por la escalera para que podamos tomar un coche en el que llevar a vuestra alteza a la comisaría?
                         
—Así está mejor —dijo John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con una inclinación de cabeza y salió tranquilamente, custodiado por el policía.

—La verdad, señor Holmes —dijo el señor Merryweather mientras salíamos del sótano tras ellos—, no sé cómo podrá el banco agradecerle y recompensarle por esto. No cabe duda de que ha descubierto y frustrado de la manera más completa uno de los intentos de robo a un banco más audaces que ha conocido mi experiencia.

—Tenía un par de cuentas pendientes con el señor John Clay —dijo Holmes—. El asunto me ha ocasionado algunos pequeños gastos, que espero que el banco me reembolse, pero aparte de eso me considero pagado de sobra con haber tenido una experiencia tan extraordinaria en tantos aspectos, y con haber oído la increíble historia de la Liga de los Pelirrojos.

—Como ve, Watson —explicó Holmes a primeras horas de la mañana, mientras tomábamos un vaso de whisky con soda en Baker Street—, desde un principio estaba perfectamente claro que el único objeto posible de esta fantástica maquinación del anuncio de la Liga y el copiar la Enciclopedia era quitar de en medio durante unas cuantas horas al día a nuestro no demasiado brillante prestamista. Para conseguirlo, recurrieron a un procedimiento bastante extravagante, pero la verdad es que sería difícil encontrar otro mejor. Sin duda, fue el color del pelo de su cómplice lo que inspiró la idea al ingenioso cerebro de Clay. Las cuatro libras a la semana eran un cebo que no podía dejar de atraerlo, ¿y qué significaba esa cantidad para ellos, que andaban metidos en una jugada de varios miles? Ponen el anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la oficina, el otro incita al prestamista a que se presente, y juntos se las arreglan para que esté ausente todas las mañanas. Desde el momento en que oí que ese empleado trabajaba por medio salario, comprendí que tenía algún motivo muy poderoso para ocupar aquel puesto.

—Pero ¿cómo pudo adivinar cuál era ese motivo?

—De haber habido mujeres en la casa, habría sospechado una intriga más vulgar. Sin embargo, eso quedaba descartado. El negocio del prestamista era modesto, y en su casa no había nada que pudiera justificar unos preparativos tan complicados y unos gastos como los que estaban haciendo. Por tanto, tenía que tratarse de algo que estaba fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Pensé en la afición del empleado a la fotografía, y en su manía de desaparecer en el sótano. ¡El sótano! Allí estaba el extremo de este enmarañado ovillo. Entonces hice algunas averiguaciones acerca de este misterioso empleado, y descubrí que tenía que habérmelas con uno de los delincuentes más calculadores y audaces de Londres. Algo estaba haciendo en el sótano… algo que le ocupaba varias horas al día durante meses y meses. ¿Qué podía ser?, repito. Lo único que se me ocurrió es que estaba excavando un túnel hacia algún otro edificio.

»Hasta aquí había llegado cuando fuimos a visitar el escenario de los hechos. A usted le sorprendió el que yo golpeara el pavimento con el bastón. Estaba comprobando si el sótano se extendía hacia delante o hacia detrás de la casa. No estaba por delante. Entonces llamé a la puerta y, tal como había esperado, abrió el empleado. Habíamos tenido alguna que otra escaramuza, pero nunca nos habíamos visto el uno al otro. Yo apenas le miré la cara; lo que me interesaba eran sus rodillas. Hasta usted se habrá fijado en lo sucias, arrugadas y gastadas que estaban. Eso demostraba las muchas horas que había pasado excavando. Sólo quedaba por averiguar para qué excavaban. Al doblar la esquina y ver el edificio del City and Suburban Bank pegado espalda con espalda al local de nuestro amigo, consideré resuelto el problema. Mientras usted volvía a su casa después del concierto, yo hice una visita a Scodand Yard y otra al director del banco, con el resultado que ha podido usted ver.

—¿Y cómo pudo saber que intentarían dar el golpe esta noche? —pregunté.

—Bueno, el que clausuraran la Liga era señal de que ya no les preocupaba la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras, tenían ya terminado el túnel. Pero era esencial que lo utilizaran en seguida, antes de que lo descubrieran o de que trasladaran el oro a otra parte. El sábado era el día más adecuado, puesto que les dejaría dos días para escapar. Por todas estas razones, esperaba que vinieran esta noche.

—Lo ha razonado todo maravillosamente —exclamé sin disimular mi admiración—. Una cadena tan larga y, sin embargo, cada uno de sus eslabones suena a verdad.

—Me salvó del aburrimiento —respondió, bostezando—. ¡Ay, ya lo siento abatirse de nuevo sobre mí! Mi vida se consume en un prolongado esfuerzo por escapar de las vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.

—Y además, en beneficio de la raza humana —añadí yo. Holmes se encogió de hombros.


—Bueno, es posible que, a fin de cuentas, tenga alguna pequeña utilidad —comentó—. L’homme c’est ríen, l’oeuvre c’est tout, como le escribió Gustave Flaubert a George Sand.

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