jueves, 10 de julio de 2014

Sangre de sol

Agustín Yáñez

Pegaba recio el sol, como patrón malentraña. Chupaba el color a nopaleras y órganos, dejándolos transparentes, a modo de cristianos encanijados que la falta de sangre los hace relumbrar, y como que la luz los atraviesa, de tan flacos y descoloridos. Así también se veían los contados magueyes del paraje. La tierra echaba humo, de tan caliente; a la menor distancia bailaba, por el vaho del mediodía, la visión de piedras o yerbas, y se perdían las lejanías, el sol a plomo. Una rueda de auras volaba: señal era de muerte. Las veredas vacías, no tanto por el calor como por la alarma cundida leguas a la redonda: que los rebeldes bajaban de la sierra, que venían con este rumbo haciendo realada de caballos, reses y cristianos, sin respetar mujeres, sino por lo contrario, con más gusto, cargándolas, y los préstamos forzosos; que los habían visto ya cerca, cuán presto en un punto, cuán presto en otro distinto y distante; que iban sobre el pueblo y habían mandado ya pedir la plaza; que venían cantando la Valentina; que no, que la Adelita; no, el Guango, no, la Cucaracha. El susto cundía mientras más contradictorios y vagos eran los rumores. Las gentes escondiéndose y escondiendo sus cosas de valor. Ni un alma se veía; pero se sentía que caminaban detrás de las cercas, entre las jaras altas del arroyo y las nopaleras. Invisibles en sus escondites, muchedumbre de ojos escrutaban los horizontes, que la resolana húmeda cubría. Lo de admirar era cómo, sin aparecer nadie, corrían, se transmitían, se abultaban los runrunes, igual que si ese desierto fuera plaza en feria. Se podía pensar que las auras en lo alto, con una que otra aguililla, y a ras de tierra las güilotas, los tecolotes ocultos a la luz, las ardillas y lagartijas, hasta los caballos del diablo y los mosquitos, la hicieron de correos; así también las peñas que dominan los rumbos y recogen, retientan los ecos de arriba o abajo, pues ellas a un tiempo ven, oyen y retumban. Sin alambres pasaban momento a momento las nuevas: que los ranchos y el pueblo se habían quedado como cementerio; que colgaron a vecinos pacíficos en el Derramadero; que juraban arrasar todo, no dejar piedra sobre piedra, ni títere con cabeza. Los ojos desesperaban de no descuidar ningún indicio en las lejanías; los estorbaba el aire denso de vapores. A la vez, la congoja encogía los corazones con el sobresalto de que la gavilla saliera de manos a boca, por donde menos la esperaran. El sol y las horas parecían parados, paralizados. En el sopor, ningún ruido; ni el del aire ni el del terror ni el del aliento en los que huían, espiaban, esperaban, recibían alarmas y las difundían. El sol parado, capataz amenazante. Ni el aire, de plomo, se movía.

Por más que no quisiera, la sangre se le encabritó a la vista de su tierra. La tierra de su sangre y de sus deudos. Paró el caballo. Venía en la vanguardia de reconocimiento. Después de tantos años y peligros, la bocanada que subía de la barranca le produjo sensaciones en comezón. Se le iban los ojos reconstruyendo datos, unos olvidados, otros reducidos y algunos aumentados. No había vuelto a saber nada de su tierra y parentela desde que lo arrearon en leva los rurales por incriminaciones del comisario. Abajo encuentra los golpes de su infancia: uno a uno suben a la memoria, clamando venganza con mayor fuerza que todos los otros días de todos los otros años de andar en armas, sacándole vueltas a la muerte. Se llegó el día de pedir cuentas a grandes y chicos, con réditos acumulados. Pero junto a los agravios, trepaban ternuras cuesta arriba, implorando lástimas al sañudo. Era la noche del Quince, cuando el Grito, a la hora de la procesión con el cuadro del Cura Hidalgo sacado de la comisaría, las telarañas a medio limpiar; él, Jorge, se acomidió a cargarlo; entregó a otro muchacho la tea de ocote, y puso el hombro a la carga; fue cuando por atrás una patada lo hizo ver chispas y luego al comisario que lo jaloneaba con sarta de malas palabras y lo mandaba poner preso; el golpe o el fuerte olor de la santamaría le produjeron desvanecimiento; el primero en defenderlo, a pesar de ser casi párvulo, fue Martín su hermano, que trató de írsele a golpes al abusivo, llamándolo “montonero”; ahora recuerda con fuerza la cara de Martín, encendida de coraje y valor, resuelta a todo, él, un mocoso de seis o siete años, rifándose por su hermano, y como a él también le trincaron y lo aventaron lejos, a modo de olote; y la cara de su madre, que daba dolor verla, cuando sus gritos por los hijos maltratados no ablandaron a los perros, ni tampoco el miedo de ninguno de los mirones de palo; la misma cara traspasada de sufrimiento que Jorge recuerda siempre: aquel día, siendo muy chico, recién muerto su padre, según oía decir, cuando los corrieron de su casa con lo encapillado, sin dejarlos sacar ni las cobijas, dizque por deudas, y hasta querían quitarle a sus dos criaturas: él, Jorge, y Martín entonces de pecho , dizque para darlos en pago al rico; no se acuerda bien a bien más que de la cara desgarrada, la misma cara que le clavaba los ojos con desesperación, queriéndose pegar, el día que al llamado del comisario llegaron los rurales hacía una semana, desde la noche del Grito, que lo tenían encerrado , le trincaron los brazos por atrás y se lo llevaron a pie, descalzo, igual que bestia mostrenca, estirándolo sin compasión, enseñándole toda clase de crueldades, aunque muchas había aprendido en tantas caras maldosas de vecinos que los hicieron sufrir al rodar de un rancho a otro en busca de socorro; primero, caras de hombres duros; después, caras de mujer, en las que se fue fijando y como que le tenían asco, aversión, repugnancia, desprecio; ultimadamente hasta los niños con los que quería jugar y alguna vez jugaba. No todas: ahora se acuerda de algunas caras compadecidas, aunque se le han olvidado los nombres, principalmente el de aquella muchacha, ya en el pueblo, que a escondidas le convidaba cosas de comer y hasta le dio un ceñidor de desecho. Desde chico tantos trabajos y tantas injusticias, aunque pronto decidió no dejarse, lo que le acarreó fama de lebrón y le tupieron contrariedades. Comenzando con los muchachos, hizo que le tuvieran miedo, y luego que lo reconocieran por cabecilla; los obligó a jugar bajo sus órdenes; a los que se le rebelaban, los castigaba sin miramiento; se les impuso. Con esto, los viejos lo hicieron perro del mal, achacándole las diabluras que pasaban, causando nuevas mortificaciones y amonestaciones de su madre, sobre la que llovían quejas, amenazas de adoloridos, compadecimientos hirientes y consejos de meter en orden al perdulario. Este pensaba seguir con las mujeres para que lo tomaran en cuenta. Se quedó con el resabio, pues pasó lo del Quince, sin deberla ni temerla. Ese día juró que se las pagarían juntas, comenzando con la muerte de su padre, con las afrentas a su madre, con el aventón a Martín su hermano y con tantas humillaciones de cada día; estuvo calentando la inquina, meses y años, a saltos con la muerte, que lo espoleaba cada vez que conseguía escapársele. Su pleito de vivir era para desquitarse, aunque ya no existieran los culpables directos. Era su lucha por volver, tanto tiempo estorbada.

Entendió la impaciencia de sus compañeros de armas por esa larga contemplación; picó espuelas, aflojó la rienda, emprendió el trote, cuesta abajo. Aquel día, la lengua de fuera, bañado de sudor, sangrándole los pies, agotándosele las fuerzas a cada paso, crecía la certeza de no llegar vivo a esta cumbre, por este mismo camino que recorre a la inversa su furor, cada vez más rabioso, al reconocer lugares de aquel calvario; los estirones y el impedimento de los brazos amarrados a la espalda lo hacían perder a cada momento el equilibrio, tropezar entre las piedras o en cualquier desnivel del terreno; caía y se levantaba; la última vez, ya casi arriba, en la ceja de la barranca, el vértigo lo desplomó, privándolo de sentido; ni la bola de injurias, ni los jalones, ni luego los culatazos y hasta piquetes de bayoneta, lograban volverlo en sí; no faltó quien propusiera rematarlo con un tiro de gracia; pero el jefe de la partida ordenó que lo embrocaran amarrado en una montura, hasta que se repusiera del desmayo. Le revivían los padecimientos como si acabara de pasarlos. ¡Eh!, su madre, la pobre, les contaba que los habían bautizado con esos nombres: Jorge y Martín, por ser de santos montados a caballo, y ella tenía las dos imágenes, que no se le apartaban, como reliquias, y les rezaba para que algún día sus hijos tuvieran buenos cuacos y fueran jinetes famosos, comparables con los santos de su devoción; por cierto, los dos eran hombres de guerra, pero mientras la lanza de uno servía para darle aplaque a un horrible animal de muchos hocicos y patas, la espada del otro partía una capa en ademán compasivo junto a un encuerado. Quién sabe qué habrá sido de la pobre de su madre, tan resignada en su sinfín de aflicciones, y de Martín, tan leal, tan decidido y de tan buen corazón, capaz de partirse el pecho por alguien que lo necesitara, y eso que todavía estaba muy tierno: siete, ocho años a lo sumo. Quién sabe si Martín haya conseguido un caballo como éste, bien herrado, que arranca chispas con las pezuñas al bajar la cuesta, y es un grullo para espantarse los balazos en las refriegas más tupidas. ¡Ah!, cuánto tiene que contar, si es que viven su madre y Martín; si es que los encuentra. Desde que lo dieron de alta en la leva los pelones; desde que se les fugó y se unió a los rebeldes, desde que por su temeridad fue saltando grados hasta coronel, desde que tuvo mando de tropas, desde que al venir la división de los cabecillas le tocó quedar sin querer, en un bando, aunque más bien quedó a sus anchas, independiente, las manos libres, al frente de hombres que no tienen otra voluntad que la suya, y por eso llegó el tiempo de acercarse al terruño mañosamente, cautelosamente, y llegó el día de arreglar cuentas al comisario y al rico, por parejo; a las mujeres despreciativas; a los hombres que le pegaron, a los que le negaron trabajo, a los que no quisieron defenderlo; a las casas que les cerraron las puertas; a las tiendas que no les fiaban; a la iglesia de donde una vez lo corrieron vergonzosamente disque por bellaco. Nada escaparía. Como perro de caza, el olfato hacía correr a la impaciencia, sin precauciones, adelantándose sin esperar al grueso de la columna. El olor caliente de sus primeros años más penetrante a medida que bajaba la barranca, comparable a olla hirviente lo excitaba; fue reconociendo las emanaciones en mezcla tropical, desprendidas de las peñas, de las yerbas, de los charcos, de la tierra enardecida por los rayos del sol; saltaba como abeja de olor en olor, respirándolos a pulmón lleno.

—Jefe, sería bueno esperar a la gente.

—A buena hora se me andan corveando.

Igual que si les diera una bofetada en plena cara. Jorge no se fijó en el gesto de sus hombres, pues a ese tiempo descubrió el color, el olor de la santamaría, fragante a fiestas de septiembre. Cierto: era el mes de septiembre, quién sabe qué día, pues no llevaba cuenta de fechas. La idea le vino de golpe, no: la traía sin verla con claridad, a modo de gusano que siente bullir adentro, sin aparecer, hasta que al fin supo lo que quería; ser quien diera el Grito en el pueblo, esa misma noche, no importaba el día, bien fuera antes o después del Quince, acostumbrado en convertir en ley su voluntad, sin que se lo estorbaran, hacía tiempo; y quien ordenara la bajada y la procesión del Cura Hidalgo, entre festones de santamaría; y quien ordenara la salva de honor, ahora sí, con fusiles y parque de deveras.

Algo más hondo quería tiempo atrás le venía dando vueltas a la idea: que su gente lo proclamara general, sobre la marcha; qué mejor ocasión: en su pueblo, la noche del Grito. Lo entusiasmó la ocurrencia. Qué mejor desquite, allí, en el mismo sitio en que lo humillaron, y para dar más vuelo a la justicia que se proponía ejecutar.

Cuando los invisibles correos –laderas o zopilotes, chirinas o lagartijas– divulgaron que Jorge Villegas era el cabecilla, se sosegaron algunos corazones; pero se apachurraron otros, al conjuro de recuerdos arrumbados.

—Precisamente ahora estoy acordándome de cuán cruel era y cómo hacía sufrir, por mejor gusto a los animales, obligándoles a jugar con él.

—Cómo se portaba con los muchachos que agarraba.

—Sencillamente una fiera. Feroz.

—Ni su madre lo soportaba. Qué de fechorías, a diario.

—Era el azote de la comarca, sencillamente.

—Lebrón.

—Facineroso, hecho y derecho, a sus años.

—Lleno de rencores y resentimientos.

—En cambio su hermano Martín.

—Y su madre, una santa, llena de resignación.

—¡Jesús nos ampare!

—¡Jesús mil veces!

—Cargaron con él por perdulario, sacapleitos, alborotador.

Queriendo dejar sus escondrijos, los tranquilos reflexionaban:

—Qué mejor que sea una gente del rumbo.

—Ya lo dice el dicho: más vale malo conocido que bueno por conocer.

—Más vale.

—Yo ayudé a esa familia.

—Conmigo se arrimó la madre.

—Hasta quiero recordar que su padre me hizo compadre.

—Las pilas de veces que lo escondí, que di por él la cara cuando sus estropicios.

—Y yo las veces que lo puse en paz, lo sosegué al verlo desesperado por falsos que le levantaban al pobre.

Cuando las orejas volanderas oyeron, cuando los escondidos ojos adivinaron movimiento que avanzaba de opuesto rumbo, y los correos aseguraron que traían estos otros la canción enemiga de los que bajaban la cuesta, corazones y voces abrazaron con más fuerza la invocación contra los rayos:

—¡Jesús mil veces!

—¡Santa Bárbara bendita!

Como tras el deslumbramiento, la espera fatal del trueno, de la descarga, del aniquilamiento.

—Con los otros anda, viene Martín su hermano.

—Sí, seguro: es de los que cantan la Valentina para darse valor y matar a gusto.

—La bandera, el himno del otro es Adelita, para entrarle bien a los plomazos.

—Bien dicen los que dicen: hermanos contra hermanos.

Como se hacen a un lado los mirones para dejar campo a los trenzados en pleito.

Llegaban ojos azorados que lo habían visto: Martín al frente, muy quitado de la pena.

Impulsos de poner sobre aviso, refrenados por el miedo.

Como se contiene la respiración para escapar al peligro: hasta se quiere que se abra el suelo como refugio.

Las orejas azoradas oyen o inventan las canciones rivales.

—Ya entran los dos bandos en el callejón sin salida.

Como se deslizan los asustados, pegándose a pared, queriendo traspasarla, sin ruido ni de resuello.

Cada vez más baja, la rueda de auras no dejaba dudas.

Quitado de la pena, cruzada la pierna sobre la cabeza de la silla, con cara de muchacho alegre, venía entre los de adelante, chupando y cantando. Si de él hubiera dependido, no habrían tomado este rumbo. Primero, porque no tenía ganas de volver. En seguida, porque ni pensar quería en las barbaridades a que su tierra quedaba expuesta. No ha podido él acostumbrarse a las atrocidades. Y no es que tenga corazón de pollo, como lo motejan sus compañeros de armas. Harto les tiene demostrado ser el primero en cumplir comisiones que a otros corvean; el primero en arrebatar posiciones enemigas que creían inaccesibles, y en coronar hazañas que le han merecido fama de loco. Desde chiquillo fue temerario. Pero nunca, ni ahora, le ha divertido hacer sufrir injustamente. Siempre anda en dificultades con jefes y compañeros por interceder o interponerse para que no se perpetren tropelías inútiles. La bola lo arrastró. Mejor dicho: él se dejó arrastrar. No había otro camino para dar con su hermano y juntársele. Desde que se acuerda, Jorge fue su admiración; y a un tiempo, se sintió llamado a protegerlo. Su madre le confirmó el encargo: Cuídalo a cada paso le recomendaba, con ser el hijo menor y menos fuerte. La maldad anduvo siempre pisándoles los talones. No se dejaban. Le hacían frente, a como diera lugar. Jorge se lanzaba sin más ni más; de lo primero que había que protegerlo era del enfurecimiento que fácilmente lo cegaba, como si una nube de sangre le cubriera los ojos; daba trabajo serenarlo, evitar que se ensañara con los contrarios. Por fin la maldad venció y se llevó a Jorge, hecho santocristo. No hubo modo de arrebatárselo. Creció al encarnizamiento sobre Martín, aunque no diera éste motivo y rehuyera cuestiones. Le hicieron imposible la vida; y como también quería reunirse a toda costa con su hermano, cuya ausencia lo hacía sentirse incompleto e inseguro de sí mismo, tuvo que largar la tierra, cargando no más con la bendición y las lágrimas de la madre. Ay, hijo, Dios quiera que halles a Jorge y que lo cuides, y que los dos consigan buenos caballos como los santos benditos de sus nombres a los que se los encomendé cuando nacieron. El ruego de la madre se cumplió, aunque con fatigas. No uno, sino muchos caballos, y buenos, ha conseguido Martín; los prefiere blancos como los del santo compadecido con los pobres; a uno se los han matado en las refriegas; otros los ha perdido en los azares de la tropa. Si todavía es de este mundo y así lo cree Martín ciegamente, Jorge tendrá igual suerte: caballos a montones, buenas monturas y buenas armas, todo conseguido con mayor facilidad, porque es más listo y no se anda con tanteos ni rodeos. Martín, en cambio, ¡cuántos trabajos!, ¡qué sinfín de humillaciones!, ¡qué paciencia para sobrellevar malas voluntades! Cuando dejó la querencia, e iba de paz, buscando acomodo por la buena, todos lo encontraban sospechoso; le cerraban las puertas, le rehuían o lo perseguían, como a lazarino, como a prófugo. Hambres. Cárceles. Empellones y golpes. Malas caras y peores palabras. Acorralado como bestia. Sin otra salida que juntarse con la primera bola armada que halló al paso sin saber qué plan peleaban, sin que le ofrecieran ventajas, ni armas ni cabalgadura, y sin reflexionar en algo. Como desesperado que se avienta desde alta peña para escapar. Tampoco dejó así de ser sospechoso; recelaban que fuera espía; estuvo a punto de ser fusilado en repetidas ocasiones, con y sin consejos fulminantes de guerra; lo probaron de diferentes modos, igualmente odiosos; lo arrojaban a la muerte siempre que se presentaba la ocasión; y al fin esto lo salvó, por el gusto al peligro, por la sangre fría, por las mañas y agilidades con que a cuerpo limpio toreaba situaciones mortales; a falta de carabina, usaba chiflidos, aullidos, gritos, brincos, piedras; o sencilla, rápidamente, como rayo, se abalanzaba con increíble fuerza sobre el enemigo. Fue la manera de proveerse pronto y surtir a la tropa de armas, cartucheras repletas, cabalgaduras, vestuario y vituallas; la manera de conquistar los ánimos de la gavilla; mal que luego surgieron envidias convertidas en chismes y acechanzas constantes; pero su bravura llegó a ser necesaria, y el cabecilla irreplicable acabó por decretar que Martín era muy sangre liviana, decisión equivalente a irrestricta inmunidad, puesta en riesgos nuevos cuando el agraciado comenzó a meter las manos para evitar desmanes; recrecieron las suspicacias, las acusaciones, las violencias del cabecilla y los secuaces. Martín los vencía con paciencia, buen humor y alegatos irrebatibles. Por compasivo no llegarás a ninguna parte; tarde o temprano te arrepentirás de tener corazón de pollo, que de nada sirve y de mucho estorba en lo que andamos. Lo que servía, por lo que no se deshacían de Martín, era la bravura, la viveza, la limpia franqueza del muchacho, en las duras y en las maduras. A donde quería llegar era al encuentro de su hermano Jorge. Sin que ninguna noticia tuviera, adivinaba, olía que el ausente andaba levantado en armas. Necesitaba cuidarlo, irle a la mano. Necesitaban completarse. Nadie les pararía bola cuando se juntara. Llegaría la verdadera justicia, para poder vivir como gentes y no como animales perseguidos. Por esto aguanta la compañía de malosos, que al fin y al cabo lo empujan al encuentro de Jorge. Ay, hijo, Dios quiera que lo halles y lo cuides. La pobre ni siquiera pidió que se lo llevara. Qué gusto le dará verlos llegar juntos, montados en buenos cuacos, con buenas armas, cruzando el pecho con carrilleras repletas, ya sin miedo a los abusos de antes. Jorge convertido en general. ¿Habrá cambiado de cara y semblante? ¿Se reconocerán? Siendo una misma sangre, la duda ofende. Y unos mismos huesos. El mismo coraje. Aunque hubiera mudado de rostro, a leguas lo reconocerá. Entonces sí que le entrarán bonito a la lucha, para acabar pronto. Martín se verá libre de los forajidos a quienes acompaña, consecuentándolos como precio del viaje hasta Jorge, Cuando no hubo más remedio que tomar este rumbo, acudió a la cabeza la idea, ya otras veces pensada, de que tarde o temprano Jorge volverá triunfante a la tierra. La contrariedad se tornó en alegría, porque la ocurrencia se hizo certidumbre. Aquí se verán. Desde aquí, serán ellos, ahora, los que le pisen los talones a la malvada injusticia, sin dejarla respirar, hasta que caiga redonda, muerta. Los paisanos dirán: Tenía razón su madre, se parecen a San Jorge y a San Martín benditos ¡y nosotros que les hacíamos pesada la vida!

Los ojos invisibles contemplaron el encuentro en el callejón sin salida, donde se habían metido los dos bandos por una y otra entrada, sin que pudieran, sin que quisieran retroceder cuando unos y otros oyeron los cascos de sus caballerías, cuando lanzaron el reto de sus canciones rivales, cuando todavía sin mirarse frente a frente rompieron los fuegos, cuando con feroz prontitud se abalanzaron cuerpo a cuerpo, estrechados por la doble cerca del callejón.

Sobre la balacera, sobre las opuestas canciones de guerra, sobre los relinchos espantados, y el griterío provocativo, y los golpes de cuerpos derribados, y la impotencia de las injurias, de las maldiciones, y las pausas del estruendo, y su más furioso recomenzar, las orejas escondidas retenían la desesperación de la voz esperada, temida:

—¡Jorge! Soy…

A tiros cortada, derrumbada muy al principio del encuentro; pronto sepultada por tupidas descargas, relinchos, canciones, golpes, maldiciones, clamores inarticulados, jadeos y remotos ladridos, aullidos, graznidos malagoreros; la voz envuelta en suspiros ocultos, en rezos clandestinos, en empavorecidas lágrimas, en esperanzas impedidas. A las peñas y al cielo había ido a refugiarse la mutilada voz:

—¡Jorge! Soy…

Mientras, hecha sangre, yacía, chupada por tierra, sol y moscas, la voz que al filo de la muerte no pasó de ser mirada en relámpago, no alcanzó a ser eco: —¡Martín, tú!

Disminuyeron detonaciones y alaridos. Continuaban las carreras de caballos enloquecidos. Se sentían sus brincos sobre cuerpos caídos de cristianos y bestias. El bamboleante movimiento de masas, como dos ríos que al confluir batallan con alterna pujanza, tomó una sola dirección. Los correos, suspensos en el curso de la lucha, se apresuraron a difundir:

—Ya se hicieron uno.

Como animales de rapiña tras la tormenta, las gentes comenzaron a dejas sus escondrijos, alentadas por el anuncio:

—Ya se van juntos como si no hubieran peleado; hechos una misma gavilla.

Y luego:

—Cabrestean hartos caballos vacíos; pero dejan muchos más desbalagados; abandonaron sin compasión a los hombres muertos y a los heridos, como regalo para los cuervos.

Antes que alguien saltara las cercas del callejón, que alguien viera y pusiera los pies en el campo fratricida, voló la noticia:

—Bien muertos los dos, abrazados encarnizadamente. Mientras más tiempo pase, costará más trabajo separarlos.

Con toda su fuerza, el sol oreaba el campo de la matanza. Las moscas acudían en legiones a cada momento más nutridas. La tierra vaporizaba. El olor de la santamaría y otras yerbas tocaba retirada, derrotado por los miasmas crecientes de la carnicería.

Las veredas habían ido llenándose de compasivos y curiosos, las caras aún amarillas, verdes, por el miedo; recelosas de posibles emboscadas o del regreso punitivo. La tentación era más fuerte; la tentación de ver el abrazo de los dos hermanos, antes de que vecinos compadecidos los apartaran para enterrarlos; y ver también la mortandad confusa de cristianos y bestias, las muecas desorbitadas de los yacentes, los sacudimientos de los todavía moribundos, los lamentos de los heridos, que pedían agua. Las cercas que forman el callejón se coronaron pronto de curiosos. Ninguna nube mitigaba los rigores del sol, y esto indicaba la rapidez de los sucesos. Hombres, muchachos, hasta mujeres ahuyentaban a pedradas la impaciencia de auras, cuervos y zopilotes. Nada intentaba contra las moscas. El sordo vocerío cariacontecido, en confusión: —será peor en la noche, con los coyotes —con que éste es el mentado Jorge Villegas —el pobre Martín quedó inconciliable —que van cantando la Valentina, hechos uno —que no, que la Adelita —Dios los haya perdonado —quiera Dios que llueva para lavar tanta sangre —que ya vuelven —que no, ya para qué —lo bueno es que la pobre madre se les adelantó, Dios la tenga en su reino —quién había de decirles que les esperaba su fin en el mismo lugar en que danzaban inseparables — porque no hubo quien los previniera —lo bueno es que a su pobre madre no le tocó presenciar este cuadro.

A fuerza de tirones lograron separarlo.

El sol comenzó a caminar, y el aire a moverse. Los mirones no se movían; era inútil que les pidieran auxilio los contados hombres y mujeres puestos a la obra de socorrer heridos y levantar muertos. Lo más que conseguían era que ahuyentaran a pedradas las ruedas incesantes de auras, cuervos y zopilotes.

Martín quedó al cielo con los ojos abiertos. Los de Jorge habían sido arrancados con bala explosiva.

—Hoy mismo hay que sepultarlos, porque mañana es Quince de Septiembre.

—De veras; no hay que echar a perder el Grito.

Una mujer cubrió los cuerpos con flores y santamaría y con mirasoles.


Una paloma que yacía escondida en la resquebrajadura de la barranca, echó a volar.

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