martes, 20 de mayo de 2014

Los sauces


Algernon Blackwood

Tras dejar Viena, y mucho antes de Budapest, el Danubio entra en una región de soledad y desolación. Sus aguas se dispersan, se torna un pantano de millas y millas, cubierto por un vasto mar de bajos arbustos de sauce. En los grandes mapas, esta zona esta pintada de un azul pálido, que se torna cada vez más desvaído a medida que abandona los bancos; y sobre todo esto puede verse la palabra Sumpfe: marjales.

En época de inundaciones, estos bancos de guijarros e islas tupidas de sauces quedan casi enteramente sumergidos bajo el agua; pero en temporadas normales los arbustos se doblan y crujen al impulso de los vientos, mostrando sus hojas plateadas en una planicie de belleza desconcertante, eternamente agitada. Los sauces nunca alcanzan la dignidad de árboles, no tienen troncos rígidos, permanecen como humildes arbustos, con copas redondeadas y suaves siluetas, oscilando sobre delgados troncos que responden a la mínima presión del viento, flexibles como la hierba, y tan cambiantes que dan la impresión de que la planicie entera está animada y viviente. Porque el viento levanta olas que se alzan y se derraman, olas de hojas en lugar de olas de agua, verdes elevaciones como en el mar, hasta que las ramas se yerguen y se tuercen, y entonces las olas se tornan de un blancas, mostrando el reverso de las hojas bajo la luz del sol.

Alegre por deslizarse de las rígidas riberas, el Danubio vagabundea a su voluntad entre intrincadas redes de canales que se intersectan entre las islas, con amplias avenidas por las que el agua fluye con un sonido de aclamación, haciendo remolinos, vórtices de agua y espumantes rápidos; desgarrando los bancos de arena; arrastrando pedazos de la ribera y masas de sauces; y formando nuevas islas que cambian diariamente de tamaño y forma y que poseen, en el mejor de los casos, una vida precaria.

Esta fascinante porción de la vida del río comienza al abandonar Pressburg; y nosotros, en nuestra canoa canadiense con tienda gitana y utensilios de cocina a bordo, la alcanzamos en la cresta de una incipiente inundación de mediados de julio. Esa misma mañana, cuando la luz del sol se tornaba rojiza antes del amanecer, nos habíamos deslizado a través de Viena, aún durmiente, dejándola atrás un par de horas después como un mero parche de humo contra las colinas azules en el horizonte de Wienerwald; habíamos desayunado cerca de Fischeramend bajo un soto de abedules que rugían en el viento; y entonces habíamos bregado a través de la desgarradora corriente más allá de Orth, Hainburg, Petronell (la antigua Carnuntum romana de Marco Aurelio), y proseguido bajo las ceñudas alturas del Thelsen en una estribación de los Cárpatos donde el March se escabulle silenciosamente por la izquierda y se cruza la frontera entre Austria y Hungría.

El río nos hizo penetrar un buen tramo dentro de Hungría; y las aguas lodosas, signo seguro de inundación, nos hicieron encallar varias veces y atraparon nuestra canoa como si fuera un corcho en múltiples remolinos que aparecían eructando súbitamente, antes de que las torres de Pressburg (Poszony, en húngaro) fueran visibles en el cielo. Entonces, la canoa, saltando como un caballo fogoso, voló bajo las murallas grises, pasó confiadamente por la cadena hundida del ferry Fliegende Bruck, dio una agudo giro hacia la izquierda y se precipitó entre la espuma amarilla, hacia la soledad de islas, bancos de arena y tierras pantanosas que yacía adelante: la tierra de los sauces.

El cambio vino súbitamente. Penetramos vertiginosamente a la tierra de la desolación, y en menos de media hora ya no había botes ni cobertizos de pesca ni tejados rojos, ni señal alguna de civilización. La sensación de alejamiento del mundo humano, el completo aislamiento, la fascinación por ese singular mundo de sauces, vientos y corrientes arrojaron instantáneamente su hechizo sobre ambos. Y comentamos, entre risas, que forzosamente tendríamos que haber presentado alguna especie de pasaporte especial para ser admitidos, y que, de manera un tanto aventurada, habíamos penetrado sin pedir permiso en ese pequeño reino de maravilla y de magia; un reino que estaba reservado para el uso de otros, que a él tenían derecho, lleno de tácitas advertencias contra los intrusos, asequibles para aquellos que tuvieran la imaginación de descubrirlas.

Aunque la tarde se demoraba, los golpes incesantes del viento nos hicieron sentir agotados, y pronto buscamos un buen sitio para acampar durante la noche. Pero el carácter desconcertante de las islas hizo difícil el desembarco; la corriente nos arrastraba hacia la orilla y luego nos barría de nuevo, las ramas de las sauces desgarraban nuestras manos al intentar aferrarnos a ellas para detener la canoa, y arrojamos a la corriente más de un yarda de arena hasta que, al final, fuimos disparados por un potente golpe lateral del viento hacia un remanso del río y logramos encallar la proa en medio de una nube de espuma. Yacimos jadeando y riendo, después de nuestros afanes, sobre la arena templada y amarilla, protegida del viento, bajo el pesado ardor de un sofocante sol; un cielo azul sin nubes sobre nosotros, y una inmensa armada de danzantes y rugientes arbustos de sauce cercándonos por todos lados, brillantes de espuma y aleteando sus millares de pequeñas manos, como si aplaudieran nuestros esfuerzos.

-—Vaya un río! —dijo mi compañero, pensando en todo el camino que habíamos recorrido desde su fuente en la Selva Negra, y en cómo él había estado obligado a bajar y empujar la canoa a través de los vados a principios de junio.

Yo me recosté a su lado, feliz y tranquilo ante la efusión de los elementos: agua, viento, arena, y la gran llama del sol, pensando en el largo viaje que aguardaba ante nosotros, y en el gran estrecho allá adelante antes de llegar al Mar Negro, y en cuán afortunado era de tener un amigo tan encantador y entrañable viajando a mi lado: el Sueco.

Habíamos realizado muchos viajes similares juntos; pero el Danubio, más que cualquier otro río, nos impresionó desde el inicio con su vivacidad. Desde su pequeña y burbujeante entrada al mundo entre las pinares de Donaueschingen, hasta el momento presente, en que comenzaba a jugar el gran juego fluvial que era ése irse perdiendo a sí mismo entre pantanos abandonados, sin ser visto, sin detenerse, había sido para nosotros como seguir el crecimiento de una criatura viva. Adormilado al principio, pero desarrollando más tarde violentos deseos al tiempo que cobraba consciencia de su alma profunda, el río rodaba; como una especie de gigantesca y fluida entidad, a través de todos los campos que habíamos cruzado, sosteniendo nuestra pequeña embarcación sobre sus poderosos hombros, jugando rudamente con ella algunas veces, y sin embargo siempre amigable y bien intencionado; hasta que al final habíamos llegado inevitablemente a considerarlo como un Gran Personaje.

¿Cómo podría ser de otra manera, dado que nos relataba tanto de su vida secreta? En las noches le oíamos cantar a la luna, murmurando esa extraña nota sibilante que le era peculiar, causada, según decían, por el rápido desgarramiento de los guijarros en su cauce, tan grande era su apresurada carrera. Conocíamos, también, la voz de sus gorgoteantes remolinos, que subían burbujeando súbitamente bajo superficies previamente aquietadas; el rugido de sus vados y su vertiginosos rápidos; sus seguro y constante fragor bajo todos esos sonidos superficiales; y ese desgarramiento incesante de sus aguas heladas sobre la ribera. ¡Cuánto se erguía y aullaba cuando las lluvias caían directamente sobre su superficie! ¡Y cómo rugía, riendo, cuando el viento soplaba a contracorriente tratando de frenar su creciente velocidad! Conocíamos todos sus sonidos y sus voces, sus escollos y su rabia, su innecesario salpicar contra los puentes; ese autoconsciente parloteo cuando había colinas a la vista; la afectada dignidad de su discurso cuando pasaba por los pequeños poblados, demasiado infatuado para reír; y todos esos débiles y dulces murmullos cuando el sol le sorprendía plenamente en alguna curva lenta y se derramaba sobre él hasta que se elevaba el vapor.

En sus inicios, antes de ser visible al mundo, estaba lleno de trampas también. Había lugares en las fuentes superiores entre los bosques, cuando los primeros murmullos de su destino aún no le habían alcanzado, donde optaba por desaparecer entre agujeros sobre el suelo, para aparecer de nuevo al otro lado de las porosas colinas de piedra caliza, e iniciar un nuevo río con un nombre distinto, dejando tan escasa agua sobre su propio cauce que teníamos que escalar y caminar por el agua y empujar la canoa a través de millas de vados. Y uno de sus principales placeres en esos precoces días de su irresponsable juventud era permanecer tranquilo, justo antes de que las pequeñas y turbulentas corrientes tributarias vinieran a unírsele desde los Alpes; y entonces negarse a acogerlas, y correr así por millas, lado a lado, bien marcada la línea divisoria, incluso distinguibles los niveles, el Danubio rehusándose absolutamente reconocer al recién llegado. Después de Passau abandonaba ese truco; porque entonces el Inn llega acompañado de un poder atronador imposible de ignorar, y tanto empuja e incomoda al río principal que difícilmente hay espacio para ambos en la larga y retorcida garganta que sigue, y el Danubio es empujado aquí y allá contra los riscos, y forzado a acelerar su marcha para llegar a tiempo, entre grandes olas y fango que salpican por todas lados. Y durante el combate nuestra canoa se deslizó de sus hombros a su pecho y padeció en medio del combate de las olas. Pero el Inn le enseña al viejo río una lección, y después de Passau ya no aspira a ignorar a los recién llegados.

Esto ocurrió muchos días atrás, y desde entonces hemos llegado a conocer otros aspectos de la gran criatura y, a través de las planicies bávaras cubiertas de avena en Straubing, bajo el llameante sol de junio, erró tan lentamente que sin dificultad podíamos imaginar que, a unas cuántas pulgadas superficiales, el agua agitada encerraba, como en un manto de seda, una armada completa de ondinas, que avanzaban bajo el mar, silenciosas e inadvertidas, muy pausadamente, para no ser descubiertas.

Perdonábamos a esa criatura por su amabilidad hacia las aves y animales que habitaban en la ribera. Cormoranes rayaban las orillas en lugares solitarios, alineados como pequeñas vallas negras; cuervos grises se amontonaban en los lechos de piedras; cigüeñas se erguían pescando en los espacios de aguas superficiales; y águilas, cisnes, y aves de pantano de todo tipo llenaban el aire con el destello de sus alas y su lamento petulante y melodioso. Era imposible sentirse irritado por los caprichos del río después de ver un venado saltar dentro del agua al amanecer y nadar pasando la proa de nuestra canoa; frecuentemente veíamos cervatillos observándonos desde la maleza, o mirábamos directamente los ojos de un ciervo. También zorros, rondando las orillas, deslizándose delicadamente entre los maderos flotantes, desapareciendo tan súbitamente que era imposible ver cómo lo hacían.

Pero ahora, después de dejar Pressburg, todo cambió un poco; y el Danubio se tornó más serio. Cesaron los juegos. Estaba a medio camino del Mar Negro, donde ningún truco sería admitido o comprendido. Se tornaba maduro, y exigía nuestro respeto, e incluso nuestro temor. Se rompía en tres brazos que sólo se volvían a encontrar un centenar de kilómetros más abajo, y para una canoa no había indicación alguna acerca de cuál camino se debía seguir.

—Si toman un canal lateral —dijo el oficial húngaro que conocimos en la tienda de Pressburg mientras comprábamos provisiones— se encontrarían, cuando la inundación baje, a cuarenta millas de cualquier lugar, en seco, y podrían fácilmente morir de hambre. No hay gente, ni granjas, ni pescadores. Les aconsejo que continúen. El río, está aún elevándose, y este viento va a aumentar.

El río creciente no nos alarmaba en lo más mínimo, pero el problema de quedarnos en seco por un súbito descenso de las aguas podría ser algo serio; habíamos, consecuentemente, agregado una provisión extra. En cuanto a lo otro, la profecía del oficial resultó verdadera, y el viento, soplando bajo un cielo perfectamente despejado, se incrementó de manera constante hasta que alcanzó la dignidad de un vendaval del oeste.

Era más temprano de lo usual cuando acampamos. Dejando a mi amigo dormido sobre la arena, deambulé en un vago examen de nuestro hotel. La isla, descubrí, era de menos de un acre de extensión; un simple banco arenoso irguiéndose unos dos o tres pies sobre el nivel del río. El extremo más lejano, apuntando al poniente, estaba cubierto por la espuma que el terrible viento arrojaba como crestas de las rompientes olas. Era triangular en su forma, con la punta a contracorriente.
Permanecí mucho tiempo observando la impetuosa corriente carmesí oprimiendo con su poderoso rugido, arrojándose en oleadas contra la ribera como si quisiera barrerla en peso, y luego girando a cada lado. El suelo parecía temblar ante el choque y el ímpetu mientras el furioso movimiento de los sauces, al derramarse el viento sobre ellos, aumentaba la curiosa ilusión de que la isla misma se estaba moviendo. Más adelante, por una milla o dos, podía ver el gran río descendiendo sobre mí; era como mirar el descenso de un alud en una montaña, blanco de espuma, saltando por todos lados para mostrarse ante el sol.

El resto de la isla era demasiado denso en sauces para permitir un avance placentero; pero, con todo, hice el viaje. Desde el extremo más bajo, la luz, desde luego, cambiaba; y el río lucía oscuro y enfurecido. Sólo el dorso de las elevadas olas era visible, veteadas de espuma, y empujadas con fuerza por las grandes rachas de viento que caían. Por una corta milla, el río era visible, derramándose entre las islas y luego desapareciendo entre los sauces con un impacto enorme, los cuales se agrupaban a su alrededor como una piara de monstruosas criaturas antediluvianas amontonándose para abrevar. Me hacían pensar en gigantescas excrecencias esponjosas que absorbían el río en su interior. Le hacían desaparecer de vista. Ellos se hacinaban ahí, juntos, en número avasallador. Era una escena impresionante, con su absoluta soledad, su extraña sugestión; y mientras contemplaba, larga y morosamente, una singular emoción comenzó a agitarse en algún lugar en profundo. En medio mi delectación ante la belleza salvaje, subió, reptando, de manera intempestiva e inexplicable, una curiosa sensación de inquietud, casi de alarma.

Un río creciente sugiere siempre algo de funesto; muchos de los islotes que veía ante mí probablemente ya habrían sido arrastrados para la hora de la mañana, ese irresistible y atronador torrente tocaba fibras de verdadero temor y reverencia en mí. Y sin embargo, me daba cuenta de que mi inquietud yacía en capas más profundas que las de las simples emociones de temor y admiración. No era eso lo que yo sentía. Tampoco tenía que ver directamente con el poder del viento tempestuoso; ese huracán ensordecedor que podría arrastrar unos cuantos acres de sauces por el aire y esparcirlos como montones de hojarasca en el paisaje. El viento estaba simplemente jugando, porque nada se elevaba en ese llano paisaje que pudiera detenerlo, y yo era consciente de participar de su gran juego con una especie de gozosa excitación. Sin embargo esta nueva emoción no tenía nada que ver con el viento. En verdad, tan vaga era la sensación de angustia que experimentaba, que era imposible rastrear su fuente; aunque de alguna manera me daba cuenta que tenía que ver con la comprensión de nuestra completa insignificancia ante el poder desencadenado de los elementos a mi alrededor. El río desbordante tenía algo que ver también; la vaga y desagradable idea de que habíamos menospreciado estas poderosas fuerzas elementales, en cuyo poder yacíamos indefensos a cada hora del día y de la noche. Porque aquí, verdaderamente, esas fuerzas titánicas actuaban en conjunto, y su vista incitaba la imaginación.

Pero esa emoción, en la medida en que podía entenderla, parecía estar ligada más particularmente a los sauces; a esos acres y acres de sauces, aglomerándose, creciendo ahí de manera tan compacta, agrupándose en enjambres por todo el espacio visible, presionando contra el río como si quisieran sofocarlo, irguiéndose por millas y millas bajo el cielo en una densa profusión; vigilando, esperando, escuchando. De manera completamente independiente de los elementos, los sauces se conectaban sutilmente con mi malestar, atacando la mente de manera insidiosa por razón de su vasto número, y tratando de presentar a la imaginación un nuevo y enorme poder; un poder que era, más bien, no del todo amigable hacia nosotros.

Las grandes revelaciones de la naturaleza, desde luego, nunca fracasan en afectarnos; y yo no era ajeno. Las montañas tienen el poder de anonadar; y los mares aterrorizan; y el misterio de los grandes bosques ejerce un hechizo peculiar. Pero todos estos ejemplos, en algún aspecto, contribuyen establecer un íntima unión entre la vida y la experiencia humanas. Las emociones que ellos agitan son comprensibles, aun cuando son alarmantes. Tienden en última instancia a la exaltación. Con esta multitud de sauces era completamente diferente. Emanaba de ellos una especie de esencia que asediaba al corazón. Despertaban un sentimiento de reverencia, es verdad, pero una reverencia tocada en algún punto por un vago terror. Sus apretadas filas; que se hacían cada vez más oscuras a mi alrededor, moviéndose furiosamente, y sin embrago de una manera suave, en el viento; despertaban en mí la extraña e importuna sugestión de que nosotros habíamos irrumpido aquí traspasando los límites de un mundo ajeno, un mundo en el que éramos intrusos, un mundo en el que no éramos requeridos, ni invitados a permanecer, ¡dónde tal vez corríamos graves riesgos!

De cualquier manera, esa sensación no me perturbaba hasta el punto de volverse una amenaza. Y sin embargo no me dejaba tranquilo, ni siquiera durante la muy práctica tarea de montar la tienda en medio del viento huracanado y prender un fuego para la olla. Perduraba sólo lo suficiente como para molestar y dejar perplejo, y para robar de su encanto a un disfrutable campamento. A mi compañero, sin embargo, no le mencioné una palabra; porque él era un hombre al que consideraba falto de imaginación. En primer lugar, nunca habría logrado explicarle exactamente lo que quería decir y, en segundo, de lograrlo, se habría reído estúpidamente de mí.

Había una ligera depresión en el centro de la isla, y ahí levantamos la tienda. Los sauces alrededor rompían un poco el viento.
—Un pobre campamento, —observó el sueco cuando finalmente la tienda fue montada— ninguna piedra y muy poca leña. Voto por que nos marchemos temprano. Esta arena no aguantará nada.

Pero la experiencia de una tienda derrumbándose a medianoche nos había enseñado muchos trucos; levantamos nuestra tienda en un rincón tan resguardado como fuera posible, y luego nos dedicamos a la tarea de reunir una provisión de leña suficiente para toda la noche. Los arbustos de sauce no arrojan ramas, y la madera a la deriva era nuestra única fuente de abastecimiento. Cazamos minuciosamente por las orillas de la isla. Por todas lados los bancos crujían al tiempo que la crecida del río los desgarraba, llevándose enormes porciones de ellos entre chorros y gorgoteos.

—La isla ya está mucho más pequeña que cuando llegamos —dijo el sueco—. A este paso no durará mucho. Sería mejor arrastrar la canoa cerca de la tienda, y estar listos para saltar al instante. Dormiré con la ropa puesta.

Estaba a cierta distancia, escalando por la orilla, y escuché su jovial risotada mientras hablábamos.

—¡Por Jove! —le escuché llamar un momento después, y me volví para ver qué había causado su exclamación. Pero por el momento el estaba escondido tras los sauces, y no podía hallarlo.

—¿Qué demonios es esto? —le escuché gritar de nuevo, y esta vez la voz se había tornado seria. Corrí rápidamente y me le uní en la orilla. Estaba mirando al río, apuntando hacia algo en el agua.

—¡Por todos los cielos, es un cuerpo! —gritó exaltado—. ¡Mira!

Un objeto negro pasó arrastrado rápidamente, dando vuelcos entre las olas espumantes. Siguió avanzando, hundiéndose y volviendo a la superficie constantemente. Estaba a unos 20 pies de la orilla, y justo cuando se situó frente a donde estábamos, dio una sacudida y quedó mirando directamente hacia nosotros. Vimos sus ojos reflejando la puesta de sol, y destellando una extraña luz amarilla al tiempo que el cuerpo daba vuelta. Luego dio una rápida y voraz zambullida, y se sumergió fuera de vista en un parpadeo.

—¡Una nutria! —exclamamos en el mismo aliento, riendo. Era una nutria viva, y de cacería; sin embrago lucía exactamente como el cuerpo de un hombre ahogado dando tumbos indefenso en la corriente. Río abajo, volvió de nuevo a la superficie y pudimos ver su piel negra, húmeda y brillante a luz del sol. Luego, cuando volvíamos con la leña, otra cosa sucedió que nos hizo volver junto a la orilla del río. Esta vez realmente era un hombre, y lo que era más, un hombre en un bote. Un bote en el Danubio era una vista inusual en cualquier tiempo, pero aquí, en este desierta región, y en tiempos de inundación, era tan inesperado como para constituir un verdadero acontecimiento. No quedamos ahí, observando.

No puedo decir si fue por la inclinación de la luz del sol; o por la refracción en el agua, pero dificultad en enfocar mi vista apropiadamente sobre la aparición. De cualquier manera, parecía ser un hombre erguido en una especie de bote de fondo aplastado, gobernando con un largo remo, y siendo arrastrado hacia la ribera opuesta una velocidad tremenda. Aparentemente él estaba mirando en nuestra dirección, pero la distancia era demasiado grande y la luz demasiado incierta para que nosotros pudiéramos darnos cuenta plenamente que pretendía. A mí me pareció que estaba gesticulando y haciendo señales hacia nosotros. Su voz nos llegó a través del agua, gritando algo furiosamente, pero el viento la ahogó del tal manera que ninguna palabra fue audible. Había algo curioso acerca de la aparición en su conjunto —hombre, bote, señales, voz— que dejó en mí una impresión desproporcionada.

—¡Está persignándose! —grité— ¡Mira, está haciendo la señal de la Cruz!

—Creo que tienes razón, —dijo el Sueco, resguardando sus ojos con las manos y observando al hombre salir de vista. Parecía haberse marchado en un instante, desvaneciéndose ahí abajo entre el mar de sauces, en una curva del río donde el sol caía sobre ellos y los convertía en una enorme y hermosa muralla carmesí. La niebla había comenzado a alzarse también, así que el aire estaba brumoso.

—¿Pero qué demonios está haciendo al anochecer en este río desbordado? —dije, en parte para mí mismo— ¿A dónde va a esta hora, y que quiso decir con sus señales y sus gritos? ¿Crees que haya querido advertirnos de algo?

—Vio nuestro humo, y tal vez pensó que éramos espíritus. —rió mi compañero— Estos húngaros creen en toda clase de disparates; ¡recuerdas a la dependienta de Pressburg advirtiéndonos que nunca nadie hacía tierra aquí, porque esto pertenecía a una especie de seres de fuera del mundo de los hombres ¡Me imagino que creen en hadas y en elementales, posiblemente en demonios también.

—Aquel campesino en el bote vio gente en las islas por primera vez en su vida —agregó, después de una breve pausa— y lo asustamos, eso es todo.

El tono de voz del Sueco no sonaba convincente, y su aspecto carecía de algo que usualmente poseía. Noté el cambio instantáneamente mientras hablaba, aunque sin poder caracterizarlo precisamente.

-Si tuvieran la suficiente imaginación -recuerdo que trataba de hacer tanto ruido como pudiera-, bien podrían poblar un lugar como este con los viejos dioses de la antigüedad. Los romanos tendrían que haber llenado toda esta región, de una u otra manera, con sus templetes y sus sotos sagrados y sus deidades elementales.

Nuestra conversación declinó y volvimos junto a la olla; mi amigo no era muy dado a conversaciones imaginativas. Por otra parte, recuerdo que sólo entonces sentí una verdadera alegría por ello; su naturaleza estólida y pragmática me pareció acogedora y confortante. Era un admirable temperamento, pensé; el podía gobernar a través de los rápidos como un Piel Roja, cruzar peligrosos puentes y remolinos mejor que cualquier hombre blanco que yo hubiera visto sobre una canoa. Él era un extraordinario camarada para un viaje de aventuras, una torre de fuerza ante los acontecimientos imprevistos. Miré su fuerte rostro y sus cabello levemente rizado mientras se tambaleaba bajo su carga de leña (¡el doble de grande que la mía!), y experimenté una sensación de alivio. Sí, sentí entonces una verdadera alegría de que el Sueco fuera así, y de que él nunca hiciera observaciones que sugirieran más de lo que decían.

—Y el río sigue creciendo —agregó—. Está isla estará bajo el agua dentro de dos días si esto sigue así.

—Yo desearía que el viento amainara —dije.

La crecida, en efecto, no representaba ningún peligro para nosotros; podíamos partir en menos de diez minutos ante cualquier signo alarmante, y entre más agua hubiera en el río, mejor para nosotros. Eso implicaría una aceleración de la corriente y la destrucción de los inciertos bancos de piedras que frecuentemente amenazaban destrozar el fondo de nuestra canoa. Al contrario de nuestras expectativas, el viento no amainó con el ocaso. Pareció incrementarse con la obscuridad, aullando sobre nuestras cabezas y sacudiendo los sauces a nuestro alrededor como paja. Extraños sonidos lo acompañaban en ocasiones, como las explosiones de artillería pesada, y caía sobre el agua y sobre la isla en grandes corrientes horizontales de inmenso poder. Me hizo pensar en los sonidos que un planeta debería hacer, si pudiéramos oírlo, al impulsarse a través del espacio.

Pero el cielo se mantuvo completamente limpio y la luna se elevó rápidamente en el este, y cubrió el río y la planicie de ruidosos sauces con una luz como de día. Reposamos junto al fuego sobre la arena, fumando, escuchando los sonidos de la noche a nuestro alrededor, y conversando acerca del viaje. El mapa estaba extendido en la puerta de la tienda, pero el viento lo hacía difícil de estudiar, así que pronto bajamos la cortina y extinguimos la linterna. La luz de la fogata era suficiente para fumar y vernos las caras, y las chispas volaban arriba como fuegos artificiales. Algunas yardas más allá, el río gorgoteaba y siseaba, y de tiempo en tiempo un espeso salpicar de agua anunciaba el desprendimiento de alguna de las porciones más alejadas de la ribera.

Nuestra conversación, observé, tenía que ver con las remotas escenas e incidentes de nuestros primeros acampamientos en la Selva Negra, o con otros temas alejados de nuestra situación presente, porque ninguno de nosotros hablaba sobre el momento actual más de lo necesario, casi como si hubiéramos acordado evitar toda discusión acerca de nuestro acampamiento actual. Ni la nutria ni el barquero, por ejemplo, recibieron el honor de una solitaria mención, a pesar que ordinariamente un acontecimiento así habría proporcionado un tema de discusión para toda la noche. Eran, desde luego, eventos notables un lugar así. La escasez de leña se convertía en un problema; porque el viento, que arrojaba el humo en nuestra cara dondequiera que no sentáramos, creaba al mismo tiempo un tiro forzado. Tomamos turnos para hacer expediciones de recolección en la obscuridad, y las cantidades que traía el Sueco me hacía siempre pensar que el tiempo se tomaba para encontrarlas absurdamente largo; en verdad no me importaba demasiado quedarme solo, sin embargo, parecía siempre ser mi turno para cavar en los arbustos o revolver entre las resbalosos bancos a la luz de la luna. La larga batalla de ese día contra el viento y el agua —¡Qué viento y qué agua! — nos había dejado fatigados. Sin embargo, ninguno de nosotros hizo ningún movimiento hacia la tienda. Reposábamos ahí, guardando el fuego, tratando de mantener una conversación trivial, mirando hacia la espesura de los sauces, y escuchando el tronar del viento y el río. La soledad del lugar nos había penetrado hasta los huesos y el silencio nos parecía natural, porque después de un tiempo el sonido de nuestras voces se tornó un tanto irreal y forzado; los susurros habrían sido la forma apropiada de comunicación, sentí; y la voz humana, siempre algo absurda en medio del rugir de los elementos, ahora acarreaba con ella algo casi prohibido. Era como hablar en voz alta en la iglesia, o en alguno de esos lugares en los que el permitirse ser escuchado no es algo lícito, y tal vez tampoco algo aconsejable.

El aire inquietante de esta isla solitaria, ubicada entre millares de sauces, barrida por el vendaval, y rodeada por corrientes profundas y vertiginosas no afectaba a ambos. No hollada por el hombre, casi desconocida para el hombre, reposando ahí bajo la luna, alejada de toda influencia humana, en la frontera de otro mundo, un mundo ajeno, un mundo habitado únicamente por los sauces y por las almas de los sauces. Y nosotros, en nuestra precipitación, nos habíamos atrevido a penetrar en él, ¡incluso a disponer de sus elementos! Algo superior a ese poder de sugerencia me agitaba mientras yacía en la arena, los pies junto al fuego, observando las estrellas a través de las hojas. Por una última vez me levanté a recoger leña.
—Cuando esto se haya agotado —dije firmemente— me iré a dormir.

Para ser un hombre falto de imaginación, parecía inusualmente perceptivo esa noche, inusualmente abierto a otros estímulos aparte de los sensoriales. Él también estaba afectado por la belleza y la soledad. Yo me vi del todo complacido, recuerdo, al reconocer este sutil cambio en él, y en lugar de ponerme inmediatamente a recolectar ramas me dirigí hacia la parte más alejada de la isla, donde se podía ver desde una mejor perspectiva la luna cayendo sobre la planicie y el río. El deseo de estar solo había caído súbitamente sobre mí; mi antiguo temor volvió con más fuerza; había una vaga sensación en mí, y yo deseada enfrentarla y sondearla hasta el fondo. Cuando alcancé el punto donde la arena sobresalía entre las olas el hechizo del lugar descendió sobre mí creándome en una verdadera turbación. Había algo más aquí, algo alarmante.

Miré fijamente hacia la ruina de las aguas brutales; observé los sauces susurrantes; escuché el impacto incesante del viento; y, todos y cada uno, cada cosa de una manera peculiar despertaron en mí esa sensación de extraña inquietud. Los sauces me afectaban especialmente; perpetuamente mantenían su parloteo y su conversación privada, riendo un poco, suspirando algunas veces, pero la causa de su agitación pertenecía a la vida secreta de la gran planicie que ellos habitaban. Y era completamente ajena al mundo que yo conocía, o al mundo donde los elementos, aunque salvajes, eran aún benignos. Me hacían pensar en una hueste de seres pertenecientes a otro plano de la naturaleza, a una evolución completamente divergente tal vez, todos discutiendo un misterio sólo por ellos conocido. Los contemplé moviéndose afanosamente y en conjunto, sacudiendo anormalmente sus grandes cabezas lanudas, haciendo girar sus millares de hojas aun cuando no había viento. Se movían por impulso propio como seres vivientes; y rozaban, por algún método incalculable, el agudo sentido del horror que hay en mí. Se erguían ahí bajo la luz de la luna, como un vasto ejército rodeando nuestro campamento, sacudiendo sus innumerables astas plateadas, desafiantes, en formación para atacar.

La psicología de los lugares es muy vívida; especialmente para el viajero, los lugares de campamento tienen su nota de bienvenida o rechazo. Al principio puede no ser perceptible, porque las afanosas tareas de levantar la tienda y preparar el fuego lo impiden, pero con la primera pausa ella viene anunciándose a sí misma. Y la nota de este campo de sauces se tornaba ahora clara e inequívoca para mí; éramos intrusos. La sensación creció en mí mientras permanecía ahí, observando. Tocábamos la frontera de una región que se resentía de nuestra presencia. Una única noche de alojamiento podría tal vez tolerarse; pero un estadía prologada e inquisitiva ¡No, por todos los dioses de los árboles y de la naturaleza profunda, no! Éramos la primera influencia humana en estas islas, y no éramos requeridos. Los sauces estaban contra nosotros. Extraños pensamientos como éstos, extravagantes fantasías, paridas sin saber cuándo, encontraban alojamiento en mi mente mientras permanecía ahí, escuchando. ¿Y qué?, pensaba, -si estos sauces agazapados dieran señales de vida; si súbitamente se elevaran, como un enjambre de criaturas vivientes, conducidos por los dioses cuyo territorio habíamos invadido, barriendo contra nosotros a través de los pantanos retumbando en la noche... ¡y entonces cesaran! Al mirarlos era fácil imaginarse que realmente se movían, que se acercaban arrastrándose, retrocediendo después un poco, apretándose en grandes masas, hostiles, esperando hasta que el viento finalmente los impulsara en la embestida. Podría haber jurado que su aspecto cambió un poco, que sus filas se profundizaron y se hicieron más cerradas.

El llanto chirriante y melancólico de un ave nocturna se oyó en lo alto, y casi perdí el equilibrio cuando el trozo de arena en que estaba parado cayó salpicando dentro del río, minado por la corriente. Retrocedí justo a tiempo; volví a buscar leña, a medias riendo ante las extrañas fantasías que se amontonaban en mi mente y me atrapaban con su hechizo. Recordé la observación del Sueco acerca de partir al día siguiente y, estaba apenas pensando en que yo estaba completamente de acuerdo con él, cuando me volví súbitamente, y vi el objeto de mis pensamientos irguiéndose frente a mí. Estaba muy cerca. El rugido de los elementos había cubierto sus pasos.

-Has estado aquí demasiado tiempo —gritó por encima del viento-, pensé que te había pasado algo.

Pero había algo en su voz, y un aspecto en su rostro también, que me comunicaban más que sus palabras, y entendí de pronto la verdadera razón de su venida. El hechizo del lugar había entrado en su alma también, y no le había agradado estar solo.

—La corriente sigue aumentando —se lamentó, señalando la crecida iluminada por la luna-, y el viento no cesa.

Decía siempre las mismas cosas, pero era el anhelo de compañía lo que le daba verdadera importancia a sus palabras.

—Tenemos suerte —respondí— que nuestra tienda este en una cuenca. —Agregué algo sobre la dificultad de encontrar leña, pero el viento arrastró mis palabras arrojándolas por el río, y él no me escuchó; sólo me miró a través de las ramas, asintiendo.

—¡Tendremos suerte si salimos de ésta sin daño! —gritó, por lo menos eso es lo que pude entender; y recuerdo la sensación de furia contra él por haberlo dicho explícitamente, porque era eso exactamente lo que yo sentía. Había un desastre latente en algún lugar, y ese presentimiento pesaba sobre mí de manera desagradable.

Volvimos a la fogata y la alimentamos por última vez Echamos un último vistazo a nuestro entorno. Si no fuera por el viento, el calor hubiera sido desagradable. Puse este pensamiento en palabras, y recuerdo la inquietante respuesta de mi compañero: que él preferiría soportar el calor, el clima ordinario de julio, a seguir escuchando este viento diabólico.

Todo estaba preparado para la noche; la canoa reposaba volteada junto a la tienda, con los dos canaletes amarillos debajo; el saco de las provisiones colgaba de un tronco de sauce; y los platos lavados situados a una distancia segura del fuego, listos para el desayuno. Sofocamos las brasas con arena, y luego nos refugiamos. La falda de la puerta de la tienda estaba alzada, y yo veía las ramas y las estrellas y el blanco claro de luna. Los sauces temblorosos y los pesados golpes del viento contra nuestra pequeña tienda tirante son las últimas cosas que recuerdo antes del que el sueño llegara, cubriendo todo con su suave capa de olvido.

De pronto me encontré despierto, observando desde mi jergón arenoso a través de la puerta de la tienda. Miré mi reloj, sujeto contra el lienzo, y pude ver que pasaban de las doce, y que, por lo tanto, había dormido un par horas. El Sueco estaba aún dormido a mi lado; el viento seguía aullando como antes; algo presionaba contra mi corazón y me hacía sentir angustia. Sentía una perturbación en la inmediata cercanía. Me senté rápidamente y miré al exterior. Los árboles oscilaban de un lado a otro, pero nuestra pequeña porción de lienzo verde permanecía segura en la hondonada. La sensación de intranquilidad, de cualquier manera, no cesaba; me arrastré silenciosamente fuera de la tienda para ver si nuestras pertenencias estaban a salvo. Me moví cautelosamente, evitando despertar a mi compañero. Una extraña agitación me poseía.

Apenas salía de la tienda, gateando, cuando mis ojos vieron por primera vez la copa de los arbustos opuestos, con su agitada tracería de hojas, calcando verdaderas figuras contra el cielo. Me puse en cuclillas y miré. Era increíble, desde luego, pero ahí, frente a mí y ligeramente elevadas, había formas de una especie indeterminada flotando sobre los sauces; y mientras las llamas oscilaban en el viento parecían tender hacia esas formas, formando una serie de monstruosos perfiles que cambiaban rápidamente bajo la luna. Cerca, a unos 50 pies frente a mí, vi estas cosas.

Mi primer impulso fue despertar a mi compañero, para que el también las pudiera ver, pero algo me hizo vacilar... el súbito reconocimiento de que, tal vez, yo no deseaba una confirmación; y mientras tanto me encogí ahí, observando, azorado y con un escozor en los ojos. Estaba completamente despierto. Recuerdo que me lo dije a mí mismo, no estaba soñando.

Y se volvieron plenamente visibles por primera vez; estas figuras inmensas, justo entre la copa de los arbustos enormes, broncíneos, variables, y completamente independientes de la oscilación de las ramas. Les miré simplemente y lo noté, y ahora vengo a examinarlo más fríamente: eran mucho más grandes que cualquier humano; y, en verdad, algo en su apariencia anunciaba que no eran humanos en lo absoluto. Ciertamente no eran sólo la móvil tracería de las ramas contra la luz de la luna. Fluctuaban de manera independiente. Se elevaban en un flujo continuo de la tierra a cielo, desvaneciéndose completamente tan pronto como alcanzaban la oscuridad. Estaban entrelazados, formando una enorme columna; y vi sus miembros y sus enormes cuerpos fundiéndose los unos en los otros, formando una línea serpenteante que se doblaba y oscilaba y se retorcía en espirales con cada una de las contorsiones de los árboles batidos por el viento. Estaban desnudos, formas fluidas, atravesando los arbustos, casi dentro de las hojas elevándose en una columna hacia el espacio. Nunca pude ver sus rostros.

Incesantemente se derramaban hacia arriba, meciéndose en grandes curvas, con un tono de apagado bronce sobre su piel. Miré fijamente, tratando de forzar cada átomo de visión. Por un largo rato pensé que desaparecerían en cualquier momento, asimilándose al movimiento de las ramas, demostrando ser una mera ilusión óptica. Busqué desesperadamente una prueba de su realidad; comprendiendo, al mismo tiempo, que las pautas de la realidad habían sido alteradas. Porque entre más miraba, más me convencía de que lo que veía era real y viviente; aunque, tal vez, no de acuerdo a los criterios de la cámara o la biología. Lejos de sentir miedo, me sentía poseído por una sensación de pasmo y admiración, tales como nunca había sentido. Parecía estar contemplando a la personificación de las fuerzas elementales que habitaban esta región primigenia. Nuestra intrusión había puesto en acción los poderes del lugar. Nosotros éramos la causa de la perturbación, y mi cerebro se llenó con las historias y leyendas de los espíritus y deidades que habían sido adorados, como habitantes de lugares específicos, en todas las edades de la historia del mundo. Pero, antes de que pudiera llegar a una explicación, algo me impulsó a ir más lejos, y me arrastré completamente fuera de la tienda irguiéndome sobre el suelo de arena. La sentí todavía caliente bajo mis pies desnudos, el viento golpeó contra mi cabello y contra mi cara y el sonido del río estalló en mis oídos con un súbito rugido. Sabía que estas cosas eran reales, y probaban que mis sentidos funcionaban normalmente. Y sin embargo las figuras aún se alzaban desde la tierra hasta el cielo, silenciosas, augustas, en una enorme espiral de gracia y fuerza que me abrumaba completamente con un genuino sentimiento de reverencia. Sentía el deseo de caer de rodillas en adoración, absoluta adoración.

Quizás lo hubiera hecho, si hubiera tenido un minuto más, pero una ráfaga de viento golpeó contra mí con tal fuerza que me hizo perder el equilibrio, y estuve a punto de tropezar y caer. Las figuras aún permanecían, aún se elevaban hacia el cielo en el corazón de la noche, pero mi razón al fin comenzó a afirmarse. La luz de la luna y las ramas se combinaban para trazar estas imágenes en el espejo de mi imaginación y, por alguna razón, yo las proyectaba en el exterior y las convertía en impresiones objetivas. Me armé de coraje, y comencé a avanzar a través de las extensiones abiertas de la arena. Sin embargo, por Jove, ¿fue todo esto una alucinación? ¿fue algo meramente subjetivo? ¿o será que la razón trató, en su vieja y fútil manera, de argumentar desde el estrecho criterio de lo ya visto?

Lo único que sé es que una gran columna de figuras ascendieron oscuramente hacia el cielo por lo que pareció un largo período de tiempo, y con una sensación completa de realidad, como aquélla que los hombres consideran medida de lo verdadero. ¡Y súbitamente se fueron!

Y, una vez que se fueron y que el asombro de su presencia desapareció, el miedo cayó sobre mi como un torrente helado. El sentido esotérico de esta región solitaria, y sin embargo frecuentada, estalló súbitamente en mi interior, y comencé a temblar. Eché un rápido vistazo alrededor —una mirada de horror que se fue convirtiendo en pánico— calculando inútilmente modos de escapar; y entonces, comprendiendo cuán desamparado estaba, cuán imposibilitado de toda acción efectiva, me arrastré de nuevo hacia la tienda silenciosamente y volví a yacer sobre mi jergón arenoso, bajando antes la cortina de la puerta para apartar la visión de los sauces en la claridad de la luna, y luego enterré mi cabeza bajo las sábanas tan profundo como fuera posible, para amortiguar el sonido del viento aterrador.

Como para convencerme de que no estaba soñando, recuerdo que pasó mucho tiempo antes de que cayera de nuevo en el sueño, un sueño turbulento e intranquilo; e incluso entonces sólo la corteza exterior de mi mente dormía, y debajo había algo que nunca perdió la conciencia del todo, permaneciendo alerta y en vigilia. Esta segunda vez fue con un genuino espasmo de terror que salté de nuevo a la conciencia. No eran ni el viento, ni el río lo que me habían despertado; sino la lenta aproximación de algo que fue obligando a la porción durmiente en mí a encogerse cada vez más, hasta que al final se desvaneció completamente y me encontré a mí mismo sentado con la espalda rígida y erguida, escuchando.

Afuera había un sonido como de una multitud de pasos, ligeros como gotas. Habían estado aproximándose, estaba consciente de ello, y se habían tornado por primera vez audibles durante mi sueño. Estaba ahí sentado nerviosamente, completamente despierto, y había como un peso enorme sobre la superficie de mi cuerpo. A pesar del calor de la noche, me sentía frío y húmedo como un molusco, y temblaba. Claramente, algo estaba presionando contra los lados de la tienda, con una presión constante, sopesándola desde afuera. ¿Era el cuerpo del viento? ¿Era la percusión de la lluvia, el goteo de las hojas? ¿El relente del río arrastrado por el viento y condensado en grandes gotas? Pensé rápidamente en una docena de posibilidades. Entonces, la explicación vino de pronto: una rama del álamo, el único árbol grande de la isla, había caído con el viento. Aún a medias enredada entre las otras ramas, caería con la próxima ráfaga aplastando la tienda; y mientras tanto, sus hojas cepillaban y golpeteaban sobre el tirante lienzo de la tienda. Levanté la falda y me lancé hacia fuera, llamando al Sueco.

Pero cuando estuve fuera y pude erguirme, vi que no había nada sobre la tienda. Ninguna rama; nada de lluvia ni de rocío. Una luz fría y gris se filtraba a través de los arbustos y caía sobre la arena fosforescente. Las estrellas aún se amontonaban en el cielo directamente sobre nosotros y el viento aullaba imponente, pero la fogata ya no arrojaba ningún brillo; y vi el oriente agrietándose en estrías rojizas a través de los árboles. Debían haber pasado muchas horas desde que estuve ahí observando las figuras ascendentes, y el horrible recuerdo volvía ahora a mí, como un sueño perverso. ¡Oh, cuán cansado me hizo sentir, ese viento incesante y rabioso! Y sin embargo, a pesar de que había en mí la profunda lasitud de una noche sin sueño, mis nervios estaban estremecidos con la actividad de una aprehensión igualmente incansable, y toda idea de reposo estaba fuera de cuestión. La corriente del río había aumentado aún más. Su estruendo llenaba el aire, y un fino rocío se hacía sentir a través de mi delgada camisa de dormir.

Esta profunda y prolongada perturbación dentro de mí permanecía sin justificación. Mi compañero no se había movido cuando le llamé, y no había necesidad de despertarle ahora. Miré en torno cuidadosamente, tomando nota de todo; la canoa volteada, los canaletes amarillos —dos de ellos, estoy seguro; el saco de las provisiones y la linterna extra colgando juntos del árbol; y, apiñados por todos lados entorno a nosotros, rodeándolo todo, los sauces, aquellos sauces interminables y temblorosos. Un ave pronunció su canto matutino, y una línea de patos pasaron graznando en el crepúsculo. La arena se arremolinó, punzante y seca, sobre mis pies desnudos en el viento.

Caminé alrededor de la tienda y luego entre los arbustos, de tal manera que pudiera ver más allá del río, y la misma sensación de profunda e indefinida perturbación se apoderó de mí al ver el interminable mar de sauces extendiéndose hasta el horizonte, luciendo fantasmagóricos e irreales en la pálida luz del amanecer. Caminé cautelosamente, intrigado por aquel extraño sonido como de innumerables pasos, y por aquella presión sobre la tienda que me había despertado.

—Debe haber sido el viento, —reflexioné— el viento desgajando los trozos sueltos de la arena caliente, arrastrando las partículas secas contra el lienzo rígido, cayendo pesadamente sobre el frágil techo.

Sin embargo, mi nerviosidad y mi malestar aumentaban a cada momento. Caminé hasta la ribera más lejana y noté cómo su contorno se había alterado durante la noche, y la ingente cantidad de arena que el río había desgarrado. Mojé mis manos y mis pies en el agua fresca, y lavé mi frente. Había ya un brillo de aurora en el cielo y la exquisita frescura del nuevo día. En el camino de regreso pasé intencionalmente debajo de los mismos arbustos donde había visto las figuras elevarse en el aire y, a medio camino de la arboleda, me sentí súbitamente abrumado por una vasta sensación de terror. Desde las sombras, una figura inmensa avanzó rauda. Alguien pasó a mi lado, estoy completamente seguro.

Fue un gran impacto del viento lo que me ayudó a seguir adelante y, al volver a espacio abierto, la sensación de terror disminuyó extrañamente. Los vientos estaban en las cercanías y caminaban, recuerdo haber pensado eso, porque los vientos a menudo se mueven como enormes presencias entre los árboles. Y el temor que flotaba sobre mí era de una especie tan desconocida e inmensa, tan diferente de cualquier cosa que hubiera sentido antes, despertaba tal sensación de pasmo y admiración en mí, que contrarrestaba, de esta manera, sus peores efectos; y cuando alcancé un punto elevado en el centro de la isla desde donde podía ver la amplia extensión del río adoptando un tono carmesí con la salida del sol, la mágica belleza del conjunto me subyugó de tal manera que despertó en mí una incontrolable añoranza e hizo casi surgir un llanto de mis labios. Pero este llanto no encontró expresión porque, al tiempo que mis ojos vagaban desde la planicie lejana hasta la isla circundante, notando nuestra pequeña tienda a medias escondida entre los sauces, un horrendo descubrimiento me asaltó, comparado con el cual, mi temor ante los vientos caminantes era nada.

Porque un cambio había sucedido en la distribución del paisaje. No era que mi posición estratégica me diera una nueva perspectiva, sino que una alteración había sido aparentemente efectuada en la situación de la tienda con respecto a los sauces, y de los sauces con respecto a la tienda. Sin lugar a dudas, los arbustos ahora se estrechaban mucho más sobre la tienda, de una manera innecesaria y perturbadora. Habían avanzado más. Arrastrándose con pasos silenciosos sobre la arena cambiante, acercándose imperceptiblemente mediante movimientos suaves y pausados, los sauces se habían estrechado hacia nosotros durante la noche. Pero ¿habían sido movidos por el viento o se habían movido por sí mismos? Recordé aquel sonido como de pequeños e infinitos golpeteos, y la presión sobre la tienda, y sobre mi propio corazón, que me había hecho despertar con espanto. Me mecí en el viento por instante, como un árbol, encontrando dificultad para mantenerme erguido sobre el montículo de arena. Había aquí un indicio de acción personal, de intención deliberada, de agresiva hostilidad; y esto me aterrorizaba y tensaba mi músculos hasta la rigidez.

La reacción vino rápidamente. La idea era tan extraña, tan absurda, que me sentí inclinado a reír. Pero la risa no vino más rápidamente que el llanto, porque el saber que mi mente estaba expuesta a imaginaciones tan peligrosas me trajo el terror adicional de que el ataque vendría, y estaba viniendo, a través de nuestras mentes y no a través de nuestros cuerpos físicos. El viento me arrojaba golpeándome y, muy rápidamente al parecer, el sol se alzó en el horizonte; porque pasaba las cuatro, y yo debía haber permanecido en aquel pequeño pináculo de arena por más tiempo del que pensé, temeroso de bajar y unirme a los sauces. Regresé en silencio y cautelosamente a la tienda, primero echando otro vistazo exhaustivo a los alrededores y -sí, lo confieso- estimando un poco las distancias. Medí con mis pasos, sobre la arena tibia, las distancias entre los sauces y la tienda; tomando nota especialmente de los sauces más cercanos.

Me arrastré con sigilo sobre mis frazadas. Mi compañero, según toda apariencia, estaba aún profundamente dormido, y me alegraba que así fuera. Dado que mis impresiones no habían sido corroboradas, podía encontrar, de algún modo, fuerzas para negarlas. Con la luz del día me podría persuadir de que todo había sido una alucinación subjetiva, una fantasía de la noche, una proyección de mi imaginación excitada.

Nada más vino a perturbarme, y me quedé dormido casi al instante, completamente exhausto; y sin embargo aún temeroso de escuchar de nuevo aquel extraño sonido de pequeños pasos, o de sentir aquella presión en mi pecho que me había hecho difícil la respiración. El sol estaba alto en los cielos cuando mi compañero me despertó de un pesado sueño y me anunció que las gachas estaban listas y que apenas había tiempo para bañarse. El agradable olor del tocino crujiente entró por la puerta de la tienda.

—El río sigue aumentando —dijo— y muchas islas han desaparecido completamente. Nuestra propia isla es mucho más pequeña.

—¿Todavía hay madera? —pregunté, soñoliento.

—La madera y la isla se acabarán mañana en medio de este calor, —dijo riendo— pero queda suficiente para que nos dure hasta entonces.

Me levanté y me arrojé hacia el otro punto de la isla; el cual había, en efecto, cambiado mucho en forma y de tamaño, y había sido barrido hacia el lugar de desembarco opuesto a la tienda. El agua estaba helada, y los bancos pasaban volando como se ve pasar el campo desde un tren expreso. Bañarse en tales condiciones resultaba un operación excitante, y el terror de la noche parecía borrarse de mí mediante un proceso de evaporación mental. El sol era ardiente, ni una nube se mostraba por ningún lado; el viento, sin embargo, no había disminuido ni un ápice. Súbitamente, el sentido implicado por las palabras del Sueco destelló en mi mente, mostrándome que él había cambiado de opinión y ya no deseaba partir inmediatamente. —Suficiente para que nos dure hasta mañana—; el había asumido que nos quedaríamos en la isla una noche más. Me pareció muy extraño. La noche anterior él estaba tan convencido de la opinión contraria. ¿Cómo había ocurrido el cambio?

Grandes desmoronamientos ocurrieron durante el desayuno, salpicando chorros espesos y levantando nubes de espuma que el viento llevaba hasta nuestra cacerola; mi compañero hablaba incesantemente acerca de la dificultad que los buques deben tener para encontrar el canal durante temporada de inundaciones. Pero el estado de su mente me interesaba e impresionaba mucho más que el estado del río o las dificultades de los buques. Había cambiado de alguna manera durante la noche. Tenía un aire diferente: un tanto excitado, un tanto tímido, con una especie de suspicacia en su voz y sus gestos. Difícilmente sé como describirlo ahora, en frío; pero recuerdo que en ese momento estaba seguro de una cosa: que él estaba ¿atemorizado? Comió muy poco, y por primera vez olvidó fumar su pipa. Tenía a su lado el mapa extendido, y permanecía estudiándolo.

—Saldremos de aquí en una hora fácilmente —dije luego, tratando de provocar una apertura que le hiciera llegar, de manera indirecta pero segura, a una parcial confesión.

Y su respuesta me dejó perplejo e incómodo:

—¡Ya lo creo! Si nos lo permiten.

—¿Nos lo permiten quiénes? ¿Los elementos? —pregunté.

—Los poderes de este horrible lugar —respondió, manteniendo sus ojos en el mapa—. Los dioses están aquí, si es que están en algún lugar de este mundo.

—Los elementos son siempre los verdaderos inmortales —repliqué, riéndome de la manera más natural que pude; dándome cuenta claramente, sin embargo, de que mi rostro había reflejado mis verdaderos sentimientos, al observar su mirada grave y escuchar su voz a través del humo:

—Seremos afortunados si salimos de aquí.

Eso era exactamente lo que me causaba terror, y me forcé a mi mismo hasta el punto de poder formular una pregunta directa. Fue como permitir resueltamente al dentista la extracción un diente; algo tenía que suceder a la larga de alguna manera, lo demás era mera pretensión.

—¡Si salimos! ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Sólo una cosa; el canalete de dirección ha desaparecido. -dijo sobriamente.

—¡El canalete de dirección, desaparecido! —repetí grandemente excitado, porque ese era nuestro timón; e ir por el Danubio en inundación, y sin timón, era un suicidio— ¿Pero qué...

—Y hay un desgarrón en el fondo de la canoa. -agregó, con un pequeño pero perceptible temblor en su voz.

Seguí mirándole fijamente, incapaz de hacer otra cosa más que repetir estúpidamente sus palabras. Ahí, bajo el calor del sol y sobre esa arena quemante, podía sentir una atmósfera glacial descendiendo sobre nosotros. Me levanté para seguirle, pues él simplemente había asentido gravemente y después había tomado el camino hacia la tienda, unas cuantas yardas más allá del hogar. La canoa seguí donde la había visto por última vez: el costillaje combado, los canaletes, o más bien, el canalete, tendido a un lado sobre la arena.

—Sólo hay uno. —dijo, inclinándose— Y aquí está el rasgón.

Tenía en la punta de la lengua las palabras para decirle que yo había visto claramente los dos canaletes unas cuantas horas antes, pero un segundo impulso me hizo pensarlo mejor, y no dije nada. Me acerqué para ver. Había un larga y bien trazada hendidura en el fondo de la canoa donde una pequeña porción de madera había sido pulcramente extraída, parecía como si el diente de algún tocón o alguna roca puntiaguda la hubiera devorado, y un examen demostraba que el agujero atravesaba la base de la canoa. De habernos lanzado en ella sin observar esto, nos habríamos ido a pique irremediablemente. Primero, el agua habría hecho a la madera hincharse, como si fuera a cerrarse el agujero; pero cuando llegáramos a corrientes más poderosas el agua habría comenzado a meterse, y la canoa, nunca más de 2 pulgadas sobre la superficie, se habría llenado de agua y hundido rápidamente.

—Ahí está, estás mirando un intento para disponer de una víctima para el sacrificio -le escuché decir, más bien para sí mismo- Dos víctimas, más bien. —agregó, al tiempo que se agachaba para recorrer la hendidura con sus dedos.

Comencé a silbar, cosa que hago inconscientemente siempre que me hallo completamente desconcertado, e intencionadamente dejé de prestar atención a sus palabras. Estaba decidido a considerarlas disparates.

—No estuve ahí anoche. —dijo a continuación irguiéndose, terminado su examen, y mirando hacia cualquier lugar excepto hacia donde yo estaba.

—Debimos haberla dañado al desembarcar, desde luego —dije, interrumpiendo mis silbidos—. Las piedras están muy afiladas.
Me detuve abruptamente, porque en ese momento él volvió el rostro y me miró directamente a los ojos. Yo sabía tan bien como él cuán imposible era aquella explicación. Porque, para empezar, no había rocas.

—Y hay que darle una explicación a esto también. —agregó, mostrándome el canalete y señalando la pala.

Una nueva y extraña sensación se esparció, helada, sobre mí al tiempo que la examinaba. La pala estaba completamente raspada, minuciosamente raspada, como sí alguien la hubiera lijado con cuidado, tornándola tan delgada que el primer golpe vigoroso la habría quebrado desde el codo.

—Alguno de nosotros se levantó en sueños e hizo esto —dije débilmente—. O... o ha sido limada por el constante roce de partículas de arena arrastradas por el viento, tal vez.

—Ah, —dijo el Sueco, riendo un poco— tú puedes explicarlo todo.
—El mismo viento arrastró el canalete de dirección y lo llevó tan cerca de la orilla que cayó junto con el siguiente trozo de ribera desgarrado. —dije desafiante, completamente determinado a encontrar una explicación para cualquier cosa que me mostrara.

—Ya veo. —dijo en respuesta, volviendo de nuevo su rostro para mirarme antes de desaparecer entre los arbustos de sauce.
Cuando estuve sólo frente a esas confusas evidencias de una acción premeditada, creo que mis primeros pensamientos tomaron la forma de: —Uno de nosotros debió haber hecho esto, y ciertamente no fui yo. — Pero, en una segunda consideración, pensé en cuán imposible era suponer que, bajo tales circunstancias, cualquiera de nosotros hubiera decidido cometer algo así. Que mi amigo, el confiable compañero de docenas de expediciones similares, pudiera haber hecho voluntariamente algo así, era un pensamiento en el que era imposible detenerse ni por un momento. Igualmente absurda parecía la explicación de que esa imperturbable y completamente práctica naturaleza hubiera perdido la razón súbitamente y estuviera ocupada en propósitos delirantes.Y sin embargo, el hecho que me perturbaba más y mantenía vivo mi temor aun bajo la vehemencia del sol y de esa belleza salvaje, era la clara demostración de que alguna extraña alteración había tomado lugar en su momento; que estaba nervioso, tímido, suspicaz, consciente de cosas que no expresaba, vigilando una serie de eventos secretos e inmencionables; aguardando, en una palabra, por una inminente culminación. Esto surgía en mi mente de manera intuitiva, sin saber cómo...
Realicé un rápido reconocimiento, pero las medidas de la noche permanecían iguales. Había profundas depresiones en la arena, depresiones en forma de cuenco y de diversas profundidades y tamaños, variando desde el de una taza de té hasta el de un gran tazón. El viento, indudablemente, era responsable de estos cráteres; de la misma manera que era responsable de haber arrastrado el canalete y arrojarlo al agua. La hendidura en la canoa era lo único que parecía inexplicable y, después de todo, era concebible que un pico afilado la hubiera cogido cuando desembarcamos. El reconocimiento que hice de los márgenes de la isla no apoyaron esa teoría, pero de cualquier manera me seguí aferrando a ella con esa declinante porción de mi inteligencia a la que aún llamaba razón. Una explicación de este tipo era absolutamente necesaria; de la misma manera que una explicación del universo, sin importar cuán absurda, es necesaria para la felicidad de todo individuo que busca cumplir con sus obligaciones en el mundo y enfrentar los problemas de la vida.

Puse la brea a calentar, y en seguida el Sueco se unió al trabajo; sin embargo, aun bajo las mejores condiciones del mundo, la canoa no podría ser confiable para viajar sino hasta el día siguiente. Casualmente, llamé su atención hacia los agujeros en la arena.

—Sí —dijo—, ya sé. Están por todos lados. ¡Pero, sin duda, tú puedes explicarlos!

—El viento, desde luego. -respondí sin titubear- ¿Has visto alguna vez, en la calle, esos pequeños remolinos que se giran y se retuercen en círculos? Esta arena está lo suficientemente suelta para ceder, eso es todo.

Él no respondió y trabajamos en silencio. Yo le miraba todo el tiempo, y tenía le sensación de que él también lo estaba haciendo. Él parecía estar siempre escuchando algo que yo no podía oír, o tal vez esperando oír algo, porque frecuentemente volteaba hacia los arbustos, mirándolos fijamente, y hacia el cielo, y hacia las porciones de agua que eran visibles a través de los sauces. Algunas veces llegaba a poner su mano en ahuecada en su oreja, manteniéndola ahí durante muchos minutos. Y mientras tanto, al tiempo en que él arreglaba esa canoa con la habilidad y destreza de un piel roja, yo estaba contento de notar su concentración en el trabajo, porque había un vago temor en mi corazón de que él hablara sobre el cambio en los sauces. Y, si llegaba a notarlo, mi imaginación no podría encontrar un explicación satisfactoria al respecto. Después de un rato, luego de una larga pausa, el comenzó a hablar.

—Extraño asunto —dijo con voz apresurada, como si quisiera sacarlo rápidamente y pasar a otra cosa—. Extraño asunto. Lo de la nutria, anoche.

Había esperado algo tan diferente, que me tomó por sorpresa, y respondí rápidamente.

—Muestra cuán solitario es este lugar. Las nutrias son criaturas tremendamente tímidas...

—No me refiero eso —me interrumpió—. Me refiero a... ¿Crees... ¿Crees que realmente fuera una nutria?

—Y ¿qué más? ¿Qué más? ¡Por todos los Cielos!

—Tú sabes, yo la vi antes que tú, y primera vista parecía... demasiado grande para una nutria.

—La puesta del sol, cuando mirabas, lo magnificó; o algo.

Me miró de manera ausente por un momento, como si su mente estuviera ocupada con otros pensamientos.

—Tenía unos ojos amarillos tan extraños. —prosiguió, en parte para sí mismo.

—Eso era el sol también —me burlé, un poco exageradamente- Supongo que ahora vas a preguntar si ese tipo en el bote...

Decidí súbitamente no terminar la oración. Él estaba escuchando nuevamente, volviendo la cabeza hacia el viento, y algo en la expresión de su rostro me hizo parar. El tema languideció, y proseguimos con el calafateo. Aparentemente, no había notado mi oración truncada. Cinco minutos después, sin embargo, me miró por sobre la canoa, la brea humeante en su mano, el rostro grave en exceso.

—Verdaderamente me intriga, si quieres saberlo —dijo lentamente— qué era eso en el bote. Recuerdo que en el momento no pensé que fuera un hombre. La visión pareció surgir demasiado súbitamente sobre el agua.

Me reí de nuevo, ruidosamente, en su cara; pero esta vez había una impaciencia, y una vena de furia también, en mi voz.

—¡Mira a tu alrededor! —grité— ¡Este lugar es lo suficientemente extraño por sí mismo para dejar que la imaginación agregue cosas por su cuenta! Ese bote era un bote ordinario, y el hombre que lo dirigía era un hombre ordinario, y ambos bajaban con la corriente tan rápido como podían. ¡Y esa nutria era sólo una nutria, así que no alimentemos disparates!

Él me miró firmemente con la misma grave expresión. No estaba molesto en lo absoluto. Yo cobré valor con su silencio.

—Y, por el amor de Dios —proseguí— no sigas simulando que oyes cosas, eso sólo agrava la tensión del lugar, y no hay nada que escuchar más que el río y ese maldito estruendo incesante del viento.

—¡Tú, idiota! —respondió él, con un tono apagado y ofendido—. Completo idiota. Esa es exactamente la manera de hablar de todas las víctimas. ¡Como si no entendieras lo que pasa aquí tan bien como yo! —había desprecio en su mirada y en su voz, y una especie de resignación—. Todo lo que puedes hacer es permanecer en calma y tratar de contener tu imaginación tan firmemente como sea posible. Este ridículo intento de autoengaño sólo hará más dura la verdad, cuando ya sea imposible evitarla.

Mi inútil esfuerzo había terminado, y no encontraba nada más que decir; porque sabía muy bien que sus palabras eran ciertas, y que yo era el insensato, no él. En algún punto de la travesía él me había sobrepasado fácilmente, y pienso que me sentía molesto por haber quedado fuera, por haberse demostrado de esa manera mi inferioridad psíquica, mi sensibilidad inferior con respecto a estos sucesos extraordinarios, mi ignorancia hacia la mitad de lo que estaba tomando lugar bajo mis propias narices. Él lo había sabido desde el comienzo, aparentemente. Pero en el instante perdí completamente el punto de sus palabras, de la necesidad de una víctima, necesidad que nosotros mismos estábamos destinados a satisfacer. Desde ese momento abandoné toda pretensión, y desde ese momento mi temor incrementó de manera constante hasta su clímax.

—Pero tienes toda la razón en una cosa —agregó— en que es más prudente no hablar de estas cosas, ni siquiera pensar en ellas, porque lo que se piensa encuentra expresión en palabras; y lo que se dice, sucede.

Esa tarde, mientras la canoa se secaba y endurecía, la pasamos tratando de pescar, comprobando fugas de agua, recolectando madera y contemplando elevarse la enorme inundación. Masas de madera flotante pasaban junto a la ribera en ocasiones, y nosotros las pescábamos con largas ramas de sauce. La isla claramente se había hecho más pequeña y las orillas eran desgarradas provocando grandes salpicaduras que parecían engullir los trozos de tierra. El clima permaneció soleado y agradable hasta alrededor de las cuatro; y entonces, por primera vez en tres días, el viento mostró signos de amainar. Nubes comenzaron a amontonarse en el sudeste, expandiéndose lentamente por el cielo.

Esta disminución del viento llegó como un gran alivio; porque los incesantes rugidos, estallidos y truenos habían irritado nuestros nervios. Y sin embargo el silencio que se creó alrededor de las cinco de la tarde, con su súbita detención resultaba, de alguna manera, bastante opresivo. El estruendo del río tenía ahora todo el espacio a su disposición; llenaba el aire con profundos murmullos, más musicales que los sonidos del viento, pero infinitamente más monótonos. El viento guardaba muchas notas que se elevaban y caían, siempre marcando una especie de gran tono elemental; mientras que el cantar del río se mantenía entre tres notas como máximo, sordas notas de pedal que mantenían una lúgubre cualidad ajena al viento y que, de alguna manera, en el estado nervioso en que me hallaba, me parecían el sonido de la música de la perdición.

Era extraordinario también cómo la súbita recesión de la luz del sol se llevaba consigo todo lo que era alegre en el paisaje y, dado que este paisaje en particular había ya logrado comunicar la sugestión de algo siniestro, el cambio era de lo más indeseable e impresionante. Por lo menos para mí, la perspectiva del anochecer se fue haciendo notablemente más alarmante, y me hallé en más de una ocasión calculando cuánto tiempo pasaría después de la puesta de sol antes de que la luna llena se elevara en el este, y si la aglomeración de las nubes impediría que iluminara la isla.

Con esta calma general del viento el río parecía volverse más oscuro, los sauces agruparse más densamente. Estos últimos, también, mantenían una especie de movimiento propio independiente, susurrando entre ellos en ausencia del viento, y agitándose extrañamente desde la raíz. Cuando objetos comunes se transforman de esta manera, cargándose de sugerencias horrendas, estimulan la imaginación mucho más que las cosas de apariencia inusual; y estos arbustos, acurrucándose a nuestro alrededor, asumían para mí en la oscuridad una extraña y grotesca apariencia que les prestaba de alguna manera el aspecto de criaturas vivas e inteligentes. Su mismo carácter de cosas ordinarias, sentía yo, enmascaraba aquello que era maligno y hostil a nosotros. Las fuerzas de la región se cernían con la llegada la noche. Se estaban concentrando sobre nuestra isla y, más particularmente, sobre nosotros. Porque así, de alguna manera, en los términos de la imaginación, fue como mis sensaciones verdaderamente indescriptibles en este extraño lugar se presentaron.

Había dormido un buen rato en los comienzo de la tarde, y así me había recuperado algo de la fatiga de una noche perturbadora, pero esto aparentemente sólo sirvió para tornarme más susceptible al hechizo obsesivo de esta zona encantada. Luché contra ello, riendo de mis sentimientos como absurdos e infantiles mediante obvias explicaciones fisiológicas; sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, ellos ganaron poder sobre mí de tal manera que comencé a temer la noche como un niño perdido en el bosque debe temer la cercanía de la obscuridad.

Durante el día habíamos cubierto la canoa con una manta impermeable, y la canaleta que restaba había sido atada firmemente por el Sueco a la base de un árbol, no fuera que el viento nos despojara de ella también. A partir de las cinco me ocupé con la olla y demás preparativos para la cena, siendo mi turno de cocinar esa noche. Teníamos papas, cebollas, trozos de grasa de tocino para agregar sabor, y un grueso residuo general de anteriores guisados en el fondo de la olla; con pan negro desmoronado sobre todo ello, el resultado era excelente, y era seguido por un potaje de ciruelas con azúcar y una bebida de té fuerte con leche deshidratada. Una buena pila de madera yacía cerca al alcance de la mano, y la ausencia de viento hizo fáciles mis labores. Mi compañero estaba sentado perezosamente, observándome, dividiendo su atención entre el aseo de su pipa y la procuración de inútiles consejos, un admitido privilegio del hombre ocioso. Había estado muy tranquilo toda la tarde, envuelto en la tarea de recalafatear la canoa, reforzar las cuerdas de la tienda, y pescar la madera flotante mientras yo dormía. No cruzamos más palabras acerca de cosas indeseables, y me parece que sus únicas observaciones tenían que ver con la gradual destrucción de la isla, la cual declaró no ser actualmente mayor a un tercio del área que tenía cuando desembarcamos.

La olla había comenzado a burbujear cuando escuché su voz llamándome desde la orilla, a donde había vagado sin que yo lo notara. Me levanté corriendo.

—Ven y escucha —dijo— y a ver que entiendes. —Ahuecó su mano alrededor de su oreja, como tantas veces había hecho antes— ¿Escuchas algo ahora?

Estuvimos escuchando atentamente. Al principio sólo escuché la nota profunda del agua y los siseos que se elevaban de su turbulenta superficie. Los sauces, por una vez, lucían inertes y silenciosos. Y entonces un sonido comenzó a llegar débilmente a mis oídos, un sonido peculiar, algo así como el zumbido de un distante gong. Parecía llegar en la obscuridad hasta nosotros desde el páramo de sauces y pantanos al frente. Se repetía a intervalos regulares, pero ciertamente no era ni el sonido de una campana, ni la sirena de una buque lejano. No puedo compararlo con nada excepto con el sonido de un inmenso gong suspendido lejos en el cielo, repitiendo incesantemente su nota embozada y metálica, suave y musical, en tanto era atacado repetidamente. Mi corazón se aceleró al escucharlo.
—Lo he escuchado todo el día —dijo mi compañero—. Esta tarde, mientras dormías, vino hacía mí a través de cada ángulo de la isla. Lo rastreé, pero no pude acercarme lo suficiente para localizarlo correctamente. Algunas veces estaba sobre mí, y algunas veces parecía provenir del agua. Una o dos veces, podría haber jurado que no venía de afuera en lo absoluto sino que estaba dentro de mí, tú sabes, de la manera en que se supone debe venir un sonido en la cuarta dimensión.

Yo estaba demasiado confundido como para prestar atención a sus palabras. Escuchaba cuidadosamente, esforzándome por asociarlo con cualquier sonido familiar que pudiera imaginar, pero sin éxito. Cambiaba de procedencia también, acercándose, y luego hundiéndose completamente en la remota distancia. No puedo decir que fuera ominoso en manera alguna, porque para mí parecía claramente musical, y sin embargo debo admitir que ponía en marcha un sentimiento perturbador que me hacía desear nunca haberlo escuchado.

—El viento sopla en esos embudos de arena —dije, determinado a encontrar una explicación— o tal vez los arbustos se rozan entre sí después de la tormenta.

—Viene del pantano entero —respondió mi amigo—. Viene desde todas direcciones a la vez. Viene de los sauces, de alguna manera.
—Pero el viento ha decaído —objeté—. Los sauces apenas y pueden hacer ruido por sí mismos, ¿o no?

Su respuesta me aterrorizó; porque era una respuesta horrible, pero también por que yo sabía intuitivamente que era verdad.

—Es porque el viento ha decaído que podemos ahora escucharles. Había sido ahogado anteriormente. Es su llanto, me parece, o su...

Me lancé de vuelta a la fogata, advertido de que el guisado estaba hirviendo, pero determinado a evitar una nueva conversación. Temía que él empezara de nuevo con lo de los dioses, o lo de las fuerzas elementales, o alguna otra cosa inquietante; y quería mantenerme a mí mismo bajo control en vistas a la que pudiera pasar más tarde. Había que enfrentar otra noche antes de poder escapar de este lugar perturbador, y no había forma de discernir lo que eso pudiera traer.

—Ven y desmenuza algo de pan para la olla—le llamé, agitando vigorosamente la apetitosa mezcla. Aquella olla verdaderamente nos mantenía dentro de los límites de la razón, y el pensar en ello me hizo reír.

Él vino lentamente y tomó el saco de las provisiones de un árbol, revolviendo sus misteriosas profundidades, y luego vaciando todo el contenido sobre la manta a sus pies.

—¡Apresúrate! —grité— ¡Está hirviendo!

El Sueco estalló en un rugido de risas que me sobresaltó. Era una risa forzada, no precisamente artificial, pero carente de alegría.

—¡Aquí no hay nada! —gritó, con las manos en los costados.

—Pan, me refiero.

—Se acabó. No hay pan. ¡Se lo han llevado ellos!

Solté el cucharón y corrí. Todo lo que el saco había contenido yacía sobre la manta en el suelo, pero no había una sola hogaza.

El peso muerto de mi temor cayó sobre mí y me estremeció. Luego estallé en risas también. Era la única cosa que podíamos hacer, y el sonido de mi risa me hizo comprender la de él. La presión de la tensión psíquica fue su causa.

—¡Cuán criminalmente estúpido fui! —grité, aún determinado a ser consistente y encontrar una explicación—. ¡Me olvidé completamente de comprar una hogaza en Pressburg. Esa charlatana mujer revolvió todas mis ideas, y debí haberlo dejado en la barra o...

—La avena está también más disminuida de lo que lo estaba esta mañana. —interrumpió el Sueco.

¿Porqué diantres tenía que haber llamado la atención sobre eso? pensé, furioso.

—Hay suficiente para mañana —dije, gesticulando vigorosamente—, y podemos obtener mucho más en Komorn o Gran. En veinticuatro horas estaremos a millas de aquí.

—Eso espero... por Dios —murmuró, guardando de nuevo las cosas en el saco—. A menos que seamos reclamados primero como sacrificio. —agregó con una risa estúpida. Arrastró el saco dentro de la tienda, por seguridad supongo, y le escuché farfullar para sí mismo, pero de manera tan confusa que resultó natural para mí desentenderme de sus palabras.

Nuestra cena fue, sin duda, sombría; y la comimos en silencio. Luego nos aseamos y nos preparamos para la noche y, una vez que estuvimos fumando, nuestras mentes libres de cualquier tarea definida, la aprehensión que había sentido durante todo el día se hizo más y más aguda. No era en aquel momento un miedo activo, me parece, pero la misma vaguedad de su origen me perturbaba mucho más que si hubiera podido etiquetarlo y hacerle frente. El extraño sonido que yo había comparado con la nota de un gong se tornó ahora casi incesante, y llenaba la quietud de la noche con un continuo resonar. En un momento estaba detrás; y en otro, enfrente. Algunas veces me imaginaba que venía desde los arbustos a la izquierda; y luego, nuevamente, desde las arboledas a la derecha. Más frecuentemente, flotaba directamente sobre nosotros como un rumor de alas. Realmente estaba en todos lados al mismo tiempo, detrás, enfrente, a los lados y sobre nosotros, rodeándonos completamente. El sonido realmente desafiaba toda descripción. Nada en mi memoria puede compararse con aquel zumbido incesante y embozado que se elevaba desde aquel desierto mundo de sauces y pantanos.

Estábamos sentados, la tensión aumentando a cada minuto. El rasgo más terrible de la situación era para mí el hecho de que no sabíamos que esperar, y por lo tanto, no podíamos realizar ningún tipo de preparativos a manera de defensa. No podíamos anticipar nada. Las explicaciones que había fabricado en la mañana, ahora, más bien, venían a asediarme por su naturaleza absurda y completamente insatisfactoria; y era cada vez más claro que alguna especie de llana conversación con mi compañero era inevitable, lo quisiera o no. Después de todo, teníamos que pasar la noche juntos, y dormir en la misma tienda uno junto otro. Me di cuenta de que yo no podría aguantar mucho tiempo más sin el apoyo de su mente, y esa era la razón de la necesidad de una charla. De cualquier manera, tanto como fuera posible yo posponía ese pequeño clímax, y trataba de ignorar o reírme de las frases ocasionales que el profería en el vacío.

Algunas de estas frases eran más bien inquietantes para mí, viniendo a corroborar mucho de lo que yo sentía por mi parte; una corroboración que venía desde un punto de vista completamente diferente al mío... lo que la hacía mucho más convincente. El componía frases tan extrañas, y las arrojaba sobre mí de un modo tan inconsecuente, que parecía como si su principal línea de pensamiento fuera desconocida para él mismo, y estos fragmentos fueran simplemente trozos imposibles de digerir. Y se libraba de ellos pronunciándolos. El habla le aliviaba. Era como estar enfermo.

—Hay cosas aquí, alrededor, estoy seguro, que anhelan el desorden, la desintegración, la destrucción; nuestra destrucción —dijo una vez, mientras la fogata llameaba entre los dos—. En algún lugar nos hemos extraviado de la línea segura.

Y en otro momento, cuando los sonidos del gong se habían hecho más cercanos, resonando más fuerte que antes y directamente sobre nuestras cabezas, él dijo como hablado para sí mismo:

—No creo que algo pudiera guardar algún registro de eso. El sonido no viene hacia mí por los oídos en lo absoluto. Las vibraciones me alcanzan de una manera completamente diferente, parecen estar dentro de mí, y esa es precisamente la manera en que un sonido tetradimensional se hace escuchar.

Voluntariamente, no di ninguna respuesta, sino que me aproximé un poco más al fuego y miré alrededor en la oscuridad. Las nubes se cernían en el cielo, y ni un rastro de luz de luna pasaba a través de ellas. Muy quieto, también, estaba todo, el río y las ranas tenían su propios asuntos con que lidiar.

—Tiene una cualidad —prosiguió— que está completamente fuera de la existencia cotidiana. Es algo desconocido. Sólo una cosa lo describe verdaderamente, es un sonido inhumano; quiero decir, un sonido ajeno a la humanidad.

Habiéndose librado de ese bocado indigesto, quedó tranquilo por un tiempo, pero había expresado tan admirablemente mi propio sentimiento que fue un alivio ver el pensamiento manifiesto, verlo confinado por la limitación de las palabras en lugar de rondando de un lado a otro por la mente..

¿Podré olvidar algún día la soledad de ese campamento en el Danubio? ¿La sensación de estar completamente solo en un planeta vacío? Mis pensamientos corrían incesantemente sobre las ciudades y las moradas de los hombres. Hubiera dado mi alma, proverbialmente, por la sensación de aquellos poblados bávaros por los que habíamos pasado tangencialmente; por los usuales y humanos lugares comunes; campesinos bebiendo cerveza, mesas bajo los árboles, la cálida luz del sol, y un ruinoso castillo sobre las rocas tras una iglesia de tejado rojo. Incluso los turistas hubieran sido bienvenidos. Sin embargo mi temor no era un ordinario temor sobrenatural. Era infinitamente mayor, más extraño, y parecía surgir de algún sombrío y ancestral sentido de terror, más profundamente perturbador que cualquier cosa que yo hubiera conocido o soñado antes.

Nos habíamos extraviado, como dijo el Sueco, hacia alguna región o alguna combinación de circunstancias donde los riesgos eran grandes, y sin embargo ininteligibles para nosotros; donde las fronteras de un mundo desconocido reposaban cercanas a nosotros. Era un lugar dominado por los habitantes de algún espacio externo, una especie de abertura desde donde podían espiar la Tierra, ellos mismos invisibles, un punto donde el velo intersticial se había desgastado un poco, haciéndose más delgado. Como resultado final de una permanencia demasiado prolongada ahí, seríamos transportados más allá del límite y privados de los que llamábamos nuestras vidas; no obstante, no por medios físicos, sino mentales. En ese sentido, como él había dicho, debíamos ser víctimas de nuestra aventura, un sacrificio.

Ellos nos afectaron de maneras diferentes, a cada uno en la medida de su sensibilidad y poder de resistencia. Yo los traducía, de manera vaga, en personificaciones de poderosos elementos perturbados, invistiéndolos con el horror de un deliberado y maléfico propósito, resentidos por nuestra audaz intrusión en su lugar de engendramiento; mientras que mi amigo los pensaba en la poco original forma de una intromisión dentro de un templo arcaico, un lugar donde los antiguos dioses aún conservaban su dominio, donde las fuerzas emocionales de pasados adoradores aún se mantenían, y la porción ancestral del Sueco le sometía al viejo hechizo pagano. Y de cualquier manera, aquí estaba un lugar no manchado por el hombre, su pureza preservada por los vientos que impedían la torpes influencia humana, un lugar donde agentes espirituales se encontraban cercanos y activos. Nunca, antes o después, había sido yo atacado por esas indescriptibles sensaciones de una “región externa”, de otro esquema de vida, de una evolución ajena, divergente de la humana Y al final, nuestras mentes sucumbirían bajo el peso de su horrendo conjuro, y seríamos arrastrados a través de la frontera hacia su mundo.

Pequeñas cosas atestiguaban de la sorprendente influencia del lugar; y ahora, en el silencio junto al fuego, se dejaban percibir a través de la mente. La atmósfera misma se había mostrado como un medio de amplificación para distorsionar cualquier indicio: la nutria rodando en la corriente; el barquero apresurado, haciendo signos; los sauces cambiantes; todo ello había sido despojado de su carácter natural y revelaba ahora algo de su otro aspecto, aquel que existía en el borde de aquella otra región. Y este mudado aspecto parecía presentarse a mí no únicamente en tanto que individuo, sino en tanto que miembro de la raza humana. La experiencia cuyo margen tocábamos era totalmente desconocida para la humanidad. Era un nuevo orden de experiencia; un orden ultraterreno, en el verdadero sentido de la palabra.

—Es ese propósito deliberado, calculado, lo que reduce el temple de uno a cero —dijo el Sueco súbitamente, como si hubiera estado siguiendo mis pensamientos—. De otra manera la imaginación podría ser la explicación de todo. Pero el canalete, la canoa, la comida mermada...

—¿No lo he explicado todo? —interrumpí violentamente.

—Lo has hecho —contestó secamente—. En verdad lo has hecho.

Hizo otras observaciones, como era ya usual, acerca de lo que él llamaba “la clara determinación de proveer una víctima”; pero, habiendo organizado mejor mis pensamientos, reconocí que esto era simplemente el lamento de un alma aterrorizada en contra de la certeza de estar bajo ataque en una parte vital, de que alguna manera sería tomado o destruido. La situación exigía un coraje y una frialdad de razonamiento que ninguno de los dos podía alcanzar, y nunca antes había yo estado tan claramente cierto de la existencia de dos personas en mí: una que daba explicación a todo; y otra que, al tiempo que se burlaba de las estúpidas explicaciones, se encontraba en un completo estado de terror. Mientras tanto, en la negra noche, el fuego languidecía y la pila de leña disminuía. Nadie se movió para volver a proveer la reserva y, consecuentemente, la oscuridad nos cercó estrechamente. Unos cuantos pasos más allá del círculo de luz todo estaba negro como tinta china. Ocasionalmente, un soplo extraviado del viento ponía a temblar los sauces a nuestro alrededor; pero aparte de este sonido, no demasiado acogedor, reinaba un profundo y deprimente silencio, roto tan sólo por el gorgoteo del río y el zumbido del aire sobre nuestras cabezas. Ambos extrañábamos, me parece, la estrepitosa compañía de los vientos.

Después de un rato, en un momento en que una ráfaga aislada se prolongó tanto que parecía que los vientos iban a retornar, alcancé mi punto de saturación, el punto en que era absolutamente necesario encontrar alivio en una llana conversación o de lo contrario traicionarme a mí mismo con alguna extravagancia histérica cuyos efectos serían peores en ambos. Pateé la fogata alzando una llamarada, y me dirigí abruptamente a mi compañero. Él miró sorprendido.

—No puedo ocultarlo más —dije—. No me gusta este lugar, ni esta oscuridad, ni estos sonidos, ni las sensaciones horribles que vienen a mí. Hay algo aquí que me supera completamente. Me encuentro en un estado de absoluto terror, y esa es la única verdad. Si la otra orilla es... diferente, ¡juro que estaría inclinado a ir nadando hacia ella!

La cara del Sueco se torno muy pálida bajo el profundo bronceado de sol y viento. Me miró directamente y respondió con tranquilidad, pero su voz traicionaba su enorme excitación por su artificial calma. Por el momento, en todos los sentidos, él era el hombre fuerte de los dos. Era más flemático, por decir algo.

—No es una condición física, de la que podamos evadirnos huyendo de ella —replicó, en el tono de un doctor que diagnostica alguna grave enfermedad—. Debemos sentarnos y esperar. Cerca de aquí hay fuerzas que podrían matar una manda de elefantes en una segundo, con la misma facilidad con que tú o yo aplastamos una mosca. Nuestra única oportunidad es permanecer en una inercia total. Nuestra insignificancia tal vez pueda salvarnos.

Una docena de interrogantes subieron a mi rostro, pero no encontraron su expresión en palabras. Era exactamente como escuchar la descripción de una enfermedad cuyos síntomas me intrigaran.

—Me refiero a que hasta ahora, aunque percatados de nuestra irritante presencia, aún no nos han encontrado; no nos han “localizado”, como dicen los americanos. Están palpando torpemente, como hombres que buscan una fuga de gas. El canalete y la canoa y las provisiones lo prueban. Pienso que pueden sentirnos, pero no pueden realmente vernos. Debemos permanecer con la mente tranquila, son nuestras mentes lo que ellos pueden sentir. Debemos controlar nuestros pensamientos, o todo se acabó para nosotros.

—La muerte, ¿quieres decir? -me tambaleé, helado ante el horror de su insinuación.

—Algo peor... mucho peor —dijo—. La muerte, de acuerdo a la creencia de algunos, significa o bien aniquilación o bien una liberación de las limitaciones de los sentidos, pero no implica una cambio de naturaleza. Uno no se altera súbitamente por el simple hecho de haber perdido el cuerpo. Pero lo que hay aquí implica una alteración radical, una completa mutación, un horrenda pérdida del yo por sustitución mucho peor que la muerte, mucho más horrenda que la aniquilación. Hemos incurrido en el error de acampar en un lugar en donde su mundo toca el nuestro, donde el velo intersticial se ha hecho más delgado.

¡Horror! Él estaba usando mi propia frase, las mismas palabras, y por tanto, ellos pueden percatarse de nuestra cercanía.
—¿Pero quiénes? —pregunté.

Olvidé la agitación de los sauces en la calma sin viento, el zumbido en lo alto, todo excepto que estaba esperando por una respuesta que temía más de lo que me es posible explicar. Él bajó inmediatamente la voz para responder, inclinándose un poco sobre el fuego, un cambio indefinible en su rostro me hizo esquivar su mirada y mirar al suelo.

—Toda mi vida —dijo— he estado efectiva, extrañamente consciente de otra región, una región no muy lejana de nuestro mundo, en cierto sentido, pero completamente diferente en su naturaleza, donde grandes cosas suceden incesantemente, donde personalidades inmensas y terribles se mueven; vastos e inexorables designios comparados con los cuales nuestros asuntos terrenales, el surgimiento y caída de las naciones, los destinos de los imperios, el sino de ejércitos y continentes, no son más que polvo en la balanza; vastos designios, quiero decir, que operan directamente sobre el espíritu, y no indirectamente sobre ciertas manifestaciones del espíritu...

—Sugiero que ahora... —comencé a decir, buscando acallarlo, sintiendo como si estuviera frente a frente con un lunático. Pero inmediatamente me dominó con su torrente irrefrenable de pensamientos.

—Tú crees —dijo— que se trata del espíritu de los elementos, y yo creía que tal vez se tratara de los dioses antiguos. Pero te lo digo ahora: no es ninguno de los dos. Esas serían entidades comprensibles, porque ellas tienen relaciones con los hombres, dependiendo de ellos para la adoración o para el sacrifico; mientras que estos seres que están ahora entre nosotros no tienen absolutamente nada que ver con la humanidad, y es un mera casualidad que su espacio se cruce en este preciso lugar con el nuestro.

El mero concepto, cuyas palabras hacían tan convincente mientras las escuchaba ahí en la obscura quietud de la isla solitaria, me hizo estremecerme un poco. Me resultó imposible controlar mis movimientos.

—Y ¿qué propones? —dije.

—Un sacrificio, una víctima puede salvarnos distrayéndolos hasta que podamos escapar —prosiguió—, tal como los lobos se detienen para devorar a los perros y dan al trineo una nueva oportunidad. Pero... no veo la posibilidad de ninguna otra víctima ahora.

Le miré con una mirada ausente. El brillo de sus ojos era horrible. Luego continuó.

—Son los sauces, desde luego. Los sauces enmascaran a los otros, pero los otros están palpando en busca de nosotros. Si dejamos que nuestras mentes traicionen nuestro miedo estamos perdidos, completamente perdidos.

Me miró con una expresión tan sosegada, tan determinada, tan sincera, que ya no pude tener más dudas acerca de su lucidez. Él se encontraba tan lúcido como nunca lo estuvo hombre alguno.

—Si podemos aguantar la noche —agregó— podremos escapar por la mañana sin ser notados o, más bien, sin ser descubiertos.
—Pero realmente crees que un sacrificio podría...

Mientras hablaba, aquel sonido de gongs pareció caer desde una altura muy baja, pero fue el rostro espantado de mi amigo lo que realmente me hizo detenerme.

—¡Silencio! —susurró, levantando la mano—. No los menciones más de lo que puedes aguantar. No te refieras a ellos con un nombre. Nombrar es revelar; es la pista inevitable, y nuestra única esperanza yace en no prestarles atención para que ellos, a su vez, nos ignoren.

—¿Incluso en el pensamiento?

—Especialmente en el pensamiento. Nuestros pensamientos trazan espirales en su mundo. Debemos mantenerlos fuera de nuestras mente a toda costa.

Reuní el fuego con un rastrillo, buscando evitar el dominio absoluto de la oscuridad. Nunca he anhelado por el sol con tanta fuerza como lo hice entonces, en la horrenda negrura de aquella noche de verano.

—¿Estuviste despierto toda la noche? -prosiguió súbitamente.

—Pude dormir superficialmente un poco antes del amanecer, —respondí evasivamente— pero el viento, desde luego...

—Lo sé. El viento no puede explicar todos esos sonidos.

—Entonces, ¿tú lo escuchaste también?

—Escuché esos múltiples, incontables pequeños pasos. —dijo; agregando, después de un momento de vacilación— Y ese otro sonido...

—¿Te refieres a ese sonido sobre la tienda, y la presión de algo colosal, gigantesco, sobre nosotros?
Asintió.

—Fue como el comienzo de una especie de sofocación interna —dijo.

—Sí, en parte. Me pareció como si el peso de la atmósfera hubiera sido alterado, hubiera sido aumentado monstruosamente, como se intentaran aplastarnos.

—Y eso... —proseguí, determinado a sacarlo todo, apuntando hacia arriba donde el sonido de gong zumbaba incesantemente, fluctuando como el viento—. ¿Qué sacas de eso?

—Es su sonido —susurró gravemente—. Es el sonido de su mundo, la presencia vibrante de su región en la nuestra. La línea divisoria es aquí tan delgada que rezuma de alguna manera. Pero, si escuchas con atención, encontraras que no sólo cae sobre de nosotros sino que nos rodea. Está en los sauces. Es el murmullo de los sauces, porque aquí los sauces han sido transformados en símbolos de las fuerzas que están contra nosotros.

No podía entender exactamente lo que él quería decir con esto, sin embargo las ideas y pensamientos que había en mi mente eran las ideas y pensamientos que había en la suya. Yo percibía de lo que el percibía, sólo que con una inferior capacidad de análisis. Estaba a punto de decirle acerca de mi alucinación de las figuras ascendentes y los sauces animados, cuando súbitamente acercó su cara a la mía a través de la luz de la fogata y comenzó a hablar un serio tono susurrante. Me sorprendió su calma y presencia de ánimo, su aparente control de la situación.¡Este hombre al que por años había considerado falto de imaginación, estólido!

—Ahora escucha —dijo—, la única cosa que podemos hacer es proseguir como si no hubiera pasado nada, seguir nuestras actividades usuales, irnos a dormir, y todo eso; fingir que no sentimos ni notamos nada. Es una cuestión puramente mental, y entre menos pensemos en ello, más posibilidades tendremos de escapar. ¡Sobre todo, no pensar; porque lo que uno piensa, sucede!

—Muy bien. —logré responder, simplemente atónito por sus palabras y la extrañeza de todo el asunto—. Muy bien, lo intentaré, pero antes dime una cosa. ¿Qué sacas de estos agujeros en el suelo a nuestro alrededor, estos embudos de arena?

—¡No! —gritó, olvidando la cautela en su excitación—. No puedo, simplemente no puedo... poner esos pensamientos en palabras. Si no lo has adivinado me alegro por ti. No lo intentes. Ellos lo han puesto dentro de mi cabeza; trata con todas tus fuerzas de evitar que lo pongan en ti.

De nuevo redujo su voz a un susurro antes de haber terminado, y yo no insistí. Había ya en mí tanto horror como podía aguantar. La conversación terminó, y fumamos lentamente nuestras pipas en silencio.

Entonces algo sucedió, algo aparentemente sin importancia, como suele suceder cuando los nervios están en un estado de inmensa tensión, y este pequeño acontecimiento me dio por instante una punto de vista completamente diferente. Por casualidad miré mis zapatos para arena, del tipo que usamos en la canoa, y la observación mi dedo gordo sobresaliendo del agujero me recordó súbitamente la tienda en Londres donde los había comprado: la dificultad que el hombre tuvo para hacérmelos calzar; y otros detalles de la indiferente, aunque práctica, operación. En seguida, en este tren de pensamientos, vino a mí una visión panorámica del incrédulo mundo en el que estaba acostumbrado a vivir. Pensé en bistecs asados, y en la cerveza, en carros motorizados, policías, bandas musicales, y una docena de otras cosas que proclamaban el alma de lo ordinario o lo utilitario. El resultado fue inmediato y sorprendente, incluso para mí. Psicológicamente, supongo, fue simplemente una súbita y violenta reacción después del desgaste de vivir en una atmósfera de cosas que para la conciencia normal eran imposibles e increíbles. Pero, en cualquier caso, esto levantó momentáneamente el hechizo que había en mi corazón, y me dejó, por el corto espacio de un minuto, sintiéndome libre y completamente imperturbable. Miré a mi amigo al otro lado.

—¡Tú, condenado, viejo idólatra! —grité, riéndome en su cara— ¡Tú, fantasioso idiota! ¡Supersticioso pagano! Tú...

Me detuve a la mitad, alcanzado de nuevo por el antiguo terror. Traté de ahogar el sonido de mi voz como si se tratara de algo sacrílego. El Sueco, desde luego, lo había escuchado también: ese extraño lamento sobre nuestras cabezas en la oscuridad, y esa súbita depresión del aire como si algo se hubiera acercado. Si piel se había tornado de un blanco ceniciento bajo el bronceado. Se levantó frente al fuego con la espalda erguida, rígido como un báculo, mirándome fijamente.

—Después de eso, ¡tenemos que irnos! —dijo, con una especie de desamparada y frenética expresión—. No podemos quedarnos ahora; debemos guardar la tienda e irnos en este mismo instante, y seguir sin parar... río abajo.

Estaba hablando, pude observarlo, de una manera salvaje; sus palabras dictadas por un abyecto terror, el terror al que se había resistido por tanto tiempo, pero que finalmente le había atrapado.

—¿En la oscuridad? —exclamé, estremeciéndome ante mi histérico arrebato, pero percatándome mejor que él de nuestra situación—. ¡Una completa insensatez! El río se desborda, y sólo tenemos un canalete. Además, ¡sólo nos internaremos más en su región! ¡Por cincuenta millas adelante no hay nada más que sauces, sauces, sauces!

Él se sentó de nuevo. Nuestra posición, por uno de esos cambios caleidoscópicos que la naturaleza adora, se había invertido de improviso, y el control de nuestras fuerzas de reserva pasó a mis manos. Su conciencia había llegado finalmente a su punto de decaimiento.

—¿Qué diablos te poseyó para hacer una cosa así? —susurró, con un asombro de genuino terror en su voz y su rostro.

Caminé hacia su lado de la fogata. Tomé sus dos manos en las mías, arrodillándome junto a él y mirando directamente en sus ojos aterrados.

—Haremos una nueva fogata —dije firmemente— y luego entraremos para dormir. Al amanecer partiremos a toda velocidad. Ahora, contrólate un poco, y recuerda el consejo que me diste de no pensar en eso.

No dijo nada más, y vi que estaba de acuerdo y colaboraría. También, en alguna medida, fue un alivio poder levantarnos y hacer una incursión en la oscuridad en busca de leña. Permanecimos juntos, casi espalda contra espalda, andando a tientas entre los arbustos y a lo largo de la ribera. El zumbido encima de nosotros no cesaba, sino que parecía hacerse más fuerte a medida que nos alejábamos del fuego. ¡Era una vacilante expedición! Nos encontrábamos avanzando, desgarrando la maleza por entre una tupida arboleda de sauces donde algo de leña de una inundación anterior había quedado atrapada entre las ramas; cuando mi cuerpo fue atrapado en un abrazo que casi me hizo caer sobre la arena. Era el Sueco. Había caído contra mí, y se había agarrado de mí para evitar la caída. Escuché su aliento yendo y viniendo en cortos suspiros.

—¡Mira! ¡Por mi alma! —susurró, y entonces supe lo que era escuchar lágrimas de terror en la voz de un ser humano. Estaba señalando al fuego, a unos cincuenta pies de distancia. Yo seguí la dirección que su dedo apuntaba, y juro que mi corazón contuvo su latir. Ahí, frente al pálido brillo de la fogata, algo se movía.

Lo vi como si mirara a través de un velo frente a mis ojos, parecido el telón de gasa que cuelga en la parte trasera de lo teatros, un tanto neblinoso. No era figura humana, pero tampoco era animal. Me daba la impresión de ser algo tan enorme como un grupo de animales, como caballos, dos o tres, moviéndose lentamente. El Sueco tuvo una impresión similar, sólo que la expresó de una manera diferente, porque él los concibió como algo con la figura y el tamaño de un conglomerado de arbustos, de forma redondeada en la parte superior, completamente agitado en su superficie, “enroscándose sobre sí mismo como el humo”, dijo después.

—Lo vi asentarse entre de los arbustos —lloró sobre mí—. ¡Mira! ¡Por Dios! ¡Viene hacia nosotros! ¡Oh, oh! —soltó una especie de llanto sibilante—. ¡Nos han encontrado!

Yo dirigí una temerosa mirada, la cual sólo me permitió ver que la sombría figura avanzaba oscilando hacia nosotros a través de los arbustos, y luego caí hacia atrás sobre las ramas con un estruendo. Éstas, desde luego, no pudieron aguantar mi peso; así que, con el Sueco sobre mí, caímos en complicado hacinamiento sobre la arena. Difícilmente sabía yo lo que estaba sucediendo. Estaba al tanto tan sólo de una especie de sensación envolvente, de un helado terror que arrancaba mis nervios fuera de su cubierta carnal, los torcía en un sentido o el otro, y los dejaba estremecidos. Mis ojos estaban cerrados fuertemente; algo en mi garganta comenzó a estrangularme; una sensación de que mi consciencia estaba expandiéndose, extendiéndose en el espacio, rápidamente cedió lugar a la sensación de que me estaba desvaneciendo por completo, a punto de morir.
Un agudo espasmo de dolor pasó por mi cuerpo, y me di cuenta de que el Sueco me había abrazado de una manera tan fuerte que el dolor era abominable. Era la misma posición en que me había abrazado al caer. Pero fue el dolor, me declaró él después, lo que me salvó; me hizo olvidarlos y pensar en otra cosa en el instante mismo en que estaba a punto de ser descubierto por ellos. Cerró mi mente para ellos en el momento en que sus palpos se posaban sobre mí, justo a tiempo de evadir su terrible sujeción. Él mismo, comenta, se desmayó en ese exacto momento, y eso fue su salvación. Yo sólo recuerdo que algún tiempo después, imposible determinar cuánto, me encontré revolviendo con las manos en el resbaladizo tejido de las ramas de los sauces, y vi a mi compañero de pie frente a mí ofreciéndome una mano para ayudarme. Le miré fijamente con un aire deslumbrado, frotándome el brazo que el me había torcido. De alguna manera, no tenía nada que decir.

—Perdí el conocimiento por un momento —le escuché decir—. Eso es lo que me salvó. Me hizo dejar de pensar en ellos.

—Casi me partes el brazo en dos. —dije, pronunciando el único pensamiento consciente que había en mí por el momento. Un aturdimiento cayó sobre mí.

—¡Y eso es lo que te salvó! —respondió—. Entre los dos logramos ponerlos sobre una pista falsa. El zumbido ha cesado. Se ha ido... por lo menos por ahora.

Una ola de risa histérica se apoderó de mí, y esta vez contagió a mi amigo también. Eran grandes ráfagas de sonoras carcajadas que nos trajeron una gran sensación de alivio. Retornamos junto a la fogata y colocamos la leña para que las llamas se elevaran de nuevo. Luego vimos que la tienda se había derrumbado y yacía revuelta en el piso. La recogimos, y en el proceso tropezamos más de una vez, los pies atrapados en la arena.

—Son esos embudos de arena —exclamó el Sueco, cuando la tienda estaba de nuevo de pie y el fuego iluminaba por varias yardas a nuestro alrededor—. ¡Y mira su tamaño!

En todo el espacio alrededor de la tienda y del fuego donde habíamos visto a las sombras avanzando había profundas depresiones con la forma de embudos sobre la arena, iguales exactamente a los que habíamos encontrado a lo largo de la isla, sólo que mucho más grandes y profundos, bellamente formados; y lo suficientemente amplios, en algunos casos, como para admitir todo el largo de una pierna. Ninguno de nosotros dijo una sola palabra. Ambos sabíamos que dormir era lo más seguro que podíamos hacer, y nos dirigimos a la cama sin más dilación, habiendo primero arrojado arena sobre el fuego y llevado el saco de las provisiones y el canalete restante dentro de la tienda con nosotros. Movimos la canoa también, la dejamos tan cerca de la tienda que nuestros pies la tocaban, y el menor movimiento nos haría despertar.

También, previendo una emergencia, nuevamente nos acostamos con la ropa puesta, preparados para cualquier sobresalto repentino. Era mi firme intención el permanecer despierto toda la noche, vigilando; pero el agotamiento de mis nervios y de mi cuerpo decretaron de otra manera, y el sueño, después de un rato cayó sobe mí como una agradable frazada de olvido. El hecho de que mi compañero durmiese aceleró el acercamiento de mi propio sueño. Al principio él se agitaba nerviosamente, y constantemente se incorporaba preguntándome se iba había escuchado esto o aquello. Se sacudía en su yacija de corcho, y decía que la tienda se había movido y que el río se había elevado sobre el nivel de la isla; pero cada vez que yo salía a mirar, volvía con el reporte de que todo estaba bien, y finalmente se calmó y permaneció tranquilo. Entonces su respiración se hizo regular y escuché inconfundibles sonidos de ronquidos; la primera y única vez en mi vida en que los ronquidos han sido para mí algo bienvenido y reconfortante. Recuerdo que esto fue la última idea en mi mente antes de quedarme dormido.

Una dificultad en la respiración me despertó, y encontré la frazada cubriendo mi rostro. Pero algo más aparte de la frazada estaba presionando sobre mí, y mi primer pensamiento fue que mi compañero había rodado en sueños de su yacija a la mía. Le llamé y me enderecé, y en ese momento supe que la tienda estaba rodeada. Aquel sonido de una multiplicidad de suaves pasos era de nuevo audible afuera, llenando la noche de horror. Le llamé de nuevo, más fuerte que antes. No respondió, pero yo ya no escuchaba sus ronquidos, y noté también que la puerta estaba abierta. Esto era un pecado imperdonable. Me arrastré en la oscuridad para asegurarla, y fue entonces percaté sin lugar a dudas de que el Sueco no estaba dentro. Se había ido.

Salí corriendo enloquecido, lleno de una horrenda agitación, y al momento de salir me sumergí en una especie de torrente de zumbidos que me rodeaban completamente y venían de cada cuadrante del cielo a la vez. Era el mismo zumbido familiar... ¡pero fuera de quicio! Un enjambre de gigantescas abejas invisibles parecían estar volando en el aire junto a mí. El sonido parecía hacer más densa la atmósfera, y sentí que mi pulmones trabajaban con dificultad. Pero mi amigo estaba en peligro, y yo no podía acobardarme.

Estaba a punto de amanecer, y una débil luz blanquecina se esparcía hacia arriba sobre las nubes desde un delgada línea de claridad en el horizonte. No se alzaba ningún viento. Apenas podía distinguir los arbustos y el río frente a mí, y los pálidos parches de arena. En mí excitación, corrí frenéticamente de un lugar a otro de la isla, llamándole por su nombre, gritando con toda la fuerza de mi voz las primeras palabras que venían a mi mente. Pero los sauces ahogaron mis gritos, y su zumbido los embozó, el sonido de mi voz viajó tan sólo a unos cuantos pies a mi alrededor. Me sumergí entre los arbustos, tropezando con las ramas, cayendo boca abajo y rasguñándome el rostro al tiempo que avanzaba trabajosamente a través de la resistencia de las ramas. Entonces, de manera completamente inesperada, salí a uno de los extremos de la isla y vi una sombría figura delineada contra el agua y el cielo. Era el Sueco. ¡Tenía ya un pie en el agua! Un momento más y hubiera dado el salto.

Me arrojé sobre él, estrechando mis brazos alrededor de su cintura y arrastrándolo hacia la ribera con todas mis fuerzas. El luchó furiosamente, desde luego, todo ese tiempo haciendo un sonido igual al de ese maldito zumbido, y utilizando las frases más extravagantes en su furia, frases acerca de “ir dentro de Ellos”, y “tomar el camino del agua y del viento”, y sólo Dios sabe que más; en vano traté de recordarlas después, pero en ese momento me llenaron de horror y asombro. Al final logré llevarlo a la relativa seguridad de la tienda, y lo arrojé maldiciendo y sin aliento sobre la yacija, donde lo mantuve hasta que el acceso hubo pasado.

Pienso que el carácter súbito con el que todo esto pasó logrando él la calma, coincidiendo con el cese igualmente abrupto del zumbido y los pasos en el exterior, fue probablemente la parte más extraña de todo este asunto. Porque apenas había él abierto sus ojos y vuelto su cansado rostro hacia mí, cuando finalmente surgió la luz del amanecer, arrojando una pálida luz sobre su rostro a través de la puerta; y entonces él dijo, con una absoluta seriedad, como un niño asustado:

—Es mi vida, viejo amigo; es mi vida lo que te debo. Pero todo ha terminado ya, de cualquier manera. ¡Ellos encontraron una víctima en este lugar!

Y entonces el se arrojó sobre sus cobijas y literalmente se quedó dormido frente a mis ojos. Simplemente perdió el sentido, y comenzó a roncar de nuevo tan saludablemente como si nada hubiese sucedido y él nunca hubiese intentado ofrecer su propia vida en sacrifico arrojándose al río. Y cuando la luz del sol le despertó tres horas después, horas de incesante vigilia para mí, me resultó tan evidente que él no recordaba en absoluto lo que había intentado hacer que me pareció más prudente contenerme y no formular preguntas peligrosas. Despertó de manera suave y natural, como he dicho, cuando el sol ya estaba en lo alto de ese cielo tranquilo, e inmediatamente se levantó y se puso a preparar el fuego para el desayuno. Lo seguí ansiosamente con la mirada al bañarse, pero él no intento sumergirse, apenas y humedeció su cabeza haciendo algunas observaciones sobre la frialdad del agua.

—El río disminuye por fin —dijo.

—El zumbido ha cesado también —dije yo.

Me miró silenciosamente con su expresión habitual. Evidentemente, recordaba todo excepto su intento de suicido.

—Todo ha cesado —dijo— porque...

Dudó. Pero yo reconocí en sus pensamientos una referencia a la observación que él había hecho antes de quedarse dormido, y estaba determinado a saber de qué se trataba.

—Porque, ¿“han encontrado otra víctima”? —dije, con una risa forzada.

—¡Exactamente! —respondió—. ¡Exactamente! Me siento tan seguro de ello como si.... como si... me siento bastante seguro de nuevo, es lo que quiero decir. -concluyó.

Comenzó a mirar con curiosidad a su alrededor. La luz del sol caía en parches de calor sobre la arena. No hacía viento. Los sauces estaban inmóviles. Lentamente se puso en pie.

—Ven —me dijo—. Creo que si buscamos, lo encontraremos.

Se echó a correr, y yo le seguí. Llegó hasta la ribera, revolvió con una vara entre los pequeños golfos de arena y las cavernas y remansos, yo permanecía tras de él.

—¡Ah! —exclamó enseguida—. ¡Ah!

El tono de su voz de alguna manera traía de vuelta una vívida sensación del horror de las últimas veinticuatro horas, y me apresuré a unirme a su lado. Él estaba señalando con su vara a un gran objeto negro que yacía entre el agua y la arena. Parecía estar atrapado por las retorcidas raíces de los sauces y el río no podía arrastrarlo. El lugar debía haber estado bajo el agua horas antes.

—Mira —dijo, con un tono tranquilo—, la víctima que hizo nuestro escape posible.

Y cuando miré por sobre su hombro, vi que su vara descansaba sobre el cuerpo de un hombre. La revolvió. Era el cadáver de un campesino, y el rostro estaba oculto bajo la arena. Indudablemente, el hombre se había ahogado horas antes, y el cuerpo debía haber sido arrastrado sobre nuestra isla cerca del amanecer, en el mismo instante en que el acceso pasó.

—Debemos darle un entierro adecuado.

—Lo sé —respondí, y me estremecí un poco a mi pesar, porque había algo en el aspecto del hombre que me dejaba helado.

El Sueco me dirigió una profunda mirada, una expresión indescifrable, y comenzó a deslizarse por la ribera. Yo seguí con la mirada sus movimientos, impasible. La corriente había arrastrado gran parte de la vestimenta, el cuello y el pecho lucían desnudos.

Cuando yo estaba a medio camino de abandonar la ribera, mi compañero se detuvo abruptamente y alzó su mano en señal de advertencia; pero, o bien mi pie resbaló, o bien yo había ganado demasiado impulso para poder detenerme, pues caí sobre él, obligándolo a dar un pequeño salto intentando esquivarme. Rodamos los dos sobre la arena endurecida y nuestros pies salpicaron en el agua y, antes de poder evitarlo, habíamos impactado fuertemente contra el cadáver. El Sueco dejó escapar un ronco grito. Y yo me arrojé hacia atrás como si hubiera recibido un disparo. Al momento en que hicimos contacto con el cuerpo se elevó de su superficie un sonoro murmullo, el rumor de múltiples zumbidos pasó como una vasta conmoción de seres alados surcando el aire a nuestro alrededor y se elevó hacia el cielo, haciéndose cada vez más débil hasta desaparecer en la distancia. Fue como si hubiéramos perturbado la labor de una miríada de criaturas invisibles, pero vivas.

Mi compañero aferró fuertemente mi brazo, y creo que yo también me aferré a él pero, antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo para recuperase del impacto, vimos que una agitación de la corriente estaba haciendo virar el cuerpo y liberándolo de la sujeción de las raíces de los sauces. En un instante había girado completamente boca arriba, el rostro inerte mirando hacia el cielo. Estaba rozando la corriente principal. En cualquier momento sería arrastrado por el río. El Sueco intento salvarlo, gritando algo que no pude entender acerca de un “entierro adecuado”, y entonces cayó súbitamente de rodillas sobre la arena cubriéndose los ojos con las manos. Estuve junto a él en un instante. Vi lo que él había visto.

Porque en el momento en que el cuerpo era arrastrado por la corriente, el rostro y el pecho desnudo fueron claramente visibles para nosotros, mostrando cómo la piel y la carne estaban completamente mechados mediante pequeños agujeros, delicadamente formados, y completamente iguales en forma y tipo a los embudos de arena que habíamos hallado por toda la isla.

—¡Es su marca! —escuché a mi compañero murmurar sin aliento—. ¡Su horrenda marca!


Y cuando aparté de nuevo la mirada de su pálido rostro y miré al río, el torrente había terminado ya su labor, y el cuerpo había sido ya arrastrado hacia la corriente central fuera de nuestro alcance y casi fuera de vista, dando vueltas y vueltas en el agua, como una nutria.

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