Arthur Conan Doyle
Con extremada tristeza tomo hoy mi pluma para
escribir estas últimas palabras, con las que dejaré para siempre constancia de
los singulares dones que distinguían a mi amigo, el señor Sherlock Holmes. De
un modo incoherente y, viéndolo ahora en profundidad, totalmente inadecuado, me
propuse dar cuenta de las extrañas experiencias que tuve en su compañía: desde
el primer encuentro casual que nos uniría en la época de Estudio en escarlata
hasta los tiempos de su intervención en el asunto del «Tratado naval», una
intervención que tuvo el incuestionable efecto de evitar un serio embrollo
internacional. Tenía la intención de haberme detenido aquí y de callarme todo
lo relativo a aquel suceso que dejó un vacío tal en mi vida, que un lapso de
dos años no ha podido llenar. Me veo forzado, no obstante, a continuar, debido
a las recientes cartas en las que el coronel Moriarty defiende la memoria de su
hermano; no me queda más remedio que
exponer los hechos ante el público exactamente como ocurrieron. Sólo yo sé toda
la verdad sobre el asunto y me alegra que haya llegado el momento en el que
deja de ser bueno y provechoso el callarse. Por lo que sé, solamente se han
dado tres informes en la prensa pública: el del Journal de Genève del 6 de mayo
de 1891; el del despacho de noticias Reuter, aparecido en los periódicos
ingleses del 7 de mayo, y finalmente las cartas a las que acabo de aludir. Los
dos primeros eran extremadamente concisos, mientras que el último es, como en
seguida pasaré a demostrar, una absoluta desnaturalización de los hechos. De mí
depende que por primera vez se cuente lo que de verdad tuvo lugar entre el
profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.
Debe recordarse que, tras mi matrimonio y mi
posterior inicio en la práctica privada de la medicina, la relación
verdaderamente íntima que había existido entre Holmes y yo quedó hasta cierto
punto modificada. Seguía viniendo a verme de cuando en cuando, siempre que
necesitaba que alguien le acompañara en las investigaciones; pero estas visitas
se fueron haciendo cada vez más raras, hasta que en el año 1890 fueron tan
escasas que sólo hubo tres casos de los
que yo pudiera guardar alguna anotación. Durante el invierno de ese año y en el
inicio de la primavera de 1891 leí en los periódicos que el Gobierno francés le
había contratado en relación con un asunto de suprema importancia y recibí dos
pequeñas notas suyas, una fechada en Narbonne y otra en Nimes, de lo que deduje
que su estancia en Francia iba a ser probablemente larga. Me sorprendió, por
tanto, verle entrar en mi consultorio la noche del 24 de abril. Me chocó su
aspecto, porque parecía más delgado y más pálido de lo normal en él.
—Sí, me he estado cuidando muy poco últimamente —observó
en respuesta a mi mirada más que a mis palabras—. Estos últimos días han sido
muy agitados. ¿Le importaría que cerrara las contraventanas?
La lámpara sobre la mesa en la que yo había estado
leyendo era la única luz que había en la habitación. Holmes, caminando pegado a
la pared, llegó junto a ellas y las cerró de golpe, echando después el
pestillo.
—¿Tiene miedo de algo? —pregunté yo.
—Pues sí, lo tengo.
—¿De qué?
—De las pistolas de aire comprimido.
—Mi querido Holmes, ¿qué quiere decir con esto?
—Creo que me conoce lo suficiente, Watson, para
saber que no soy en absoluto un hombre nerviosos. Al mismo tiempo es una
estupidez más que una valentía el negarse a reconocer que uno corre peligro.
¿Podría darme una cerilla?
Sacó su pitillera como si agradeciera el efecto
relajante del tabaco.
—Debo excusarme por aparecer a semejante hora —dijo—,
y además tengo que pedirle que por una vez sea tan poco convencional como para
permitirme que salga de su casa saltando por el muro posterior de su jardín.
—¿Pero qué significa todo esto? —pregunté.
Alargó la mano y a la luz de la lámpara vi que tenía
dos nudillos quemados y que le sangraban.
—Ya ve que no se trata de una nadería —dijo
sonriendo—. Por el contrario, es algo lo suficientemente importante como para
que un hombre se deje en ellos sus manos. ¿Está la señora Watson en casa?
—Está de visita fuera de la ciudad.
—¡Estupendo! ¿Está usted solo, pues?
—Más o menos.
—Esto me facilita el proponerle que se venga conmigo
una semana al continente.
—¿Adónde?
—¡Oh!, a cualquier lado. Me es igual.
Había algo extraño en todo esto. No era normal en
Holmes tomarse unas vacaciones sin más, y había algo en la palidez y en el
cansancio de su rostro que me decía que debía de estar sufriendo una fuerte
tensión nerviosa. Vio la pregunta en mi mirada y, juntando las manos y apoyando
los codos en las rodillas, me explicó la situación.
—Es posible que nunca haya oído hablar del profesor
Moriarty —dijo.
—Nunca.
—Sí, ahí está lo maravilloso del asunto —exclamó—.
La maldad de ese hombre impregna todo Londres y nadie ha oído hablar de él.
Esto es lo que le coloca en la cumbre del crimen. Le digo, Watson, hablando con
toda seriedad, que si pudiera derrotar a ese hombre, si pudiera librar a la
sociedad de él, me parecería haber alcanzado la cima de mi carrera y podría
disponerme a llevar una vida más plácida. Entre nosotros, los recientes casos
en los que he prestado mis servicios a la Familia Real de Escandinavia y a la
República francesa me han dejado en situación de poder llevar una vida
apacible, lo que me sería muy grato, y de poder concentrarme en mis
investigaciones químicas. Pero no podría descansar, Watson, no podría sentarme
tranquilamente en un sillón sabiendo que un hombre como el profesor Moriarty se
está paseando libremente por las calles de Londres.
—¿Qué es lo que ha hecho?
—Hizo una carrera extraordinaria. Es un hombre de
buena familia y recibió una esmerada educación; tiene, además, por naturaleza,
unas excepcionales dotes para las matemáticas. A la edad de veintiún años
escribió un tratado sobre el Teorema del Binomio, que estuvo muy en boga en
Europa. Fundándose en esto, ganó una cátedra de matemáticas en una de esas
pequeñas Universidades nuestras y todo parecía indicar que tenía ante sí una
brillantísima carrera. Pero ese hombre tenía una tendencia hereditaria de lo
más diabólico. Llevaba en la sangre un instinto criminal que, en lugar de
atenuarse, se acentuó, haciéndose infinitamente más peligrosos, debido a sus
extraordinarias facultades mentales. En la Universidad empezaron a correr
rumores sobre él, obligándole por último a renunciar a la cátedra y volver a
Londres, en donde se estableció como tutor en el Ejército. Esto es lo que sabe
la gente, pero lo que voy a contarle es lo que yo he descubierto.
»Como bien sabe usted, Watson, no hay nadie en
Londres que conozca tan bien como yo el mundo del crimen. Durante años no he
dejado de ser consciente de que tras el malhechor existe un poder oculto, un
cierto poder organizado, que actúa en la sombra sin salirse de la ley y que
siempre ampara al delincuente. Una y otra vez, en los casos diferentes —casos
de falsificación, robos, asesinatos—, he sentido la presencia de esta fuerza y
he colegido que había actuado en muchos de esos crímenes sin descubrir, en los
que no fui directamente consultado. Durante todos estos años he puesto todo mi
empeño en atravesar el velo que lo envuelve, y por último, me llegó el momento,
y dando con el hilo lo seguí; éste me llevó, tras un sinfín de astutas vueltas
y revueltas, hasta el ex profesor Moriarty, la celebridad matemática.
»Es el Napoleón del crimen. Es la mente organizativa
de la mitad de los hechos depravados de los que se tiene conocimiento y de casi
todos los que pasan inadvertidos en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo,
un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden. Permanece sentado,
inmóvil, como una araña en el centro de su red; pero esta red tiene miles de
hilos y el conoce muy bien el modo de vibrar de cada uno. Él mismo hace poco.
Sólo planea. Pero sus agentes son numerosos y están espléndidamente
organizados. Que hay un crimen que cometer, pongamos por caso un documento que
hacer desaparecer, una casa que desvalijar, un hombre que quitar de en medio;
se le hace llegar al profesor y el asunto se organiza y se lleva a cabo. Pueden
coger al agente. En ese caso se encuentra el dinero necesario para su fianza o
defensa. Pero nunca se coge al poder central que se sirve de él; nunca pasa más
allá de la sospecha. Esta era la organización que yo había deducido, Watson, y
a la que dediqué toda mi energía con el fin de sacarla a la luz y acabar con
ella.
»Pero el profesor estaba rodeado de medidas de
seguridad tan bien concebidas que, hiciera lo que hiciera, parecía imposible
conseguir una evidencia que pudiera declararle culpable en presencia de un
tribunal. Usted conoce mis facultades, mi querido Watson, y, sin embargo, al
cabo de tres meses tuve que confesarme a mí mismo que por fin había dado con un
antagonista que era intelectualmente igual a mí. Mi horror por sus crímenes se
perdió en medio de mi admiración por su habilidad. Pero finalmente cometió un
error, sólo un pequeño, un mínimo error, que era más de lo que podía
permitirse, estando yo tan cerca de él. No deseché la oportunidad y, partiendo
de ese punto, he tejido mi red en torno a él, teniendo ahora todo dispuesto
para cerrarla. Dentro de tres días, es decir, el próximo martes, el asunto
estará maduro, y el profesor, con todos los miembros principales de su banda,
estará en manos de la policía. Después vendrá el mayor juicio del siglo, la
aclaración de más de cuarenta misterios y la horca para todos ellos. Pero si
actuamos prematuramente, ¿comprende usted?, podrían escaparse de nuestras manos
incluso en el último momento.
»Ahora bien, si pudiera haber hecho esto sin el
conocimiento del profesor Moriarty, todo hubiera ido bien. Pero él era
demasiado astuto para eso. Siguió todos los pasos que yo di para extender mis
redes en torno suyo. Una y otra vez luchó para escaparse de ellas, pero una y
otra vez le gané la partida. Le diré, amigo mío, que si se escribiera un
informe detallado de esta silenciosa competición, ocuparía su lugar como el
trozo escrito sobre la caza y captura más brillante de la historia
detectivesca. Nunca llegué tal alto, nunca un oponente me había seguido tan de
cerca. Él hilaba fino, pero yo aún más. Esta mañana di el último paso y sólo
necesitaba tres días para dar por concluido el asunto. Estaba sentado en mi
habitación reflexionando sobre ello, cuando se abrió la puerta y vi al profesor
Moriarty ante mí.
»Tengo unos nervios a toda prueba, Watson, pero
tengo que confesar que tuve un sobresalto cuando vi al mismo hombre que tanto
lugar había ocupado en mis pensamientos parado en el umbral de mi puerta. Su
aspecto me era casi familiar. Es extremadamente delgado y alto, con la frente
muy blanca y protuberante y los ojos profundamente hundidos. Va cuidadosamente
afeitado, lo que resalta su palidez, dándole una apariencia casi ascética;
conserva en sus rasgos algo del catedrático que fue. Tiene la espalda curvada
por el mucho estudio, y lleva el rostro echado para delante, no parando éste
nunca de oscilar lentamente de un lado a otro de un modo curiosamente
reptilesco. Me observó con gran curiosidad desde sus fruncidos ojos.
»—Tiene usted menos desarrollo frontal del que yo
hubiera esperado —dijo finalmente—. Es una costumbre muy peligrosa esa de tener
el dedo en el gatillo de un arma cargada metida en el bolsillo del batín.
»El hecho es que, al entrar él en la habitación, me
di cuenta al instante del gran peligro personal en que me encontraba. El único
escape que él podía concebir en ese momento era el de cerrarme la boca. En un
instante saqué el revólver del cajón y me lo metí en el bolsillo y en ese
momento le estaba apuntado a través de la tela. Tras su observación, saqué el
arma y la deposité amenazante sobre la mesa. El seguía sonriendo y pestañeando,
pero había algo en su mirada que me hizo sentirme encantado de tener el arma a
mano.
»—Evidentemente usted no me conoce —dijo.
»—Todo lo contrario —contesté yo—, creo que es
evidente que le conozco bastante bien. Le ruego que tome asiento. Dispone de
cinco minutos si tiene algo que decir.
»—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su
pensamiento —dijo.
»—Entonces posiblemente mi respuesta ha pasado por
el suyo —contesté.
»—¿Se mantiene firme en su propósito?
»—Absolutamente.
»Se echó la mano al bolsillo y yo cogí la pistola de
encima de la mesa. Pero no sacó de éste sino una agenda en la que tenía
descuidadamente anotadas algunas fechas.
»—Se cruzó usted en mi camino el 4 de enero —dijo—.
El 23 me molestó; a mediados de febrero volvió usted a causarme un serio
trastorno; a finales de marzo obstaculizó absolutamente mis planes y ahora,
cuando ya va a finalizar abril, su continua persecución me ha puesto en una
situación en la que corro serio peligro de perder mi libertad. La situación se
está haciendo imposible.
»—¿Qué sugiere usted? —dije.
»—Debe renunciar a lo que se propone, señor Holmes —dijo,
moviendo la cabeza de un lado a otro—. Realmente debe hacerlo, ¿sabe?
»—Después del lunes —dije yo.
»—¡Venga ya! —dijo—. Estoy seguro de que un hombre
de su inteligencia enseguida se dará cuenta de que este asunto no tiene más que
una solución. Es necesario que se aparte de mi camino. Ha hecho usted que las
cosas tomaran un cariz tal que ahora sólo nos queda una salida. Ha supuesto
para mí un placer el verle luchar a brazo partido en este asunto y puedo decir,
sin exagerar, que me causaría una gran pena el verme forzado a tomar medidas
extremas. Sonríe usted, caballero, pero le aseguro que es así.
»—El peligro forma parte de mi trabajo —observé.
»—No se trata de peligro —dijo—. Es la destrucción
inevitable. Está usted obstaculizando el paso no de una sola persona, sino de
toda una poderosa organización, cuyo alcance, con toda su inteligencia, sería
usted incapaz de conseguir. Quítese de en medio, señor Holmes, si no quiere ser
aplastado.
»—Lo siento —dije yo, levantándome—, pero el placer
de la conversación me ha hecho olvidar que un asunto de importancia me está
esperando en otro lugar.
»Se levantó y me miró en silencio moviendo
tristemente la cabeza.
»—Bueno, bueno —dijo finalmente—. Es una pena, pero
yo he hecho lo que he podido. Conozco los movimientos de su juego. No puede
hacer nada antes del lunes. Ha sido un duelo entre usted y yo, señor Holmes.
Usted esperaba verme sentado en el banquillo de los acusados y yo le digo que
nunca me verá. Esperaba vencerme y yo le digo que nunca lo hará. Si cuenta con
la suficiente inteligencia como para acarrearme la destrucción, esté seguro de
que yo no me quedaré atrás.
»—Me ha hecho usted varios cumplidos, señor Moriarty
—dije yo—. Déjeme devolvérselos a mi vez diciéndole que, si me asegurara lo
primero, estaría encantado de aceptar, en interés público, lo segundo.
»—Puedo prometerle lo uno pero no lo otro —dijo
gruñendo, y luego, volviendo hacia mí su curvada espalda, salió de la
habitación, husmeándolo todo sin dejar de parpadear.
»Esta fue mi singular entrevista con el profesor
Moriarty. Confieso que me dejó bastante perturbado. Su grave y precisa manera
de hablar de una idea de sinceridad, que un simple fanfarrón no podría
producir. Por supuesto, usted se dirá: ¿Por qué no tomar precauciones
policiales contra él? La razón es que yo estoy totalmente convencido de que el
golpe lo darán sus agentes. Tengo todas las pruebas de que será así.
—¿Le han atacado ya alguna vez?
—Mi querido Watson, el profesor Moriarty no es un
hombre que deje crecer la hierba bajo sus pies. Salí a eso del mediodía por
unos asuntos que tenía que arreglar en Oxford Street. Al pasar la esquina que
va desde Bentinck Street hasta el cruce de Welbeck Street, apenas tuve tiempo
de ver un furgón de dos caballos que venía zumbando hacia mí, cuando se me echó
encima a la velocidad del rayo. Salté a la acera y me salvé por una fracción de
segundo. El furgón giró rápidamente en Marylebone Lane y desapareció en un
instante. Tras esto no volví a salirme de la acera, Watson, pero, cuando bajaba
por Vere Street un ladrillo vino a caer desde el tejado de una de las casas y
se hizo añicos a mis pies. Llamé a la policía e hice que examinaran el lugar.
Había tejas y ladrillos acumulados en el tejado preparados para hacer una
reparación y me habrían convencido de que el viento había hecho caer uno de
éstos. Por supuesto yo sabía algo más, pero no tenía ninguna prueba. Tras esto
tomé un coche y me fui a las habitaciones de mi hermano en Pall Mall, donde he
pasado el día. Ahora he venido a verle a usted, y en el camino me atacó un
matón armado de una porra. Le derribé y ahora está custodiado por la policía;
pero puedo decirle con toda seguridad que nunca se establecerá conexión alguna
entre el tipo contra cuyos dientes me acabo de despellejar los nudillos y el
catedrático de matemáticas retirado, quien, me atrevería a decir, se encuentra
a diez millas de distancia solucionando problemas en una pizarra. No sé que
preguntará ahora, Watson, por qué lo primero que hice al entrar en su casa fue
cerrar las contraventanas y por qué me he visto obligado a pedirle permiso para
salir de su casa utilizando una salida menos llamativa que la puerta principal.
A menudo había sentido admiración por el valor de mi
amigo, pero nunca más que ahora, al verle examinar la serie de incidentes cuya
combinación debía de haber constituido un día de horror para él.
—¿Pasará aquí la noche? —dije.
—No, amigo mío; sería un huésped peligroso para
usted. Ya he hecho mis planes y todo irá bien. Las cosas han llegado tan lejos,
que pueden seguir avanzando sin mi ayuda siempre y cuando se lleve a cabo el
arresto; mi presencia será, empero, necesaria a la hora de dictar sentencia. Es
obvio, por tanto, que lo mejor que puedo hacer ahora es alejarme durante los
pocos días que quedan, antes de que la policía esté en libertad de actuar.
Sería para mí un gran placer, pues, si pudiera usted acompañarme al continente.
—Mi clientela me está dando poco trabajo estos días —dije—.
Y además tengo un colega en el vecindario que me sustituiría de buen grado. Me
encantaría ir.
—¿Y salir mañana por la mañana?
—Si fuera necesario.
—¡Oh, sí, es de lo más necesario! Entonces éstas son
sus instrucciones y le ruego, mi querido Watson, que las cumpla al pie de la
letra, porque desde este momento es usted mi pareja en una partida de dobles en
la que usted y yo nos enfrentamos contra el más inteligente de los granujas y
el sindicato del crimen más poderoso de Europa. Ahora escuche. Enviará usted
por un recadero de confianza el equipaje que tengo intención de llevar, sin
dirección, a la estación Victoria esta noche. Mañana por la mañana enviará a
buscar un coche pidiéndole a la persona que vaya que no coja ni el primero ni
el segundo que le salgan al encuentro. Se montará en ese simón y se dirigirá a
la Lowther Arcade, en donde ésta da al Strand, dándole la dirección escrita al
cochero y pidiéndole que no la tire. Tenga preparado el importe, y en el
momento en que se detenga el carruaje precipítese en la Arcade y atraviésela,
calculando el tiempo que va a llevarle, para estar en el otro lado a las nueve
y cuarto. Encontrará una pequeña berlina esperándole pegada al bordillo y
conducida por un tipo vestido con un pesado abrigo negro con el cuello
ribeteado de rojo. Se subirá en ésta y llegará a la estación Victoria a tiempo
de coger el Continental Express.
—¿Dónde me encontraré con usted?
—En la estación. El segundo compartimiento de
primera clase empezando por la cabeza del tren está reservado para nosotros.
—¿El compartimiento es nuestro lugar de cita?
—Sí.
En vano le pedí a Holmes que se quedara a pasar la
noche. Era evidente que pensaba que podría causar problemas en el techo bajo en
el que se hallaba, y éste era el motivo que le obligaba a partir. Con algunas
precipitadas palabras respecto a nuestros planes para el día siguiente se
levantó y salió conmigo al jardín, escalando el muro que da a Mortimer Street;
inmediatamente después le oí llamar a un taxi y alejarse en él.
A la mañana siguiente obedecí sus órdenes al pie de
la letra. Me procuré un coche, tomando todas las precauciones para evitar que
fuera uno que hubieran podido situar allí a propósito para engañarme, e
inmediatamente después del desayuno me dirigí a Lowther Arcade y la atravesé a
toda velocidad que me permitieron las piernas. Me esperaba una berlina con un
corpulento cochero envuelto en un abrigo oscuro; éste, no bien hube yo subido,
hizo sonar el látigo y al instante empezamos a traquetear hacia la estación
Victoria. Al llegar allí giró el carruaje y se alejó a toda prisa sin mirarme
siquiera.
Hasta aquí todo había ido admirablemente. Tenía el
equipaje esperándome y no tuve dificultad en encontrar el compartimiento que
Holmes me había indicado; tanto menos cuanto que era el único en todo el tren
con el cartel de «Reservado». Mi única fuente de ansiedad era ahora el que
Holmes no acababa de aparecer. En el reloj de la estación faltaban siete
minutos para la hora de salida del tren. En vano busqué entre los grupos de
viajeros y acompañantes la ágil figura de mi amigo. No había signos de su
presencia. Pasé cinco minutos ayudando a un venerable sacerdote italiano, quien
se empeñaba en hacerle comprender a un maletero en un inglés chapurreado que su
equipaje tenía que ser registrado vía París. Luego, tras echar otro vistazo
alrededor, volví a mi compartimiento, en donde encontré que el maletero, a
pesar del cartel de reservado, me había puesto a mi decrépito amigo italiano
como compañero de viaje. De nada me valió explicarle que su presencia era una
intrusión, porque mi italiano era todavía más limitado que su inglés; con que
me encogí de hombros resignadamente y seguí buscando ansiosamente con la mirada
a mi amigo. Me dio un escalofrío al pensar que su ausencia podría significar
que algo le había sucedido durante la noche. Ya habían cerrado las puertas y el
tren empezaba a silbar cuando…
—Mi querido Watson —dijo una voz—, ni siquiera ha
tenido el detalle de decirme buenos días.
Me volví asombrado. El anciano sacerdote había
vuelto su cara hacia mí. En un instante se le suavizaron las arrugas, la nariz
se le separó de la barbilla; el labio inferior dejó de sobresalir y la boca de
temblar; los apagados ojos se le iluminaron y la encogida figura se estiró.
Tras esto, todo el montaje se derrumbó y Holmes reapareció con la misma rapidez
con que había desaparecido.
—¡Santo cielo! —exclamé—. ¡Qué susto me ha dado!
—Todas las precauciones siguen siendo necesarias —susurró—.
Tengo razones para pensar que nos siguen de cerca. ¡Ah! ¡Mire, ahí está en
persona! Moriarty.
El tren ya había empezado a moverse cuando Holmes
empezó a hablar. Mirando hacia atrás vi a un hombre alto que se abría paso a
empujones entre la muchedumbre, agitando la mano como si con esto indicara su
deseo de que el tren se detuviera. Era demasiado tarde, sin embargo, porque
íbamos ganando velocidad rápidamente y un momento después salíamos de la
estación.
—Con todas las precauciones que hemos tomado, nos
hemos salvado por poco —dijo Holmes riéndose. Se levantó y, quitándose la negra
sotana y el sombrero que habían constituido su disfraz, los metió en una bolsa
de mano.
—¿Ha leído el periódico, Watson?
—No.
—¿No ha leído nada, entonces, de lo que ha pasado en
Baker Street?
—¿Baker Street?
—Prendieron fuego a nuestra casa ayer por la noche.
No causó grandes daños.
—¡Santo cielo! Esto es intolerable.
—Debieron de perderme por completo la pista después
de que arrestaran al matón. De no ser así, no hubieran pensado que yo había de
volver a mi casa. Habían tomado la precaución de vigilarle a usted, y eso es lo
que lo ha traído a Moriarty hasta la estación Victoria. ¿Cometió usted algún
error al venir hacia aquí?
— Hice exactamente lo que me aconsejó.
— ¿Encontró la berlina esperándole?
— Sí, me estaba esperando.
— ¿Reconoció al cochero?
— No.
—Era mi hermano Mycroft. Es una ventaja el poder
apañárselas en casos semejantes sin tener que tomar un mercenario. Pero ahora
tenemos que planear lo que vamos a hacer con Moriarty.
—Puesto que esto es un expreso y los horarios del
barco están en correspondencia con éste, creo que nos lo hemos quitado de
encima de un modo bastante efectivo.
— Mi querido Watson, evidentemente usted no se da
cuenta de lo que significan mis palabras cuando digo que se puede considerar a
este hombre en el mismo plano intelectual que yo. No se imaginará usted que, si
yo fuera el perseguidor, iba a dejar que me detuviera un obstáculo tan mínimo.
¿Por qué, pues, va usted a considerarlo como un hombre mediocre?
—¿Qué hará?
—Lo que yo haría.
—¿Qué haría usted, pues?
—Tomar un tren particular.
—Pero ya será tarde.
—En absoluto. El tren se para en Canterbury y
siempre hay por lo menos un cuarto de hora de retraso en la salida del barco.
Nos atrapará allí.
—Uno pensaría que somos nosotros los criminales.
Hagamos que lo arresten al llegar nosotros.
—Eso echaría a perder el trabajo de tres meses.
Cogeríamos al pez gordo, pero los pequeños saldrían disparados, escapándose de
la red. El lunes los tendremos a todos. No, no podemos permitirnos un arresto
ahora.
—¿Entonces, qué?
—Nos apearemos en Canterbury.
—¿Y entonces?
—Bueno, entonces tendremos que hacer el recorrido
hasta Newhaven en esos trenes de vía estrecha que se paran en todas las
estaciones y desde allí cruzaremos a Dieppe. Moriarty volverá a hacer lo que yo
haría. Continuará hasta París, señalará nuestro equipaje y esperará dos días en
el depósito. Mientras tanto, nosotros nos compraremos un par de bolsos de
viaje, iremos favoreciendo con todas nuestras compras a los fabricantes de
todos los países por lo que pasemos y seguiremos nuestro apacible camino hacia
Suiza, vía Luxemburgo y Basilea.
Soy un viajero lo bastante experimentado para que me
preocupara la pérdida de mi equipaje, pero debo confesar que me incomodaba un
poco la idea de verme forzado a andarme zafando y escondiendo de un hombre cuyo
negro historial estaba plagado de crímenes. Era evidente, sin embargo, que
Holmes entendía la situación más claramente que yo. Así pues, nos apeamos en
Canterbury sólo para descubrir que teníamos que esperar una hora para coger un
tren con dirección a Newhaven.
Estaba todavía mirando con pesar hacia el furgón de
equipaje que desaparecía rápidamente de mi vista con todo mi guardarropa en su
interior, cuando Holmes me tiró de la manga y me señaló la vía.
—Mire, ya viene —dijo.
A lo lejos, por entre los bosques de Kentish, surgía
una fina columna de humo. Un minuto después vimos un vagón con su máquina
tomando a toda velocidad abierta curva de entrada en la estación. Apenas
habíamos tenido tiempo de ocultarnos tras una pila de equipajes cuando éste
pasó por delante con su estrepitoso traqueteo y nos lanzó una bocanada de aire
caliente a la cara.
—Ahí va —dijo Holmes, mientras mirábamos cómo el
tren se alejaba balanceándose al pasar por las agujas—. La inteligencia de
nuestro amigo, como ve, tiene sus límites. Hubiera dado un coup—de—maître de haber deducido y obrado en consecuencia
con lo que yo hubiera deducido.
—¿Y qué es lo que hubiera hecho en el caso de que
nos hubiera adelantado?
—No cabe duda de que hubiera atacado con fines
asesinos. Sin embargo, es éste un juego que admite dos jugadores. Lo que nos
debemos plantear ahora es si almorzamos aquí a una hora que sería la propia del
desayuno o corremos el riesgo de morirnos de hambre antes de llegar a la
cantina de la estación de Newhaven.
Esa noche hicimos el camino hasta Bruselas, donde
pasamos dos días, llegamos el tercer día hasta Estrasburgo. En la mañana del
lunes, Holmes telegrafió a la policía de Londres, y por la noche teníamos la
respuesta aguardándonos en el hotel. Holmes rasgó el sobre y luego,
maldiciendo, lo echó a la chimenea.
—¡Debería haberlo supuesto! —gruño—. ¡Se ha
escapado!
—¡Moriarty!
—Han atrapado a todos los de su banda menos a él. Se
les ha escapado de las manos. Evidentemente, al irme yo unos días fuera del
país, no hubo nadie capaz de enfrentarse con él. Pero de verdad pensaba que les
había dejado todo hecho. Creo que lo mejor que puede hacer es volver a
Inglaterra, Watson.
—¿Por qué?
—Porque yo sería para usted una compañía peligrosa
si se quedara. Este hombre se ha quedado sin ocupación; está perdido si vuelve
a Londres. Si le conozco bien, creo que dedicará todas sus energías a vengarse
de mí. Así lo dijo en nuestra breve entrevista y creo que lo decía en serio. De
verdad, le recomiendo que vuelva junto a su clientela.
No era muy acertado darle un consejo semejante a
alguien que, además de ser un veterano del Ejército, era un viejo amigo suyo.
Nos sentamos en la salle-à-manger de la
estación de Estrasburgo y discutimos la cuestión durante media hora, pero esa
misma noche ya habíamos reanudado viaje y nos dirigíamos hacia Ginebra
.
Estuvimos durante una encantadora semana
vagabundeando por el valle del Ródano y luego, dejando éste a un lado en Leuk,
nos encaminamos hacia el puerto de Gemmi, todavía cubierto de nieve y, una vez
atravesado éste, hacia Meiringen, pasando por Interlaken. Fue un viaje
precioso, con el delicado verde primaveral en la llanura y la virginal blancura
invernal en lo alto de las montañas; pero yo me daba perfecta cuenta de que
Holmes no olvidaba ni siquiera un solo instante la sombra que le perseguía.
Puedo incluso decir, por su manera de escrutar con una rápida mirada las caras
con que nos cruzábamos, que él parecía estar convencido de que, estuviéramos
donde estuviéramos, ya fuera en los hogareños pueblecitos alpinos como en el
solitario puerto de montaña, no podíamos pasear libres del peligro que nos iba
siguiendo los pasos.
En una ocasión recuerdo que nos encontrábamos
paseando, tras atravesar el puerto de Gemmi, a orillas del melancólico
Daubensee, cuando una gran roca que se había desprendido de las crestas que se
levantaban a nuestra derecha cayó, rodando estrepitosamente, al lago justo
detrás de donde estábamos nosotros. En un momento Holmes se subió a la cresta
y, de pie en un elevado pináculo, estiraba el cuello en todas las direcciones.
De nada le sirvió a nuestro guía el asegurarle que el desprendimiento de rocas
era algo bastante común en aquel lugar en primavera. No dijo nada, pero me
sonrió con la cara del hombre que acaba de ver el cumplimiento de lo que estaba
esperando.
Y, sin embargo, a pesar de toda esta vigilancia no
se deprimió nunca. Por el contrario, no recuerdo haberle visto nunca de tan
buen humor. Una y otra vez volvía al hecho de que, si pudiera estar seguro de
que la sociedad estaba libre del profesor Moriarty, con sumo gusto daría por
concluida su carrera.
—Creo que puedo decir sin estar muy desencaminado,
Watson, que no he vivido completamente en vano —observó en una ocasión—. Si mi
historial se cerrara esta noche no dejaría de ser ecuánime al examinarlo. El
aire de Londres es más dulce con mi presencia. En más de mil casos nunca he
utilizado mis facultades en beneficio del mal. Últimamente me está tentando el
investigar los problemas que nos proporciona la Naturaleza más que aquellos más
superficiales de lo que es responsable nuestro artificial estado de sociedad.
Sus Memorias llegarán a su punto final, Watson, el día en el que yo corone mi
carrera con la captura o extinción del criminal más peligroso y competente de
Europa.
Seré breve, pero exacto, en lo poco que me queda por
contar. No es un tema en el que me guste demorarme y, sin embargo, soy
consciente de que es mi deber no omitir ningún detalle.
Fue el 3 de mayo cuando llegamos al pueblecito de
Meringen, donde nos alojamos en la Englischer Hof, llevada entonces por el
viejo Meter Steiler. Nuestro patrón era un hombre inteligente y hablaba un
inglés excelente, por haber trabajado tres años como camarero en el Grosvenor
Hotel de Londres. Siguiendo su consejo,
en la tarde del 4 salimos juntos con la intención de cruzar las colinas y de
pasar la noche en el Hamlet de Rosenlaui. No obstante, nos dio instrucciones
para que, bajo ningún concepto, pasáramos las cataratas de Reichenbach, que
están a medio camino de la colina, sin dar una pequeña vuelta para verlas.
Es, de verdad, un lugar que impone terror. El
torrente acrecentado por las nieves fundidas se sume en un tremendo abismo del
que sube una fina lluvia que lo envuelve todo como si se tratara del humo de
una casa ardiendo. El hecho por el que se precipita el propio río es una
inmensa sima limitada por unas rocas negras y resbaladizas que se estrecha en
un pozo de incalculable profundidad, de aspecto cremoso e hirviente, en el que
se arremolina la corriente al pasar por entre sus mellados bordes. El continuo
movimiento de la corriente verdosa cayendo desde lo alto y la espesa cortina de
siseante agua pulverizada que no deja de subir desde el abismo, marean a un
hombre con su torbellino y clamor constantes. Nos quedamos en el borde,
observando el brillo del agua que se estrellaba contra las rocas muy por debajo
de donde estábamos y escuchando el grito casi humano, parecido a un intenso
gemido, que producía la nube de agua que subía desde el abismo.
Han abierto un camino que rodea media catarata con
el fin de permitir una vista completa, pero éste acaba bruscamente y el viajero
ha de volver por donde ha venido. Ya nos habíamos dado la vuelta para
disponernos a regresar, cuando vimos a un muchacho suizo que venia corriendo
por éste con una carta en la mano. Llevaba el membrete del hotel que acabábamos
de abandonar y el patrón la enviaba a mi nombre. Decía que a los pocos minutos
de salir nosotros había llegado una dama inglesa que se encontraba al borde de
la muerte. Había pasado el invierno en Davos Platz y se encontraba de viaje ahora para reunirse
con unos amigos en Lucerna, cuando le había sobrevenido una súbita hemorragia.
Pensaban que sólo viviría unas horas, pero supondría un gran consuelo para ella
que la viera un médico inglés y, si yo fuera tan amable de volver, etc., etc.
El bueno de Steiler me aseguraba en una posdata que él mismo consideraría mi
asentimiento como un gran favor, ya que la dama se había negado en redondo a
que la viera un médico suizo, y él se encontraba en una situación de gran
responsabilidad.
No se podía ignorar tal llamada. Era imposible
negarse al requerimiento de una compatriota que se encontraba al borde de la
muerte en tierra extraña. Y, sin embargo, sentía escrúpulos de dejar a Holmes.
Finalmente acordamos que el muchacho suizo se quedaría con él haciéndole de
guía y compañero y yo volvería a Meiringen. Mi amigo dijo que se quedaría un
rato en la catarata y luego iría paseando tranquilamente por las colinas hasta
Rosenlaui, donde yo me reuniría con él por la noche. Al alejarme vi a Holmes
apoyado en una roca con los brazos cruzados y la mirada fija en el correr
tumultuoso de las aguas. Esta sería la última visión que tendría de él en este
mundo.
Cuando estaba casi al pie del camino de bajada miré
hacia atrás. Era imposible ver las cataratas desde allí, pero se veía el
serpenteante sendero que sube por la ladera de la colina hasta ésta. Recuerdo
que vi a un hombre que iba caminando a toda prisa por el sendero. Me fijé en él
por la energía con que caminaba, pero desapareció de mi mente, apresurado como
iba a cumplir mi encargo.
Debió de llevarme un poco más de una hora llegar a
Meiringen. El viejo Steiler estaba en el porche del hotel.
—Bien —dije corriendo hacia él—, espero que no esté
peor.
Hizo un gesto de sorpresa y empezó a parpadear sin
saber de qué le estaba hablando, y en ese momento me dio un vuelco el corazón.
—¿No ha escrito usted esto? —dije, sacando la carta
de mi bolsillo—. ¿No hay una mujer enferma en el hotel?
—Pues claro que no —exclamó—. Pero la carta lleva el
membrete del hotel. ¡Ajá! Debe de haberla escrito el caballero inglés que llegó
después de que ustedes se fueran. Dijo…
Pero yo no esperé a las explicaciones del patrón.
Con un estremecimiento de miedo eché a correr calle abajo y me encaminé al
sendero del que acaba de descender. Me había llevado una hora bajar. A pesar de
todos mis esfuerzos pasaron otras dos antes de que me volviera a encontrar en
la catara de Reichenbach. El bastón de paseo de Holmes seguía apoyado en la
roca donde yo le había dejado. Pero no había indicios de su presencia y de nada
me sirvió gritar. La única respuesta que obtuve era mi propia voz, que
multiplicaba el eco de los riscos que me rodeaban.
Fue la visión del bastón de paseo lo que me dejó
frío. No había ido, pues, a Rosenlaui. Se había quedado en aquel estrecho
sendero de no más de tres pies de anchura con una pared que se levantaba a pico
a un lado y una caída semejante por el otro, hasta que su enemigo lo había
alcanzado. El joven suizo había desaparecido también. Lo más probable es que
también él trabajara para Moriarty y los hubiera dejado solos. ¿Y qué había
sucedido después? ¿Quién nos lo iba a decir?
Me quedé quieto un rato, intentado recobrar el
dominio de mí mismo, porque estaba totalmente aturdido por el horror. Luego
empecé a pensar en los propios métodos de Holmes y a ponerlos en práctica
interpretando esta tragedia. Sólo que, ¡ay!, era demasiado sencillo. Durante
nuestra conversación no habíamos ido hasta el final del sendero y el bastón
señalada el lugar en el que nos habíamos quedado. La tierra negruzca está
siempre blanda, debido a la incesante lluvia, y un pájaro hubiera dejado sus
huellas en ella. Dos líneas de pisadas estaban claramente impresas a lo largo
del camino y ambas seguían el camino hasta más allá de donde yo estaba. No
había ninguna que volviera hacia mí. A unas yardas del final el suelo era un
amasijo de barro totalmente surcado de pisadas, y las zarzas y los helechos del
borde del abismo estaban todos arrancados y aplastados. Me tumbé boca abajo y
ahora no podía ver sino el brillo de la humedad aquí y allí en la negras
paredes y allá abajo en las profundidades del abismo el brillo de aguas
tumultuosas. Grité, pero sólo me respondió el grito casi humano de la catarata.
Pero el destino había previsto que, después de todo,
tuviera una última palabra de agradecimiento de mi amigo y compañero. Ya he
dicho que su bastón de paseo estaba apoyado en la roca que sobresalía del
sendero. Vi algo que brillaba encima de ésta y, levantando la mano, descubrí
que el brillo procedía de la pitillera de plata que solía llevar consigo. Al
cogerla cayó al suelo un cuadrado de papel sobre el que ésta había sido
depositada. Lo desplegué y vi que consistía en tres páginas arrancadas de su
libro de notas y que estaban dirigidas a mí. Como correspondían a su carácter,
la dirección era tan precisa y la escritura tan firme y clara como si las
hubiera escrito cómodamente sentado en su estudio.
«Mi querido Watson —decía—, le escribo
estas líneas gracias a la cortesía del señor Moriarty, que me ha dejado elegir
el momento para discutir por última vez cuestiones que se interponen entre
nosotros. Me ha hecho un breve resumen de los métodos que ha seguido para
esquivar a la policía inglesa y mantenerse al tanto de nuestros movimientos. Estos
confirman la ya muy alta opinión que me había formado de sus habilidades. Estoy
contento de saber que podré librar a la sociedad de los efectos de su
presencia, aunque me temo que sea a un precio que supondrá un gran dolor para
mis amigos y en especial, mi querido Watson, para usted. No obstante, ya le he
explicado que mi carrera había llegado, en cualquier caso, a su momento
crítico, y ninguna otra solución posible sería tan de mi agrado como ésta. De
hecho, si puedo serle totalmente sincero, estaba casi seguro de que la carta
procedente de Meiringen era una treta y permití que se fuera con la convicción
de que sería algo así lo que sucedería a continuación. Dígale al inspector
Patterson que los documentos que necesita para declarar culpable a la banda están
en el casillero “M”, guardados en un sobre azul en el que está escrito
“Moriarty”. Dispuse el reparto de mis propiedades antes de abandonar
Inglaterra, cediéndole todo a mi hermano Mycroft. Salude en mi nombre a la
señora Watson y créame, querido amigo, que nunca he dejado de serlo suyo
sinceramente.
SHERLOCK HOLMES.»
Pocas palabras bastan para contar el resto. Tras el
examen del lugar llevado a cabo por expertos no quedó duda de que una pelea
personal entre los dos hombres determinó, como no habría podido ser de otro
modo en semejante lugar y situación, en un despeñarse en el abismo abrazados el
uno al otro. Todo intento de recuperación de los cuerpos era una imposibilidad,
y allí, en la profundidad de aquella horrorosa caldera de aguas turbulentas, yacerán
para siempre el más peligroso de los criminales y el más grande defensor de la
ley de su generación. Nunca se volvió a encontrar al joven suizo y no cabe la
menor duda de que era uno de los numerosos agentes que trabajaban para
Moriarty. En cuanto a la banda, todavía hoy ha de estar en la memoria de la
gente cómo los hechos que Holmes había ido acumulando ponían totalmente al
descubierto su organización y cómo pesaba sobre ellos la mano del hombre ahora
muerto. Pocos detalles relativos a éste salieron a la luz durante el proceso, y
el que ahora me haya visto obligado a hacer una exposición exacta de su carrera
se debe a esos imprudentes paladines que intentan limpiar su memoria, atacando
a aquél a quien siempre consideraré como el mejor y el más inteligente de los
hombres que yo haya conocido.
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