martes, 13 de mayo de 2014

Mario y el mago


Thomas Mann

Torre di Venere me dejó el recuerdo de una atmósfera desagradable. Flotaba en el aire, desde un principio, cierta contrariedad, irritación, sobreexcitación; se produjo luego el choque con el terrible Cipola en cuya figura parecía encarnarse y concentrarse amenazadora toda la malignidad del ambiente; figura nefasta y harto impresionante para los ojos humanos.

El desenlace resultó espantoso (posteriormente nos pareció que estaba determinado de antemano por la misma naturaleza de las cosas) y la desgracia quiso, por añadidura, que hasta los niños asistieran a ello. Fue una situación lamentable, bastante extraña ya en sí, y que se debía a una mala inteligencia provocada por las falaces promesas de aquel hombre tan pintoresco. Los niños no comprendieron —¡gracias a Dios!— donde acababa el espectáculo y dónde comenzaba la catástrofe, y se les dejó sumirse en la feliz ilusión de que todo había sido mero teatro.

Torre se halla situada a quince quilómetros, aproximadamente, de Porto Clemente, una de las playas más frecuentadas del mar Tirreno. Con su elegancia urbana, abarrotado durante varios meses, Porto Clemente brinda al turista una calle abigarrada con bazares y hoteles, y a lo largo del mar, una amplia playa cubierta de toldos, castillos engalanados con banderas y hombres bronceados, así como la ruidosa animación de las diversiones. Como quiera que la playa, bordeada por los bosques de pinos y dominada a poca distancia por las montañas, conserva en toda la extensión de la costa su fina arena y su acogedora anchura, no es de admirar que, muy pronto, se estableciera algo más lejos una concurrencia más calmosa: Torre di Venere, en donde, desde luego, ya hace mucho tiempo que hubiera sido vano buscar la torre a la que el lugar debe su nombre. En cuanto lugar veraniego, es un rebrote del gran balneario vecino; durante unos cuantos años, para algunas gentes, fue un sitio idílico, un refugio de esos amigos del elemento marino que rehuyen las mundanidades. No obstante, tal como ocurre siempre, la paz tuvo que abandonar a Torre para desplazarse un poco más lejos, sobre la costa, a Marina Patriera, o Dios sabe adónde; la gente, como todos sabemos, busca la paz y la expulsa abalanzándose sobre ella con una pasión ridícula; e incluso es capaz de imaginarse que la paz no ha huido de aquel lugar en que acaba de erigir su ruidosa feria.

En la actualidad, Torre posee ya su «Grand Hotel»; se han establecido allí numerosas casas de huéspedes, lujosas o sencillas; los propietarios e inquilinos de las villas estivales y de los jardines poblados de pinos bordeando el mar, ya no conocen la tranquilidad de la playa; en julio o en agosto, el cuadro que ofrece el lugar en nada se diferencia ya del de Porto Clemente. Por doquier, pululan niños vestidos con traje de baño que gritan, gorjean y se disputan bajo el ardor de un sol que les pela la nuca, y los vendedores de ostras, de refrescos, de flores, de adornos de coral y de al burro pisan los miembros de las personas tendidas en la arena, anunciando a grandes gritos su mercancía, con la voz llena y franca del Sur.

 El lugar nos pareció bastante hermoso; desde luego, juzgamos que habíamos llegado demasiado temprano. Era a mediados de agosto y, por consiguiente, la temporada italiana se hallaba en su apogeo; no es éste el momento más oportuno para los extranjeros que desean apreciar los encantos de aquel lugar.

¡Qué multitud, por las tardes, en los jardines de los cafés del paseo —por ejemplo, en el «Esquisito», adonde solíamos ir de vez en cuando, y en donde nos servía Mario, aquel mismo Mario del que hablaré más adelante—! Apenas es posible encontrar una mesa libre y las orquestas, desentendiéndose una de otra, entrecruzan recíprocamente sus melodías. Por añadidura, todas las tardes llegan refuerzos de Porto Clemente, y es muy natural que Torre sea para los huéspedes turbulentos de aquella ciudad de placeres una meta favorita de excursión, lo que tiene por consecuencia que los automóviles «Fiat», que pasan en uno y otro sentido, cubran los arbustos de laurel y oleandro, que bordean la carretera, de un espeso polvo blanco; espectáculo que resulta pintoresco, pero repelente a la luz.

A decir verdad, es setiembre el mes en que se debe ir a Torre di Venere, cuando el balneario se haya librado ya del gran público, o en el mes de mayo, antes de que el mar alcance aquel grado de color que acabe por decidir a los meridionales a sumergirse en sus aguas. Por lo demás, Torre no aparece tampoco abandonada antes ni después de la temporada; pero, no obstante, es más tranquila y menos «nacional». Bajo los quitasoles de los toldos y en los comedores de las pensiones, se oye hablar, sobre todo, inglés, alemán y francés, mientras en el mes de agosto el forastero encontrará los hoteles —por lo menos el «Grand Hotel» en el que habíamos reservado nuestras habitaciones, a falta de otras direcciones más personales— enteramente en manos de la buena sociedad florentina y romana, hasta tal punto, que se sentirá aislado y en determinados momentos le parecerá que no es más que un huésped de segunda categoría.

Tal fue la molesta experiencia que hicimos la misma noche de nuestra llegada, al bajar al comedor con la intención de cenar y al indicarnos el jefe de los camareros una mesa. No había nada que reprochar a dicha mesa; pero nos cautivaba la vista de la terraza vecina, cuyos ventanales vidrieros daban sobre el mar; estaba tan animada como la sala, pero no tan llena, y en las mesitas brillaban unas diminutas lámparas con pantalla roja.

Los niños se mostraron encantados con aquel esplendor y declaramos a los camareros, simplemente, que preferíamos comer en la terraza; lo que sólo puso de manifiesto nuestra ignorancia, según parecía, pues fuimos informados con una cortesía algo forzada de que aquel puesto íntimo estaba reservado a «nuestros parroquianos», ai nostri clienti.

¿A nuestros clientes? Pero, ¡si también nosotros lo éramos! Y no sólo unos meros transeúntes, efímeros, sino que íbamos a habitar la casa durante tres o cuatro semanas, como huéspedes fijos. No pretendimos insistir para poner en claro la diferencia existente entre gente como nosotros y aquella clientela que gozaba el privilegio de comer a la luz de las lamparitas encarnadas, y acabamos tomando el pranzo en la mesa que nos fue asignada en la sala, iluminada por la luz ordinaria y común. La cena resultó, desde luego, bastante mediocre, según la sempiterna norma hotelera, sin personalidad y aun poco sabrosa; más tarde, encontramos mucho mejor la cocina de la «Pensión Eleonora», diez pasos más alejada de la playa.
Allí nos trasladamos, en efecto, antes de habernos instalado decididamente en el «Grand Hotel», transcurridos tres o cuatro días: no por el atractivo de la terraza y las lamparitas encarnadas, ya que los niños, amistando en seguida con los camareros y botones, embrujados por los placeres del mar, olvidaron rápidamente la seducción de las pantallas coloradas.

Pero, chocando con determinados parroquianos de la codiciada terraza —o, mejor dicho, tan sólo con la dirección del hotel, la cual se deshacía en complacencias ante los mismos—, pronto surgió uno de aquellos conflictos que son capaces de imprimir, desde un principio, el sello del desagrado a una estada veraniega.

Entre dichos parroquianos se hallaban miembros de la alta aristocracia romana, un príncipe X con su familia; y como quiera que las habitaciones de dicho grupo eran inmediatas a las nuestras, la princesa —muy gran señora y al mismo tiempo apasionada madre— quedó aterrorizada al descubrir los restos de una tos ferina que poco antes afectara simultáneamente a nuestros hijos, y cuyos débiles ecos tardíos continuaban interrumpiendo todavía de vez en cuando, durante la noche, el sueño generalmente imperturbable del más pequeño.

Movida la tal señora por un sentimiento de dignidad, y creyendo que la tos ferina se contagia también por vía acústica, se quejó de ello ante el director del hotel y éste —cumplido manager enlevitado— se apresuró a manifestarnos que era absolutamente preciso que nos alojáramos en una dependencia anexa al establecimiento.

Resultó completamente inútil elevar protestas, alegando que la enfermedad del niño se hallaba en su fase final, que se la debía considerar como acabada y que, desde luego, no ofrecía peligro alguno para el medio ambiente. El máximo que se nos concedió fue llevar el conflicto ante la autoridad médica, planteando el problema con vistas a una decisión inapelable, al doctor del establecimiento; única y exclusivamente a éste, y a ningún otro que hubiéramos podido proponer nosotros mismos.

Aceptamos dicho acuerdo, convencidos como estábamos de que de este modo la princesa quedaría tranquilizada, evitándonos a la vez la molestia de un traslado. Presentóse el doctor y dio pruebas de ser un leal servidor de la ciencia. Auscultó al pequeño, dio por terminada la evolución de la dolencia y negó rotundo la existencia del menor peligro. Ya nos suponíamos con derecho a dar por resuelto el incidente; pero he aquí que el director del hotel nos declaró inmediatamente que, a pesar del dictamen facultativo, era preciso dejar nuestras habitaciones y que nos alojáramos en el anexo del establecimiento.

Tamaño bizantinismo nos sublevó. Era inverosímil que la desleal testarudez con que acabábamos de chocar pudiera atribuirse a la princesa. Sin duda, el servil hotelero no se había atrevido siquiera a comunicarle el resultado del examen médico. De todos modos, le dimos a comprender que preferíamos abandonar el hotel, y, sin más tardar, preparamos nuestras maletas. No nos costaba mucho obrar de esta manera, pues entretanto habíamos tenido ocasión de entablar relaciones con la «Pensión Eleonora», cuyo aspecto amable e íntimo nos gustó desde el primer momento, ganando una conocida altamente simpática en la persona de la propietaria signora Angiolieri.

La señora Angiolieri, graciosa dama de ojos negros, de tipo marcadamente toscano, podía estar alboreando los treinta. Tenía la tez marfil mate de tantas mujeres meridionales. Su esposo, hombre vestido con sumo esmero, silencioso y calvo, poseía en Florencia un hotel bastante grande, y el matrimonio no dirigía la sucursal en Torre di Venere sino en verano y a principios de otoño.

Sin embargo, antaño —antes de su matrimonio— nuestra anfitriona había sido dama de compañía e incluso amiga de la Duse, tiempos que ella misma consideraba, según toda evidencia, como la época más grande y feliz de su vida, comenzando a explicarnos recuerdos de la gran actriz trágica desde nuestra primera visita a su casa.

Las mesitas y estanterías del salón de la señora Angiolieri aparecían ornadas con innumerables fotografías de la famosa actriz, animadas con afectuosísimas dedicatorias, así como muchos otros recuerdos de su vida pretérita. Y aunque no fuera totalmente, atrevido suponer que el culto de su interesante pasado estaba, en cierto modo, destinado a acrecentar la atracción de su empresa actual, escuchamos el relato que nos hacía, con su acento toscano staccato y sonoro.

Mandamos trasladar allí nuestro equipaje, con vivo sentimiento del personal del «Grand Hotel», el cual —según costumbre italiana— quería mucho a los niños. Las habitaciones que nos fueron asignadas eran independientes y agradables; era facilísimo el contacto con el mar, por una avenida de plátanos jóvenes que conducía al paseo de la playa; el comedor, en donde la propia señora Angiolieri servía la sopa a sus huéspedes, era fresco y pulcro; el servicio, atento y complaciente, las viandas excelentes.

Incluso encontramos en la pensión a unos amigos de Viena con quienes podíamos platicar ante la casa, después de la cena, y gracias a los cuales conocimos a otras personas más. Nos sentimos felices de aquella mudanza y nada nos faltaba para estar satisfechos de nuestra estancia.

Y, sin embargo, no era posible encontrarnos completamente a gusto. Acaso nos perseguía aún el motivo absurdo de nuestro cambio de alojamiento; en cuanto a mí se refiere, confieso que me cuesta acomodarme al roce con ciertos modales humanos —demasiado humanos—, como son el abuso cándido del poder, la injusticia y la corrupción servil. Me preocuparon durante mucho tiempo, sumiéndome en reflexiones irritadas cuya esterilidad es consecuencia de la excesiva facilidad y naturalidad de esta clase de fenómenos.

A pesar de todo, ni siquiera nos sentíamos enfadados con el «Grand Hotel». Los niños continuaban cultivando sus amistades en él; el conserje les reparaba sus juguetes rotos y, de vez en cuando, tomábamos el té en el jardín de dicho establecimiento, no sin encontrar a la ya mencionada princesa, que, con sus rojos labios, reforzados artificialmente con un matiz de coral, hacía su aparición con pasos graciosamente seguros, para ver a sus amadísimos hijos, confiados durante todo el día a la vigilancia de una señorita inglesa; no parecía sospechar siquiera nuestra peligrosa vecindad, pues tan pronto ella aparecía, quedó estrictamente prohibido a nuestro pequeño que tosiera o carraspeara lo más mínimo.

¿Es preciso añadir que el calor era excesivo? Resultó verdaderamente africano; en cuanto uno se alejaba de los bordes de la azul frescura, el reino del terror solar se hacía tan inexorable que los contadísimos pasos para ir de la playa a la mesa del almuerzo, aun cuando uno sólo estuviera ataviado con un ligero pijama, constituían una empresa penosa que hacía soltar suspiros de antemano.

¿Os place esto? ¿Podéis gustar de ello durante semanas? Es el Sur, qué duda cabe; el tiempo clásico y el clima que viera florecer la civilización humana; es el sol de Homero, etc… Sin embargo, al cabo de cierto tiempo, soy incapaz de evitar que encuentre ese clima estúpido. El ardiente vacío del cielo se me hace pesado, a la larga; bien es verdad que la vivacidad de los colores, la inmensa candidez de la luz y su integridad despiertan sentimientos alegres, inspiran despreocupación y nos confieren independencia frente a los caprichos y sorpresas del tiempo. Pero, sin que lo percibamos en un principio, aquella claridad deja insatisfechas otras necesidades más profundas y complejas, del alma nórdica, acabando por inspirar algo semejante a menosprecio.

Tenéis toda la razón: sin aquella historia tan nimia de la tos ferina, sin duda, no me hubiera asaltado la misma expresión. Me sentía contrariado; a veces, quería sentirlo y de un modo semiinconsciente aprovechaba un motivo espiritual que se ponía a mi alcance, si no para producirme aquel sentimiento, al menos para legitimarlo y corroborarlo. Pero si nos queréis imputar mala voluntad —ello es obvio en cuanto se refiere al mar y a las mañanas pasadas sobre la fina arena, frente a un eterno esplendor—, no obstante, contrariamente a cuanto hubiera podido esperarse, ni siquiera en la playa conseguimos encontrarnos a nuestro gusto y sentirnos felices.

Era todavía temprano, demasiado temprano. La playa se hallaba en poder de la clase media indígena, tipo de humanidad agradable, evidentemente, y una vez más tenéis razón; entre los jóvenes, se podía admirar mucho encanto físico y sana gracia; pero nos veíamos también inevitablemente rodeados de mucha humana mediocridad y tontería pequeño burguesa, lo que —confesadlo—, aun llevando el sello de aquellas regiones, no resulta más encantador que en nuestras tierras del Norte.

¡Qué voces de mujer! A veces, cuesta mucho trabajo creer que nos hallamos en la patria del canto occidental: Fuggièro…! Aún hoy tengo en el oído este apelativo, por haberlo oído resonar cien veces, muy cerca de mí, durante veinte mañanas, proferido por una voz impúdicamente ronca, horriblemente acentuada, con una é abierta marcadísima, soltada con cierta especie de desesperación mecánica.

—Fuggièro! Rispondi al mèno!

Aquel grito iba destinado a un horrible mozalbete que ostentaba entre sus omóplatos una repugnante llaga producida por el sol, y que representaba el más extremado caso de cuantos yo pudiera sospechar en materia de desobediencia, tontería y maldad. Por lo demás, tratábase de un muchacho extraordinariamente cobarde, y tan mimado que era capaz de amotinar toda la playa por sus sublevadoras lamentaciones.

Cierto día, en el agua, un cangrejo le había pinchado un dedo gordo del pie; por tan fútil motivo lanzaba unos gemidos dignos de los héroes de la Antigüedad, que se clavaban en el alma y daban la impresión de haber ocurrido una horrible desgracia. Todo parecía indicar que Fuggièro se creía afectado por la herida más envenenada del mundo. Se arrastró a gatas hasta la tierra, revolcábase, dando a entender unos dolores que parecían insoportables y, ululando, gritaba:

—Ohi! Oimè! —rechazando las trágicas conjuraciones de su madre y las exhortaciones de los demás presentes, con violentas brazadas y patadas distribuidas a diestro y siniestro.

La escena atrajo espectadores de toda la playa. Fue llamado un médico; aquel mismo que formulara sobre nuestra tos ferina un juicio tan sensato; una vez más, se le brindó ocasión para demostrar su lealtad científica. Al mismo tiempo que intentaba consolar amablemente al pilluelo, declaró la insignificancia de la herida y recomendó al paciente que volviera al agua para refrescar la mordedura minúscula. Pero en vez de escucharle, como si se tratase de un herido o de un ahogado, Fuggièro fue llevado a la playa sobre una camilla improvisada, seguida por un nutrido cortejo. A la mañana siguiente, fingiendo que lo hacía por descuido y sin intención, volvió a dedicarse a destruir los castillos de arena de los demás niños. En una palabra, era un monstruo.

Por lo demás, aquel muchacho de doce años pertenecía a los principales representantes de un general estado de ánimo muy difícil de captar y que nos estropeó una estancia tan encantadora, haciéndola poco segura.

Por decir así, el ambiente carecía de inocencia y de libertad; todo aquel público se vigilaba mutuamente, sin que pudiera descubrirse en un principio en qué sentido y con qué fin; se vanagloriaba, exhibía suma gravedad y gentileza, así como un amor al honor siempre en acecho… Mas, ¿por qué? No se tardaba en comprender que todo era política patriotera y que se encontraba en juego la idea misma de la nación.

En efecto, en la playa pululaban niños patrioteros, fenómeno anormal y deprimente. ¿No constituyen los niños una especie humana y una sociedad para sí; una nación propia, por así decir? Basándose en su forma de vida, se unen fácil y necesariamente, aun cuando su vocabulario respectivo pertenezca a idiomas diferentes. Los nuestros no tardaron en jugar con los niños italianos, así como con muchos de origen muy diverso. Pero, evidentemente, tuvieron que sufrir misteriosas desilusiones. Hubo susceptibilidades, exteriorizaciones de un sentimiento de orgullo que parecía demasiado espinoso y doctrinario para merecer enteramente tal denominación. Surgieron querellas de bandera, disputas sobre consideración y primacía; los adultos se mezclaban en las disputas y no con un afán conciliador, sino más bien para decidir y procurando proteger principios. Se hizo cuestión de la grandeza y la dignidad de Italia, con discursos sin serenidad que estropeaban los juegos. Vimos a nuestros dos pequeños retirarse molestos, sin comprender nada de cuanto ocurría, y nos costó mucho trabajo explicarles hasta cierto punto la situación; aquella gente —así les decíamos— atravesaba un período, un estado algo semejante a una enfermedad, tal vez no muy agradable, pero necesario…

Por culpa nuestra y a consecuencia de una evidente negligencia, se suscitó un conflicto con dicho estado de cosas que, sin embargo, habíamos reconocido y apreciado a tiempo; otro conflicto más: parecía como si los precedentes no se debieran por completo a azares distintos.

Digámoslo pronto y en pocas palabras: escandalizamos la moral pública. Nuestra hija, de ocho años de edad, pero aparentando un buen año de retraso en su desarrollo físico, delgada como un gorrión, tornó a dedicarse a sus juegos, después de una prolongada inmersión que permitía y hasta aconsejaba el intenso calor. La autorizamos para que volviera otra vez hasta el mar para lavar su traje rígido por la arena que se le había pegado y que se lo pusiera guardándose de ensuciarse otra vez.

Completamente desnuda, corrió hasta el agua, a una distancia de pocos metros, y volvió. ¿Cómo hubiéramos podido prever la ola de burlas y mofas, de escándalo y protestas que suscitó su conducta o, dicho en otras palabras, nuestra conducta? No estoy dando aquí una conferencia, pero el hecho es que, en el mundo entero, la actitud para con el cuerpo y su desnudez, durante los últimos decenios ha evolucionado tan fundamentalmente que ha transformado nuestra sensibilidad. Existen cosas a las que ya no se atribuye importancia, y entre ellas figura la libertad acordada a ese cuerpo de niña que no tenía lo más mínimo de provocador. Ello no obstante, produjo un efecto de provocación. Los niños patrioteros se pusieron a gritar. Fuggièro empezó a silbar con los dedos. Una animada conversación entre personas de nuestra vecindad nada bueno prometía. Un caballero vestido como para lucir en la ciudad, cubierto con un bombín (prenda muy poco idónea para la playa) inclinado sobre la nuca, asegura a las damas indignadas que está dispuesto a dar una buena corrección; se adelanta hacia nosotros y sufrimos una filípica en la que todo el patetismo del sensual mediodía se pone al servicio incondicional de una decencia y de una moral rebosante de gazmoñería. El atentado al pudor de que acabamos de hacernos culpables —se nos decía— era tanto más reprobable cuanto que equivalía a un abuso ingrato e injurioso a la hospitalidad de Italia. No sólo habíamos contravenido a la letra y al espíritu de las prescripciones públicas sobre los baños, sino que, al mismo tiempo, ofendíamos de una manera criminal el honor de la nación. Por consiguiente, él, el caballero del frac, para proteger aquel honor, se encargaría de que nuestra grave ofensa a la dignidad nacional no quedase impune.

Hicimos cuanto nos era dable para escuchar aquel sermón, encogiéndonos de hombros reflexivamente. Contradecir a aquel hombre sobreexcitado hubiera significado, sin duda alguna, caer de una falta en otra. Teníamos bastantes cosas en la punta de la lengua; por ejemplo, la observación de que no se hallaban de acuerdo todos los hechos para que la palabra «hospitalidad» apareciera empleada en su acepción más pura, y que, para hablar sin eufemismos, éramos mucho menos huéspedes de Italia que la signora Angiolieri, quien desde hacía varios años había dejado la profesión de confidente de la Duse para dedicarse a la hospitalidad. Teníamos asimismo deseos de contestar, señalando nuestra ignorancia de que la moral hubiese sufrido tamaña merma en aquel hermoso país, hasta el punto de que pudiera parecer concebible y necesaria tan violenta reacción de gazmoñería y susceptibilidad. Sin embargo, nos limitamos a asegurar que distábamos mucho de haber dado lugar, intencionadamente, a la más leve provocación y falta de respeto, poniendo de relieve, como excusa, la tierna edad y la insignificancia física de la pequeña delincuente.

Todo fue en vano. No se daba fe a estas aseveraciones y nuestra defensa quedó rechazada como nula e inexistente.

Fueron informadas del hecho las autoridades, por teléfono, a mi entender; apareció en la playa el representante de las mismas, declaró que el caso era grave y nos vimos precisados a seguirles a la piazza, al municipio, en donde un funcionario superior confirmó el juicio provisional como molto grave, comentó nuestro acto en el tono didáctico acostumbrado en el país, o sea, de la misma manera que antes lo hiciera el caballero del hongo y nos impuso, finalmente, una multa y rescate de cincuenta liras. Juzgamos que la aventura valía bien aquella contribución al presupuesto nacional de Italia, pagamos y nos fuimos. ¿Nos hubiera sido preferible marcharnos inmediatamente de Torre di Venere?

¡Ojalá lo hubiéramos hecho! Habríamos evitado al fatal Cipola; pero todo contribuyó a impedirnos la decisión de partir. «Lo que nos retiene en las situaciones penosas —dijo el poeta— es la pereza»; podríamos apoyarnos en este pensamiento para explicar nuestra constancia. Por lo demás, después de un incidente parecido, a nadie le gusta abandonar inmediatamente el terreno; se vacila en conceder que ha llegado a hacerse imposible, sobre todo si vienen del exterior manifestaciones de simpatía para animar la resistencia.

En «Villa Eleonora», todo el mundo deploraba unánimemente la injusticia del agravio que habíamos sufrido. Varios italianos —meros conocidos de sobremesa— pretendían que la reputación del país no podía admitirlo y expresaron la intención de ir a pedir explicaciones al caballero del bombín. Pero éste había desaparecido de la playa, así como todo su grupo, al día siguiente; naturalmente, no a causa de nosotros, pero de todas formas, la noticia de su partida representó un alivio para nosotros.

Por decirlo todo, nos quedamos también porque aquel verano acababa de tomar para nosotros el interés de la curiosidad, y porque esta clase de interés posee en sí un valor, independientemente de que uno se sienta o no a gusto. ¿Es preciso plegar velas y evitar una experiencia, si ésta no parece destinada a engendrar alegría y confianza? ¿Es necesario «partir» cuando la vida parece llegar a ser algo inquietante, poco segura, o incluso un tanto penosa y ofensiva? No, ¿verdad?; vale más quedarse, hay que ver y mirar las cosas de frente, pues precisamente de esta manera se hallará acaso algo nuevo que aprender. Nos quedamos, pues, y nos fue dado, como terrible recompensa de nuestra constancia, conocer la impresionante y nefasta figura de Cipola.

He olvidado decir que el fin de temporada empezó casi en el momento mismo en que tuvimos que sufrir los rigores del Estado. Aquel caballero del hongo, nuestro delator, no era el único que abandonó la playa a la sazón; la marcha de los huéspedes tomaba el cariz de un éxodo general y, cargados con maletas, se veían numerosos carros dirigiéndose hacia la estación. La playa se «desnacionalizó», y la vida de Torre, en los cafés, en los senderos de los pinares, hacíase más europea, al mismo tiempo que más íntima; es de suponer que, a partir de entonces, hubiéramos podido tomar las comidas en la terraza del «Grand Hotel», pero preferíamos abstenernos de ello, ya que nos encontrábamos muy a gusto en la mesa de la signora Angiolieri, y al hablar así me refiero a aquel matiz del bienestar que permitía el espíritu del lugar. Mas, coincidiendo con el indicado cambio, que nos causaba sumo placer, cambió también el tiempo y se mostró con gran exactitud de acuerdo con el calendario de vacaciones del gran público.

El cielo se nubló, y aunque no se pueda decir que la temperatura se volviera fresca, el calor francamente tórrido que reinaba ininterrumpidamente desde la fecha de nuestra llegada, durante dieciocho días (y sin duda ya desde hacía mucho antes) cedió el paso a un tiempo sofocante y preñado de sirocco, a la vez que una lluvia débil venía a mojar, de vez en cuando, la arena aterciopelada en la que pasábamos las mañanas.

Por lo demás, acababan de transcurrir las dos terceras partes de nuestro tiempo previsto para la estancia en Torre; el blando y descolorido mar, planicie en la que flotaban perezosas medusas, representaba a fin de cuentas una novedad; hubiera sido inocente reclamar un sol que provocó tantos suspiros mientras reinaba orgullosamente en el firmamento.

Fue entonces cuando Cipola se anunció.

Cavaliere Cipola: así rezaba el apelativo por el que le designaban los carteles que un buen día aparecieron colocados por doquier, incluso en el comedor de la «Pensión Eleonora». El cavaliere Cipola era un virtuoso ambulante, artista divertido, forzatore, ilusionista, prestidigitatore (así se hacía resaltar), quien tenía intención de girar una visita al respetable público de Torre Di Venere, para ofrecerle algunos fenómenos de carácter desconcertante y misterioso. ¡Un mago! Aquel anuncio era suficiente para transformar a nuestros pequeños. No habían asistido nunca a un espectáculo parecido, y nuestro viaje de vacaciones iba a proporcionarles aquella emoción desconocida. A partir de aquel momento, nos atormentaban con la súplica de reservar entradas para la velada del prestidigitador, y aunque el comienzo de la representación estuviera fijada para una hora harto tardía —a las nueve de la noche—, si bien vacilamos en el primer momento, acabamos por ceder, considerando que podíamos regresar a la pensión tan pronto como entabláramos cierto conocimiento con las artes, probablemente modestas, de Cipola. Los niños, además, podían dormir hasta muy tarde, a la mañana siguiente.

Compramos cuatro entradas a la signora Angiolieri, pues tenía en comisión varias para sus huéspedes, correspondientes a asientos preferentes. Ella misma no podía garantizarnos el talento del personaje, y, por nuestra parte, no lo suponíamos sino mediocre; pero nosotros mismos sentíamos ya cierta necesidad de distracción y la impaciente curiosidad de los niños ejercía una especie de contagio.

El local en donde iba a presentarse al cavaliere era una sala que durante el apogeo de la temporada había servido para representaciones cinematográficas, semanalmente renovadas. No habíamos estado nunca en él. Para llegar allí, era necesario pasar ante el Palazzo, construcción de los tiempos feudales, con pretensiones de castillo, y, por más señas, en venta; seguir después la calle principal del lugar en la que se hallaban la farmacia, el peluquero, las tiendas más indispensables, calle que conducía de lo feudal a lo popular, pasando por lo burgués, ya que se acababa entre miserables casuchas de pescadores, en donde unas ancianas remendaban redes ante las puertas; allí —ya en el barrio popular— estaba sita la «sala»; no era más que una barraca de madera, desde luego muy amplia, cuya monumental entrada aparecía adornada a ambos lados por numerosos carteles multicolores pegados unos sobre otros. Así pues, poco después de la cena, en la noche indicada, seguimos aquel camino en la oscuridad. Los niños lucían su trajecito más hermoso y estaban encantados de tantas cosas imprevistas. La atmósfera era pesada, como ya desde hacía varios días; frecuentes relámpagos rasgaban la noche y lloviznaba. Caminábamos protegidos por paraguas.

Las entradas eran recogidas en el pasillo, después de lo cual tuvimos que buscar personalmente nuestros asientos. Éstos se hallaban en la tercera fila de la izquierda; sentándonos, tuvimos que percatarnos de que no era cuestión de tomar muy al pie de la letra la hora, ya en sí tardía, señalada para el comienzo de la representación; el público, que parecía empeñarse en llegar con retraso, fue llenando muy poco a poco la platea, única parte en que consistía la sala, pues no había siquiera palcos.

Los niños tenían ya las mejillas coloradas por un cansancio al que se mezclaba una espera febril. A nuestra llegada, sólo dos localidades de a pie estaban llenas, a ambos lados y en el fondo de la sala. Allí estaba todo el público masculino autóctono de Torre di Venere, con los brazos semidesnudos cruzados sobre maillots rayados —pescadores, muchachos de mirada osada—, y si no podría decir que a mi mujer ni a mí nos disgustase la presencia de aquel populachero público indígena, que aporta la única nota de color y buen humor a tal clase de representaciones, puedo afirmar, en cambio, que los niños se mostraban encantados con ello. En efecto, entre aquella gente contaban con numerosos amigos, conocidos de sus paseos habituales de la tarde, que les solían llevar bastante lejos de la playa. A menudo, a la hora en que el sol, derrengado por su poderosa labor, se hundía en el mar y doraba con fulgor encarnado la espuma en la cresta de las olas, al regreso nos cruzábamos con grupos de pescadores que, con los pies descalzos, recogían sus redes, tirando inclinados hacia delante, en fila india, y nuestros pequeños les habían mirado hacerlo; les habían ayudado a tirar de la cuerda, entablando franca camaradería.

Ahora cambiaban saludos con la esfera de las localidades de a pie; allí estaba Guiscardo, allí Antonio —sabían el nombre de todos—; les llamaban, haciéndoles señas, y se les contestaba con un ademán de la cabeza o con una risa de dientes muy sanos.

—Mira; allí está hasta Mario, el Mario del «Esquisito», el que nos sirve el chocolate. También él quiere ver al mago, y habrá venido muy temprano, pues está casi en la primera fila, pero no nos ve, ni presta atención, cosa habitual en él, aunque sea camarero de café…

Pronto eran las nueve y cuarto, y casi ya las nueve y media.

Se comprenderá nuestro nerviosismo. ¿A qué hora irían a acostarse los niños? Era un error haberlos llevado allí, pues sería muy difícil lograr interrumpir su goce, cuando apenas comenzase. Andando el tiempo, la platea se había llenado de público; hubiera podido decirse que todo Torre había acudido; los huéspedes del «Grand Hotel», los de la «Villa Eleonora » y de las demás pensiones, rostros conocidos de la playa. Se oía hablar en inglés y en alemán. Se oía también el francés que acostumbraban usar entre sí los rumanos e italianos. La propia señora Angiolieri estaba sentada dos filas más atrás que nosotros, al lado de su silencioso y calvo marido, que con los dedos medios de su diestra se rizaba el bigote. Todos acudieron muy tarde, pero nadie llegó con retraso, pues Cipola se hacía esperar.

Se hacía esperar: ésta es la expresión más adecuada. Tardando en exhibirse, provocaba mayor nerviosismo en el público. Desde luego, se podía admitir aquella táctica, aunque hasta cierto límite. Hacia las nueve y media, el público comenzó a palmotear, lo que es una manera amable de manifestar legítima impaciencia, pues al mismo tiempo se expresaban las ganas de aplaudir.

Participar en aquellos aplausos ya representaba un placer para nuestros hijos.

—Pronti!

—Cominciamo!

Y siempre se produce lo mismo en tales circunstancias: cualquiera que fueran los obstáculos que se opusieran durante tanto rato, de repente resultó fácil el comienzo de la función.

Sonó un gong, al que contestaron varias voces desde el pasillo con un «¡Ah!» de satisfacción, y el telón se descorrió. Descubrió una plataforma que, tanto por su disposición, y sobre todo, a causa de un encerado negro colocado en un caballete en el primer plano de la izquierda, daba más la impresión de un aula que campo de acción de un prestidigitador. Apareció asimismo una percha amarilla completamente ordinaria, unas cuantas sillas de anea tal como se usan en Torre, y más hacia el foro se veía una mesita redonda; sobre ésta había un jarro y un vaso; luego, en una bandeja especial, un frasco lleno de un líquido amarillo claro y una copita para licores. Durante dos segundos tuvimos tiempo para captar con la mirada aquellos utensilios diversos; después, sin que las luces de la sala se apagaran, el cavaliere Cipola hizo su entrada.

Entró con ese paso rápido que denota deferencia ante el respetable y sugiere la ilusión de que el que llega acaba de recorrer una gran distancia; con aquel compás acelerado para mostrarse ante los ojos de la multitud, cuando en realidad un instante antes se hallaba aún entre bastidores.

El atavío de Cipola subrayaba todavía más la ficción de una llegada desde fuera. Era un hombre de una edad difícil de determinar, pero ya no era joven, por cierto; con rasgos muy marcados, la boca rodeada de arrugas y labios delgados, con un diminuto bigote fijado con cosmético negro, y también con lo que se llama una mosca, en el hueco que separa el labio inferior del mentón.

Iba vestido de una manera complicada, a modo de elegante que sale a la calle ataviado de etiqueta. Llevaba una amplia capa negra con cuello de terciopelo y una esclavina forrada de seda; lo sujetaba por delante con sus manos enguantadas de blanco, adoptando un ademán nada cómodo de los brazos; en torno al cuello llevaba una bufanda blanca, y venía tocado con una chistera, muy ladeada, que le caía un poco en la frente. Más que, sin duda, en ningún otro país, el siglo Xviii sigue vivo en Italia, y con él, el tipo de charlatán, del titiritero de feria, tan característico de aquella época, y del que ya sólo en Italia cabe encontrar ejemplares bastante bien conservados. En todo el hábito y presencia de Cipola había mucho de aquel género histórico, y la impresión de bufonería fantástica, que es un rasgo típico de esta clase de personajes, se producía sin más por la manera extraña en que venía ataviado de tan pretencioso atuendo; sus prendas eran apretadas allí donde no era necesario, mientras que en otros puntos ofrecía pliegues innecesarios, como si sólo estuvieran colgadas de su cuerpo; en su conformación había algo anormal, aunque no se hubiera podido precisar si por delante o por detrás (más tarde, se le pudo notar más claramente). Sin embargo, debo decir inmediatamente que ni en su actitud, ni en sus gestos, ni en la manera de conducirse se hubiera podido ver la menor propensión personal a la broma o siquiera a la bufonería; al contrario, se desprendía de él una gravedad severa, una rotunda negativa ante todo rasgo de comicidad; un orgullo capaz de acusar, cuando la ocasión lo requiriese, bastante mal humor, así como esa dignidad y complacencia para consigo mismo que son propios de los inválidos. Lo que no impedía, sin embargo, que su ademán suscitara risas, en varios puntos de la sala, desde el momento de su aparición.

Aquella actitud ya no tenía lo más mínimo de deferente; era forzoso reconocer que la rapidez de sus pasos a la entrada no había intervenido en ella para nada. De pie, junto al borde del estrado, se quitó los guantes con negligencia, descubriendo unos largos dedos amarillentos, uno de los cuales estaba adornado con un sello del que sobresalía un lapislázuli.

Dejó caer sobre la sala sus pequeños ojos severos, subrayados por unas ojeras fofas; la fue examinando sin prisa, deteniendo la mirada acá y acullá en algún que otro rostro, para examinarlo desdeñosamente, con los labios apretados y sin proferir una palabra. Entretanto, había apretujado un guante en el otro y sin prestar a este acto la menor atención, pero sí con asombrosa habilidad, los tiró sobre el velador, precisamente en el vaso de agua; después, sin dejar de contemplar en torno suyo, sin decir nada, sacó de uno de sus bolsillos interiores un paquete de cigarrillos, de los más baratos del monopolio, como pudo apreciarse por la paquetilla; sacó un pitillo con la punta de los dedos, y, sin acompañar el gesto con los ojos, lo encendió con un mechero de gasolina, que funcionó inmediatamente. Inspiró profundamente el humo y luego, con mueca arrogante, retirando ambos labios, lo sopló ante sí, agitando nerviosamente un pie. El humo salió en grises remolinos entre sus dientes agudos y cariados.

El público, que se sentía examinado con toda minucia, no dejaba de observarle a su vez con la misma atención. Entre los muchachos jóvenes del pasillo podían notarse entrecejos fruncidos y miradas penetrantes que buscaban puntos vulnerables en aquel hombre demasiado seguro de sí mismo. Mas no apareció ninguno. El sacar y guardar otra vez el paquete de cigarrillos y el encendedor resultó una operación muy ceremoniosa debido a su modo de vestir; para ello, tuvo que echar hacia atrás su capa y se vio que del antebrazo izquierdo, de manera harto extraña, le colgaba, sujeto por una tira de cuero, un látigo de montar con mango de plata en forma de garra. Pudo notarse, asimismo, que no llevaba frac, sino levita, y puesto que levantó también ésta, dejó ver una faja multicolor, medio cubierta por el chaleco, que Cipola llevaba en el pecho y que los espectadores sentados detrás de nosotros, cambiando impresiones en voz baja, tomaron por las insignias distintivas del cavaliere. Dejo sin decidir esta cuestión, pues no he oído nunca que el título de cavaliere implicara concesión de semejante faja. Tal vez, esta última no era más que mero charlatanismo, al igual que el hecho de que el saltimbanqui se mantuviera allí sin decir ni hacer nada todavía, salvo fumar, desenfadado y engreído ante las narices del público.

Hubo risas, como ya queda consignado, y la alegría llegó a ser casi general cuando una voz del pasillo dijo, muy alta y seca:

—Buona sera!

Cipola levantó ostentativamente la cabeza.

—¿Quién ha sido? —preguntó, agresivo—. ¿Quién acaba de hablar? ¿A ver? ¿Primero tan arrogante y ahora tanta timidez?

Hablaba con voz bastante alta, algo asmática, pero metálica. Esperó.

—He sido yo —replicó, en medio del silencio, el joven que de aquel modo se veía provocado y afectado en su pundonor: un muchacho muy guapo, que se hallaba próximo a nosotros, con una camisa de algodón y la americana colgada de un hombro. Llevaba su rizada y morena cabellera rígida y erizada, el peinado de moda de su patria despertada que le desfiguraba un poco y le confería cierto aire africano—. Bè... He sido yo. Hubiera tenido que ser usted, pero he querido ser yo quien se mostrara más amable…

La alegría volvió a prender en la sala. El muchacho tenía la lengua bien suelta.

—Ha ciolto il scilinguagnolo —oímos comentar a nuestro lado.

La lección popular estaba muy en su lugar.

—¡Ah, bravo! —replicóle Cipola—. Me gustas, giovanotto… ¿Querrás creerme que ya hace rato he notado tu presencia? Personas como tú cuentan de antemano con mi especial simpatía; puedo hacer algo con ellas. Sin duda, eres todo un pícaro. Haces lo que te da la gana. ¿Acaso has dejado de hacer alguna vez lo que se te antojaba? ¿Tal vez hiciste lo que no quisieras? Escúchame, amigo: debería ser cómodo y divertido no hacer siempre el papel de todo un pícaro, atendiendo a la vez a dos cosas: querer y hacer. Alguna vez, por lo menos, sería cuestión de repartir el trabajo, sistema americano, sa… ¿Querrás, por ejemplo, enseñar tu lengua a esta concurrencia tan selecta y respetable? Quiero decir toda la lengua, hasta la raíz.

—¡No! —replicó el muchacho, muy hosco—. No quiero hacerlo. Demostraría poca educación.

—No testimoniaría nada en absoluto —repuso Cipola—, pues sólo lo harías… A mucha honra tu educación, pero me parece que ahora, antes de que yo cuente hasta tres, vas a dar media vuelta a la derecha y enseñar la lengua a la concurrencia, una lengua mucho más larga de lo que tú hubieras imaginado que podías sacar.

Le miró y sus ojos penetrantes parecían hundirse más profundamente en sus órbitas «Uno», dijo, y había dejado resbalar el brazo. El muchacho se puso de cara al público y sacó la lengua con tanto esfuerzo y tan larga, que se notaba cómo daba de sí el máximo que permitía. Luego, con rostro inexpresivo, volvió a ocupar su posición anterior.

—«He sido yo» —parodió Cipola, designando con un guiño y con la cabeza al joven—. «Bè, he sido yo… ».

Y con esto, volvióse hacia la mesita redonda y abandonando al público a sus impresiones, escanció del frasco, que manifiestamente contenía coñac, una copa y la apuró.

Los niños se pusieron a reír a carcajadas. No habían entendido casi nada del diálogo; pero el hecho de que entre aquel hombre tan pintoresco que actuaba allí arriba, y una persona del público, se había verificado algo divertido, y puesto que no tenían ninguna idea clara del programa de la velada, tal como había sido anunciado, les ponía de muy buen humor y estaban dispuestos a encontrar magnífico ese comienzo.

En cuanto a nosotros mismos, cambiamos una mirada, y recuerdo que involuntariamente imité el ruido con que Cipola había rasgado el aire. Por lo demás, quedaba bien claro que los espectadores no tenían la menor idea de cómo de un comienzo tan descabellado podría derivarse un espectáculo de prestidigitación, y tampoco comprendían lo que podía determinar tan repentinamente al giovanotto a dirigir su insolencia al público, cuando había empezado, por decirlo así, defendiendo sus intereses. Encontraron su conducta estúpida, sin preocuparse más de él, y la atención general se dirigió hacia el artista que, volviendo de la mesita de «fortalecimiento», continuó discurseando de la siguiente manera:

—Señoras y caballeros —dijo con su voz dificultosa y metálica—: me habéis visto, hace un instante, tener que suministrarme este prometedor joven lingüista («questo linguista di belle speranze»). —Hubo risas a raíz del juego de palabras—. Soy hombre de cierto amor propio, ¡ténganlo bien presente! No me gusta, ni mucho ni poco, consentir que se me den las buenas noches si no es de una manera seria y cortés; existen pocos motivos para hacerlo en el sentido opuesto. Al darme las buenas noches, se las da a sí mismo, pues el público pasará una buena noche en el caso que yo la tenga, y por esa razón, ese tenorio de Torre di Venere —Cipola no cesaba de mofarse del muchachito— ha hecho muy bien en brindarnos inmediatamente una prueba tangible de que hoy tengo, efectivamente, una buena noche, de modo que puedo renunciar, sin más, a sus votos y deseos. Me vanaglorio de tener casi siempre una noche buena. De vez en cuando, puede ocurrirme tenerla menos buena, pero solamente raras veces. Mi profesión es muy difícil y mi salud no es de las más enteras; padezco cierto pequeño defecto físico que me impidió participar en la guerra por la grandeza de la patria. Me bastan las fuerzas de mi alma y mi espíritu para dominar la vida, lo que en el fondo significa siempre nada más que esto: dominarse a sí mismo, y me halaga extraordinariamente el haber despertado el respetable interés del público culto por mi labor. Los periódicos más importantes han sabido apreciar mi trabajo, y el Corriere della Sera me ha hecho justicia, de llamarme fenómeno: en Roma tuve el honor de ver entre los espectadores de una noche al propio hermano de nuestro Duce, cuando organicé una sesión en la capital. Si en lugares tan brillantes y solemnes bien han tenido la merced de perdonarme ciertos pequeños hábitos míos, no me parecía oportuno renunciar a ellos al presentarme en un lugar relativamente menos importante como resulta ser Torre di Venere (el público soltó risitas a costa de la pequeña y pobre Torre), así como tampoco creo necesario que me lo quieran denegar personas que parecen algo mimadas por los favores del sexo débil.

Una vez más, tuvo que pagar los gastos el muchacho, a quien Cipola no se cansaba de presentar en el papel de donnaiuolo y «gallo de aldea»; la animosidad y la insistente susceptibilidad con que volvía siempre sobre él denotaban una desproporción flagrante con las manifestaciones de su amor propio y los éxitos mundanos de que tanto se vanagloriaba. Indudablemente, el joven había de resignarse a que Cipola se valiera de él como tema de diversión; el charlatán tendría por costumbre escoger una víctima de esta clase en cada una de sus funciones. No. obstante, en sus indirectas revelábase una auténtica hostilidad cuyo carácter humano quedaba ilustrado inmediatamente con sólo dirigir una ojeada al aspecto físico de ambos, aun cuando el inválido no aludiera constantemente a la fortuna —que gratuitamente suponía— de que gozara aquel guapo mozalbete ante las mujeres.

—Y con esto podríamos empezar, pues, nuestra charla —añadió Cipola—. Permitidme que me ponga un poco más cómodo.

Y, diciendo así, se acercó a la percha para quitarse abrigo y chistera.

—Parla benissimo —oyóse en un cuchicheo junto a nosotros.

El titiritero aún no había hecho nada de cuanto anunciaba, pero su forma de hablar fue considerada ya como un mérito, acertando a imponerse con ello. Entre gentes meridionales la lengua constituye un ingrediente de la alegría de vivir, y de aquí que se le conceda una consideración social muchísimo más viva que entre los nórdicos. Trátase de honores ejemplares asignados al nexo nacional del idioma materno, y el respeto placentero que se rinde a sus formas y leyes fonéticas tiene algo alegremente ideal. Se habla con deleite, se oye hablar con placer y se escucha con juicio. En efecto, la manera de hablar sirve de medida para el rango personal de cada uno; dejadez o descuido en el hablar provocan menosprecio, mientras que elegancia y dominio del lenguaje procuran consideración humana. Por este mismo motivo, aquel hombrecito, en cuanto se trataba de lograr un efecto, hacía todo lo posible para expresarse en giros selectos, hablando con el máximo esmero. En este aspecto por lo menos, Cipola había logrado captar inmediatamente cierta simpatía, aunque distaba mucho de pertenecer a aquella clase de personas a las que el italiano, con singular mezcla de juicios morales y estéticos, designa por la palabra simpático.

Después de haberse despojado de su flamante chistera, de la bufanda y el abrigo, arreglándose con un gesto la levita, y los puños provistos de gemelos muy grandes y su faja de bluff, volvió al primer plano del entarimado.

Su pelo era feísimo, o, mejor dicho, era casi calvo en la coronilla y desde aquel punto de su cráneo sólo corría hacia la frente un escaso peinado fijado con negro cosmético, como si estuviera pegado. Los cabellos en las sienes, teñidos igualmente de negro, aparecían peinados hacia las comisuras de los ojos, peinado digno de algún director de circo a la antigua usanza, pero que estaba en consonancia con su descabellado estilo de «personalidad», y Cipola lo llevaba con tamaña seguridad y engreimiento, que la sensibilidad del público permaneció reservada y muda ante tal comicidad. El «pequeño defecto físico» del que acababa de hablar, como medida preventiva, hízose ahora harto visible, aunque todavía no se apreciaba claramente en qué podía consistir: el pecho era erguido con exceso, como es costumbre en tales casos, aunque la deformidad de la espalda no parecía residir en el punto habitual, entre los omóplatos, sino más abajo, en forma de una joroba del talle y del trasero; dicho defecto no era un impedimento para la marcha, pero confería a Cipola un aspecto grotesco y extraño a cada paso.

Por lo demás, al mencionar su inutilidad, por decirlo así, acababa de quitarle la punta, despertando frente a su deformidad una apreciable sensación compasiva en la sala.

—¡A la orden de ustedes! —dijo Cipola—. Suponiendo que están conformes, empezaremos nuestro programa por unos ejercicios de aritmética.

¿Aritmética? Eso no prometía nada de magia. Ya se movía en nuestros espíritus la suposición de que aquel hombre navegaba bajo falsa bandera; sólo quedó a oscuras cuál sería la verdadera. Los niños empezaban a inspirarme lástima; sin embargo, de momento estaban sencillamente encantados de poder hallarse presentes.

Los juegos de cifras que Cipola presentó resultaron tan sencillos como desconcertantes fueron sus ingeniosos finales. Empezó por fijar una hoja de papel, mediante chinches, en el ángulo derecho superior del encerado y, levantándola, escribió algo con tiza. Al hacerlo, no cesaba de hablar, preocupado por proteger, de toda aridez, sus trabajos mediante un apoyo verbal incesante, demostrando ser un charlista hábil en encontrar siempre nuevas ocurrencias.

Que decidiera suprimir inmediatamente el abismo existente entre entarimado y sala, salvado ya el curioso incidente con el muchacho pescador; que invitase a subir al entarimado a representantes del público, y también por su parte bajara del mismo por los escalones de madera que lo comunicaban con la sala, para tomar contacto personal con los espectadores, formaba parte de su estilo de trabajar y gustó sobremanera a los niños. No sé hasta qué punto pertenecía a su sistema e intenciones el hecho de que al hacerlo entablara inmediatamente disputas con varias personas, aunque se mantuviera serio y malhumorado. El público, por lo menos sus elementos populares, parecía encontrar todo ello normal.

En efecto, en cuanto acabó de escribir, ocultando lo escrito bajo la hoja de papel, expresó el deseo de que subieran al entarimado dos personas, para colaborar en la ejecución del cálculo que se verificaría. Ello no entrañaba dificultad alguna; también individuos poco duchos en aritmética podían participar. Como suele ocurrir en tales casos, no se ofreció nadie y Cipola se guardó bien de molestar a la parte distinguida del público. Limitándose al pueblo, se dirigió a dos muchachos sumamente robustos que había en el pasillo, al fondo de la sala; les provocó, les infundió ánimo, encontrando muy reprobable que se limitasen a mirar boquiabiertos, y consiguió, en efecto, que se pusiesen en movimiento. Con pasos torpes avanzaron por el pasillo central, subieron los escalones y en medio de gritos de «¡bravo!», de sus compañeros, haciendo muecas torpes, se plantaron ante el encerado.

Cipola continuó haciendo bromas con ellos durante unos momentos: alabó la solidez heroica de sus miembros, las dimensiones de sus manos, muy apropiadas —decía— para llevar a cabo el favor pedido a la sala, y después puso el yeso en la mano de uno de ellos, ordenándole escribiera en el encerado los números que se les indicara por medio de gritos. Sin embargo, el así designado declaró que no sabía escribir.

—Non so scrivere —dijo con voz tosca.

—Tampoco yo… —añadió su compañero.

Dios sabe si decían la verdad o si sólo se proponían mofarse de Cipola. De todos modos, éste distaba mucho de compartir la alegría provocada por aquella doble confesión. Pareció ofendido y molesto. En aquel preciso instante se hallaba sentado con las piernas cruzadas en una de las sillas de anea, en medio del escenario, y fumaba otro pitillo de la paquetilla barata, que debió sentarle tanto mejor cuando acababa de apurar una segunda copa, mientras los dos tontos se dirigían hacia el entarimado. Dejó fluir otra vez el humo inspirado profundamente entre los dientes, que dejó al descubierto, y miró entretanto por encima de aquellos dos alegres palurdos y también del público, el vacío, como una persona que ante un fenómeno completamente despreciable se ensimisma y se encierra en su dignidad, adoptando una actitud de severa reprobación y moviendo la punta del pie.

—¡Escandaloso! —dijo, frío y tajante—. ¡Volved a vuestro sitio! Todo el mundo sabe escribir en Italia, cuya grandeza no deja ningún hueco a la ignorancia y el oscurantismo. Es una broma de mal gusto formular ante los oídos de esta concurrencia internacional una imputación con la que no sólo os rebajáis vosotros mismos, sino que incluso exponéis al Gobierno y la nación a habladurías. En el caso de que Torre di Venere fuera el último rincón de la patria donde se hubiera refugiado el desconocimiento de las ciencias elementales, tendría yo que lamentar el haber visitado un lugar del que, desde luego, no ignoraba que en cuanto a su importancia, y en más de un aspecto, quedaba muy por debajo de Roma…

Al llegar aquí, fue interrumpido por el muchacho del peinado moreno y la americana colgada del hombro, cuya acometividad, como pudo verse, sólo había cesado transitoriamente, el cual, con la cabeza erguida, plantó cara a Cipola, erigiéndose en paladín de su villa natal.

—¡Basta! —dijo en voz alta—. Basta de bromas sobre Torre. Todos nosotros somos naturales de aquí y no toleramos que la ciudad se denigre ante los forasteros. También estos dos muchachos son amigos nuestros. Aun cuando no sean unos sabios, no por eso dejan de ser unos muchachos como Dios manda, tal vez más y mejor que alguien que aquí en la sala se vanagloria con Roma, sin ser él quien la fundara.

—¡Muy bien dicho!

El joven, verdaderamente, no tenía pelos en la lengua. Aquel dramatismo resultó muy divertido, aunque contribuyera a aplazar el desarrollo del programa propiamente dicho. Asistir a una discusión es siempre cautivador. Hay personas que no conocen otra diversión mejor, y sintiendo una especie de placer en el mal ajeno, van saboreando su propia abstinencia de participar en la misma. Otros, en cambio, sufren angustia y excitación, cosa que comprendo perfectamente, aunque en el caso que estoy relatando tuve la sensación de que, en el fondo, todo se apoyaba hasta cierto punto en un acuerdo previo y que tanto los dos palurdos analfabetos como el giovanotto con la americana al hombro entraban más o menos en el juego del artista, creando así una comedia.

—¡Veamos un poco! —dijo con enfadada cordialidad—. ¡Un viejo conocido! ¡Un joven que lleva el corazón en la lengua! —Dijo: sulla linguaccia, lo que significa «lengua cargada», y provocó suma alegría en la sala—. ¡Marchad, amigos míos! —manifestó, volviéndose hacia los dos palurdos—. Basta de vosotros; ahora me las tengo que ver con questo torregiano di Venere, «de este torrero guardián de Venus», el cual, sin duda, tiene la mirada puesta en dulces agradecimientos por su vigilancia.

—Ah, non scherziano! ¡Hablemos en serio! —exclamó el muchacho.

Sus ojos brillaban, y, efectivamente, ejecutó un gesto como si quisiera tirar la americana y pasar a explicaciones más directas.

Cipola no lo tomaba trágicamente. Su situación era muy distinta, pues el cavaliere se las había con un compatriota suyo y sentía el suelo patrio bajo los pies. Permaneció frío, haciendo gala de superioridad absoluta. Un ademán sonriente de la cabeza hacia el gallo de combate, con la mirada dirigida hacia el público, parecía invocar el divertido testimonio de una acometividad con la cual el adversario no revelaba más que la llaneza de su modo de ser.

Y entonces ocurrió, por segunda vez, algo extraño que bañó con luz inquietante aquella superioridad, cubriendo de ridículo la irritabilidad belicosa que irradiaba desde el escenario, de manera vergonzante e inexplicable.

Cipola se acercó al joven todavía más, mirándole de manera singular a los ojos. Incluso descendió a medias los escalones que allí, a nuestra izquierda, bajaban hacia el auditorio, de modo que se hallaba en postura algo elevada ante las narices del batallador muchacho. El látigo colgaba de su brazo.

—No tienes ganas de bromear, hijo mío —observó—. Esto es sumamente comprensible, pues todo el mundo puede advertir que no te encuentras bien. Tu misma lengua, cuya limpieza deja que desear, me ha permitido deducir la existencia de un desorden agudo en tu sistema gástrico. Sería preferible no asistir a una función de noche cuando uno se siente tan malo como tú, y tú mismo, bien lo sé, has vacilado pensando si no harías mejor en irte a la cama, aplicándote paños calientes sobre el vientre. Ha sido una excesiva ligereza tuya el beber esta tarde demasiado vino blanco que resultó ser terriblemente agrio… Y ahora sufres un cólico y te entran ganas de retorcerte de dolor… ¡Hazlo, pues, sin falsa vergüenza! Esa concesión del cuerpo frente al calambre de los intestinos te proporcionará cierto alivio…

Al pronunciar estas frases palabra por palabra, con tranquila persuasión y una especie de severo interés, sus ojos, hundidos en los del muchacho, parecían volverse al mismo tiempo marchitos y ardientes; eran unos ojos harto extraños, y se advertía que su interlocutor, no sólo por un amor propio varonil, no podía separar de los mismos los suyos propios. Muy pronto no existió ni el más ligero resto de tal orgullo en su rostro bronceado. Miró al cavaliere con la boca abierta, y aquella boca sonreía con un gesto perturbado y lamentable.

—¡Retuércete! —repitió Cipola—. ¿Qué otro remedio te toca? Con un cólico tan fuerte es preciso doblar el cuerpo. Supongo que no querrás sublevarte contra un reflejo natural, por la sola razón de que sea otro quien te lo aconseja.

El muchacho levantó lentamente los antebrazos, los cruzó sobre el vientre, apretándolo, y su cuerpo se dobló; volvióse a un lado y hacia delante, cada vez más profundamente; con los pies torcidos, las rodillas vueltas una hacia otra, acentuó la flexión hasta agazaparse, de modo que finalmente, viva imagen de las contorsiones del dolor, casi quedó sentado en el suelo. Cipola le dejó en aquella posición durante unos cuantos segundos, ejecutando luego un breve y seco latigazo en el aire y volvió con cojeantes zancadas al velador, apurando otra copita de coñac.

—Il boit beaucoup —hizo notar detrás de nosotros una señora.

¿Era esto verdaderamente todo cuanto llamara la atención? No pudimos formarnos una idea clara hasta qué punto el público comprendía lo ocurrido. El joven se había incorporado de nuevo, sonriendo algo cohibido, como si no supiera muy bien lo que le acababa de ocurrir.

El público había seguido la escena con atención apasionada, aplaudiéndola al acabarse; oíanse tantos gritos de «¡Bravo, Cipola!», como de «¡Bravo, giovanotto!» No se tomó el desenlace de la discusión por una derrota personal del joven, sino que se le animó como a un actor que acaba de desempeñar un papel lamentable de manera digna de alabanza. En efecto, su manera de retorcerse con fuertes dolores de vientre, como destinada para el público en general, había resultado muy impresionante, por su gran plasticidad, y, por así decir, representaba un mérito mímico del intérprete. Sin embargo, no podía asegurar hasta qué punto se hubiera podido atribuir la conducta de la sala a un sentimiento humano de tacto en el que el Sur no es considerablemente superior, y en qué proporción se fundamentaba en la comprensión real de las cosas.

El cavaliere, fortalecido, encendió un nuevo cigarrillo. Podía reanudar el experimento aritmético. Encontróse sin dificultad a un joven sentado en una de las últimas filas de butacas, el cual se declaró dispuesto a escribir en el encerado las cifras que se le dictasen. También nosotros le conocíamos, y todo el diálogo cobró un carácter familiar por el hecho de que se conociesen tantos rostros en la sala. Tratábase del empleado de la tienda de frutas y ultramarinos de la calle Mayor, que nos había servido varias veces de manera óptima. Manejaba el yeso con habilidad comercial, mientras Cipola, habiendo bajado a la platea, se movía entre el público con sus zancadas de persona deforme, recogiendo números: éstos, formados por una, dos, tres o cuatro cifras, a libre elección, los sacaba de los labios de los interrogados, para gritarlos luego a su vez al joven dependiente, el cual los apuntaba formando columna. Cierto es que todo estaba calculado, por tácito acuerdo mutuo, con vistas a provocar diversión, bromas y divagaciones oratorias. No podía faltar el que el artista tropezara con extranjeros incapaces de expresarse en el idioma del país, ocupándose de ellos durante largo rato, haciendo esfuerzos para entenderse de una manera ostensiblemente caballerosa en medio de la alegría cortés de los indígenas, que luego Cipola colocaba en un aprieto, obligándoles a traducirle cifras citadas en inglés o en francés. Algunos señalaban números que designaban años destacados de la historia de Italia. Cipola los captaba inmediatamente, valiéndose de los mismos para rodearlos, al pasar, de comentarios patrióticos. Alguien exclamó:

—¡Cero! —y el cavaliere, profundamente ofendido (lo mismo que ante cualquier otro intento de mofa), replicóle por encima del hombro que se trataba de un número que no tenía dos cifras, lo cual sirvió para que otro bromista gritara: «Cero, cero», cosechando gran éxito de risas, aseguradas de antemano, con sólo aludir a ciertas cosas naturales, cuando hay que habérselas con gente meridional.

El cavaliere fue el único que adoptó una actitud digna y reservada, aunque fuera él mismo quien provocara aquella alusión; no obstante, encogiéndose de hombros, transmitió también aquel renglón de cálculos al escribiente. Cuando aparecían ya en el encerado unos quince números, de varia longitud, Cipola invitó a los asistentes a proceder a sumarlos en común esfuerzo. Buenos calculadores podían llevar a cabo mentalmente aquel cometido, por lo que veían escrito en el encerado, pero se admitía también la posibilidad de utilizar lápiz y libreta de bolsillo. Mientras el público trabajaba, Cipola se sentó en la silla, junto a la pizarra, y fumaba haciendo muecas, con el ademán suficiente y pretencioso del inválido. Pronto quedó lista la suma, que tenía cinco cifras. Alguien la pronunció; otro la confirmó; el resultado de otro tercero difería un poco, mientras la de un cuarto volvía a estar conforme. Cipola se levantó, se sacudió un poco la ceniza del cigarrillo que tenía sobre el vestido, levantó el papel fijado en el rincón derecho superior del encerado y dejó ver lo que previamente tenía inscrito allí. La suma exacta estaba escrita de antemano. Él mismo la había fijado previamente.

¡Admiración y vibrante éxito! Los niños estaban sobrecogidos. Querían saber cómo lo había hecho. Los dimos a entender que se trataba de un truco, difícil de explicar sin más; por algo ese hombre era un mago. Ahora ya sabían ellos lo que era una función de un prestidigitador. Ver cómo primero el pescador sufrió dolores de vientre, y ahora observar el resultado final en el encerado, todo esto era magnífico; y vimos con preocupación que a pesar de que se les cerraban los ojos y que el reloj marcaba casi las diez y media, sería sumamente difícil llevarlos a casa. Habría lágrimas. Y, sin embargo, era evidente que aquel jorobado no hacía brujerías, por lo menos en el sentido de la habilidad, y que todo aquello no era un espectáculo para niños.

Ignoro, una vez más, lo que debía pensar el público para su coleto; pero, sin duda, podíamos abrigar gran escepticismo en cuanto a la «libre elección» al determinarlas cantidades a sumar; alguno que otro de los preguntados habría contestado, seguramente, de manera espontánea, pero grosso modo estaba claro que Cipola había escogido adrede las personas en cuestión y que el proceso, encaminado desde un principio hacia un resultado previsto, se había verificado bajo el impulso de su voluntad (con lo que no se mermaba ni en un ápice lo maravilloso de su ingenio calculador, aunque lo demás escapara extrañamente a la admiración). Añádase el patriotismo y la dignidad susceptible: con todo ello, los compatriotas del cavaliere podían sentirse perfectamente en su elemento, conservando la mejor disposición para bromear; a los forasteros, aquella mezcla nos producía un efecto angustioso.

Por añadidura, el propio Cipola tenía buen cuidado de que el carácter de sus artes cobrase un carácter indiscutible para todo iniciado, aunque, desde luego, sin mentar siquiera un nombre, un término técnico. Hablaba, por cierto, de ello sin interrupción, aunque empleando sólo expresiones imprecisas y publicitarias.

Después de un rato, continuó en el camino experimental iniciado, complicó primero los cálculos, añadiendo a la labor de sumar ejercicios de otra especie, simplificándolos luego hasta un extremo, para demostrar cómo ocurría todo. Hacía «adivinar» números que previamente tenía escritos bajo la hoja de papel. Casi siempre lograba su cometido. Alguien confesó que, en realidad, hubiera querido nombrar otra cantidad; pero como en el mismo instante el látigo del cavaliere había cortado el aire ante él, dejó escapar el número previamente escrito en el encerado.

Cipola se reía, moviendo los hombros. Fingió admiración por el ingenio de la persona preguntada; mas aquellos cumplidos tenían algo irónico y denigrante y no creo que los aludidos lo experimentaran como cosa agradable, aunque sonreían y sin duda consideraban en parte los aplausos en su propio favor. De todos modos, no me parecía que el artista cosechara simpatías entre su público. Podía notarse cierta aversión e irritación latente; aun pasando completamente por alto la cortesía que pusiera a coto tales propensiones, las facultades de Cipola y la severa seguridad de sí mismo no dejaban de producir impresión, y creo que el mismo látigo contribuía en gran medida a que la rebelión no traspasara el umbral de lo subyacente.

Del mero ejercicio de sumar y adivinar números, Cipola pasó entonces a los juegos de naipes. Sacó de su bolsillo dos barajas, y aún recuerdo que el ejemplo fundamental y modélico de los experimentos que emprendió con las cartas consistía en que de una de las dos barajas, sin ser vista, escogiera tres naipes, que ocultó en el bolsillo interior de su levita; la persona que se prestó a participar en el experimento sacó de la otra baraja que le fue presentada las mismas tres cartas idénticas; desde luego, no eran siempre exactamente las mismas, pues dábase el caso de que coincidían tan sólo dos. Pero en la inmensa mayoría de los casos, Cipola triunfaba al enseñar sus propias cartas guardadas en el bolsillo, y agradeció con desenfado los aplausos que sonaron para celebrar las facultades que, queriéndolo o no, nos era forzoso reconocerle.

Un señor joven de la primera fila de asientos, a nuestra derecha, estaba decidido a escoger con plena y soberana libertad, oponiéndose conscientemente a todo intento de influencia, cualquiera que ésta fuese. ¿Cómo se imaginaba el resultado en tal caso?

—Con ello —replicó el cavaliere— sólo dificultará un poco mi tarea, pues una voluntad que pretende la libertad absoluta se contradice y cae en el vacío. Libre es usted de escoger o no escoger una carta. Pero si usted elige escogerá la carta prescrita, y esto con tanta mayor seguridad cuanto más arbitraria intenta ser su acción.

Era preciso concederle que no podía haber escogido mejores palabras para enturbiar las aguas y provocar una confusión en las almas. El señor obstinado vaciló nerviosamente antes de extender la mano hacia la baraja. Sacó una carta y solicitó que se le mostrase si otra idéntica se hallaba entre las tres escondidas.

—Pero, ¿cómo? —dijo Cipola, asombrado—. ¿Por qué ejecutar a medias un trabajo…?

Sin embargo, cuando el terco adversario insistió en realizar aquella comprobación previa, Cipola exclamó con un ademán sorprendente, más bien digno de un lacayo:

—E servito… —y enseñó, sin mirarlas mismo, sus tres cartas en forma de un abanico.

La carta escondida por aquel señor del público era la última de la izquierda.

El campeón de la libertad volvió a sentarse, contrariado, en medio de los aplausos de la sala. Sólo el demonio sabía hasta qué punto Cipola sostenía sus facultades congénitas, incluso mediante pequeñas habilidades. Aun aceptando una tal combinación de los medios, la desenfrenada curiosidad de todos los presentes se disolvía en el disfrute de una diversión verdaderamente fenomenal y en el pleno reconocimiento del dominio perfecto de una habilidad que a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido negar.

—Labora bene! (trabaja bien) —pudimos oír acá y acullá, en torno nuestro; ello significaba el triunfo de un recto espíritu de justicia sobre la antipatía y sorda sublevación.

Ante todo, después de sus últimos éxitos, si bien fragmentarios, pero precisamente por la misma razón tanto más impresionantes, Cipola se reconfortó con una nueva copita de coñac. En efecto, «bebía mucho» y resultó bastante penoso darse cuenta de ello. Sin embargo, todo parecía indicar que copa y cigarrillo eran unos medios inexcusables para conservar y renovar su tensión anímica, a la que se estaba exigiendo no poco esfuerzo, como él mismo lo ponía de manifiesto en más de un aspecto. En efecto, tenía muy mal semblante con sus ojos hundidos, y mostraba visible decaimiento. La copita le ponía a tono de nuevo, y después de tomarla, su discurso fluía más animado y pretencioso, mientras el humo inspirado surgía gris de sus pulmones. Sé, a ciencia cierta, que de sus prestidigitaciones con naipes derivó aquella clase de juegos de sociedad, basados en las facultades supra e infrarracionales de la naturaleza humana, en la intuición y la transferencia «magnéticas»; en una palabra, en una forma más humilde de la revelación.

Por lo demás, no quiero aburriros con la descripción de tal clase de experimentos. Todo el mundo los conoce y participó en ellos alguna vez: aquel encontrar objetos escondidos, la ejecución ciega de actos complicados, para la cual la orden se da por un camino aún no investigado, de un organismo a otro. Todo el mundo ha tenido ocasión de dirigir alguna que otra ojeada escéptica, curiosa y despectiva, con los consabidos meneos de cabeza, sobre el carácter equívoco y poco limpio, a la vez que inextricable, de lo oculto que propende siempre, a raíz del carácter demasiado humano de sus propugnadores, a mezclarse de un modo vejatorio con el bluff y el engaño subsiguiente, sin que, desde luego, ese matiz desagradable pudiera servir de prueba contra la autenticidad de otros factores que intervienen en tan dudosa amalgama.

Sólo diré que todas las circunstancias van corroborándose naturalmente y que la impresión gana en profundidad en todos los sentidos, cuando el director y actor principal del sombrío juego sea un Cipola.

Éste se hallaba sentado en el fondo de la plataforma, con la espalda vuelta hacia el público, y fumaba, mientras en algún punto de la sala se tomaban acuerdos en voz baja, para darles órdenes, y pasaba de una mano a otra el objeto que debía sacar de su escondrijo y con el cual debía ejecutar acciones convenidas de antemano. Asistimos al típico tanteo, que bien procede por bruscas sacudidas instintivas, ya se detiene indeciso, perdiéndose desorientado por momentos y mejorándose a raíz de una súbita reorientación intuitiva; se le podía observar muy bien cuando, guiado de la mano de un conductor iniciado en el secreto que se trataba de descubrir, conductor que tenía orden de limitarse a una actitud obediente y pasiva en el sentido físico, pero dirigiendo sus pensamientos estrictamente sobre lo convenido, Cipola se movía zigzagueando a través de la sala, con la mano tendida hacia delante. Los papeles parecían invertidos: la corriente fluía en un sentido contrario al natural, y el artista llamaba continuamente la atención sobre ello, con su lenguaje desenvuelto. La parte pasiva y receptora, la parte ejecutora, cuya voluntad quedaba eliminada y que se limitaba a ejecutar una voluntad comunitaria que flotaba en el aire, era esta vez él, que hasta entonces sólo había ejercido su fuerte poder y dado órdenes imperativas; pero Cipola insistía que en el fondo era indiferente. La facultad —decía— de desprenderse de su propio yo, para transformarse en mero instrumento y obedecer en el sentido más absoluto y perfecto, no era más que el reverso de aquella otra de querer y mandar; tratábase de una y la misma facultad; mandar y obedecer, ambas cosas forman un solo principio, una sola unidad indisoluble; quien sepa obedecer, sabe igualmente mandar, y viceversa; la mismísima idea está involucrada en una como en otro, tal como nación y jefe de Estado. Pero el rendimiento, el rendimiento extraordinario estricto y agotador le correspondía de todos modos a él, al conductor del experimento y organizador de la prueba; en su persona, la voluntad se convertía en obediencia y la obediencia en voluntad, siendo la cuna de ambas cosas, de donde su papel resultaba ser dificilísimo. Insistía en ello hasta el cansancio, afirmando que todo aquello le costaba un esfuerzo inaudito; lo hacía probablemente para explicar su necesidad de cobrar nuevas fuerzas y justificar el frecuente gesto de extender la mano para tomar una copita.

Daba pasos a tientas como un visionario, movido por la voluntad pública y secreta. Sacó un broche con piedras preciosas del zapato de una inglesa, donde ella lo había ocultado momentos antes; lo llevó, titubeando y como impulsado por una voluntad ajena, a otra dama —la señora Angiolieri—, a la que lo entregó, hincándose de rodillas, pronunciando palabras determinadas de antemano, las cuales si bien eran harto convencionales y previsibles, no por ello resultaban fáciles de hallar, ya que un grupo del público convino que fuese en francés.

—Le hago este regalo como señal de respeto —tuvo que decir Cipola, y nos pareció como si encubriera cierta malicia en la dureza de aquella condición.

Expresábase en ella un antagonismo entre el interés por ver realizarse lo milagroso y el deseo de que tan pretencioso personaje sufriera un fracaso. Sin embargo, resultó extraño verle postrado ante la señora Angiolieri, profiriendo frases diversas, luchando por adivinar la que se le sugería mentalmente.

—Tengo que decir algo —manifestó—, y me percato con toda claridad de lo que tengo que decir. No obstante, siento a la vez que sería falso formular las palabras que me vienen a la mente. ¡Guárdense, pues, de venir en mi ayuda mediante algún signo involuntario! —exclamó, aunque esto no era lo que él esperaba.

—Pensez très fort! —exclamó de repente en un mal francés, soltando inmediatamente después la frase que le fue «mandada», en idioma italiano, desde luego, pero de tal forma, que la palabra final y principal la dejó caer bruscamente en la lengua hermana que, según toda probabilidad, le debía ser poco familiar, pronunciando en vez de venerazione, en italiano, véneration, con un imposible sonido nasal al final, resultando incompleto que tras de los aciertos anteriores, como eran el hallar el broche, encontrar el camino hasta la destinataria y el hincarse de rodillas, casi producía más efecto que si hubiera conseguido un triunfo total, y así provocó un unánime aplauso de admiración.

Al levantarse del suelo, Cipola secóse el sudor de la frente. Comprenderá el lector que yo sólo relato aquí un ejemplo de la clase de sus trabajos, narrando lo del broche; este caso se me quedó grabado muy especialmente en la memoria. Sin embargo, el charlatán fue variando y cambiando la forma fundamental de sus experimentos, de modo que pasamos con ellos largo rato, entretejiéndolos con improvisaciones, de toda clase, a las que le brindaba magnífica ocasión, a cada paso, su contacto ininterrumpido con el público.

Especialmente la señora Angiolieri proporcionaba asombrosas adivinaciones.

—No se me escapa, signora —díjole Cipola—, que con usted pasa algo especial y muy honroso. Quien sepa mirar verá en torno de su encantadora frente una aureola que, si no yerro, antaño fue más intensa que en la actualidad; una aureola que va extinguiéndose paulatinamente… ¡No diga una sola palabra! ¡Haga el favor de no ayudarme! A su lado está sentado su esposo… ¿no es verdad? —volvióse súbitamente al silencioso signore Angiolieri—. Es usted el esposo de esta dama y su felicidad es completa. Pero tras de tanta dicha traslucen unos recuerdos…, recuerdos principescos… El pasado, signora, desempeña en su existencia actual, según me parece, un papel importantísimo. Usted había conocido a un rey… ¿No había cruzado su camino, en días pasados, por la vida, un soberano?

—Sin duda, no —exhaló la distribuidora de nuestra sopa cotidiana, y sus ojos de un oscuro dorado brillaban intensamente en medio de la noble palidez de su rostro.

—¿Sin duda, no? No, no era un rey; lo he dicho de una forma tosca y poco clara. Ningún rey, ningún príncipe… , y sin embargo, un príncipe, un rey de reinos superiores… Fue un gran artista, a cuyo lado usted antaño… Usted quiere contradecirme y, sin embargo, no lo puede hacer usted con decisión, sino sólo a medias. Bien, pues…, era una gran artista, de fama mundial cuya amistad disfrutó usted en su tierna juventud, y cuya sagrada memoria es como una sombra y sublima toda su vida… ¿El nombre? No será necesario formular un nombre cuya gloria va unida desde ya hace tiempo con la de la patria, siendo tan inmortal como la de ésta… Eleonora Duse —dijo, por fin, en voz baja y solemne.

La diminuta señora Angiolieri asintió con la cabeza, sobrecogida. Los aplausos parecían convertirse en una manifestación patriótica. Casi todos los espectadores conocían el importante pasado de la señora Angiolieri y podían apreciar plenamente la intuición del cavaliere, empezando por todos nosotros los huéspedes de la «Casa Eleonora». A lo sumo hubiéramos podido preguntarnos hasta qué punto el propio Cipola pudo informarse de ello desde su llegada a Torre de Venere… Sin embargo, no tengo motivo alguno para sospechar, desde un punto de mira extremadamente racionalista, de unas facultades que iban a serle fatales al pobre cavaliere Cipola, ante nuestros propios ojos…

Intercalóse, entonces, una pausa, y nuestro dominador se retiró para descansar un ratito. Confieso que voy llegando con cierto temor a este punto de mi relato; temor que me tiene invadido casi desde el mismo momento en que inicié mi narración. Leer los pensamientos de las personas, por regla general, no resulta muy complicado, y en nuestro caso era incluso facilísimo. Me preguntaréis, sin duda, por qué razón no nos retiramos finalmente de la sala, y tendré que confesar mi incapacidad total de contestar a esta pregunta. No lo comprendo, ni de hecho puedo justificarlo. Debían de ser ya más de las once en aquellos momentos, y probablemente más tarde aún.

Los niños se habían dejado vencer por el sueño. La última serie de experimentos les había resultado harto aburrida y en tales condiciones le costaría muy poco a la naturaleza reclamarles su derecho. Dormían sobre nuestras rodillas, el pequeño en las mías y la niña en las de su madre, y ello constituía una invitación a trasladarlos a sus camitas cuanto antes.

Puedo asegurar con toda seriedad que estuvimos a punto de obedecer a aquella dulce y suave advertencia. Despertamos a los pobrecitos asegurándoles que había sonado ya el momento definitivo para regresar a casa. Pero su resistencia implorante se reanudó tan pronto como recobraron la conciencia, y ya sabéis que es imposible de superar la repugnancia de los niños contra el abandono prematuro de una función cualquiera; sólo a la fuerza se la puede romper. ¡Era tan magnífico disfrutar de las mañas del mago!, afirmaban en voz quejumbrosa. No podíamos saber lo que todavía quedaría por ver; era preciso esperar por lo menos con qué clases de producciones reanudaría la sesión, una vez acabado el descanso; entretanto, podrían dormir un poquito; pero por Dios, todo menos regresar a la pensión, todo menos ir a la cama mientras iba a continuar allí tan maravillosa velada…

Cedimos por fin, aunque sólo por unos instantes, por un rato breve, provisionalmente, según creíamos. El hecho de haber permanecido allí resulta totalmente inexcusable y explicar sus motivos me es casi tan difícil… ¿Creíamos tener que decir B, tras haber dicho ya A, llevando equivocadamente nuestros hijitos a aquel lugar? Como explicación, ésta me pareció insuficiente. ¿Nos divertíamos nosotros mismos demasiado, por ventura? Sí y no, pues nuestros sentimientos hacia el cavaliere Cipola eran de una naturaleza mixta; pero si no estoy completamente equivocado, lo mismo le sucedía a toda la concurrencia y, ello no obstante, nadie abandonaba la sala. ¿Acaso la extraña fascinación que emanaba de aquel hombre que se ganaba la vida de una manera tan especial pesaba sobre nosotros, incluso fuera de programa y durante el descanso intercalado entre sus producciones, paralizando la decisión de todos los asistentes?

Podríamos aducir como explicación, con la misma probabilidad de acierto, la mera curiosidad. Es muy natural la curiosidad por conocer la continuación de un espectáculo iniciado de la manera descrita, y, por añadidura, Cipola había acompañado su salida con unas manifestaciones que permitían deducir que todavía distaba mucho de haber vaciado su saco y que se podía prever un aumento consecutivo de los efectos.

Pero todo esto no era la causa, o no era toda la explicación del porqué no nos retiramos de allí. Lo más justo sería contestar a la pregunta mediante otra: ¿por qué no habíamos abandonado Torre ya mucho antes? A mi entender, se trata de una y la misma pregunta, y para encontrar una salida honrosa podría contestar, sin más, que ya había aportado anteriormente la respuesta. Aquella velada se desarrollaba de la misma manera poco agradable, ofensiva y deprimente que toda nuestra estancia en Torre, en general, e incluso bastante más: aquella sala constituía el punto en que se concentraba todo lo extraño, raro y tenso con que la atmósfera del lugar parecía estar cargada. Aquel hombre, cuya reaparición esperábamos, nos parecía ser la personificación de todo aquello; y puesto que ante el gran problema optamos por no tomar el tren, hubiera sido sumamente ilógico proceder a un acto análogo en lo pequeño, por así decirlo. Tómese o no esto como explicación de nuestro sedentarismo; no me es posible aducir, sencillamente, ninguna otra razón.

Queda ya dicho, pues, que hubo una pausa de diez minutos, aunque en realidad se convirtieron en veinte. Los niños, sin volver a conciliar el sueño y encantados por nuestra decisión de ceder a sus vehementes deseos, supieron llenar deliciosamente aquel rato. Reanudaron sus cordialísimas relaciones con la esfera «popular» de Torre: con Antonio, con Guiscardo, con el hombre de la piragua. Haciendo bocina con sus manos dirigían a los pescadores toda clase de buenos deseos, tras habernos preguntado las palabras italianas que convenían: «Mañana, ¡muchos pececitos!» «Las redes, completamente llenas!» A Mario, el camarero del «Esquisito», le gritaron:

—Mario, una ciocolatta e biscotti!

  Y esta vez, el camarero les oyó y les contestó, sonriendo:

—Súbito!

Íbamos a tener motivos suficientes para grabar para siempre en nuestra memoria aquella sonrisa amable y algo distraída…

Así pasó el descanso: sonó otra vez el gong; el público, entregado al parloteo, volvió a ocupar sus localidades; los niños se sentaron con suma expectación en sus butacas, con las manos sobre las rodillas. El telón no había sido bajado; Cipola apareció en el escenario con sus zancadas características y se puso a iniciar con una charla la continuación de sus producciones.

Permitidme que resuma: aquel jorobado tan engreído era el hipnotizador más poderoso que me fuera dado conocer en mi vida. Si bien se dedicaba a echar polvo en los ojos a la opinión pública respecto a la verdadera naturaleza de sus funciones, anunciándose como mero prestidigitador, pretendía, sin duda, eludir con ello determinadas ordenanzas policíacas sobre la materia, que prohibían por principio el ejercicio industrial de aquellas facultades.

Tal vez el encubrimiento es habitual en tales casos, tolerándolo las autoridades, por lo menos a medias. De todos modos, nuestro titiritero, desde un principio, se había esforzado muy poco en engañarnos sobre el verdadero carácter de sus facultades, y la segunda parte de su programa basábase con toda claridad y exclusivamente en el experimento especial o demostración de la supresión e imposición de la voluntad, aunque oratoriamente continuaba predominando el circunloquio.

En una complicadísima serie de experimentos cómicos, excitantes y asombrosos —que aún no habían terminado al sonar la medianoche— se nos permitió apreciar el alcance de cuanto abarca ese campo, naturalmente misterioso, de fenómenos desde lo más insignificante hasta lo más monstruoso; los detalles grotescos fueron seguidos con toda atención por un público que se reía, movía escépticamente la cabeza, se daba golpecitos en las rodillas y aplaudía; un público que se hallaba por completo bajo el dominio de aquella personalidad tan segura de sí, aunque (por lo menos a mí me pareció así) no sin sufrir cierta sensación de contrariedad ante lo extrañamente indigno que los asombrosos triunfos de Cipola implicaban, tanto para el individuo como para todos los presentes.

Dos cosas, ante todo, desempeñaban un importante papel en aquellos triunfos: la copita de la reconfortante bebida y el látigo de montar, con su mango en forma de garra. La primera debía servir, siempre que fuera preciso, para calentar su demonismo, pues sin ella, según parecía, amenazaba un agotamiento total; esto, desde el punto de vista humano, hubiera podido inspirarnos cierta inquietud por aquel personaje, de no ver lo otro, es decir, aquel símbolo ofensivo de su dominio, en forma de silbante férula, bajo la que nos colocaba a todos con sus increíbles pretensiones y cuya intervención impedía que surgieran sensaciones más suaves que las de una sumisión asombrada y reluctante. ¿Experimentaba Cipola una falta de sensaciones de otra clase? ¿Pretendía provocar incluso nuestra simpatía? ¿Lo quería obtener todo? Me quedó hondamente grabada una manifestación suya que permitía concluir la existencia de esta clase de celos en el fondo de su alma. La profirió en el momento preciso en, que, al llegar a la cumbre de sus experimentos, sumió en estado de completa catalepsia a un joven que se había puesto a su entera disposición y desde hacía rato se había revelado como un objeto muy obediente para tal clase de influencias, mediante pases y soplos. De tal manera, que no sólo consiguió sumir en un sueño profundísimo al muchacho, haciendo que se apoyara con la nuca y los dos pies sobre los respaldos de dos sillas, sino que pudo incluso sentarse encima sobre el cuerpo, sin que aquél cediera en lo más mínimo, acusando la rigidez de una plancha de madera.

La visión de aquel monstruo enlevitado sentado sobre una figura humana que parecía petrificada, resultó increíble y repugnante, y el público sintió compasión, suponiendo que la víctima de aquella diversión científica sufría con ello.

—Poveretto! ¡Pobre muchacho! —se oía decir en varias partes de la sala.

—Poveretto! —exclamó irónicamente y amargado Cipola—. Están ustedes equivocados, ¡señoras y señores: Sono io il poveretto! ¡El pobrecito soy yo! Soy yo quien tiene que sufrir todo esto…

Aceptóse aquella declaración. Mas aun cuando fuese él quien pagase los gastos de aquellas diversiones, y admitiendo que acaso fuese el propio Cipola quien tomase por su cuenta los dolores de vientre, de los que, en un principio, el giovanotto nos ofreciera tan lamentables muecas, las apariencias contradecían tales suposiciones, y a nadie se le ocurre exclamar poveretto! aludiendo a una persona que sufre por la indigna humillación de terceros.

Sin embargo, he anticipado mi relato, echando por la borda la sucesión cronológica. Mi cabeza está hoy todavía repleta de recuerdos de los números ejecutados por el cavaliere, si bien he perdido ya el hilo de su orden, pero esto no tiene importancia alguna.

De todos modos, recuerdo que los grandes y complicados triunfos que cosecharon un aplauso más intenso me hicieron menos efecto que otros hechos pequeños y pasajeros. El fenómeno del muchacho que hacía de banco para sentarse encima me vino a la memoria, hace unos instantes, única y exclusivamente por la llamada al orden que se enlazó con él. Pero que una dama de cierta edad, adormecida en una silla, cayera en la ilusión, impuesta por Cipola, de que efectuaba un viaje a la India, y en su estado de trance nos explicara episodios muy movidos de sus aventuras por tierra y por mar, me preocupaba considerablemente en menos medida, y todo aquello me pareció menos extraordinario que el hecho de que un caballero de aire bizarro, de contextura física amplia y robusta, no pudiera levantar más el brazo, sólo porque el jorobado le anunciara que no lo podía hacer, cuando restallaba en el aire su látigo por un breve instante. Aún tengo presente el rostro de aquel magnífico colonello con sus mostachos, cuando apretaba convulsivamente las mandíbulas mientras luchaba por recobrar el libre albedrío momentáneamente perdido. ¡Qué fenómeno más confuso! Parecía querer y no poder; pero, sin duda, sólo padecía una suspensión de su voluntad, siendo solamente incapaz de querer de veras, interviniendo aquel embobamiento de la voluntad tal como nuestro domador lo anunciaba antes irónicamente, al ya citado caballero romano.

Olvidaría todavía menos, a causa de su conmovedor y fantasmal carácter cómico, la escena con la señora Angiolieri, cuya falta total de resistencia, verdaderamente etérea, frente al poderío del cavaliere fue, sin duda, descubierta por éste, al dirigir la primera escrutadora mirada general por la sala. La arrancó literalmente de su asiento por mero embrujo, arrastrándola consigo de su fila de butacas, y al mismo tiempo, sin duda con la intención de poner más de relieve sus facultades, invitó al propio señor Angiolieri a que la llamara por su nombre de pila, como si echara en el platillo de la balanza, por decirlo así, el peso de su existencia y sus derechos, sirviéndose de la voz del esposo para despertar en el alma de la compañera de su vida todo cuanto pudiera proteger su virtud contra el encanto maligno. Sin embargo, ¡cuán inútil resultó aquella llamada! Cipola, a cierta distancia de los esposos Angiolieri, rasgó brevemente el aire con su látigo, con lo que nuestra hotelera se estremeció violentamente y volvió la mirada hacia él.

—¡Sofronia! —exclamó, ya entonces, el señor Angiolieri (nosotros ignorábamos por completo que la señora se llamara Sofronia), y se puso a llamarla a gritos, justamente, pues todo el mundo podía percatarse que se había creado un peligro: la faz de su esposa permanecía dirigida hacia el maldito cavaliere.

Éste, con el látigo que le colgaba de la muñeca, comenzó a ejecutar con los diez dedos de sus largas y amarillentas manos unos movimientos de atracción y llamada a su víctima, retirándose paso a paso. Entonces, la señora Angiolieri se levantó de su asiento, sobrehumanamente pálida, se volvió por completo hacia el lado del que la conjuraba y se puso a seguirle a pasos vacilantes y como flotando.

¡Escena fantasmal y fatídica! Con expresión de lunática, rígidos los brazos, las hermosas manos algo elevadas sobre las muñecas, y con los pies casi cerrados, Sofronia Angiolieri comenzó a deslizarse lentamente de la fila de asientos, siguiendo al encantador…

—¡Llámela usted, caballero, llámela usted! —advertía al marido el monstruo.

Y el señor Angiolieri volvió a llamar con debilitada voz:

—¡Sofronia!

¡Ah! Pudo llamarla aún varias veces, y al ver que su mujer continuaba alejándose de él formó con la mano una bocina ante la boca, haciendo señas con la otra, al llamar. Pero la pobre voz del amor y del deber moría impotente a espaldas de una mujer perdida, y la señora de Angiolieri continuaba flotando hacia Cipola, completamente absorta y ensordecida, y a lo largo del pasillo central se deslizaba hacia el jorobado, que le atraía con sus dedos repugnantes hacia la puerta de salida.

La impresión era tan sobrecogedora y perfecta, que hubiera seguido a su dueño, con sólo quererlo éste, hasta el fin del mundo.

—Accidente! —exclamó el señor Angiolieri, esta vez realmente asustado, y salió de su asiento cuando la pareja hubo alcanzado la puerta de la sala.

Pero en el mismo instante el cavaliere hizo caer, por decir así, su corona de vencedor, interrumpiendo el experimento, y con chabacana caballerosidad de mal comediante ofreció el brazo a la pobre dama, que volvía en sí como descendiendo de las nubes, para conducirla de nuevo hacia su marido—. Caballero —saludó entonces a éste—, aquí tiene usted a su esposa… Sana y salva, con todos mis cumplidos, la deposito de nuevo en sus manos… Procure usted conservar con viril energía un tesoro que le pertenece por completo, y deseo que su vigilancia se acreciente cuando se convenza de que existen energías que sólo raras veces corren parejas con la generosidad…

¡Pobre señor Angiolieri, silencioso y calvo! No producía el efecto de un hombre capaz de proteger su felicidad, ni siquiera contra potencias menos demoníacas que aquellas que acababan de producirle susto e incluso mofa.

El cavaliere volvió al entarimado, con ademán grave y petulante, en medio de unos aplausos a los que su oratoria conclusión confería doble intensidad. Especialmente por este último triunfo, hizo aumentar su autoridad, si no me equivoco, a un grado tal que podía hacer bailar a toda la asistencia… Sí, efectivamente, he dicho bailar.

Es preciso tomar esta palabra al pie de la letra, ya que se produjo cierto exceso, una trasnochada confusión de los ánimos, un aniquilamiento de las resistencias críticas que hasta aquellos momentos se opusieran a la influencia del desagradable personaje.

Naturalmente, tuvo que luchar duramente para lograr aquella culminación de su dominio, y, sobre todo, frente a la actitud recalcitrante del ya mencionado caballero romano, cuya rigidez moral amenazaba con dar un ejemplo público harto peligroso para tamaño afán de dominio. Sin embargo, el cavaliere se dio perfectamente cuenta de la importancia que encerraba aquel ejemplo, y como era lo suficientemente prudente para escoger como punto de ataque el punto de menor resistencia, preludió la orgía haciendo que bailase aquel muchachito enclenque y propenso a abstraerse, al que ya antes había sumido en un estado cataléptico. Éste tenía, efectivamente, cierta manera de echar atrás el busto, como si le hubiera tocado un rayo, con las manos pegadas a la costura de los pantalones; tan pronto como su domador le echara una mirada, caería en un estado de sonambulismo militar, ya que su servilidad para cualquier absurda tontería que Cipola se propusiera imponerle saltaba de antemano a la vista. Podría decirse que el estado de completa dependencia de la voluntad del cavaliere parecía agradable de modo absoluto, como si perdiera, con sumo placer, su pobre autonomía moral; repetidas veces se ofreció espontáneamente para servir de objeto de experimentos y ponía visiblemente su pundonor en brindar a Cipola un modelo ideal del más pronto desprendimiento de sí mismo y de la más absoluta abulia. Subió una vez más al entarimado, y sólo fue preciso rasgar el aire con el látigo, obedeciendo a una voz de mando del cavaliere, para ponerse a bailar allí arriba un pasodoble, o, mejor dicho, lanzar sus débiles miembros en todos los sentidos, con los ojos cerrados, en placentero éxtasis y balanceando la cabeza.

Aquello parecía del agrado del público, y no fue preciso mucho rato para que llegaran refuerzos al que bailaba, ejecutando el step otros dos muchachos más, a ambos lados del primero; uno, vestido con suma sencillez, y otro, elegantemente.

Fue entonces cuando el caballero romano pidió nuevamente la palabra y preguntó a Cipola, en tono provocador, si podía asegurar que era capaz de hacerle bailar a su vez, aun cuando él no quisiera.

—Aun cuando no quiera —replicóle Cipola en un tono que me será siempre inolvidable. Todavía hoy tengo en el oído aquella frase—: Anche se non vuole…!

 E inmediatamente se inició la pugna. Cipola, después de haber apurado otra copita de coñac y encendido un nuevo cigarrillo, colocó al romano en un punto del pasillo central, con la cara dirigida hacia la puerta de salida: él mismo se detuvo a cierta distancia, a espaldas de éste, e hizo sonar su látigo, ordenando:

 —Balla!

  Su adversario no se movía.

—Balla! —repitió el cavaliere con decisión, y rasgó el aire con el látigo.

Viose cómo el joven movió el cuello y cómo al mismo tiempo una de sus manos se levantaba y uno de sus tacones se volvió hacia fuera. Sin embargo, durante largo rato no hubo más que tales signos precursores que fueron repitiéndose y afirmándose, desapareciendo seguidamente. A nadie se le podía escapar que se trataba de un caso de decidida resistencia, una heroica terquedad en oponerse para vencer y superar; aquel bravo muchacho se proponía romper una lanza por el honor de la especie humana; se movía convulsivamente, pero no bailaba, y el experimento se alargaba tan desmesuradamente que el cavaliere se vio obligado a dividir su atención; de vez en cuando, se volvía hacia el escenario y los que bailando se debatían en él, haciendo silbar su látigo en su dirección para no permitir que escapasen a su dominio, no sin explicar al mismo tiempo al público que aquellos azogados danzarines no experimentarían luego la menor fatiga por mucho que durase el baile, ya que, en realidad, no eran ellos quienes bailaban, sino él mismo, Cipola. Después, volvió a hundir la mirada en la nuca del romano, para derribar la fuerza de voluntad que se oponía a su dominio.

Bajo sus latigazos e intimaciones constantemente renovados, se vio vacilar aquella fortaleza. Asistimos a ello con un interés sumamente objetivo que no estaba desprovisto de matices afectivos, lástima y cruel satisfacción. Si acerté a comprender bien lo que ocurría, aquel caballero sucumbió ante el carácter negativo de su actitud combativa. Según toda probabilidad, la vida anímica resulta imposible si se basa única y exclusivamente en no querer, y por consiguiente ejecutar a pesar de ello lo que se nos exige, deben ser dos cosas demasiado vecinas para que la idea de la libertad no tuviera que verse forzosamente mezclada en la pugna; y, efectivamente, las intimaciones que el cavaliere intercalaba entre latigazos y órdenes se movían en el indicado sentido, mitigando influjos que constituían su secreto, con otros, desconcertadamente psicológicos.

 —Balla! —decía—. ¿Quién quisiera torturarse de este modo? ¿Llamas libertad a esa violación de ti mismo? Una ballatina! ¡Si todos tus miembros se sublevan y te arrastran al baile! ¡Cuan agradable será abandonar, por fin, la voluntad! Ahí está: ¡ya estás bailando! Esto ya no es ninguna lucha, esto ¡es placer y goce… !

Y así era; las convulsiones y sacudidas en el cuerpo del recalcitrante muchacho empezaban a ganar terreno; levantó los brazos y las rodillas y, de repente, todas las articulaciones se desencadenaron: echaba hacia un lado y hacia otro los miembros, bailaba; y en medio de los aplausos de la gente, el cavaliere lo condujo al entarimado, para incorporarle a los demás títeres. Entonces, pudimos ver el rostro del así sojuzgado, pues quedaba allí arriba expuesto al público. Sonreía francamente, con los ojos medio cerrados, mientras se «divertía» y «disfrutaba». Constituía una especie de consuelo el ver que se encontraba mucho más a su gusto que cuando mantenía su orgullosa resistencia…

Podría decirse que su «caso» hizo época. Con él se había roto el hielo, y el triunfo de Cipola se hallaba en su apogeo; el bastón del hada maléfica Circe, aquella verga de cuero silbante con mango en forma de garra, reinaba sin coto en la sala. En el momento que estoy evocando —y que sin duda debía situarse mucho después de medianoche— estaban bailando en el diminuto escenario unas ocho o diez personas. Pero también en las demás partes de la sala se notaba toda clase de movimientos, y ocurrió que una dama anglosajona, con impertinentes y largos dientes, había salido de su asiento para ejecutar en el pasillo central una tarantela, sin que el maestro se preocupara por ella en lo más mínimo.

Entretanto, Cipola estaba sentado con ademán desenfadado en una de las sillas de anea, a la izquierda del escenario, mientras se tragaba el humo de su cigarrillo, dejándolo fluir arrogantemente entre sus dientes feísimos. Moviendo la punta, de los pies y riéndose de vez en cuando, con fuertes sacudidas del hombro, contemplaba la revolución provocada en la sala, y en determinados momentos hacía silbar su látigo, dirigiéndolo hacia atrás contra alguno de los que bailaban convulsivamente, si notaba que su goce parecía disminuir.

En aquellos momentos, los niños estaban despiertos; lo que hago notar aquí con profunda vergüenza. No era conveniente que siguieran allí, y el que no les hubiéramos hecho salir entonces de la sala sólo me lo podría explicar por cierto contagio de la relajación general que a aquellas altas horas de la noche nos había alcanzado también a nosotros.

En aquellos momentos, ya todo resultaba igual. Además, y gracias a Dios, a nuestros dos pequeños les faltaba por completo la inteligencia precisa para captar el carácter nefasto de aquella nocturna diversión. Su inocencia se deleitaba incesantemente con el permiso extraordinario de poder asistir a tal clase de espectáculo: la velada organizada por un mago. Cada cuarto de hora, con sus mejillas coloradas y los ojos embriagados, reían de todo corazón viendo los saltos que hacía efectuar a la gente el dominador de aquella noche.

No se habían imaginado que la función resultase tan divertida y con sus manitas inhábiles participaban en todos los aplausos. Pero cuando Cipola hizo una seña a su amigo Mario —el Mario del «Esquisito»—, botaban de gusto, a su manera, saltando sobre sus asientos. En efecto, Cipola le hizo una seña, en el sentido literal de la palabra, llevándose la mano ante la nariz mientras alternativamente erguía el índice para encorvarlo luego en forma de gancho.

Mario obedeció. Aún le veo subiendo los escalones para llegar arriba, junto a Cipola, que no cesaba de hacerle señas de invitación, de aquella manera grotescamente precisa.

Durante un instante, el joven había vacilado; también de ello me acuerdo aún perfectamente. Durante toda la noche, había permanecido de pie en el pasillo lateral, con los brazos cruzados sobre el pecho o con las manos en los bolsillos de su americana, apoyándose en una columna de madera a nuestra izquierda, allí donde se encontraba a su vez el giovanotto con el peinado de guerrillero; había seguido con atención las producciones del titiritero, en tanto nos fue posible observar, aunque sin mucha alegría y Dios sabe con cuánta comprensión. Visiblemente, no le fue grato verse llamado a participar a última hora. No obstante, resultó demasiado comprensible que obedeciera a la seña que le hacía el cavaliere. Ello cuadraba, ante todo, con su oficio de camarero; y, por lo demás, sin duda existía una imposibilidad psicológica para que un muchacho tan llano pudiera negar obediencia a un signo emanado de un hombre erguido en el trono del éxito como Cipola en aquel momento de su actuación.

A gusto o a disgusto se desprendió, pues, de su columna, dio las gracias a los que se hallaban ante él, y, volviendo la cabeza, le abrían paso hacia el escenario, y subió al mismo, con una sonrisa escéptica en sus gruesos y abiertos labios.

Imagináoslo como un muchacho más bien bajito, de veinte años, con el pelo corto, la frente ancha y unos párpados demasiado pesados encima de los ojos, cuyo color era de un gris indeterminable, con matices de verde y amarillento. Recuerdo exactamente estos pormenores, pues habíamos hablado con él bastantes veces. La parte superior de la cara, con la nariz chata, colmada de pecas, quedaba rezagada tras la parte inferior, dominada por los gruesos labios prognáticos, entre los cuales hacíanse visibles, al hablar, los dientes húmedos; aquellos labios hinchados daban a su fisonomía, junto con el aspecto velado de los ojos, cierta primitiva melancolía, habiendo sido precisamente ésta la razón por la que, desde un principio, sintiéramos bastante simpatía por el muchacho. No podía hablarse de brutalidad en la expresión; lo hubiera contradecido la extraordinaria delgadez y finura de sus manos, que llamaron la atención, incluso tratándose de un meridional, y por las cuales nos hacíamos servir con verdadero gusto.

Le conocíamos desde el punto de vista humano, sin conocerle personalmente, si es que me permitís este distingo. Solíamos verle casi a diario, y había despertado en nosotros cierta simpatía por su modo de ser soñador que con facilidad se perdía en una ausencia anímica y que Mario intentaba corregir mediante una brusca transición a un ademán servicial; era un muchacho serio, y a lo sumo dejaba escapar una sonrisa sólo para los niños; no era gruñón, pero tampoco zalamero, sin amabilidades intencionadas, o, mejor dicho, renunciaba a ser amable, abandonando de antemano toda pretensión de agradar. Sin embargo, su figura nos quedaría grabada en nuestra memoria como uno de los insignificantes recuerdos de viaje que se retienen mejor que muchos otros de mayor importancia. No sabíamos gran cosa de su vida, excepto el hecho de que su padre era un modesto escribano del Municipio, y su madre, lavandera.

La chaqueta blanca en que servía en el café le sentaba mejor que el traje cruzado, de una tela delgada y rayada con el que subió al escenario. No llevaba cuello; a falta de éste, envolvía su nuca un pañuelo de seda de flamantes colores cuyos extremos se escondían bajo las solapas de la americana. Se acercó al cavaliere, que no cesaba de mover el dedo encorvado bajo la nariz, de modo que Mario tuvo que acercarse más, junto a las piernas de aquel ser poderoso, hasta pegarse al asiento de Cipola; entonces, éste lo cogió, colocándole en una postura que nos permitiera ver la cara del muchacho. Le examinó con ademán imperativo y bonachón, de los pies a la cabeza.

—¿Qué es esto, ragazzo mio? —dijo—. ¿Cómo es posible que nos hayamos conocido tan tarde? No obstante, puedes creerme que por lo menos yo te conozco a ti desde hace mucho tiempo… Sí, claro está: hace buen rato que me había fijado en ti, quedando completamente seguro de tus magníficas disposiciones. ¿Cómo habré podido olvidarte? Tantas cosas como tengo que hacer, ¿sabes… ? Dime pronto, ¿cómo te llamas? Sólo me interesa tu nombre de pila.

—Me llamo Mario —contestó el joven, en voz muy baja.

—Ah, Mario; perfectamente. Un nombre muy corriente. Un nombre antiguo, de aquellos que mantienen despiertas las tradiciones heroicas de la patria. ¡Bravo! ¡Salve! —y, diciendo esto, alargó la palma de la mano oblicuamente en el aire, en el saludo romano.

Ello no podía maravillarme, admitiendo que estuviera algo embriagado; sin embargo, continuaba hablando, como antes, con una articulación clarísima y sin tropiezos, aunque en aquella hora todo su modo de comportarse, así como el acento de sus palabras, tenía algo de hastiado, con visos de burla y desbordante suficiencia.

—Bien, pues, mi Mario —continuó—. Está muy bien que hayas venido esta noche y que te hayas puesto para ello un pañuelo tan elegante que te va muy bien a la cara y que te favorecerá no poco ante las chicas, las guapísimas muchachas de Torre di Venere…

Desde el pasillo del público que seguía la función de pie, de donde había salido Mario, sonó una risa. Era el giovanotto con la bélica cabellera quien acababa de soltarla; allí estaba, con la americana colgada del hombro, y se reía con un «¡Ja, ja!» muy grosero e irónico. Me pareció que Mario se estremecía con un movimiento de hombros. De todos modos, se estremeció. Tal vez, sería realmente una sacudida de todo el cuerpo, y el temblor de sus hombros sólo significaba un intento posterior para disimularlo, con el que pretendía manifestar que tanto el pañuelo como el bello sexo le eran indiferentes por completo.

El cavaliere echó una mirada distraída en torno suyo.

—Por ése no nos preocupamos ni mucho ni poco —dijo—. Está celoso, probablemente a causa de los éxitos que tu pañuelo obtiene entre las muchachas; tal vez también porque nos ve aquí arriba platicando tan amigablemente tú y yo… Si él quiere, voy a recordarle su cólico de hace un rato. Esto no me costaría nada. Dime, Mario: te estás divirtiendo un poco esta noche… Y durante la jornada a lo mejor eres vendedor en alguna mercería.

—Soy camarero —replicó el joven.

—¡Ah, de modo que en un café! —Por una vez Cipola no había dado en el clavo—. Eres, pues, un camariere, un copero, un Ganimedes —me permitirás que evoque asociaciones de ideas con la Antigüedad—, salvietta!

Y al decirlo, el cavaliere irguió otra vez el brazo, para mayor regocijo del público.

También Mario sonreía.

—Pero antes —intercaló, deseoso de ser fiel a la verdad— fui, efectivamente, vendedor de una tienda de Portoclemente…

En su observación latía algo del deseo muy humano de ayudar un poco a la adivinación, sacándole un máximo de verdad.

—¡Por fin, por fin! ¡En una mercería!

—Vendíamos peines y cepillos —replicó Mario, evitando una respuesta directa.

—¿No le he dicho que no siempre había sido un Ganimedes, dispuesto a servir con una servilleta bajo el brazo? Hasta cuando Cipola se equivoca, lo hace de una manera que despierta confianza.. Di, Mario: ¿tienes confianza en mí?

Mario, hizo un ademán inseguro.

—Media respuesta —hizo constar el cavaliere—. Sin duda, debe costar mucho lograr tu confianza. Incluso tratándose de mí; ya lo veo, la cosa no resulta nada fácil. Noto en tu cara un rasgo de carácter taciturno y triste, un trato di malinconia… Dime ahora —y cogió una mano del muchacho, como para animarle—, ¿tienes algún pesar?

—¡No, signore! —replicó éste, rápido y decidido.

—Sí que lo tienes —insistió el titiritero, superando autoritariamente la contestación decidida del joven—. ¿Cómo quieres que no me dé cuenta? ¡Quieres engañar tú a Cipola! Y, desde luego, se trata de las muchachas: de una chica. Tienes un gran pesar de amor.

Mario movió vivamente la cabeza. Al mismo tiempo, volvió a sonar a nuestro lado la risa brutal del giovanotto. El cavaliere levantó bruscamente la cabeza. Sus ojos parecían buscar algo en el aire, pero no por esto dejó de prestar atención a aquella risa, y después, como ya lo había hecho una o dos veces durante su conversación con Mario, hizo sonar su látigo en sentido oblicuo, hacia su propia espalda, para que ninguno de los presentes se cansara de estar fijo en él. Entretanto, su interlocutor estuvo a punto de escaparse, ya que se volvió con un ademán brusco hacia los escalones, volviendo la espalda al cavaliere. Junto a los ojos le habían salido unas manchas rojas. Cipola logró retenerlo en el último instante.

—¡Alto aquí! —dijo—. Sólo faltaría esto. ¿Quieres escaparte, Ganimedes, en el mejor instante, a un pelo de lo mejor? Sigue aquí y te prometo cosas muy hermosas. Prometo convencerte de que tu pesar no tiene objeto alguno. Aquella muchacha a la que tú conoces y que también otros conocen, aquella… ¿cómo demonios se llama? ¡Espera! Voy a leer su nombre en tus ojos; ya lo tengo en la punta de la lengua, y veo que también tú estás a punto de decirlo…

—¡Silvestra! —gritó el giovanotto desde el pasillo.

El cavaliere no parecía hacerle caso alguno.

—¿Por qué debe haber siempre personas impertinentes? —preguntó, sin mirar hacia la sala, y continuando su diálogo con Mario—: ¿Por qué debe haber siempre unos gallitos impertinentes que cacarean en buena o mala hora? Éste acaba de quitarnos el nombre de los labios, a ti y a mí, y a fin de cuentas aún va a creer, en su vanidad, que tiene derecho a poseerlo. Dejémosle en paz. Pero, dime: Silvestra, tu Silvestra, ¿es una muchacha como Dios manda, no es verdad? ¡Un verdadero tesoro! El corazón se le queda parado a uno cuando la ve caminar, respirar y sonreír; tan agraciada es. Y sus brazos desnudos, cuando lava la ropa y echa la cabeza atrás y se sacude el pelo de la frente… ¡Un ángel bajado del Paraíso!

Mario le miraba fijamente, con la cabeza tendida hacia delante. Ya hacía un rato que parecía haber olvidado la situación en que se encontraba, e incluso al público. Junto a sus ojos, las manchas encarnadas se hicieron más intensas y producían el efecto de estar pintadas. Raras veces he visto algo parecido en mi vida. Sus gruesos labios estaban abiertos.

—Y ese ángel te causa pesar —continuó Cipola—, o, mejor dicho, tú te acongojas a causa de él… En esto hay cierta diferencia, querido, una diferencia de suma importancia, ¡ya me lo puedes creer! En el amor suele haber malas inteligencias; podríamos decir, incluso, que en ninguna otra cosa surgen con tanta frecuencia las malas inteligencias como en él. Seguramente estás pensando ahora: ¿Qué entiende ese Cipola de amor, ese jorobado con su pequeño defecto físico? Craso error, amiguito: entiende mucho de ello, lo conoce y domina completamente a fondo, y es muy recomendable prestarle oído cuando se trata de asuntos de esta índole. Pero dejemos a Cipola, descartándolo por completo y pensemos única y exclusivamente en Silvestra, ¡en tu encantadora Silvestra! ¡Cómo! ¿Sería posible que diera la preferencia sobre ti a algún cacareante gallito de ésos, para que éste pueda reír y tú hayas de llorar? ¿La preferencia sobre ti, un muchacho tan sentimental y simpático como eres? Es poco probable, es imposible; nosotros esto lo sabemos mejor que tú, Cipola y ella. Si me colocase en lugar de Silvestra y tuviese que escoger entre un tonto de tomo y lomo como tu rival, un pescado en conserva, y un Mario, el paladín de la servilleta que se mueve entre caballeros y señoras, que escancia refrescos a los forasteros y me quiere con un afecto cálido y auténtico…, a fe mía que la opción no resultaría difícil para mi corazón; entonces, yo sé muy bien a quien tengo que entregarlo, y a quién se lo he regalado ya desde hace tiempo, sonrojándome de sentimiento. Ya es hora de que también él se percate y lo comprenda, mi elegido… Ya es hora de que tú me veas y reconozcas, Mario, mi queridísimo Mario… Dime: ¿quién soy?

Era horrible cómo el impostor fingía cariño, encogía coquetonamente los hombros oblicuos, daba una expresión de nostalgia a los ojos subrayados con ojeras y con una sonrisa dulzona enseñaba su mellados dientes. Ah, pero ¿qué se ha hecho de nuestro Mario? Me resultará difícil decirlo, de igual modo que me llegó a ser difícil apreciarlo, pues se trataba de la entrega de lo más íntimo, de la manifestación pública de una pasión tímida y locamente feliz. Mario aparecía con las manos plegadas ante la boca; sus hombros se levantaban y se bajaban con una respiración violenta.

Sin duda, en su felicidad, no daba crédito a sus ojos y oídos, y, desde luego, sólo olvidó una cosa: que, efectivamente, no debía fiarse de ellos.

—¡Silvestra! —suspiró, sobrecogido por la emoción.

—¡Bésame! —díjole el jorobado—. Créeme que puedes hacerlo… Te quiero. Bésame aquí… —y con la punta del índice, tendiendo brazo, mano y dedo meñique, designó la mejilla, cerca de la boca. Y Mario se inclinó y le besó.

En la sala reinaba un profundo silencio. El instante resultó grotesco, monstruoso y excitante: el momento de la felicidad de Mario. La risa del giovanotto siguió oyéndose a nuestra siniestra, en el transcurso de aquel rato angustioso, durante el cual se impusieron a nuestro sentimiento todas las correlaciones de dicha e ilusión, no inmediatamente, en un principio, pero sí tan pronto como se llevó a cabo la unión triste y lamentable de los labios de Mario con aquella horrible carne que se ofrecía a su cariñoso gesto. Aquella carcajada se destacaba con fuerza de la angustiosa espera, brutal, contenta del mal ajeno, y, sin embargo —no quisiera equivocarme—, dejaba apuntar cierto matiz de conmiseración ante el daño soñado y la consonancia de aquel grito de Poveretto! que el brujo había declarado poco antes como desplazado, tomándolo por su propia cuenta.

Pero al mismo tiempo, mientras aún sonaba aquella carcajada, el que se hacía acariciar allí arriba hizo restallar levemente el látigo, junto a las patas de la silla, y Mario, despierto, se incorporó bruscamente. Allí estaba, de pie, mirando boquiabierto, con el busto inclinado hacia atrás, apretando las manos sobre sus labios, de los que se había abusado, una mano sobre otra; luego, se golpeó varias veces las sienes con las muñecas y dando media vuelta se precipitó por los escalones, mientras la sala prorrumpía en aplausos, en tanto que Cipola, con las manos plegadas sobre las rodillas, se reía con fuertes sacudidas de hombros. Una vez abajo, en la sala, Mario dio otra media vuelta brusca hacia el escenario, tendió el brazo, y dos detonaciones secas, pero fortísimas, se entrecruzaron con los aplausos y risas.

Un silencio se produjo inmediatamente. Incluso los bailarines se detuvieron en su ejercicio, mirando con ojos desorbitados. Cipola se incorporó súbitamente. Allí estaba, de pie, con los brazos tendidos hacia un lado, como si quisiera rechazar algo y gritar:

—¡Alto! ¡Silencio! ¡Lejos de mí! ¿Qué es esto? —y al instante, con la cabeza caída sobre el pecho, se desplomó de nuevo sobre la silla, resbalando después del asiento al suelo. Allí se quedó tendido, inmóvil, formando un montón desordenado de prendas y huesos.

El caos resultó indescriptible. Varias damas escondieron el rostro en el pecho de su acompañante. Se oían gritos llamando a un médico y a la Policía. El público invadió el escenario. Hubo quien, en medio del tumulto, se abalanzó sobre Mario, para quitarle la pequeña arma de metal, apenas sin forma de pistola, que pendía de su mano, y cuyo cañón, casi inexistente, acababa de imprimir un rumbo tan imprevisto y extraño al destino.

Cogimos a los niños de la mano —¡por fin!— y los arrastramos hacia la salida, pasando ante la pareja de carabineros que penetraba en la sala.

—¿Era éste el verdadero final? —inquirían los pequeños, para estar completamente seguros de que no perdían nada de la función.


—Sí, éste era el final —confirmámoslo nosotros. Un día horripilante, un final sumamente fatal. Y, sin embargo, un final que tenía algo de liberación. ¡No pude, no podría ahora, interpretarlo de otra manera…

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